domingo, 30 de diciembre de 2012

Ciencia




Ciencia
(por Emilio Nicolás)






Me llevaste a la cima de esa montaña de concreto. A la cima. Aún cuando te dije que le temo a las alturas, a estar más allá del nivel del mar, a no saber qué hay bajo mis pies.

Me llevaste pese a que nunca quise, nunca te lo pedí, nunca accedí. Pero me llevaste. Y la ciudad se veía tan pequeña. Los altos edificios eran los infinitos dedos de la mano de un gigante, todos al sol. 

Cerca de mí estaban las miles de  ventanas, ojos apuntándome, sonriendo. Y yo sonreí con cada una de ellas. Y vos sonreíste también. Casi despeinándome estaban las nubes, húmedas, eléctricas, y el cielo se pintaba de rosa mientras me mecía con sus tintes.

Hacia abajo no pude mirar, no me atreví ni me atrevería ahora, pero apenas podía oír el ronroneo de los tantos motores. Y si agudizaba mi oído ahí estaban los murmullos de las pisadas, yendo y viniendo, cientos de pares.

Me abrazaste, y entonces recordé que estabas conmigo. Sentí que estabas por empujarme hacia el vacío. Entumecí mi cuerpo y te diste cuenta, y temí por mi conciencia. Me hablaste de eternidad. Mientras yo pienso en el infinito. El reloj marcaba las siete de la tarde de un día de verano, que se estaba haciendo noche.

Sentí ruborizarse mis mejillas, sentí la sangre acalambrándose, nerviosa. Sentí el calor de tus brazos rodeando mi cintura, sentí tu sangre. Sentí tu respiración en mi nuca. El aire que exhalabas. Me hablaste de eternidad, otra vez. Y yo no dejo de pensar en el infinito.

La inmensidad estaba a mis pies, el vacío estaba bajo ellos. El sol se ponía y aún así parecía lejos, bien lejos, más lejos que nunca. Y las nubes aún en lo alto. Y vos me seguías hablando de eternidad. Hice un esfuerzo para recordar cuándo nos conocimos. Pero la vejez hace estragos con mi cerebro. No somos dioses.

La brisa acarició despacio mi cabello, recién cortado, desnudando mi cabeza, volviéndola vulnerable, frágil, como las hormigas bajo mis pies, como los humanos allá abajo. Me hablaste de eternidad, como si supiéramos de ella. Me hablaste con tanta certeza, que casi te creo. Pero yo solo conozco de lo infinito, mas no lo anhelo, porque no puedo con ello.

Me llevaste a la cima de esa montaña de concreto. Aún cuando te dije que le temo a las alturas, a no saber qué hay bajo mis pies. Entonces tomé coraje y caminé hacia uno de los bordes. Agaché la cabeza. Un sendero, que conducía a un viaje que parecía eterno, y que seguramente a tus ojos lo era, para mí no era más que un túnel en descenso hacia la nada misma, hacia el fin. Instantáneo, escueto. 

Se trabó mi garganta, pero de todas formas no quise hablar. Primero temí por lo que sería de mí al finalizar el recorrido. Segundo, tomé conciencia de que te equivocas. Hablas de eternidad, yo solo sé que estoy envejeciendo, y mi, ahora mala, memoria, me lo hace notar a tiempo. 







jueves, 27 de diciembre de 2012

Me llaman a llamarte






Me llaman a llamarte
(por Emilio Nicolás)




Todos los extremos superiores encrespados, algo arremolinados, de muchos brazos que se enlazan y se abrazan a sí mismos y giran en espiral hacia el cielo, formando sin querer desde lo lejos la aleta de un tiburón anaranjado, más dócil que todas esas miradas de zafiro que me obligan a evocarte de inmediato. No es justo. Ninguno de aquellos rasgos tiene por qué familiarizarse con tu información genética. No hay forma. Miles o millones de casos pueden ser  casi copias fieles de esos semblantes tuyos que se repiten mecánicamente en mi mente. Sin embargo todos son vos, todos son vos. Se superponen una y otra vez sobre cualquier otra posibilidad que tenga al menos la osada intención de contrastar. Me pregunto si es tu fuerza la que se impone o si se trata de mi debilidad. Pero todos los extremos superiores encrespados, algo arremolinados, de muchos brazos, pequeños, muy muy pequeños, que se enlazan y se abrazan a sí mismos y giran en espiral hacia el cielo, y también las miradas de zafiro, todas, me llaman a llamarte.

