domingo, 20 de diciembre de 2009

Esta mañana creció una azucena en la vereda de casa

Esta mañana creció una azucena en la vereda de casa
(por Emilio Nicolás)




Tenía el mismo color. Lo tenía. El mismo graffiti en la misma pared el mismo fin de semana mirándolo por la misma ventanilla. No podía decir lo mismo del vehículo, la verdad es que no llevo la cuenta de dónde me subo y de quién es el que conduce. Y pensar que en algún punto mi vida depende de él, pero se supone está calificado para llevarme a mí y a tantos más pese a la humedad de la mañana y al calor (sé que no tiene coherencia lo que digo) Algunas gotas cayeron cuando estaba comenzando a subirme y puse el pie en el primer escalón. Miré al cielo completamente gris y me metí del todo.

Y entonces una vez más el lugar parecía tener mi nombre escrito en uno de sus cojines. siempre el mismo. En el lapso de uno o dos segundos hasta que me siento encontré una gorda edición de obras completas de Edgar Allan Poe siendo leída por un joven, bastante atractivo, por cierto, con un camisa blanca cubriéndole el torso y con la mirada clavada en cada una de las letras, deslizándose entre ellas una por una sin despegarse de su recorrido. Sonreí. Y sí, con un poco de esperanzas creí que me miraría notando mi llamado con los ojos, pero estaba tan concentrado que apenas llegó a notar que había alguien junto a él.

Sin embargo el recorrido parece cambiar a medida que lo transito, me refiero a... todos los recorridos que hago, que son iguales, pero en días distintos... bueno no, son el mismo día, sábado, pero no un mismo sábado, espero estar explicándome bien.

No lo estoy haciendo.

Entre sábado y sábado esa sensación acrecienta más y más. ¿De qué manera puedo explicarla? No encuentro ahora mismo una suseción de palabras que sepan definirla correctamente, sólo puedo decir que las casas no eran las mismas, los negocios tampoco, ni los árboles. El graffiti... yo pensé que sí, que era el mismo, pero estaba mintiéndome aquella vez.

Estaba hecho de una figura rosada en una esquina vaya uno a saber dónde, y la figura tenía grandes ojos rosados y expresión perdida. Aún así con la más ingenua de las miradas yo sabía que estaba burlándose de mí, lo sabía. Es esa la sensación que tengo con cada viaje, me siento más y más satirizado, me siento objeto de burlas, motivo de risas, esa es la sensación.

Entonces cuando lo descubrí después de ver la inocente expresión de ese bicho chillando en mi cara me recliné sobre el asiento y con los dedos toqué la ventanilla, desafiando a su presencia. ¿Para qué escapar de él? Así iba a suceder cada fin de semana, y no me es fácil ignorar sus ojos tan grandes buscándome al pasar.

Miré mis zapatillas manchadas y aún no había retirado los dedos del vidrio. La criatura esa ya no estaba más, había quedado atrás, pero la desesperación había llegado en su lugar y me oprimía el pecho tan fuerte que me obligó a doblar los dedos y a acercar el rostro a la ventanilla. Me mordí el labio inferior y pretendí escapar, como si el vehículo entero estuviese por explotar. Pero no tenía sentido, ¿de qué iba a servir?

Una y otra vez con los pies cansados, la mirada perdida, los reflejos muertos y Morfeo dando vueltas a mi alrededor volvería a pasar semana tras semana. El mismo vehículo o no, con el mismo chofer o no, con el mismo asiento, eso sí, y con el mismo graffiti riéndose, y las mismas casas y la misma sensación. Árboles bailando y riendo.

El asiento para uno, mis labios cerrados, mis pensamientos hablando por mí y mis ojos yendo de un lado para el otro. ¿Qué caso tenía si miraba para otro lado? ¿si cerraba mis ojos? Seguramente podría escucharlo hablar a mis espaldas aunque ya me hubiese alejado de él. ¿Y tendría que saltar por la ventana de mi casa también? La misma me espera cada fin de semana respirando por la puerta con una nube de vapor caliente que me da la bienvenida al infierno. Y hará tanto calor que, en medio del silencio una vez más me veré arrastrando los pies hasta la ducha y allí seguramente sujetaré mis rodillas actuando para un público invisible.

No, no tiene sentido, es lo mismo, la libertad corre por mis venas y se pierde por cada una de mis heridas y fluye y no deja de fluír, es tanta que no puedo con ella, y porque me la han dibujado de tal forma que la relaciono con la soledad. Libertad, soledad, soledad, libertad. No, no es lo mismo. ¿Qué hice mal entonces?

El graffiti ya se fue, debería pensar en otra cosa.

Esta mañana creció una azucena en la vereda de casa.




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domingo, 6 de diciembre de 2009

Rojo, como el mar

Rojo, como el mar
(por Emilio Nicolás)




Nunca pensé que quienes vivían en las grandes urbes tenían peores problemas que los nuestros. Pensamiento un poco ingenuo e ignorante, el mío, pero debo reconocer que bajo las condiciones en las que vivíamos cualquiera que pudiese caminar por una calle empedrada para mí ya era un Dios entre las nubes. Nosotros estábamos acostumbrados a tener los pies pintados de tierra y las manos con olor a frambuesa, cuando llovía nos manejábamos con canoas hechas con los árboles que nos amuraban y no faltaban animales más grandes y pesados que nuestros cuerpos en los jardines (en la ciudad no vi un solo jardín, qué extraño). Como sea, esa misma tarde comprobé que había alguien aún más atrapado que nosotros, que creíamos que nos habían sacado de nuestras celdas para explorar las maravillas de la libre y ociosa burguesía.

Y es que realmente caminábamos como niños, señalando las grandes torres con relojes y los techos de teja, los vestidos caros y los zapatos brillantes. Yo apenas tenía unos pantalones cortos, boina, camisa grisácea (por el polvo) y estaba descalzo, por supuesto. Me perdí del grupo y con las pocas monedas de oro que tenía (y que nadie me pregunte cómo las conseguí) compré unas barras de chocolate. Sacrilegio como ese no me iban a perdonar, pero preferí objetar más tarde que se me habían caído a lo largo del viaje en carreta (tampoco me perdonarían eso, ¿pero qué más podrían hacer? de seguro volverían por el camino a buscarlas, lo que me daría más tiempo a estirar los brazos al cielo azul). Y me perdí entre los puestos y madres con sus hijos amamantando en plena calle, entre los perros bien entrenados y atrayentes (como los jóvenes uno más bello que el otro).

Nadie parecía asombrado con nuestra presencia y en ningún momento me sentí distinto, porque directamente nos ignoraban. A lo alto veía rostros con sus miradas firmes al derecho, marchando como soldados dirigiéndose a sus quehaceres rutinarios y ninguno se detenía a mirar hacia abajo, donde estaba yo con mis barras de chocolate, (debilidad que, confieso, me podría llevar hasta a matar) esperando a que alguien se digne a cruzar unas palabras con este extranjero de cuerpo diminuto.

Nadie entonces...

Pero bueno, como dije, nunca pensé que quienes vivían en estos sitios tenían problemas iguales o peores a los nuestros. Esto cambió cuando me hablaron de la existencia de un puerto en las cercanías, jamás se me iba a ocurrir que habíamos viajado tanto, estábamos tan cerca del mar que no pude resistir, me perdí de los demás y siquiera vacilé en mirar hacia atrás. Allá quedaban, buscando precios en los locales de verduras e intercambiando con transeúntes y ladrones algunas monedas o animales por algo de carne fresca y utensilios que allá no existían (y me pregunto para qué los compraban, si algo que nos gusta en mi pueblo es construir cada elemento que nos hace falta -yo mismo hice mi cama-)

Como sea, en cuestión de minutos estaba corriendo por las calles y preguntando por doquier en dónde estaba el puerto, tironeé de muchos vestidos y pantalones de hombres vistosos, y con un poco de suerte una dama me dijo que el puerto estaba a tres horas de viaje. Tan iluso fui al creer (de uno de mis lentos compañeros) que se encontraba a pocos pasos, la realidad era distinta, el puerto estaba a tres horas de viaje en tren o... ¡vaya uno a saber cuántas a carreta! Suspiré y pensé que la ilusión era demasiado grande como para dejarla pasar así, fácilmente. Necesitaba ir.

Entre sollozos y lágrimas de cocodrilo en la estación (y valiéndome de mi rostro vendedor) me las ingenié para que me dejaran subir, con la condición de que en la primera estación debía bajar, y así lo hice. La estación en la que me dejaron tenía un aspecto algo abandonado y no sé si fue suerte o qué pero enseguida arrancaba otro tren que se dirigía al mismo puerto, en una vía paralela. Estaba completamente vacío por doquier así que no me costó subir y acurrucarme debajo del vestido de una dama rechoncha para que nadie me vea jugando al intruso.

En poco estaba en el puerto, corrí hacia las blancas arenas y retrocedí cuando un abrazo de agua me dio la bienvenida. Sentí miedo, la sensación de que el agua entera me iba a chupar y a arrastrar hasta el fondo sin dejarme emerger nunca más. Se me mojaron los ojos pero no de emoción sino de tristeza por temer a algo que sabía yo era seguro y hasta digno de disfrutar. Entonces me alcé de valor y me tiré sin pensarlo más. Mis brazos se movían para todos lados, como si supiesen nadar, pero no hacía más que pasar el ridículo, aunque no había nadie más. Eso pensé.

Parado en la orilla del mar, un joven de más o menos mi edad (unos veintidós o veintitrés) miraba fijo a sus pies (limpios, era de la ciudad, claro) como si fuese lo único que querría ver. Su vista parecía perdida, más bien lo estaba, lo aseguro, no se movía para nada y fue cuestión de segundos hasta que su tristeza se le salió de los poros y se metió en los míos para hacerme sentirla de la misma forma. Comencé a preguntarme con qué objetivo había alejádome de tanto y tantos sólo para meterme en agua que ni siquiera se puede beber. La fantasía con la que veo al mundo enseguida se opacó. La presencia de ese joven perturbaba toda mi alegría y me hacía enmudecer. No pude reír más hasta que me acerqué. Divisé los vellos de sus piernas, finitos y mojados, pegados a la piel, pero aún así brillando con la luz del sol; cubriendo el resto de sus piernas aparecía un pantalón corto de color azul eléctrico, medio mojado también, secándose con el calor; su pecho tan pálido parecía no haber sido afectado por el sol que quema la piel; sus brazos tenían algo de vello también, eran finos como las venas violetas que de ellos se podía ver; sus manos… no pude encontrarlas pues estaban dentro de los bolsillos. Tenía barba en la cara, roja como el fuego y que también brillaba a la luz. Los ojos negros, redondos y en medio una nariz puntiaguda. Pero lo que más me maravilló fue su cabello, tan despeinado y tan poblado, tan rojo, rojo como el mar a su alrededor, rojo como la sangre que en su cuerpo luchaba por correr una vez más. Se estaba yendo despacio y lo pude notar. Estaba deseando la muerte más que nadie en el lugar (estábamos nosotros dos). No pude evitar sentir que sus cabellos se expandían por todo el escenario cubriendo arena, cielo y mar; invadiendo todo de tristeza y yo dejándome llevar.

