martes, 11 de octubre de 2011

Imperfecto



Imperfecto
(por Emilio Nicolás)





Te dibujé imperfecto
Te dibujé imperfecto porque me convencí a mí mismo
de que sos de carne y hueso

Te dibujé imperfecto
porque si te hago un superhéroe
me pondría en peligro mil veces
para que salieses a mi encuentro

Te dibujé imperfecto
quizás más de lo que debería
pero aquí me ves, con los soñadores mártires
cuyos sueños no dejan de serlo

Te dibujé imperfecto
más defectuoso que correcto
y te miro las siluetas y me enojo
y te escondo en el cajón, después te suelto

Te dibujé imperfecto
te borroneo, te trazo de nuevo
te aborrezco, te contemplo
te vuelvo a guardar
Desespero

Y pasan los días y no te siento
te olvido
(por un momento)
y siento que de todos modos
desde que te conozco que no te tengo
estás siempre haciéndote presente
como el viento
que cuando extiendo mis brazos
y cierro los dedos
intento atraparlo
y se me escapa, invisible
y nunca más lo encuentro

Y te sigo odiando
(por pensarte todo el tiempo)
hasta que abro de nuevo
y ahí estás, inmóvil, tieso
me miro las arrugas en el espejo
y te veo a vos, igual que siempre
igual de imperfecto
más defectuoso
que correcto




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domingo, 9 de octubre de 2011

Ajeno




Ajeno
(por Emilio Nicolás)




Momento algo inoportuno para que aquella cosa vibrase en mis bolsillos, en aquellos bolsillos que no estaba acostumbrado a portar, y que quién sabe quién los había portado alguna vez. Aquella cosa se movía en un ritmo zumbante, casi laxante por su oportuna ubicación, cuya finalidad fue la de detener algún pensamiento que seguramente ocupaba enteramente mi pesada cabeza y por alguna razón luego de los primeros sacudones olvidé. Luego completó el proceso de distracción y comenzó a despertar en mí la curiosidad por saber qué contenía aquel mensaje, qué palabras estarían dibujadas dentro, qué tendrían para decir y de quién o quiénes vendrían. También me pregunté si era un momento oportuno para resolver el misterio. Alrededor mío todas las miradas apuntaban al suelo, y todas las bocas estaban selladas. Las manos, casi todas juntas, a la altura de la ingle, al centro del cuerpo, debajo del ombligo, rozando los genitales. Pero no era momento de pensar en genitales ¿O sí? No, no.

Metí la mano en aquel pantalón de vestir color oscuro que no era mío, y que me habían prestado para la ocasión. El sonido de alguien tosiendo en un pasillo rompió con el silencio. Las miradas al suelo también se distrajeron con el movimiento de mi mano levantándose y extrayendo el aparatejo que aún hacía brillar la pantalla naranja. Algunos cambiaron la expresión de su rostro, de congoja a desaprobación. No hice caso. Necesitaban una excusa para enojarse y no me importaba serlo.

Abrí la tapa y leí un saludo de alguien que parecía conocerme pero cuyo nombre no recordaba, ni recuerdo tampoco ahora, irónicamente. Pero por alguna razón ahí estaba. Miré las letras formando palabras que formaban frases una y otra vez. Leí su nombre varias veces. Fruncí mis cejas, exprimí mi memoria al máximo. Mis siempre delatadores gestos ahora se tornaban confusos, examinadores, introspectivos y algo burlones. Las miradas de reprobación seguían apuntándome cuando levanté la cabeza durante dos segundos. Me retiré del salón con el aparato en la mano aún, y antes de salir del todo me volteé a ver la expresión impávida de mi abuelo. No me ocasionaba absolutamente nada estar allí, de hecho sentía la ridiculez y el dramatismo en los sacos de todos aquellos hombres y en los vestidos avejentados de todas las mujeres, incluyendo las niñas que por primera vez actuaban la seriedad y en las ancianas que miraban a sus alrededores con aire de emperatriz. Por más que intentase alguno de esos tantos papeles que todos eligen antes de comenzar una obra de funeral decidí que lo mejor era salir de allí, con traje y todo, no había tiempo para mudarme de ropa.