No pude haber hecho justicia de una mejor forma. Por primera y única vez, aquella noche, dejaste de ser sonidos acunados por el viento, llegando a mis sistemas de percepción del universo, descansando en mis aposentos. Dejaste de ser conjunto de píxeles que forman una ilusión de imagen en movimiento. Pero te di la espalda. Y te sentí los dedos. En las ropas que llevaba puestas pequeñas ondulaciones ondearon en cámara lenta mientras empujabas contra mi carne tu huesudo dedo. Toques de muy minúsculos impulsos eléctricos estremecieron de manera casi imperceptible mi cuerpo entero. Ante la multitud se detuvo mi respiración, por un breve momento. Yo miraba a la pantalla gigante que estaba a no sé cuántos metros. Esperando encontrarte tal y como me habías acostumbrado a conocerte. No me di vuelta. Te tuve bronca. Te tuve miedo.

Y la insistencia fue la mejor forma de humillarte a vos mismo por todas aquellas veces que alguna vez, teóricamente, te toqué el hombro y giraste la silla (que tenía rueditas) y te envolviste en tu propio universo. Y mi indiferencia… esa que no quise pero que… sí, no pude haber hecho justicia de una mejor forma. Lo siento. Por vos y por mí. Lo siento.

Y vos, que siempre renegaste de mi terrible y autodestructiva ingenuidad zopenca. Adivina qué. Hasta el día de hoy me arrepiento. Hasta el día de hoy me pregunto cómo se hubiese sentido, tener esos zafiros en frente mío, paralizando con su pétrea mirada cada uno de mis huesos, ofuscándome con esas ondas que se arquean hacia arriba, anaranjadas como aleta de tiburón que lo refleja atardeciendo al cielo. Pero prefiero permanecer así, preguntando, mientras miro a las nubes reunirse en torno al sol y pintarlo todo (todo arriba) de rosado, de ese rosado maricón que una vez salió de tus dedos y se hizo letras, que se hicieron palabras que se hicieron frases que se convirtieron en risas desde este lado, mientras que del tuyo andá a saber qué estaba ocurriendo.


Suspiro, porque mi vida está en orden, y quiero desordenarla un poco y te llamo, más bien me llaman a llamarte para hacerte responsable de mi capricho sin sentido. Me llaman a llamarte sin quererlo, porque todos los extremos superiores encrespados, algo arremolinados, de muchos brazos, pequeños, muy muy pequeños, que se enlazan y se abrazan a sí mismos y giran en espiral hacia el cielo, y también las miradas de zafiro, todas, me llaman a llamarte. Y sí. De nuevo. Sin quererlo…












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viernes, 19 de octubre de 2012

Desde arriba



Desde arriba
(por Emilio Nicolás)



Cuando se recostaba en sus piernas y miraba su mentón con algún que otro vello, él era todo. La majestuosidad con que lo sostenía y la delicadeza con que parecía tomar con los dedos, cual pequeño de pocos días, cada una de sus tensiones y hacerla desaparecer.

Los cinco alargados trepaban, suaves, por su espalda, provocándole pequeños y breves momentos de cosquillas. Y ascendían a su corto, cortísimo cabello y rasguñaban y rasguñaban con la misma finura, con el mismo amor. Cerraba los ojos y por momentos los volvía a abrir para volver a ver su mentón, y las pupilas de sus ojos dirigidas a su cabeza, como concentradas, dedicadas pura y exclusivamente a su bienestar.