Entonces me miró y con esos ojos tan afligidos y fulminantes mi fantasía se terminó por acabar. Ya no era más un viajero de pueblos remotos que conocía por primera vez el mar. Mis ropas rústicas se fueron y vi mi pantalón de marca rojo (como el mar) en su lugar. No estaba más la boina sino el pañuelo negro que atado a mi cabeza suelo llevar y no era más el aldeano aventurero sino que era el turista que fue a pasar sus vacaciones cerca del mar. ¿Cómo fue capaz de arruinar así mi historia? Estaba por contar que los jóvenes de las urbes sufren las mismas cicatrices que tenemos los campesinos… pero ya no tiene gracia seguir mientras esté aquí esa mirada bajo esos cabellos tan rojos como el mar. Lo miré tan furioso y no me atreví a despegar mis ojos de los suyos. Entonces olvidé mi egoísta deseo de continuar con mi propia historia y me acerqué hacia su lugar. Seguía sin moverse y esta vez era a mí a quien no dejaba de mirar.

A medida que me acercaba la sensación de vacío se intensificaba más, sus brazos colgando se dejaban mecer por el viento y lo único que tenía movimiento era su pelo, su pelo como una llama roja ardiendo por encima de su cabeza tan roja como el mar.
No necesité más, vi el dolor, vi la desesperación, vi la soledad y vi las ganas de dejar de soñar. Pero también vi el deseo de disfrutar con mi energía una tarde en el mar. Me contempló minutos antes nadar jocosamente y sé que lo quiso hacer igual. Me escuchó inventar historias y supe que él quería escribir las mismas también. Deseaba salir, anhelaba escapar.

Con mis ojos le dije que era fácil, que tenía que dejarse llevar. Entonces pestañeó por primera vez, y mientras cerraba sus ojos yo me volví a concentrar en sus cabellos tan rojos como el mar. Los abrió de nuevo y una vez más yo era un pueblerino que apenas se animaba a viajar y él era el príncipe que se había fugado de su hogar. En el reino no entendían (de él) tantas cosas que ni él podía explicar y no había oro que lo pudiera salvar. Entonces pensó en algo que sea libre e imaginó al mar, rompiendo rocas con sus olas que así como tranquilas, pueden ocasionar un golpe letal. Quiso ser como ellas y moverse sin cadenas que lo pudiesen atar. Y escapó esa mañana del castillo y se encontró con un joven emocionado que no dejaba de chapotear. La libertad no estaba en el agua sino en ese cuerpo que tenía más vida de la que podía aparentar. No obstante el pequeño vio en su simple cabellera, moviéndose con el viento y tan roja como el mar, la sensación de libertad que había salido a buscar.

Es la mejor de las llaves imaginar, es el mejor escape cuando todo no resulta como uno lo quiere que sea en verdad. Que los escenarios cambien con tanta facilidad, que la música dibuje líneas donde no están, es tan fácil moverse por donde uno quisiera estar. Pero su cabello rojo era tan perfecto que ni yo lo podría mejorar. Desvié mi mirada a sus ojos que me pedían auxilio hasta más no poder aguantar. Besé sus labios tan rojos, rojos como el fuego de sus cabellos que eran rojos como el mar. Los cerró junto con los míos y así, sin más, no había más nada que inventar.



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jueves, 3 de diciembre de 2009

El fugitivo del campo y el que no me atrevo a nombrar



El fugitivo del campo y el que no puedo nombrar
(por Emilio Nicolás)




Y todos están mirando ahora sin saber. La situación se revirtió. ¿En dónde está lo que estaba por esconder? Estaba entre sus palmas de buen ladrón que en un segundo está y al otro no. Movimientos de leopardo.

Y todos están mirando ahora sin saber. Quiero gritar pero hay un pinchazón en mi garganta que me hace enmudecer.

Y todos están mirando ahora sin saber. Hablan entre ellos, se ríen y me llevan a enloquecer (la vieja ópera, el viejo televisor, shh...)

El niño del campo se obliga a recibir el amanecer en medio de una gran ciudad que se mueve casi tan torpe como él.

Y después de tantos empujones en medio de la oscuridad envuelta por ese sonido chirriante, las manos persistentes.

El balcón de Julieta.

- ¿Alguna vez te has detenido a sentir el fresco aire de la mañana?
- Jamás antes.

En lugar de gacelas que, presurosas intentan al sol alcanzar, un centenar de automóviles que se contradicen en el paso y no avisan ni a dónde van.


- No está mal. Me sentiría perdido si tuviese a dónde ir ( y si no estuviese el nativo aquí conmigo)
- Guarda silencio si quieres escuchar


Con tantas flechas que cortan el aire por aquí y por allá.
De no ser por su presencia no me atrevería a cruzar.

- ¿Me ayudas? Después de todo no fui yo quien te mandó a llamar.

Me miró atónito aquel medio ebrio (y no del medioevo) que siquiera con un nombre lo podía mencionar.
Pero no me importaba. La rosa, si no se llamase rosa seguiría siendo rosa igual

¿Qué estoy haciendo acá?

Y a los otros, que los dejé atrás, no me molesté en llamar. Hoy no quiero volver de la mano. Hoy soy libre de ir a donde el viento me quiera arrastrar.

Pero dijeron por ahí que si muy fuerte te pones a recitar, alguien va a escuchar.
Entonces yo, que buscaba algo de soledad (y no le digas a nadie, en realidad buscaba alguien con quién hablar) en los ojos de un "sin nombre" me vengo a posar.






- No es extraño que ante la miel que se abandona en medio del campo un millón de hormigas viniese a desayunar.

- Hay tres cosas que quiero aclarar.

- Las quiero escuchar

- La primera es... que no soy miel, soy un pez (ahora pescado) que tomó la corriente equivocada cuando la corriente empezó a cambiar.

- Ahá.

- La segunda es que no veo un millón de hormigas. Eres el único que vino acá.

- Las otras no conocen las virtudes del pescado. Y por el aroma de la miel se dejaron llevar.

- La tercera es que no he desayunado, estoy en otro lado y con esa palabra a mi pobre cerebro hiciste reaccionar

- No es el cerebro lo que oigo ahora, niño de campo. Vamos a otro lugar.









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No fue difícil imaginarlo

No fue difícil imaginarlo
(por Emilio Nicolás)




Imaginarlo en ese momento no fue difícil. El ventilador sobre la silla junto a su hermana sobre la cual me sentaba todas las noches bajo el encanto de la música en línea, y alineada, bien recta como las vías de un tren que lleva a ninguna parte pero cuyo viaje tiene su encanto perfecto en su eterna duración, nunca para nunca para. El ventilador movía sus paletas en la más baja de las velocidades pero aún así helaba el brazo derecho que intentaba expresar unas palabras ahogadas en soledad. Pero no fue difícil imaginarlo entonces, así pequeño como me había dicho que era.

Imaginarlo en ese momento no fue difícil, me había dicho que su pecho tenía muchos más vellos que el mío. Corrí por la sala de estar mientras en los muros blancos (con una cruz de yeso donde descansaba el rey de corazones) se dibujaba mi sombra con los brazos abiertos y el torso más delgado de lo común. Me dejé llevar por el impulso, pues tenía medias, y comencé a resbalar por la cerámica del suelo hasta deshacerme contra el ventanal que reflejaba a la luna más pálida que nunca, pero cortada a la mitad. Y como estaba con ropas cómodas así me sentí, cómodo, y me recosté sobre el suelo y así sentí sus vellos rozando mi pecho desnudo. Sentí su brazo rodeando mi nuca y sus ojos clavándose en los míos, dejándome sin salida. Entonces riendo di un giro sobre mi cuerpo intentando escapar (aunque secretamente no quería hacerlo) y reí solo en la oscuridad. Su brazo cedió enseguida, pues era tanta la autoridad que a veces mi persona imponía que difícilmente podía contradecirme. Aún así le había dicho cientos de veces que me encanta cuando muestran rebeldía a mis decisiones, y al parecer lo recordó en el momento porque volvió a tomarme y esta vez con más fuerza me liberé de sus brazos (ahora eran los dos, los que me tomaban y me retenían contra el suelo). Ambos reímos sin parar, o más bien yo reí solo en la oscuridad, mientras la sombra en la pared proyectaba mi única figura cansada y sin ganas de levantarse. Al lado tenía el ventanal, tan alto como mi estatura y aún más ancho que diez veces mi cuerpo.

La gran vidriera comenzaba a pocos centímetros del suelo, entonces sentándome sobre el mismo tenía a la noche entera dividida por una lámina de vidrio. Apoyé los codos sobre el borde y contemplé el oscuro cielo mientras él apoyaba su pera pesada sobre mi hombro. Sentí su insoportable calor en mi oreja y de un movimiento lo alejé de mi cuerpo. Volví a contemplar la noche en silencio, ansiando que vuelva a molestarme, pero no insistió.

Imaginé que era la noche de navidad, ya todos estaban en sus camas y yo, como todos los años desde que tengo memoria, había pasado la tarde y la cena en casa de mi abuela. Agradecí tanto haberlo conocido ese año, pues era el primero que pasaba las fiestas en mi ciudad, a no muchos metros de la casa donde yo cenaba con familiares que apenas veía una vez al año. No pude esperar a que pase de medianoche para cumplir con el protocolo y correr a través de la calle casi desolada bajo un cielo predominantemente oscuro, pero de muchos colores. Rojo, rosa, verde, celeste, amarillo y globos brillantes acompañaban mi trecho hasta donde se encontraba. Entonces lo vi salir tan bien vestido (siempre me gustó prestar atención en ese detalle, en nochebuena y navidad todos vestimos bien). No podría tomarme el atrevimiento de describirlo, puede que mi imaginación no coincida con el modo de vestir del pequeño, pequeño mono. Pero así como lo ví ansié tenerlo en mis brazos, era imposible, su familia estricta apenas conocía los motivos por los que estaba parado sobre su umbral mirándolo poseído por mil demonios. Entró y volvió a salir. Permiso en mano, pasaríamos la noche venciendo al sueño junto al ventanal de mi casa, mirando a las luces apagarse conforme el sol arrastraba su cuerpo hasta lo más alto.