Las miradas reprobadoras seguían por doquier, de hecho en la calle sentía que seguían presentes en los transeúntes que siquiera me conocían. Devolví todas y cada una de las miradas, sin importarme mucho, sin preocuparme por exagerar alguna reacción, sólo devolví. Y caminé más y más rápido mientras sentía las gotas de sudor bajando por mi acalorada frente. Y respiré el aire fresco del atardecer y sonreí ferozmente aunque mi traje indicaba que estaba de duelo. Mientras más lejos estaba, más mío me sentía.

Recorrí una por una las cuadras del que solía ser el vecindario donde pasábamos tardes enteras con mis primos, andando en bicicleta y corriendo con globos de agua mientras el abuelo dormía la siesta. Los árboles estaban por todos lados, no me hubiese sorprendido encontrar uno en medio de la calle. Las sombras se juntaban unas con otras y formaban brazos que me tocaban al pasar, como saludándome después de tantos años sin caminar por las mismas grietas y los mismos caracoles que se interponen en el camino húmedo.
Cerré los ojos sin dejar de caminar y pude oler el aroma a whisky y cigarro del viejo, levantándose temblorosamente y regañándonos con la poca voz que entonces le quedaba. Me pregunté qué sería del resto de mis familiares. Sabía que si me volteaba y hacía el mismo camino a la inversa tendría la oportunidad de verlos a todos reunidos allí y preguntarles sobre sus vidas, sin embargo no me era de urgencia. Estaba conmigo mismo, allí en ese sitio donde no había elegido crecer, pero que sin embargo con sus putrefactos olores y sus paisajes anaranjados me había vuelto un elemento más del escenario deprimente de aquella aldea que nada podía prometer. Absolutamente nada.

Corrí de árbol en árbol y me refugié como en los viejos tiempos bajo todos y cada uno de los puentes. Sin embargo me faltaba aquel puente que estaba en la parte más alta, y que no nos tenían permitido cruzar. Nos cuidaban tanto que nos enseñaban que el mundo estaba lleno de restricciones y de reglas y de negaciones. Me pregunté si en mis primos había causado el mismo efecto que había nacido en el centro de mi corazón y se había expandido despacio por mis venas a lo largo de todos estos años. No me interesaba conocer la respuesta. Todo era absolutamente nada. Quería atravesar espejos y caminar por sobre las aguas, quería nadar en los cielos y volar en los océanos, y aún lo anhelo. Reí, casi maliciosamente, mientras el viejo puente asomaba a lo lejos, llamando mi nombre, gritándolo, suspirándolo, gimiéndolo con el mismo deseo ferviente que ardía en mi cara enrojecida.

Encendí uno de aquellos regalos que no recuerdo quién me había dado y dejé que penetrasen por mi camino bifurcado aquellas ondas que parecían ser las únicas que en aquel momento podían entenderme. De mis dedos a mis labios, y de mis labios hacia abajo. Y luego partiéndose en dos brazos que se extendían hacia ambas rutas. Hacia el paraíso, hacia el infierno, y bailando dentro. Corrí, corrí como nunca y como nadie saltando de piedra en piedra, volando a la par de las aves cada vez más y más arriba hacia el viejo puente, que no se cansaba de llamarme con su voz gruesa y avejentada.

Durante años me había esperado y yo a él. Ya no había fuerzas opresoras, no había brazos más fuertes que los míos, ni voces que no pudiera tapar con mis gritos, no había miradas más seguras que la mía y no había argumento que no pudiera enfrentar.

El último salto y estaba ya parado en medio de él, balanceándome y sin expresión alguna. Las emociones estaban dentro mío y en ningún otro lugar. Pero aquel mensaje no dejaba de perturbar mi universo que entonces estaba de fiesta. No recordar de quién era no dejaba de molestarme. No recordar más nombres, no recordar más rostros no dejaba de molestarme.