Cuando se ponía de pie, con esos alargados zapatos y tenía que inclinarse un poco para estar a su altura, él era tan frágil como un niño caprichoso de cuyas inquietudes infinitas nadie quiere hacerse cargo. Sus brazos presionaban bajo sus axilas, asfixiantes, denigrados, intentando alcanzar su cuello sin éxito. Le dolía la espalda si mantenía aquella postura para permanecer cerca de su calor, y tenía que enderezarse cada tanto para evitar el malestar.



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Domingo


Domingo
(por Emilio Nicolás)





Qué día más extraño el de hoy. No termino de comprender el por qué de tantos remolinos para ser estas cuatro paredes el único escenario. Hoy parece, o más bien ocurrió, que estuve realmente solo, dejado por todos y cada uno de mis afectos para volver a vivir lo que antes era parte de mi rutina de cada día: estar solamente conmigo.

Diferentes momentos, diferentes costumbres, diferentes sensaciones del pasado volvieron a mí en diferentes momentos del día. Me recordé a mí mismo ayer, antes de ayer, y antes de antes de ayer. Y lloré, sin entender bien por qué. Pero lloré. Y no comí. Y fumé. Y canté. Y me sentí extraño. Me sentí extraño todo el tiempo. Me reencontré con las palabras y sus correspondientes ecos, con la soledad, con la nostalgia.

Desconozco las razones. Diferentes estados de diferentes  tiempos regresaron, quizás para preguntarme si estoy feliz con quien soy ahora, si alguna parte de mí extraña quien fui alguna vez. Si crecí, o si decrecí. No lo sé. Pero a pesar de que en el fondo le saco provecho, para hablar conmigo, para responderme preguntas, para formular otras, siento una asfixia que de pronto me despierta y me hace dar cuenta de mi repentino encierro en el pasado que no quiero repetir, y quiero salir, quiero volver al presente. No quiero ser de vuelta quien alguna vez fui. No.



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Caracol



Caracol 
(por Emilio Nicolás)





Si de pronto detengo la música
en esta enorme espiral pecera
giro los ojos hacia las paredes
como si pudiese ver 
más allá de ellas
y agudizo mis oídos
capturando los sonidos
afuera el planeta
susurra y grita mil ruidos
que se mueven, ondulantes
pero no penetran
los muros de este espiral
con piel rasgada construido

Y si de repente
la curiosidad corroe mis venas
despierto al gato con mis pasos
aún cuando piso con medias
y me dirijo al ventanal
deslizándome cual ente
y con los dedos, suavemente
abro camino entre cortinas
la luz  del día que ilumina
mis retinas, que arden
recién nacido, nuevamente

Allá caminan
y allá corren
La profesora de inglés
aquella vez
ah... esa vez
Caracol, me dijo
la desgraciada
¿Qué? ¿No te ves?

Retrocedo
No me doy cuenta
piso la cola del gato
que, por la misma curiosidad que lo atormenta
quiere espiar conmigo
a quiénes pasan por mi casa a cada rato

Lo lamento, susurro
como si temiese a ser escuchado
se lame la pata y se queda mirando
me tiemblan los labios
la puerta palpita

Caracol, me dijo
no por lo lento
sino
por esto
por los muros
que son y que fueron
mi prisión y mi refugio
durante tantos años

Ahora no es la puerta
sino que lo es todo
la cocina
el cuarto
el baño
se mueve despacio
se cierra
se abre
se encoge
me encojo

Y el cerrojo, bailando
lo detengo
cierro mi mano
Caracol, me dijo
no te encierres
no te escondas
no te hagas a un lado

Y yo, que dejé que sus palabras
tengan habitación propia
en esta espiral pecera
ahí quedaron, rebotando y rebotando

y salí
oh, ¡Cuántas veces!
y di una, dos
tres mil vueltas
y termino en el punto de partida
siempre
Siempre encerrado