Entonces él se quedaría dormido en el suelo, antes, por supuesto, y yo lo seguiría recostándome junto a él, acariciando su nariz con la mía.

Imaginarlo en ese momento no fue difícil. Yo estaba en trance, poseído, completamente loco, perdido en la ficción, dando vueltas en el suelo a medianoche mientras la cruz de yeso en la que descansaba el rey de corazones era mi único testigo.



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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Me alegra haberte conocido

Me alegra haberte conocido
(por Emilio Nicolás)


Se refirieron a mí como al pequeño orgulloso cuya antipatía por las ideas que difieran de las propias despertarían tormentas en el día más soleado. Como el pequeño cuyo carácter de serpiente en alerta impide que cualquier hombre asome la punta de su dedo a la boca por miedo a sufrir un tarascón. Se refirieron como el pequeño tierno y abrazable que se disfraza de perra madre que protege a sus cachorros y que enseguida se pone a ladrar.

Sí, los oí, estaban conversando acerca de los amigos en común que tenían hasta que mi nombre apareció. ¿Pequeño? ambos eran menores que yo, no entiendo cómo se atreven a tal atrocidad sólo porque mis ojos no alcanzan la altura en la que los suyos reposan con tanta facilidad. ¡Ah, nadie puede alterar a gusto la genética!

Me costaba creer que semejante envase pequeño contuviese más conocimientos que mi botellón de tres litros. Comencé a reír mirando al cordón de la vereda.

Sus dientes salieron de la barba negra como la noche y me pregunté a qué se debía esa risa de presumido. Yo mismo lo oí decirlo aquella mañana, ahora me debía una explicación.

¿Qué podía decirle? Es inevitable, por más conocimientos que sus hermosos labios expresen no dejará de serlo. Mírenlo ahora cómo se cruza de brazos y me contempla reír. Desvío la mirada en microsegundos sólo para deleitarme con tal escena, luego vuelvo a centrar los ojos en el agua que corre hasta la alcantarilla e intento retener en mi memoria tal imagen de una criatura tan tierna y berrinchosa (¿existirá esa palabra?)

Por un momento mi brazo casi se mueve por inercia y golpea con la palma de mi mano esas rechonchas mejillas que cubre con tanto pelo. Porque estoy seguro de que esa es la razón por la que se deja crecer la barba, no debe soportar tener una cara tan redonda e inflada y cree que con esos hermosos vellos azabaches la cara se le achatará un poco más. Pues a mí no se me escapa, a mí no se me escapa ese detalle, te imagino sin barba y exploto de risa de la misma forma en que te estás riendo ahora sin decirme el por qué. Pero no puedo atreverme a hacer lo mismo, se supone que ahora debo estar serio y firme.

No recuerdo bien cómo lo conocí, pero agradezco tanto este momento. La tarde está desvaneciéndose muy despacio a medida que la humedad también disminuye. Llovió mucho anoche, se lo voy a preguntar a ver si admira de la misma forma que yo las manifestaciones de la naturaleza. Además sé que a esas altas horas de la noche siempre está moviéndose por algún lugar. Es tan inquieto en verdad.

¿Por qué me pregunta eso? Está desviando el tema, está esquivando mi mirada y mi pregunta, está evadiéndome.... sí claro que recuerdo la lluvia de anoche, fue tan leve y tan serena, apenas se podía escuchar (si tenías oído de vampiro). Salí al patio alrededor de las 5 de la mañana y el cielo, que insistía en amanecer pero que se rendía a la tormenta que lo llegaba a tapar, se había vuelto de color bordó medio magenta. Sobre mí estaba el árbol imponente desprendiendo pedazos de una especie de algodón como si estuviese nevando. Debajo de mí el suelo verde y blanco y mis pies descalzos pisándolo. La tranquilidad de la noche era incomparable (¡Ah, ese silencio!) y las pequeñas gotas depositándose en mis dedos, brazos, mejillas, pelo, eran como caricias para invitarme a dormir. Pero ya todos saben como soy, obstinado y rebelde hasta con los horarios para dormir. ¿Por qué tengo que hacerlo cuando todos lo hacen? ¡Uy! Lo dije en voz alta

Te conozco, aunque es estúpido que lo diga, ¿cuántas veces cruzamos palabras? Contadas con las dos manos, pero por alguna razón te conozco, te veo a los ojos mientras intentas disimular la risa que está despertando al ver la mía y es como si te hubiese visto durante años. No sé qué hago acá y ahora con vos, prácticamente somos dos extraños, pero la tarde está terminando y no quiero recibir a la noche en soledad, al menos tu compañía haría menos leve al silencio que me envuelve cuando vuelvo a casa a paso lento y mirando a la gente pasar, en dirección contraria a mi camino. Es preferible oír tus berrinches y tu capacidad para ser tan verbórragico que en nadie más encontré. ¡Y con tanto atrevimiento hablas en la forma en que hablas! Como un mocoso a quien poco le importa la autoridad. La cara se le transforma de nuevo.

Se sigue riendo y sigo sin saber por qué, por un momento casi caigo en su trampa de querer hacerme reír, pero si no conozco los motivos ¿por qué habría de imitarlo? No tiene sentido. Ahora sí estoy serio de verdad. Los escuché, los escuché a ambos, que son menores a mí en edad, decir que yo soy un pequeño. ¿Pequeño dónde? Tengo en mi haber más experiencias que uste... bueno eso no es cierto, quizás fui un poco malcriado y no conozco el mundo de la misma forma que ellos, pero eso no quita los años que llevo de vida. Mientras yo aprendía a caminar esos dos inútiles estaban saliendo al mundo, chillando y empapados en sangre. ¿Dónde está lo pequeño?

Insiste con explicaciones que ni yo puedo inventar. Es lógico que con su metro y medio nos dejemos seducir por las confusiones. Sabemos que no son más que eso pero de todos modos optamos por ignorar. La forma en que camina, la voz chillona que sale de su garganta, las risas de diablillo perverso ideando un plan infantil e inmoral. Esos impulsos con los que tomas sus decisiones y ¡ah...! tus berrinches, pequeño, tus inconstantes berrinches, como el de ahora. ¿Te hace bien escuchar de mis labios reconocer que eres mayor que yo? Te haré el favor entonces, pero cuando abrazo tu pequeño cuerpo, mis grandes y fuertes brazos están abrazando a un niño que aún tiene mucho que aprender… y que todavía no me pasa en estatura. Y por momentos pienso "ya crecerá y me alcanzará" Luego reparo en que naciste antes que yo y que así te quedarás, y entonces me pongo a reír y ahí estás, mirándome tan mal.

¿Qué puedo hacer contra eso? No hay forma de que me tomes en serio si es eso lo que vas a pensar. También me sale barba, tengo gente a mi cargo y... bueno ¿Para qué me voy a molestar? Diga lo que diga siempre seré un niño para ti y nada más. No verás al hombre que hay en mí y que tanto desea poder amar. Lo mejor será que me dé la vuelta y que me ponga a caminar, no le das la importancia que yo le tengo a esta forma en la que me suelen mirar. Tu risa se convirtió en una mueca de incomodidad. Por fin me entendiste, pero ya es tarde para arreglarlo.

Quizás tenga razón, pero aún así esos ojos están delatando que aunque maduro se muestre, le falta mucho por pasar. Está bien, no más bromas por hoy y cuando vea a mi amigo le recordaré tu edad. Sus ojos están mojados, ¿ya lo ves? Te esfuerzas por mostrarte como un hombre pero enseguida te largas a llorar. No voy a abrazarte porque sería consentirte y supuestamente de eso no querés más. Bah, no puedo evitarlo, lo voy a abrazar.

Qué cálido se siente, aunque huele un poco el sudor bajo sus brazos, no me importa, hago una mueca de asco total él no me ve. Bueno ya es suficiente, estoy actuando muy inmaduro, voy a rodear su rechoncho cuerpo con mis finos brazos y le voy a demostrar que... que caigo rendido a sus palabras porque dice la verdad. Los años no son nada, aún queda en mí el niño que tanto intento tapar. Y quizás eso le guste, quizás eso... ¿nada más?

Si supiera que veo en él más que un niño que por todo se pone a quejar. Aprendí tantas cosas de sus palabras coherentes (tiene más sentido común que cualquier viejo al pasar) pero si se lo digo no me va a creer. Sigo sin recordar cómo fue que lo conocí, quizás en un café, quizás bailando una noche, quizás por Internet, quizás lo conocí en un coche, en medio de la calle o viajando en tren. No puedo recordarlo y si se lo pregunto se va a enojar, pensará que no lo tengo en cuenta, pero es la verdad. ¿De dónde saldrá? Mi carácter fuerte enseguida se amansa cuando su cara pequeña se presenta en el mismo lugar. Mejor dejo de pensar, está por hablar.


- No me digas más pequeño, aunque lo sientas, no me lo digas más

- Está bien, ¿ya te vas a tu casa así sin más?



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martes, 1 de diciembre de 2009

La mañana

La mañana
(por Emilio Nicolás)


La hoja de un arbol se atascó en mi pie mientras estaba a la espera. La miré luchando contra el viento que la obligaba a seguir su camino, pero ahí estaba ella, inmovilizada por mi zapatilla. Miré al cielo tan gris esa mañana, me vi a mi mismo sentado esperando. Esperando un omnibus que me llevaría a casa. Esperando algo más que un omnibus que me llevase a casa.

La hoja de algún árbol se atascó en mi pie mientras estaba a la espera. La tomé con mi mano derecha y me quedé mirándola. Aún la lucidez bailaba en mi casa y pude contar diez puntas en ella. El viento la empujaba y la quería quitar de mi mano. La anciana que estaba a mi lado arrastró un poco su arrugada pierna y quitó de su bolso algunas monedas. Sobre nosotros el viento sacudía con vehemencia a un gran árbol (¿sería el dueño de la hoja?) y pude sentir su casi violenta caricia sobre mi rostro.