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miércoles, 16 de mayo de 2012

Te encontré





Te encontré
(por Emilio Nicolás)



Salí a buscar a un Dios, y entonces no supe por dónde empezar. Me encontré en aquel momento sobre la mitad de un camino bifurcado, con la mochila repleta de provisiones y los ojos inundados de ansias de capturar a los majestuosos cuerpos de los gigantes que, en esos tiempos, eran el único objetivo en mi vista. Eran la salvación a mi condición de humano frágil, de viajante perdido. 
No supe si dirigirme a mi diestra, o si comenzar por mi siniestra. Y cual runas de la naturaleza, dejé que un par de rocas decidieran mi destino. Aquellas decían que la siniestra era la respuesta.
Los árboles, a medida que avanzaba, apuntaban cada vez más y más adentro. Comenzaban distanciados unos de otros, ubicados paralelamente, como escoltando el camino de tierra suave sobre el que avanzaba. Pero mientras más cerca me encontraba de cual yo creía era el centro del planeta, más iban cerrándose, obligándome a apretar mi paso, a hacerme chiquito, a encogerme y caminar en cuclillas conforme más y más pasos hacía. La tierra suave, de pronto, era un montón de rocas puntiagudas que dañaban mi calzado y las ramas de los árboles desgarraban mi mochila, despedazándola y dejando atrás cualquier suministro que pudiera aliviar mi recorrido.
No había dios que pudiera cruzarse en mi camino, ni aún siquiera había dios que me esperase al final del mismo. Pero  no estuve solo durante todo el viaje, no. 
Entonces aquellos encuentros resultaban tan banales a mi objetivo, que temo que mi memoria haya borrado cualquier recuerdo de los mismos. Pero quisiera destacar eso, no estuve solo. Intento atrapar cada memoria, pero me es casi imposible. Habré encontrado cuatro o cinco humanos, tan perdidos y tan imperfectos como yo. Algunos intentaban engañarme, otros lo consiguieron. Quizás otros no atrapaban mi atención, por proyectar sus miserias tan alevosamente, que entonces provocaban en mí deseos de engañarlos para obtener algún que otro beneficio a mi lamentoso estado después de tanto caminar. Mas no lo hice y preferí dejarlos morar en paz. O quizás en el caos.
Es todo lo que puedo decir de aquel sendero, temí haber escogido mal, y miré al pequeño pedazo de cielo que se divisaba entre las tantas ramas que cubrían ya todo sobre mi cabeza y todo cuanto era camino, que entonces ya parecía una madriguera, que se hundía más y más al centro de la tierra. 
Pero mi espíritu optimista me impedía darme por vencido, y entonces avancé como pude hacia el final. Solo para encontrar nada. Un mero pedestal en el centro de una cueva y sombras sin cuerpos pasando de un costado a otro entre los muros de la misma. El único sonido eran los ecos de mis llamados y la única luz era la de la luna, que asomaba por un pequeño orificio sobre la cubierta de la cueva.

Cuando hube vuelto al punto de partida miré el camino que se encontraba a mi diestra, ya cansado, sucio y con las piernas temblando y tuve la impresión de que sería exactamente igual. A mis costados, los demonios reían a carcajadas y bailaban sobre las gruesas ramas de las que colgaban. 
Las enredaderas de aquel camino, que entonces no había pisado, parecían invitarme mientras bailaban ondulantes y abrían camino despacio, hipnotizadoras. 
No tenía nada que perder, y me metí.
Bien como predije entonces, el camino había sido precisamente igual, no eran más que ramas y troncos que cada vez se cerraban más y más, impidiéndome avanzar. No obstante en lugar de seguir pisando tierra se me dio por escalarlas y manotear entre ellas, y entre sus espinas, como si fueran olas de las que estuviera intentando escapar en busca de bocanadas de aire que aliviaran un poco mi estrujamiento y mi desangrar. 
Cuando hube llegado a la cima de aquella montaña de brazos verdes que no cesaban de ondear, allí estaba sobre otro pedestal, esta vez hecho de raíces, el ser humano más imperfecto que pudiera encontrar. Era bellísimo, pero triste. Era cálido y tierno, pero oscuro y desanimado. Me pregunté, entonces, si no se trataba de un burlón espejo, otra de tantas trampas para hacerme regresar. Pero no lo era. Me acerqué lo suficiente para contemplar su belleza estremecedora, y di cuenta de su estado y del mío. Di cuenta de la salvación, de la reciprocidad y del verdadero camino por el que debía andar. Y caí enamorado. 
Los diablillos habían atravesado el camino a las corridas, solo para bailotear alrededor mío y decirme entre cantos, que no valía la pena buscar la salvación en un ser tan miserable como yo, que entonces, más adelante, me esperaba un camino de ladrillos flotantes en cuyo final estarían aquellos dioses, de brazos acogedores, que darían fin a mi incesante malestar sin necesidad de esfuerzo de mi parte. Traté de imaginar a esos gigantes, pero no había cosa más en mi mente que aquel joven de ojos tristes, y corazón frágil y entendí que ahí, en ese mismo sitio, me habría de quedar.





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jueves, 10 de mayo de 2012

Las palabras







Las palabras
(por Emilio Nicolás)



Antes las cosas eran distintas. Bueno, más bien antes las letras eran distintas, al menos para mí. Antes aquellas eran simplemente eso, palabras. Las tierras donde ahora abunda la ficción apenas abarcaban una fina línea corriendo por alguna que otra vena a lo largo de todo mi cuerpo, la misma línea que hoy encuentro ramificada y extendida hasta el recoveco más recóndito. Hoy mis palabras son poesía. 

Hace algunos años para mí eran más figuras que sonidos. Antes, al menos para mí, las palabras eran mudas, pero fuertes como el rugido de una bestia. Antes era yo, yo en el medio de todo y de todos, clamando atención con líneas que se hacían curvas, que se hacían bucles, que se hacían letras, que se hacían palabras. Sí, antes era yo clamando atención, como estoy captando la tuya ahora, aquella atención que tanto necesito de tu parte ahora. Y antes las palabras ahí estaban, liberando a los presos dentro mío que, quién sabe por qué, el miedo tenía reclusos en mi propio corazón, en mi propio centro.

Tal vez era el ridículo que me acechaba espiando por las ventanas en cada oportunidad en que mi boca estaba por abrirse, quizás era el pavor de terminar con la casa limpia y ordenada, pero a oscuras y sin visitante alguno frente a la entrada. O quizás era todo eso junto. Suspiro cuando recuerdo, que antes las palabras para mí eran mi único consuelo, mi llave al desahogo. Antes…

Y ahora preguntarás qué son para mí. Ahora. Tampoco puedo explicarlo con exactitud. Cuando pienso en las palabras y cuando las invento las siento bailar conmigo al ritmo que mi corazón propone. En cada ritual aparece un baile distinto, completamente diferente del anterior y de todos los que seguirán, y me balanceo con las palabras y ellas se balancean conmigo. Pero no son más que el baile de una melodía (cualquier melodía) que ya no temo entonar. El sonido del grito que, cuando niño, callaba. No, no creo que esa misma clase de miedo circunde ahora por mis ventanas. Mi casa está repleta de sueños y de rostros y la música no deja de sonar. 

No, las palabras ya no son mi único consuelo. Las palabras ahora podés escucharlas, llevadas por el viento, si pasas cerca de mí,  o si por alguna de aquellas casualidades mi casa se cruza en tu camino y por las ventanas podés verlas saltando hacia todas direcciones.

Pero heme aquí, como un tonto, recordando a las palabras como alguna vez mis ojos de niño las contemplaron, y despertando sigilosamente del letargo a aquella sensación, emoción que me está abrazando ahora por detrás de los hombros, otra vez, mientras escribo cubierto de frazadas. 