Me pregunté qué estaba haciendo allí y con los ojos entrecerrados. Me pregunté si podría estar en otro lado. Los primeros autos ya estaban circulando y una dama de rosa cruzó la calle a toda prisa. Algunos hombres la miraron mientras se perdía en el escenario. Dos caballeros más llegaron y se pusieron a mi lado, padre e hijo eran y estaban conversando ¿cuándo volvería yo a tener un momento de esos?. El silencio se quebraba con la brisa otoñal, (pese a que seguíamos en verano) que hacía estremecer mis brazos y me obligaba a desear aún más lo que no ha llegado.

Entonces las decoraciones... entonces las decoraciones me trajeron al pasado, que se movía picaresco arriba de un tejado. Y bajó por un rato a burlarse de mi presente, de verme así, tan ausente.

Y me pregunté si lo que hago no lo estoy haciendo en vano, si estoy haciendo un camino que lleva a ningun lado. Pensé en los intentos y en el fracaso tras fracaso. Me imaginé en diez años y cuando vi lo que en la vidrirera se había dibujado enseguida miré para otro lado.

No, no quiero (pero tengo que) seguir intentando. Me rindo, hay algo malo.

El cielo estaba gris y algunas gotas caían despacio. Una breve lluvia de verano y mis pensamientos ahí abajo, recibiendo de la misma el falso mensaje del cambio. Nada dejará de ser como es.

Y la búsqueda que hace poco dije, era un juego entretenido, es ahora cuando se vuelve una tragicomedia, porque de mí aún me río.

Y para huír de lo que mis ojos perciben, agrego al paisaje imaginarios elementos, la prueba invisble de que se acerca el momento. No quiero llegar a enloquecer, pero me veo, me veo y lo siento.

Y yo más que nadie lo siento, porque intento, intento, intento. Pero el resultado es el mismo y nunca estoy satisfecho.

No más caminos, se acabaron los recuerdos. No más salidas fáciles, voy a subirme a ese omnibus y a sentarme en el mismo lugar de siempre. Voy a mirar a través de la ventanilla y a hacer fuerza por mantener los ojos abiertos una vez por cada dos que vea a contraviento. Y voy a llegar y a fingir que estoy contento. A bañarme como siempre y a acostarme, vencido y a preguntarme si en algún sitio, está sintiendo lo mismo que siento.


El omnibus estaba llegando, di un paso atrás, dos adelante y subí.



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domingo, 29 de noviembre de 2009

Gravedad

Gravedad
(por Emilio Nicolás)




No recuerdo si hice dos o cinco pasos más y me di vuelta. Siempre que voy por la calle intento realizar los pasos necesarios de forma rápida para llegar a destino cuanto antes, no me gusta detenerme, siento que todos se mueven y que yo tengo que moverme también, de otro modo podría llevarme la corriente y así podría perderme, perderme lejos. Pero aún así, no recuerdo si hice dos o cinco pasos y me detuve. Y giré mi espalda, mientras mi brazos colgaban bajo mangas de paño que cubrían hasta la mitad de mis fríos dedos, adornadas por un boton grande en cada una de ellas.

Por la abertura entre la bufanda negra y el gorro de lana del mismo color estaban mis ojos mirándolo, él también se había detenido y hacía lo mismo conmigo. Alrededor nuestro la gente no terminaba de pasar jamás, deseaba que todos desaparezcan pero era imposible detener el ritmo, distrayéndome. Aún así entre nosotros una atmósfera envolvió ambos cuerpos temblando y como si nos quedase algo por decir, nos miramos durante unos minutos que en realidad no recuerdo si fueron segundos. Sus ojos dolieron más que nunca, dolieron más que aquel día en que lo conocí y que no me sentí digno de mirarlo al hablar.

Recuerdo que me recriminaba siempre el hecho de estar mirando al suelo y me decía que, según varios psicólogos, el que no mira a los ojos no está siendo sincero o tiene algo que ocultar. Pobre de él que jamás supo entender que si no lo miraba era porque siempre lo idealicé tan por encima de mí, que no me sentí capaz de llegar hacia donde estaba.

Sus ojos dolieron más que aquella segunda ocasión en la que me sorprendió a la salida del parque cerrado donde solía pasear a Boris antes que el pobre muriese. No se despegará de mi cabeza su gorro tejido marrón cayendo, impulsado por el viento y sus brazos abiertos. Su sonrisa que tanto me perturbaba y su mirada tan protectora dolieron aún más que aquella noche en la que mis padres se fueron a una fiesta y lo invité a quedarse. ¡Cuánto lo hice doler! mientras estábamos acostados contándole mi cruel realidad. Su mirada se perdió en el techo mientras el ventanal alumbraba su nariz del mismo blanco que la luna. Aún así, aún sabiéndome un árbol vacío al cual había que rellenar con paciencia y armadura de oro dobló la cintura hacia donde estaba y sin omitir palabra me hizo saber que estaba dispuesto.

Pobre él.

Pobre yo.

¡Y cómo duele ahora verlo! y ¡Cómo duele verme resuelto! he llegado a la conclusión de que jamás seré capaz de amar otra vez. He sido un niño que sentía amor por cuanto hombre se cruzase en su camino. Hoy soy un hombre que encuentra consuelo en cuerpos sin ojos y en manos sin yemas, en pechos sin corazón y en brazos sin escamas. ¿Por qué tal cambio bestial en mí? ¿Por qué me es más cómodo volver a casa así? No estará más, no, porque yo se lo pedí. Ya no lo veré en la puerta burlándose de mí ni escucharé sus largos argumentos cuando lo crea mentir. No será más víctima de mis inseguridades ni de mis celos que no deberían existir. No leerá mis mensajes cuando no sepa a quién acudir ni tendrá quien se suba a sus espaldas sin avisar. No me llevará por el parque para consolarme porque Boris no está más, diciéndome que soy mejor perro del que podía esperar. Riéndose conmigo e invitándome a cenar. No arrojará piedras a dónde me encuentro para verme escapar ni será cómplice de mi madre cuando me quieran molestar.

Vuelvo a casa rendido y abrazado a mi soledad, la cual apreta mi puño y me dice que todo estará como tenía que estar. Se ha pegado tanto a mi piel que con sus celos no puedo ya. Me vuelvo rendido y me recuesto en la cama sobre la cual su aroma se desvanecerá. Poco a poco ese perfume tan caro en mi almohada dejará de hacerse notar, y estoy seguro que en ningún otro lado volveré a olerlo, ¿Quién más como él podría aparecer ya? el único viaje se fue y no creo que exista segunda oportunidad. En ese segundo o en esa eternidad en la que nuestros ojos se miraron como si aún quedase algo que decir se proyectaron en mis recuerdos imágenes de lo que fue y de lo que no será. El viaje en tren tomados de la mano sin importar lo que dirán, el humo del chocolate, mi lengua quemada y su risa a punto de estallar. Su brazo rodeando el mío (que ahora es el de Soledad) cuando entienda que sus bromas llegaron lejos y que me llegó a lastimar. Después el herido sería él, cuando llegase a comprender que mi cara de perro mojado era actuada en realidad. Pobre, como si alguien como él pudiese llegarme a tocar.

...

Pero lo hizo, con su mirada tan ardiente que por última vez logré esquivar. Y en medio de la gente me perdí una vez más, sin saber a dónde parar, a qué destino llegar, si todo se trata de dar vueltas y de darme vuelta una vez más, perderlo en el camino y no volverlo a encontrar, no aceptar una mano cuando esté por cruzar la calle y nadie con una espalda que me pueda llevar cuando se me ocurra comportarme como el niño que todavía soy y que no quiero dejar.




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sábado, 28 de noviembre de 2009

Escondidas a Medianoche

Escondidas a medianoche
(por Emilio Nicolás)





Ya había pasado la medianoche y la mayoría de los ojos, en la cuadra estaban cerrados. Pero eso no importó, ni a él ni a mí. El momento de jugar a las escondidas, ambos sabíamos que había empezado.

Cada uno de los dos ya se había acostumbrado. Cuando el sol besaba la tierra y la luna salía en lo alto era imposible no imaginarnos haciéndolo, imposible no imaginar aquellas hamacas esperándonos mientras con el viento se movían como si dos fantasmas nos estuviesen guardando los lugares.

Entonces terminaba la cena tan rápido como quien no come en uno o dos años y abría la puerta cual preso en su día de libertad. Cruzaba el patio a toda velocidad, el perro a veces me perseguía y si no lo hacía, ladraba tanto que ya estaba llamando la atención de medio barrio. No importaba, estaba poseído, estaba hipnotizado. Tengo que confesar que los encuentros no eran al anochecer, pero me gustaba salir antes y prepararme por si acaso. Eso es algo que nunca le dije, me sentía ridículo de imaginarlo riéndose, pero también sabía que era adicto a esos momentos en los que él reía y yo lo miraba silencioso o miraba para abajo, con las mejillas rojas y las piernas temblando.

Pero eran momentos escasos, momentos raros porque la mayoría del tiempo hablábamos tan entregados, que parecía que hacía tiempo que nos habíamos conocido. La verdad es que apenas tres meses llevábamos jugando, y ya habíamos enfrentado lluvias, noches infernales de un pegajoso verano, y ahora el frío era lo que nos estaba echando. Difícil detener el ritual, hicimos una promesa al cumplirse el primer mes y ésta consistía en que sólo la enfermedad y la muerte impedirían que alguno de los dos esté presente a esa hora, mientras tanto...

Lo esperaba mucho antes, mucho antes de lo pactado. Daba vueltas por la plaza y controlaba a las personas que hasta tarde se quedaban. Los miraba con ojos fieros, echándolos con la mirada. Entonces sonreía y me hamacaba solo, luego salía de mi asiento y probaba el suyo. Me imaginaba siendo él, luego volvía al mío y lo imaginaba a él, empujando, mientras me impulsaba con las piernas y los pies.

Y antes de medianoche hacía una cuadra atrás cuando veía su figura pequeña como una hormiga acercándose desde lejos. Así, cuando él estaba llegando yo supuestamente también recién me estaba acercando al lugar. Y me decía "llegué antes que vos" y sonreía. Si hubiese sabido...