¿Qué es esta nostalgia que de pronto golpea la puerta de mi silencioso cuarto esta noche? Me pregunto si es una casualidad, o si acaso al asomarme por los cristales encontraré de vuelta al antaño espectro de aquel miedo, aquella sombra alargada extendiendo sus finos dedos que intentan tocar mi rostro. Sonrío al pensar que existe un alto nivel de probabilidades de que suceda, porque puede ser que el atormentado niño del pasado que alguna vez fui, aquel que temía tanto a expresar sus sentimientos, esté volviendo esta noche, de visita.

De ser así, lo recibiré tomándolo por los brazos y devolviéndole la atención que alguna vez esperó por tanto tiempo sin obtener resultado. Ahora no hay de qué temer. La vida es un suceso de episodios que se explican por sí mismos, mientras uno mantenga sus convicciones y su honor intactos. 

En efecto, el pequeño de vuelta reclamaba su espacio para evitarme extrañarlo. Maldije a la lluvia. Pero sonreí y lo sostuve por las manos, mientras atravesaba la puerta, con ojos dormidos y ropas largas. Suavemente le dije que volviera por donde había venido, que ya no había espacio para él en este cuarto. Me dijo “Tengo miedo, y tú sabes de qué estoy hablando”

Sus ojos se entrelazaron con los míos apenas hicieron contacto. Estaban igual de brillosos, quizás eran de distinto tamaño. Pero no había diferencia o cambio alguno entre los suyos y los míos. Éramos la misma persona, en dos cuerpos independientes, enfrentados. 

“Claro que sé a qué temes” le contesté “Hace tanto que no recordaba qué era temer a estar equivocado” 

En lugar de sonreír agachó la mirada, un poco consternado.

Le pregunté cuál había sido nuestro sueño, desde que ambos habíamos pisado por primera vez la adolescencia, qué era eso por lo que tanto habíamos luchado. Solo para animar su titubeante espíritu, que quizás era su esencia entera. El pequeño levantó la mirada y en ambos se reflejó la figura de aquel que ambos sabíamos, iba a aparecer. En mis ojos él pudo contemplar el futuro, en los míos estaba él, como la profecía que necesitaba antes de volver a la cama.

Sonreímos a la vez. 

Ahí estaba él, que venía una vez más del pasado, y que tendría (o más bien tendrá, si realmente existe) que recorrer todo lo que una vez recorrí. Que sabía a la perfección que sufriría una y mil veces, y que perdería las fuerzas en más de una ocasión. Pero me tenía a mí en frente suyo, la prueba de que todo, a tiempo, habrá terminado. 

Su mueca esbozó una sonrisa más definida y yo reí. 

“No temas” volví a decirle, “Estarás bien como yo lo estoy ahora que lo que siempre buscamos ya he encontrado. Disfruta, disfruta de todo a tu alrededor y de cada uno de tus amigos, que en soledad no habrás de estar nunca. Y cuando lo encuentres, el mismo día que yo lo he encontrado, en aquella plaza, sentado, y luego de pie cuando te vea llegando, comprende que de ahí en más, solo aquellos que realmente conocen tu sueño y tu lucha comprenderán que tu felicidad será la de ellos, y no te celarán, y no se habrán alejado para un día como el de hoy”

Sus ojos se abrieron, redondos. 

“No llores, porque a tus amistades, como yo lo he sido, siempre has sido el más sensible, el más atento, el más confiado. Y así como yo lo hice, harás todo lo posible por no perderlos, hasta que ellos, si no se consumen, escépticos por sus fracasos, decidan si mantenerte o no a su lado”

“¿Cuánto de cierto hay y cuán estarás equivocado?” respondió con sus pupilas flameando.

“Sabes que desconozco la respuesta. Hoy somos diferentes, aunque nuestras huellas digitales indiquen al mismo humano. Hoy tú usas las palabras para mostrarte como eres, como un pequeño sin esperanzas, que se aferra a su entorno como pretexto para seguir intentando. Y yo, yo soy un adormecido enamorado cuyas palabras hacen uno y otro canto”



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viernes, 3 de febrero de 2012

Rebeldía





Rebeldía
(por Emilio Nicolás)



Ignoro hasta dónde es capaz de llevarme. No sé, no me hagan preguntas ahora, ninguna de las dos.

Los días nublados tienen amaneceres disparejos. Alrededor mío es como si todo quisiese avivar su color pero la presencia de algo en medio parece impedir que se complete el proceso. Entonces todo queda mortecino y fluorescente, azulado y enrojecido, vivo y muerto. Rojo grisáceo, verde grisáceo, gris arriba y ustedes que no me escuchan y que hacen el paso más lento y no me quitan los ojos de encima.

Ya les dije que no le encuentro explicación. Desde que tengo memoria sé que lo llevo conmigo. Es una fuerza superior, un deseo de libertad contra un opresor que creo que nunca existió. Ustedes deben saberlo mejor que nadie. Pero es que si ambas se ponen a discutir ambas tendrían razón y yo... yo quedaría en la misma postura en que siempre estoy. Entonces mejor caminemos, antes de que las nubes se disipen y asome el delator sol a nuestro encuentro.

Pego saltos entre las rocas en la calle y rompo muy despacio la barrera del silencio que se extiende hasta espacios que parecen infinitos. Más allá sé que hay sonidos y hay movimientos. Pero ahora, hasta donde mis ojos alcanzan a percibir, estamos nosotros tres y solamente mis pasos saltando, casi corriendo, casi volando.

Si miro a mi derecha estás vos, medio rogándome, medio sufriendo. No te cansás de ser así, te preocupa absolutamente todo lo que hago y creés que existen mejores alternativas que aquellas que con mis manos sostengo.

A mi izquierda no haces más que reírte, vos, pero siempre fue así. Con vos me divierto muchísimo, pero no quiero contar con tus consejos cuando hay que hablar en serio. Entonces en lugar de respuestas obtengo silencios.

Y ahora me estoy divirtiendo, pero me pregunto si habrá algo de lo que me estoy escondiendo. En mi bolsillo está el papel. Eso seguro está bien escondido. Según esto estoy a diez minutos caminando, lo suficiente para admirar sin prisa el paso de los segundos y de la luz que avanza, esta vez despacio escabulléndose en hilos dorados finos que se disparan entre las nubes y su barrera contra el brillo, por sobre todas las cosas en esta calle mojada, por sobre las flores, por sobre el rocío, por sobre los charcos que reflejan mis pies y mis piernas y dejan verme de lejos. Todo se aclara despacio y empiezan a cantar aquellos para hacerme saber que no estoy solo y arruinar mi momento.

No me mires así, ya te dije que no le encuentro explicación. Es como si muy en el fondo me resignase a convivir con ustedes dos y con nadie más que ustedes dos lo que me queda en este infierno. Por el resto de las cosas, repito, no tengo argumentos, pero ya no me preocupo, si me dicen que vaya por la derecha encaminaré a mi siniestra, y si me piden que acceda por aquella entonces tomaré el sendero derecho. A vos te digo que me resigné a vivir con ambas porque no tengo remedio. Y a vos te digo que dejes de reírte, porque te estoy dando el gusto y eso es algo que no suelo hacer a menudo. Quisiera contradecirlas a ambas, al menos eso intento.

Pero entonces vos me mirás la mano con que escribo y me decís que no estoy siendo más rebelde con quién menos debería serlo. Me miro al espejo y no me reconozco, soy mi propia negación de absolutamente todo lo que estoy haciendo. Y desde el brazo donde porto el inquisidor reloj de muñeca está la comodidad de hacer lo que en ese preciso momento siento, negar absolutamente todo lo que haya que hacer y correr sin dirección alguna a donde se dirija el viento y a donde se reinvente y vaya y vuelva y se acelere o se detenga.