No hacíamos mucho, habíamos decidido ese nombre a nuestro encuentro porque ambos sentíamos que estábamos escondiéndonos del resto, estando despiertos y en las calles mientras todos dormían sin saber de nuestras reuniones. Pero no nos escondíamos de ellos, ¿De quién nos escondíamos? No sé... de nuestras vidas, de nuestros años, quizás.

Había una regla que era esencial, estaba prohibido hablar de nuestro futuro y de nuestro pasado, incluso no se podía decir nada sobre lo que habíamos hecho una hora o dos minutos antes. Nada. Por esa razón jamás le conté que visitaba el sitio muchas horas antes, porque eso sería romper con la regla y no me lo permitiría. Aunque muchas veces considero que nací para romper reglas.

Pero con él era distinto.

Entonces el juego nos limitaba tanto. Él sonreía, miraba la luna, yo lo miraba, algún chiste se le escapaba, "es malísimo" le decía yo, en el pasto sentado. Después las hamacas, él y yo moviéndonos y ni una palabra que de nuestras bocas se esté escapando. Me imaginaba su casa, sus padres, sus posibles hermanos, y me preguntaba si estaba prohibido preguntar por eso. Es decir, sé que son parte de su historia pero también son parte del presente, y está permitido hablar de eso...

De todos modos nunca lo hice, creo que siempre lo respeté demasiado, más de lo que alguna vez debí hacerlo y olvidé por despistado. Existían noches en las que no hablábamos tanto, otras en las que no emitíamos sonido alguno. En algunas ocasiones discutíamos sobre cine, sobre literatura, o sobre cuestiones existencialistas hasta hacerme enojar (él nunca se enojaba, y hasta disfrutaba de verme histérico, eso me ponía peor) La mayoría de las veces simplemente nos quedábamos los dos sentados, uno al lado del otro, mirando... mirando.

Una noche quise hablarle del pasado, del momento en que nos conocimos. Del momento en que pactamos ese juego. Recuerdo la noticia de la muerte de mi padre, y me recuerdo comiendo rápido, obligado, sin hambre, tan solo para no desmayarme en la escuela. Crucé la puerta de inmediato porque cada espacio de la casa me recordaba a él y corrí por el patio mientras el perro me perseguía, el perro que él había comprado, entonces decidí no darme la vuelta.

Y corrí lo más que pude y di con la plaza. El último de los visitantes se había ido, era medianoche y la cara me delataba: el dolor que me estaba atravesando era inmenso, era una flecha gigante que empezaba en la punta de mi cabeza y se extendía en un camino binario hasta cada una de mis piernas y terminaba en mis pies. Las lágrimas no paraban de brotar por sí mismas y lo único que pude hacer fue sentarme en la hamaca y dejarlas caer en la tierra, humedecerla y borrar la huella en cuestión de segundos.

Y entonces el rechinar de las cadenas de la hamaca que estaba junto a la mía me hizo reaccionar, despertar de mi letargo y volver a la vida; había alguien a mi lado, era tanto el dolor que sentía que era imposible notar que había vida atrás mío, adelante y a mis costados. Un zumbido ensordecedor me estaba torturando. Pero ese rechinar llegó para terminar con todo. Lo miré y él no me estaba mirando, tan sólo miraba a la luna de medianoche y me decía con eso, que estaba atento a lo que me estaba pasando. Intenté explicarle lo que había pasado pero su dulce voz rompió con la mía, quebrada y rasposa, y me pidió que no siga, no hacía falta, estaba ahí para quedarse un rato y si me molestaba, se retiraría y yo podría seguir con mi llanto.

Le hice caso y detuve mis palabras, y el que calla otorga, le estaba dando espacio. Entonces siquiera me dijo su nombre, solamente que me esperaría a medianoche cada día y que, mientras no habláramos de nosotros ni del tiempo, podríamos seguir haciéndolo. Asentí con la cabeza y a la siguiente noche fui, aunque sin ganas.

Con el correr de los días se convirtió en un juego que ocupaba mi pensamiento la mayor parte del día. Esperaba a la noche impacientemente y durante el día lo buscaba por toda la escuela secundaria. Nunca lo encontré. Me pregunté si iba a otra... las demás estaban muy lejos y me pareció rara la idea de que viajase tanto. Todos nos conocíamos entre todos ahí y él era el único con el que nunca me había cruzado.

Pero sabía que podía hacerlo siempre, siempre que cruzase la plaza al ocultarse el sol y a cuando el reloj marcase las doce. Mi hermana se preocupaba y pensaba siempre lo peor. Me hacía mantener una charla coherente con ella cuando llegaba a casa muerto de sueño y preparado para irme a clases sin haber dormido ni un rato.

Pero la cantidad de energías que me dejaba el juego hizo que nunca, desde que empezamos, me duerma en clase, siempre sobrio y atento a cada una de las clases. No había quejas de ningún tipo y eso hizo tranquilizar a mi familia, por lo que no siguieron investigando sobre mi juego extraño.

Entonces ahí estaba él, esa noche en silencio, mirando, y yo sin saber qué me estaba pasando. Empecé a pensar en el futuro ¿y si un día no vuelve? ¿y si voy y él no está más? ¿cómo lo ubico? ¿cómo lo busco? ¿Será capaz de dejarme abandonado y dar señal de vida por ningún lado?

Una lágrima brotó por mi mejilla izquierda y la observó anonadado. Su rostro cambió un poco. No lo entendía y me sentí paranoico, rompiendo las reglas sin emitir un solo sonido. Esperé a que no lo notase. Sonrió y moviendo la cabeza me hizo una señal de negación. Le dije que no era en lo que estaba pensando. Pero volvió a mirarme y me leyó la cara. Sí, estaba pensando en el futuro y me estaba preocupando.

Le dije que las reglas impedían hablar de eso y que yo no estaba conversando. Me dijo que para hablar no hacen falta sonidos que, si no hay eco, se pierden tan rápido. El rostro también habla y el mío lo estaba acusando. Le pedí perdón, perdón por desconfiado, le dije que no creía que algún día me vaya a dejar abandonado, sino que lo temía y eso me angustiaba tanto.

Sonrió y se fue antes de tiempo, el sol no había asomado y mientras la escarcha se hacía vapor en mis pies me quedé mirando. No fui capaz de detenerlo.

Y al otro día no fui al encuentro.
Ni al siguiente
Ni al otro.

Lo que más temí que me hiciera, ya lo había hecho yo.
Y no tenía permitidas las palabras.



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viernes, 27 de noviembre de 2009

El viaje Nocturno

El viaje nocturno
(por Emilio Nicolás)




... Y decidí no dar pie a controversia ...


Cuando el tren daba sus primeros pasos y avanzaba cada vez más rápido hacia donde se encontraba mi destino. La noche nos envolvía a los pasajeros como las madres cubren a sus niños para protegerlos de las sombras. Nosotros, en cambio, estábamos cubiertos por ella.
El viento hacía figuras en el aire. No estaba apurado. ¿Para qué? no era necesario. Mis ojos se entrecerraban cuando dejaba de pensar y mis cabellos bailaban al ritmo de la velocidad. "No tiene sentido bajar ahora. El miedo y el silencio están danzando juntos ahí afuera".

Y divisar desde la ventanilla esas figuras corriendo a la par de nosotros. Decenas de cabezas paralelas a las nuestras, mirándonos fijo y haciendo los mismos movimientos. No tenía miedo de centrarme en sus ojos fluorescentes en lo oscuro, pero aún así algo me inquietaba.

No me estaba mirando a mí, se estaba mirando al espejo

Entonces mis pies, cual los de un niño, comenzaron a patalear en el aire como si estuviese flotando. La noche me impedía huír al medio de la nada pero la ansiedad estaba tentándome.

Quería bajar.

Del otro lado del parlante sus voces llamándome, preocupándose por alguien de quien jamás hubo que (y no valdrá la rebundancia)

Comencé a cuestionar mis actitudes, mis pensamientos y mis instintos. Luego sus quejidos y los gestos en sus rostros que me daban a entender que sólo yo me entiendo. Ellos no saben que no les estoy pidiendo lo mismo.

Libre de elegir y no tener que dar explicaciones pero aún así hoy estaba huyendo y nadie lo sabía, porque no interesaba que me retengan ni que me empujen a la ruta. Estoy conmigo.


Entonces anhelé la calidez de una cama y los ojos cerrados... los ojos cerrados, el cuerpo estrechándose en la suavidad, los sueños al amanecer.

Pero los kilómetros ya estaban recorridos y aún faltaban más por atravesar. La noche seguía envolviéndonos a todos y el miedo seguía caminando entre las filas de asientos.

¿Por qué estoy acá? ¿Qué es lo que estoy buscando? Decidí dejar de hacerme preguntas y disfrutar el viaje. Un perro muerto, un vagón vacío, un árbol bailando solo, un cielo violeta e iracundo.

Miré al suelo y luego a un par de ojos que estaban esperando lo mismo. ¿De dónde vendrá? ¿Cuáles serán sus razones para huír? ¿Serán las mismas que las mías?
De nuevo estaba haciéndome preguntas y no era pertinente hacerlo allí, donde hasta las pupilas leen las palabras que sólo la mente sabe dibujar.

Entonces me obligué a calmarme, a respirar profundo y a volver a mirar a través de la ventanilla.


La noche.

Los ojos que busco y que no encuentro.

La cama cálida que extraño y en la que nunca estuve.

El asiento vacío junto al mío.

Mi frente transpirada.

Mis labios mordidos.




De nuevo la noche.


De nuevo el silencio.



De nuevo las sombras y los bailes.



El viaje que no termina más.



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El Veneno

El veneno
(por Emilio Nicolás)




Y ni siquiera el sonido constante que taladra mis oídos esta vez despertaría en esta noche a mis sentidos. Quizás un alma que viajó mientras su cuerpo dormía y no supo encontrar el camino de vuelta ahora condena al envase a ser eso, un envase.

Pero de una u otra forma lo hizo, volvió. Y si me hubiese dado la oportunidad de hablar con ella, hubiese estado de rodillas rogándole que no vuelva. De todos modos ya era tarde.

Amanecer cuando el astro hace rato que está durmiendo. Amanecer cuando la noche reina y reinará hasta que el vapor helado ascienda de nuevo como nubes que todo secan.

Y así, con los ojos abiertos y el resto del cuerpo entumecido, permanezco. Está sonando esa música oriental de nuevo pero soy incapaz de acudir a ella. Estoy paralizado y empapado de sudor.

El frío se funde con las gotas en mi cuerpo y lo convierten en una jaula, en una bomba de tiempo que amenaza con sentar raíces tan gélidas como la sensación de ser un personaje secundario de una novela de la que no quise nunca participar.

Y se arrastra desde mi sién, y recuerdo la suya, su sién y mi risa ingenua. Se arrastra hasta ramificarse y clavarse en mi cerebro desde miles de entradas. Tengo frío, tengo miedo, o bien estoy sufriendo las consecuencias de su propio veneno.

Amor en cuentagotas. Acto de presencia. Estoy de alguna forma. No estoy por completo. Quisiera estar, pero no puedo. Quisiera estar, pero no quiero. Quisiera, pero no te lo digo.
Mientras tanto la música de disuelve mientras el líquido frío se expande por todo mi cuerpo. Estoy llorando pero no hay lágrimas cayendo.

Y las horas pasan y estoy muriendo por pedirte que lo abandones todo y vengas, pero ni siquiera soy capaz de mover mis labios, soy una estatua de hielo. Ya falta poco, el veneno está llegando a mi centro. ¿Qué puedo decirte que no sepas? Tanto...

Pero ya me ves, o no me ves, tan gélido como siempre quise serlo cada vez que tus artificiales ojos se posaban sobre los míos, adormecidos y asustados. Cansados, avergonzados, arrepentidos.
Aún así, ya es tarde para digresiones, para quejas y arrepentimientos. Lo hecho ha quedado marcado y si no me crees mira mi cuerpo.

El veneno termina de llegar, temo a morir sin haberte dicho que soltar esas cadenas hubiese sido la salvación de ambos. Pero lo que nunca supe fue que el único que necesitaba ser salvado era yo.
Y ahora no lo encuentro, y ahora no te encuentro. No hay héroe en esta novela. Soy un personaje secundario. Soy... soy una sombra.

Ya llega, no puedo moverme, la música dejó de repiquetear en mis oídos, ya no hay forma de escucharte.


El veneno...


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jueves, 26 de noviembre de 2009

El segundo fantasma

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El segundo fantasma
(por Emilio Nicolás)



Dicen que los secretos que él alguna vez escondió y sólo reveló a mí, en algún momento saldrán a la luz y se mezclarán con los brillos del sol atardeciendo sobre el mural donde lo vieron por última vez, reluciendo sus perlas blancas, como siempre, a quien sea que lo salude al pasar.

Por momentos intenté buscar una forma de acurrucarlo en mis brazos y decirle que no había nada que temer, pero estrechaba mis brazos al cielo y me parecían tan cortos. Luego iba al teléfono y no estaba su voz del otro lado. Pero bastaban breves momentos en los que olvidaba su presencia para que apareciese como un fantasma, como el segundo fantasma que alguna vez apareció cruzando las paredes de mi castillo.

Nunca quise decirle que no confío en ellos, el primero que conocí sólo consiguió dejarme varias noches sin dormir. Sin embargo él era aún más suave que el anterior. Jamás me pidió más que un poco de contención y de risas, sobretodo risas, el otro venía a llorar conmigo y a hacerme llorar.

Tal vez lo único que tenía de malo es que todo quedaba entre nosotros. A veces las doncellas tocaban la puerta para pasar a saludar y cuando las dejaba entrar él ya no estaba más. Durante un tiempo pensé que era tímido... o que le daban vergüenza esas bellas damas que siempre recorrían mi castillo entre risas y dientes blancos, como los suyos. Pero no fue hasta una tarde en la que salí desolado a caminar por la cordillera cuando lo vi rodeado de jovencitas que lo adulaban al pasar y él contestaba de la misma forma. Tengo que reconocer que no me provocó la más grata sensación, pero ¿qué podía hacer? es un fantasma dueño de sí mismo y de hacer lo que quiera con él y su alrededor. Lo que me molestaba era que, por las noches, cuando casi todas descansaban y yo aún estaba despierto, (porque vivo de noche y descanso la mayor parte de la jornada del sol) sin avisar, sin golpear, asomaba su cabeza por la pared y preguntaba por mí. Me decía que había estado llamándome y que no encontraba mi presencia así que salía a buscarme. Dentro de mí no quería otra cosa que preguntarle por qué me iba a buscar, qué veía en mí que lo hacía levantarse a medianoche y arrastrarse hasta donde estaba, como un imán, pero sabía que una pregunta así lo asustaría y lo alejaría de mí. Me gustaba su compañía pese al misterio, pese a los silencios, pese al miedo que pululaba a su alrededor.

Aún así, aún con una mueca de inseguridad en mis ojos, no podía dejar de deslumbrarme con los suyos tan brillosos como sus perlas mientras se sentaba como indio en la punta de mi cama y me obligaba a hacerlo reír. Digo obligaba porque, con hablarme me provocaba gracia, y con causarme gracia a mí, causaba gracia en él. Era una cadena interminable de regocijo y afabilidad. Me pregunté si con las otras doncellas pasaba lo mismo. Me pregunté si yo era el único, si era especial, si era distinto. También me pregunté por qué salía a buscarme todas las noches, una vez más, pero dejé que las preguntas mueran en mi garganta y me limité a reír y a hacerlo reír.

Solíamos jugar a inventar personajes, tal como lo hacía con el anterior fantasma. ¿Por qué les gusta tanto el drama a estos errantes? ¿Será que perdieron su esencia y juegan a tener una? ¿y por qué siempre me invitan a mí? ¿Será por mi desbordante imaginación y mi talento para contar cuentos cuando nadie quiere dormir? Con el primer fantasma éramos un amante agonizando y otro en el lecho, acompañándolo hasta que la muerte los vuelva a unir, atado a un mausoleo desde el cuál tan sólo podía ver el sol al amanecer pintando el cementerio; pero con el segundo era distinto, completamente distinto, la obra era una comedia que nos costaba interpretar porque ambos reíamos al unísono mientras intentábamos leer las líneas que improvisábamos. Las leíamos en el aire al mismo tiempo que surgían de nuestras creativas mentes. Eran incontables las veces que nos encontrábamos extasiados, ebrios de risas entre ironías y picardías entre almohadas y una luna amarilla y gigante asomando por la ventana.

- Guarda silencio, ríe en voz baja - me decía aún sin dejar de reír
- Imposible, no puedo más - le respondía yo mientras me tapaba la cara con la amohada.

Entonces por un momento la obra desvariaba por completo. Pasábamos de lacayos y servidores a amos azotadores y zombies enfrentándose a sirvientas (las cuales se defendían con porras de trapeadores) ¿Por qué? No sé, pero era muy divertido y cuando él se marchaba atravesándo las paredes me dejaba una sonrisa y también dejaba sus secretos esparcidos por el suelo, como millones de gotas infinitas perfumando mi lecho y haciéndome dormir con plenitud y tranquilidad. ¡Era un sueño tan ligero!

Al otro día sentía que había dormido siglos y que podía vivir siglos más, pero él no estaba, y de sus secretos no quedaba rastro alguno, todos evaporados con el rocío de la mañana. Por eso otros fantasmas de otros castillos que he visitado han visto la amargura en mí en aquellas reuniones a las que estoy obligado a ir. Recuerdo que una vez nos sentamos en una larga mesa mientras la Condesa Jezebel nos presentaba a sus hijos. Eran tres y el tercero tenía mi edad. Era bastante guapo y apenas lo vi entrar supe que pertenecía a la misma clase que la mía, si saben a lo que me refiero. Por un momento casi olvido mis problemas nocturnos, sobretodo cuando el joven se dispuso a hablarme, pero fue hasta que penetraron desde lo alto del techo tres fantasmas iracundos burlándose de nosotros y gimiendo en un vano intento de asustarnos como si viviésemos en Canterville. Así como llegaron se fueron, cruzando a la otra habitación, y abandoné los ojos de zafiro del hijo de la Condesa y de un portazo fui en su búsqueda. Ellos inmediatamente leyeron mis pensamientos y se limitaron a decir que sus secretos no podían vivir por siempre en mi cuarto, y que en algún momento se fundirían con las particulas de luz del atardecer, justo en el momento en que tocan e iluminan ese muro donde siempre lo veo pasar. Pedí perdón por mi ingenuidad y mi ignorancia en el tema y me atreví a preguntarles si él era un fantasma. Sabían a quién me refería, rieron estrepitosamente y contestaron que no, que sólo era un joven muy especial, y que de tan especial que era mis ojos lo hacían ver como se ve a un espíritu. Mi idilio persistente le daba una calidad de fantasma que pocos cuerdos podrían darle.

Me ruboricé, no por sentirme ya perdido en las pesadas y oscuras cadenas del amor, sino por mi falta de coherencia... ¿Estaba ya perdiendo la razón? Como sea, mi mente no hacía otra cosa que reproducir sus ojos en los ojos de todos, y su sonrisa hasta en el arrugado rostro de la sirvienta más vieja y con menos dientes. Era incurable, inconcebible y pecaminoso, pero ¿Qué podía hacer? Como dije, las cadenas son oscuras, gruesas, pesadas y fantásticas.

Entonces corrí feliz entre las plantaciones de girasol de la Condesa y por un momento me perdí entre ellos. El amo de llaves me buscaba desesperado pero sabía en el fondo que yo no quería ser encontrado. Estaba bajo los efectos de su droga insostenible, estaba dando vueltas, escalando girasoles que se abrían y cerraban con mis risas. El tercer hijo de la Condesa apareció de entre ellos y con aire de victoria, se avalanzó sobre mí en un acto de supuesto amor pasional y secreto mutuo entre dos jóvenes que tienen que dar una imagen moralmente ejemplar y deben conformarse con revolcarse entre flores altas que oculten sus verdaderas pasiones antes de salir de cacería por la mañana junto a los demás hombres. Lamentablemente su propio idilio terminó ahí cuando de un empujón lo devolví al barro del que estaba hecho. Y volví a mi estado de trance del que nadie podía sacarme ya.

En la familia este suceso significaba la última gota del vaso que venían llenando con sospechas e ideas que en cualquier familia de los de mi clase puedan surgir. Pero increíblemente no les importaba. Pensé que me esperarían meses de encierro en alguna escuela correccional o algo por el estilo. Pero se limitaron a pedirme que sea cauteloso con mis actos, sobretodo en las reuniones con gente de la alta sociedad. Quédense tranquilos, pensé, estoy enamorado de un fantasma que no es fantasma y que también tiene que mentir, aunque ya es grave... porque se miente a él mismo. En fin... pobre el hijo de la Condesa, nunca más fue visto por esos lados. ¿Lo habrán convertido? ¡Eso es imposible!