Y eso es lo que ahora mismo estoy haciendo.

Me paro un momento y las miro, ambas en un mortal desencuentro. Y yo con mi abrigo que no me hace falta, porque la transpiración empieza a gritarme que me libere de todo lo que puedo, de todo lo que tengo y de lo que no tengo. Me quito la ropa tan rápido como puedo, como si la misma estuviese tejida con veneno y la arrojo lejos. La estampo contra el barro y ahí queda, marcada, delatando el tamaño de mi cuerpo. La pisoteo con indignación, con ira y con jolgorio. Me río, me río furiosamente mientras ustedes dos no hacen más que clavar sus pupilas porfiadas. Quisiera arrancármelas pero no puedo. Están ahí todo el tiempo, recordándome que me quedé sin argumentos, o me quedé sin juez para argumentar.

De pronto hasta las aves se callan y estoy yo solo, porque ustedes, por primera vez, desaparecieron.

Y entonces me pregunto si esto era lo que quería, revelarme contra absolutamente todo lo que tengo o alguna vez tuve y ya no contemplo. Me siento dependiente del aire, del suelo que piso, de la gravedad que me empuja más y más adentro. Me siento parte de una máquina que se impulsa con mi sangre, con mis deseos, con mi sed de apagar este aburrimiento. Creo que estoy a cinco minutos desde donde me encuentro. Sostengo el papel apenas suavemente, con las puntas de mis dedos. La brisa más leve me lo quita de las manos y lo hace volar apenas pocos metros. Y cae como una pluma sobre uno de los charcos y se hunde, en silencio. Es aquí donde planto mi bandera blanca y me abandono de aquellos sueños de libertad que no hacían otra cosa que hacerme preso. Caigo sobre mis rodillas y recuerdo lo que me mantiene vivo, lo que me mantiene despierto.
Por acá, no tan lejos, a cinco minutos a pie, alguien me espera y lo seguirá haciendo. Más lejos aún, donde no sé si hay sol, no sé si hay luna, no sé si hay viento e ignoro si hay tiempo, alguien de quien una vez huí, ha de seguir con la misma sonrisa que recuerdo, con la misma pasión por vivir que hoy yo tengo, con la misma mirada pura de la que ahora no huiría, si pudiera hacerlo.




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sábado, 28 de enero de 2012

Sueño




Sueño
(por Emilio Nicolás)






Y me preguntas por qué sucede
No sé, te respondo
porque me da pereza responderte
Entonces bostezo y te miro a los ojos
cierro los míos
en cámara lenta
Me miras celoso
Tu ceño fruncido es lo último que atrapo
despacio me invade el pesado zumbido
te pierdo de a poco, me quedo dormido
mis músculos se aflojan
uno por uno
huelo tu perfume
sobre el colchón suave
despacio me tiro
Tu voz se vuelve más lejana, por más que grites
me duermo y te miro
y hasta que no puedo mover
uno solo de mis dedos
hago un esfuerzo
y sonrío
porque, no puedo explicarte cómo
pero te siento, aún cuando me he ido
te siento al lado mío
quizás quejándote entre sueños
quizás ya levantado
poniendo música a todo volumen
bailando en círculos
contemplando las telarañas
haciendo mucho ruido
Escucho tus pasos yendo y viniendo
te escucho llorando, te escucho gimiendo
despierto y me miras
te contemplo enamorado
te admiro rendido
Captas mi alma
a pesar de mi ausencia
me besas y tus manos
son las almohadas perfectas
tu rostro es mi pase al sueño de idilio
Me pesa no haberte dicho
que temo a morir
mientras estoy dormido
y así, contigo
así, guardián, al lado mío
no hay más que hacer
que relajar mi cuerpo
y esperar tranquilo








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