Busqué su sonrisa en el viento esa misma noche de verano. Las doncellas molestas aún daban vueltas haciéndose ver por todos los hombres del reino, quienes no se privaban de entregarles las más osadas palabras al pasar. Entre ellos estaba él, el segundo "fantasma", entre amigos, riendo y mostrando su hombría a más no poder. Me asomé por la puerta y dejé a mi murciélago dar una vuelta por los jardines. En mi mente estaba lanzándole una mirada efusiva y amenazante, pero en mi rostro se dibujaba simplemente indiferencia, la nada. Imaginé un cielo poblado de nubarrones negros mezclándose entre sí y fundiéndose con el viento arremolinado. Volví a entrar. Enseguida entró él, no sé cómo lo hizo, puesto que no es un fantasma después de todo, pero lo hizo.



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martes, 24 de noviembre de 2009

El Desierto Laberinto

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El desierto laberinto
(por Emilio Nicolás)




Cuales quieran hayan sido los motivos esa mañana para haberlo hecho, la única realidad es que existían y el impulso estaba tomando dominio de mi cuerpo. Instintivamente miré hacia el horizonte que parecía extenderse aún más y más en el infinito y por un momento creí que mis ojos terminarían por cerrarse y sucumbir el resto de mi cuerpo consigo. Pero aún así otra fuerza me mantuvo de pie para contemplar el desierto agrandándose pies y pies en la lejanía bajo un cielo completamente blanco y dejando inconcluso el capítulo que, había creído yo, era el decisivo en mi historia.

Las fuerzas se me terminaban, habíamos pasado días enteros sin alimentarnos más que con nuestras miradas famélicas llenándonos de una falsa energía que de placebo tenía tanto como él de voluntad. Claro que eso lo descubriría más adelante.

No recuerdo bien cuándo partimos, recuerdo que por las noches entre nosotros volaban las palomas mensajeras de una torre a otra. Nuestros rostros eran invisibles y nuestras voces mudas, las palabras eran garabatos en el viento desplazándose silenciosas en la noche. Entonces las ansias de libertad y de explorar nuevos universos terminaron por comer nuestros respectivos cerebros y, empujados por los latidos en nuestros corazones cada vez que llegaba un mensaje nuevo, decidimos partir.

Le dije que no había mucho que perder, que de seguro vería su rostro por primera vez y ya sería combustible suficiente para cruzar el mundo entero. No sé por qué se lo dije, tiendo a ser algo impetuoso pero algo en él me hacía creer que nada era imposible. Su forma de ver al mundo como un laberinto sin salida lleno de trampas en cada corredizo era similar a mi visión del mundo, un jardín de enredaderas espinosas escoltadas por rosas cuyos pétalos dejaban un rastro rosáceo en el camino, mezclándose con la sangre de los caminantes que se atrevían a cruzar adónde no estaba permitido. La diferencia entre ambos mundos, es que en el mío había un centro en el cual no había rastro de espinas, había una meta, una forma de huír... en su laberinto jamás hubo una salida.

Tan iluso fui al animarlo, al decirle que siempre fuimos dos niños perdidos reclutados en nuestros pensamientos y en nuestras confortables camas de seda, el ardiente deseo de explorar junglas y cruzar los mares estaba impulsándome fuera de la torre y sin pensarlo aniquilé a la última paloma suya de un flechazo en pleno vuelo. Ya no había forma de comunicarnos. Era todo o nada. Era salir u olvidarnos de nuestra pseudo compañía a lo largo de las largas y sentenciosas madrugadas. Me pregunté por qué tanto anhelábamos la soledad si al unísono estábamos maldiciendo al vacío de nuestras almohadas al despertar. Encontré en mí la fuerza para revertirlo todo y partir, sacrificando los caprichos satisfechos y los viajes a corta distancia. Quería explorarlo todo y quería hacerlo con él, con el único capaz de entender mi forma de soñar, de idealizar.

No muy convencido mandó una última paloma, casi moribunda, la cual anunciaba fecha y hora del encuentro, en la entrada del desierto Ojo de dragón. Se lo llamaba así porque desde arriba parecía un gigantesco ojo con sus suelos áridos y de tierra en el centro, evocando a la pupila de un ojo de dragón, siempre tan amarillento y asesino.

Entonces temblando tomé mis cosas y allí estuve a primera hora del alba, mientras el firmamento pintaba mi pálido rostro de anaranjado.

Nunca se dijo de mí que sea el más agraciado de los príncipes en aquella época, era el más desafortunado, a decir verdad. Vivía reclutado en mi torre, rodeado de mis sirvientes que procuraban que jamás me faltase algo. Tenía los mejores alimentos y jugos de cualquier tipo. El ocio también ocupaba gran parte de mi rutina, pues no había mucho que hacer allí. Y los libros eran mi debilidad, tenía novelas y libros teóricos de toda clase. A él le ocurría lo mismo en su reino, salvo que él era muy bello, tenía una sonrisa que podía seducir a cualquier jinete y una mirada tierna que emblandecería el corazón de cualquier ogro si es que aquellos tienen. Yo no era bello, mi rostro era redondo y siempre con ojos tristes, poco animosos y desconfiados.

Por eso fue tal mi sorpresa al verlo que por un momento dudé en continuar con el viaje. Estaba tan bien vestido, llevaba capucha en lugar de capa, creí que tenía los mismos anhelos de ser un mago en lugar de ser un guerrero, éramos tan diferentes del resto... llegó imponente y seguro, aunque en sus ojos se reflejaba el mayor de los miedos y el autoestima aún arañando el subsuelo. Pero creí en él, leí en él (y muy mal) el mismo fervor de dejarlo todo atrás para empezar a buscar alguna forma de hacer aquellas risas un hecho real. Sonreí al verlo pero jamás me animé siquiera a estrecharle la mano. Ambos estábamos arriba de nuestros potrillos y mirándonos al mismo tiempo comenzamos a caminar.

Las arenas del desierto poco a poco quemaban los cascos de nuestros animales, que progresivamente fueron enflaqueciendo a medida que la ruta invisible avanzaba. Los áridos suelos parecían derretir todo aquello que pasaba por encima y fue cuestión de días hasta que nuestros caballos sucumbieron en el suelo, desnutridos y muertos de sed. Fue triste verlos como manchas en el camino que, a medida que nos alejábamos, se hacían más y más pequeñas. Algunas aves rapaces asomaban el pico esperando a que seamos los siguientes. Pero atravesando hasta donde el sol termina de derretirse besando el suelo, imponente, anaranjado y contrariamente fatigado, dejamos de ver forma de vida alguna.

El cielo, como dije antes, estaba completamente pálido; el suelo, amarillo; sus ojos, cansados; mis labios, resecos; nuestro paso, lento, muy lento. No salían palabras, sólo había silencio. Recordé que aún no conocía su voz, pese a que habíamos pasado días enteros vagando y vagando, perdiéndonos por completo. Me pregunté por qué lo habíamos hecho, cuál era el motivo de salir buscando tierras nuevas que quizás siquiera existían. ¿Nos considerábamos a salvo en cualquier sitio que no sea dentro de nosotros mismos? Entonces lo miré y comprendí la razón. Recordé las risas y los comentarios irónicos, para nosotros divertidos. Recordé su pesimismo excusado de realismo y su fragilidad. Lo vi tan pequeño, tan asustado y con tantas ganas de vivir, pero éstas no eran mayores a su miedo a morir en el esfuerzo. La seguridad de un hogar certero era más seductora que la búsqueda de nuevas tierras que achicharraban el cuerpo, hacían pajoso al pelo y arrugaban todos los dedos. Claro, el esfuerzo, la lucha, todo era imaginario y no real. Los motivos no existían, no en él, sí en mí.

Fue cuestión de segundos hasta no verlo más, era una mancha negra al igual que aquellos corceles, salvo que yo no estaba moviéndome al verlo desaparecer, yo estaba inmóvil mirándolo avanzar, hacia atrás, de vuelta a la ciudad, dejándome solo con mi sueño de alguna vez conquistar algo que no sea la soledad.

Cuales quieran hayan sido los motivos esa mañana para haberlo hecho, la única realidad es que existían y el impulso estaba tomando dominio de mi cuerpo. Instintivamente miré hacia el horizonte que parecía extenderse aún más y más en el infinito y por un momento creí que mis ojos terminarían por cerrarse y sucumbir el resto de mi cuerpo consigo. Pero aún así otra fuerza me mantuvo de pie para contemplar el desierto agrandándose pies y pies en la lejanía bajo un cielo completamente blanco y dejando inconcluso el capítulo que, había creído yo, era el decisivo en mi historia. Realmente creí que esa vez iba a triunfar, realmente lo creí de mi lado hasta envejecer y sucumbir en el silencio de una noche invernal.

Me equivoqué, dije. Y entonces miré al horizonte de nuevo, impidiéndome avanzar, no iba a conquistar nuevas tierras yo solo. ¿Quién se iba a enorgullecer de mí? El recuerdo quedaría en mi memoria y allí moriría, alimentando gusanos bajo la tierra. No tenía caso, la derrota había triunfado, él se había marchado y ahora a mí me tocaba hacer lo propio, sin su alma a mi lado.


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lunes, 23 de noviembre de 2009

Cuando te encuentre te haré pedazos

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Cuando te encuentre te haré pedazos
(por Emilio Nicolás)






Como dos niños que apenas conocen el mundo estaremos los dos, el día en que te encuentre. Porque no sabes aún que estoy en tu búsqueda, revisando cada espacio que me quede por espiar, entre los árboles más espesos y petrificados y con el rostro helado. Como dos niños seremos que no entenderán nada, y sonreiré vilmente pues mi hazaña estará hecha, y sonreirás de la misma manera para verme enojado.

Entonces te tomaré debajo de los brazos y si la fuerza me ayuda, te daré vueltas. Si no puedo lograrlo, lo haremos a la inversa, y giraré sobre tu eje sin dejar de clavar mis pupilas en tus ojos, tan profundos y alterados. Entonces caeré al suelo y el colchón de hojas muertas se desarmará, y de pronto el silencio entre nosotros se hará notar. No quedará por decir, si todo lo que habríamos de contar ya dicho habrá estado.

Aún así querré oírte, y perdón si me quedo dormido en medio de tu relato, es que estaré tan cansado. Pero me bastará con mirarte mover los labios y desencajarme del espacio, permitiré que mis oídos se ensordezcan y en un ensueño te diré que sí a todo sin entender de qué estás hablando. El mundo se acelerará bajo nuestros pies, o girará despacio, no lo sé, pero cambiará cuando nuestros cuerpos hayan colapsado. Te golpearé fuerte por tanto haberte esperado, si sangras lameré tu herida y te abrazaré fuerte si te quedas mareado.

Por las noches nuestra manta será el cielo estrellado, pero quisiera que llueva fuerte y poder verte empapado, no es que quiera verte enfermo o a lo sumo resfriado, quiero saber qué se siente beber de la lluvia cuando sale de tus labios. Y reiré si estornudas y me quedaré a tu lado.
Te haré conocer cada una de mis locuras y haré que te acostumbres a ellas. Bailaré en los momentos tristes y cantaré fuerte si tienes que hablar de algo importante. Quiero ser tu amante y quiero que seas el mío, quiero que veas la magia que en mí tanto he reservado, y correr lejos de ti cuando te hayas quedado dormido y volver a acurrucarme en tu cabeza antes de que te hayas despertado.

Decirte que estuve allí toda la noche sin pegar un ojo por verte descansando. Desconfiarás de mí y aprenderás mi dulce estado. Me creas o no, cuando te encuentre estaré enamorado, y no miraré más que tus ojos y tu cuerpo cansado. No habrá alguien más que me provoque tal estado, de querer volar alto y robarte un avión privado, sólo me iré por las noches para bailar desenfrenado, a celebrar con la luna y con el silencio que por fin te he encontrado.

¿Por qué desconfías así? De no quererte conmigo ya te habría desechado, pero es que así como te amo, la libertad me han regalado, y soy libre de escapar para pensar en ti a solas, y volver a donde yaces y repetirte que te amo. Cuando te encuentre, envolveré este poema en el más recóndito de los jardines espinados, para decirte que lo busques y luego verte ensangrentado. Y cuando lo leas huiré de nuevo hasta que lo hayas terminado (sabrás que soy tímido y que no querré que lo leas a menos que me haya marchado)

Pero no te preocupes, y no sé para qué lo digo, sabés que volveré, siempre vuelvo, es la libertad de quererte la que me hace desafiar mis alas y marcar el camino hacia donde te he encontrado.

Es mi forma de amar la que me ha marcado, miles de plebeyos de mí han escapado, y sus huellas en el barro con el tiempo se borraron. ¿Crees que lloré por ellos? Te mentiría si no lo hubiese hecho, pero es que siempre supe que el más alocado de los caballeros vendría aquí para competir locura con locura, mano con mano.

Entre los dos nos haremos caras y desafiaremos al más osado, a que aguante un segundo en medio de nosotros, peleando.

Cuando te encuentre, así como yo, como te he soñado, cuando te encuentre, repito, te golpearé tanto...


¿Por qué me haces esperar? ¿Acaso te hice algo malo?





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domingo, 22 de noviembre de 2009

Contrato de amor

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Contrato de amor
(por Emilio Nicolás)




Entonces las rojas puertas se abrieron de par en par y a medida que los lentos y adormecidos pasos avanzaban las tortuosas melodías quedaban atrás, apagándose de a poco.

Lo primero que hice fue cerrar los ojos, pues el cielo ya había aclarado y al parecer iba a ser un día agradable. Con paciencia el canto de las aves iba superponiéndose al ruido.


Bajé unos escalones aún con el rostro fruncido y voltée hacia los demás, que también parecían estar cegados por la luz del sol. A él le sucedía lo mismo pero lo disimulaba con una sobriedad fingida, a propósito muy bien interpretada. Sus ojos estaban perdidos y yo temí.

Entonces algunos de mis hermanos hicieron comentarios acerca de nuestra posible futura y ficticia conversión a vampiros que viven sobre la base de alcohol y no de sangre humana. Otro a lo lejos, mientras se colocaba tórpemente el abrigo dijo que no le importaría beber sangre y otras sustancias para sobrevivir y todos explotaron en risas. Él no.


Será que es su primera vez aquí con nosotros, pensé, y volví a mirarlo, pero sus ojos jamás se posaron en mí. Una sonrisa tímida apareció de la mano de una mirada fugaz que se desvió a las nubes y de inmediato pensé en lo monstruoso que debo verme a la luz del sol después de una noche en el abrigo de la plena oscuridad.


En todos se notaban las ojeras bien marcadas y violetas, las pupilas rodeadas de pequeñas venas rojas y los ojos lacrimosos anhelando por una cama. Verlos no me animó mucho, rápidamente pensé en caminar por delante de él y que de esa forma no vea mi rostro demacrado, pero entonces, pensé, de seguro malinterpretaría todo y creería que no me agradó la primera noche en su compañía. La realidad era que había superado mis expectativas pero ¿cómo hacérselo saber? ya sabe uno que en estas tierras alcanza con mostrar una sonrisa para que te crean un esclavo dispuesto a entregar el corazón al verdugo. Debía ser inteligente y cauteloso, debía demostrar interés desinteresado, o algo así. Entonces lo tomé del brazo y todas mis reflexiones se burlaron de mí (y por dentro lloraban)

Mis pasos parecían marchosos, si es que existe la palabra, de todos modos se entiende. A lo que voy es, caminaba como un androide, y temía estar arrastrándolo conmigo en mi... llámese timidez, nerviosismo, eso que me hace actuar como no soy realmente y que me hace odiarme a medida que pasan los segundos. Las manos me sudan y la sonrisa tímida se escapa entre palabra y palabra (sin hablar de la risa nerviosa, lo peor en esas situaciones)


Su postura era la de un niño perdido en una ciudad y caminando con los turistas para descubrir hacia dónde estaban yendo, pero sin dejar de encerrar en su frasco todo el temor, toda la desconfianza y el anhelo evasivo de querer estar a salvo en casa. Pobre, realmente lo estaba torturando pero, ¿acaso lo había elegido? tenía tantos deseos de preguntarle si se sentía cómodo, si disfrutaba caminar junto a mí tanto como yo creía que lo estaba haciendo, si realmente quería venir o si por dentro no quería otra cosa que correr lejos de mí a los gritos moviendo los brazos.


Tantas ideas pasaron por mi cabeza que detuve el paso y suspiré. El pobre me miró extrañado y una vez más no tuve más remedio que reír de mi evidente poca experiencia en el amor.


Me sentía expuesto a la mirada de los demás, que de seguro además de pensar en sus almohadas esponjosas también estaban suponiendo las emociones que en ese instante atravesaban mi columna vertebral... ¿se habrán reído entre ellos de mi patética escena? ¿habrán sentido lástima? los quiero pero en ese momento me hubiese encantado que se fueran por distintos caminos y me dejen respirar. En realidad ellos no eran, era él, si claro, él era el que me hacía actuar así, pero no quería que se fuera, no no, al contrario.


Una vez sentados en el transporte que de a poco nos iría acercando a todos a nuestros cálidos hogares (con ventanas filosas) las conversaciones fueron permitiendo que él suelte alguna que otra palabra y aflojara la lengua; y yo, atento, lo escuché hablar con los demás sobre banalidades del momento. Me gustaba verlo socializar y me pregunté si es bueno o malo presentar a quien te desvela todas las noches a tus compañeros de vida. ¿Qué sucedería más adelante? Podría pasar cualquier cosa que no quiero ni escribir porque siempre tuve temor al abandono. Y en ese momento se notaba que estaba depositando todas mis esperanzas de vida en un completo extraño que había pasado toda la noche sentado junto a mí en la barra, bebiendo sin parar y riendo de los demás al pasar. ¡Qué perdedor!


Me miró.

Me sonrió.

No temí tanto.

Eran nervios, quizás.


Se irían pronto, quizás...


Para cuando pasó más de una hora y estuvimos solos en otro vehículo similar que estaba aún más cerca de casa lo vi muy impaciente. Sé que odiaba viajar, me lo había dicho una y mil veces, pero era necesario el sacrificio si de verdad quería compartir conmigo el resto de nuestros días (eso suena tan feo que ahora mismo me estoy arrepintiendo mientras se me nubla la vista -es tan temprano en la mañana y debería estar durmiendo-)

Como sea, ambos habíamos pactado eso y no había vuelta atrás. Él mataría a su soledad escuchándome cantar y recitar poemas en bares poco transitados y yo me sentaría en sus rodillas a comer frituras mientras él derrotaba a uno o dos demonios vagando en el monitor.


La mañana era larga, el viaje era largo, su cara era larga. Realmente odiaba estar ahí y eso me hacía entristecer...


Por un momento comencé una palabra que se transformó en un gemido corto, estaba por preguntarle si tenía ganas de volver. Pero desistí. Él ya es grande, pensé, supongo que si algo le molesta se levantará y se irá.

¿Pero si tiene miedo de herirme y lo hace de caballero que es?

No creo que sea tan caballero, a veces pierde los modales conmigo así como yo pierdo los míos cuando tarda minutos y minutos en contestar por culpa de ese desgraciado videojuego.

Sus pupilas revoloteaban sin parar, nerviosas, exhaustas y a punto de sucumbir en la desesperación.
Le tomé la mano, reclinó su cabeza y la apoyó cómodamente en mi hombro. Sonreí y me alivié de no tener que hacer más un intercambio de miradas que provocaría el nacimiento de mil conjeturas más. Alabado sea el cansancio.

Extendí mi cabeza hacia abajo y la apoyé contra la suya. Éramos dos niños cansados de la soledad, cansados del dolor, de la decepción y de las camas por la mitad. Nuestras cabezas apoyadas en el silencio de la mañana. Miradas extrañas y furtivas, dos chicos de la mano ¡En el siglo XXI!


Estaba por sumerjirme en el más hermoso de los sueños, estaba por imaginar que él no estaba nervioso, que estaba completamente muerto por mí así como yo lo estaba por él. Estaba por soñar que él era más expresivo que esos ojos perdidos con los que me llena de dudas y de temores. Soñé que me declaraba su amor pese a sus miedos y que yo le decía que no había nada que temer.


Pero, aunque su cabeza estaba acariciando la mía, no podía leerla, no había forma de decodificarla.

Temí por el contrato.

Ansié tanto leer sus pensamientos.

Ansié tenerlo por completo.




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