Tomé aquel aparato y presioné sobre su nombre. Del otro lado algo lo llamaba y una voz que no reconocí volvió a preguntarme cómo me encontraba. Su sonido no despertó mi memoria en lo absoluto, pero no me impedía expresarle mi felicidad entera, mi libertad suprema. Las aves se acoplaban con su voz entrecortada. Me sujeté con una mano sobre el borde áspero del puente y con la otra presioné el aparato contra mi oreja, para escucharlo mejor, para recordarlo mejor. Nada. Me preguntó a qué se debía mi regocijo y le contesté que la libertad misma estaba frente a mi vista y estaba bailando para mí. Rió y dijo que yo nunca cambiaré. Nos quedamos en silencio, ambos.

Le pregunté quién era.

Me preguntó si hablaba en serio.

Le dije que sí.

Me mencionó... creo que cinco o seis anécdotas cuyos personajes protagonistas éramos él y yo. Me mencionó la caminata nocturna por la reserva ecológica, me recordó el museo de bellas artes, me recordó el salón interminable con videojuegos de todo género, me recordó la cumbre del edificio más alto de toda la ciudad y nos recordó a ambos extendiendo los brazos y besándonos incontroladamente.

Aquellos eran acontecimientos que nunca había olvidado, de hecho fueron experiencias que sé que atesoraré por el resto de mi vida. Nunca olvidaré los susurros de los árboles cuando todos duermen y el viento los balancea, ni olvidaré los gritos, los llantos, los orgasmos y los silencios que los miles de ojos en las miles de pinturas solían llamarme al pasar. Ni olvidaré la felicidad durante el Tumblepop, con la mochila cargada de fantasmas y el botón rojo presionado frenéticamente por mi dedo ansioso una y otra vez al ritmo de las risas incontenibles.

Pero a él no lo podía recordar.

Me dijo que debía tratarse de una broma.

Le dije que no, que comenzaba a recordar nuestras conversaciones. Que comenzaba a recordar que él era un muchacho que vivía en el medio de la ciudad y que estudiaba algo relacionado a la medicina. Le dije que me había contado que tenía un hermano y dos hermanas.

Me respondió que casi todo estaba acertado, que es hijo único.

Me quedé en silencio. La desesperación opacó todo la situación. Ese aparato la arruinó, con sus vibraciones cancerígenas y su fulgor anaranjado, quemándonos los ojos. Y mi memoria, y mi memoria que no era capaz de retener más rostros, ni más nombres, ni más citas, ni más sentimientos. Todo era nada. Nada era todo. Y ahora estaba despertando.

Como si el puente estuviera haciéndome un favor, se hizo añicos bajo mis pies y abajo me esperaba el rostro uniforme del espejo, esperándome con la boca abierta y los ojos acongojados.

Todos dicen que mi memoria sufrió tales daños que ahora no soy más que un muñeco inerte y egocéntrico, incapaz de recordar a nadie que haya sido parte de mi historia en el pasado. La verdad es que nadie sabe que la caída no tuvo nada que ver.



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sábado, 3 de septiembre de 2011

El corazón humano





El corazón humano
(por Emilio Nicolás)





"Es así como funciona el corazón humano" fueron las primeras siete palabras con que se dirigió a mí la primera vez que dejó de ser una simple figura que a veces aparecía silenciosa en su jardín trasero, o sobre el pegajoso suelo de la vereda, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo que parecía interminable.

"¿Qué?" fue lo que le respondí, ansioso por la interacción que durante tanto tiempo, desde que se había mudado a la casa junto a la nuestra, había esperado.

Creo que desde el momento de su llegada hasta el día en que comenzamos a acercarnos había pasado un año, o apenas un poco menos. Fue bastante tiempo, pero todas aquellas noches que llegaba a casa algo cansado y lo veía con su cabeza gacha, escondiéndose del universo, supe que el día estaba ineludiblemente marcado en algún calendario oculto, escrito por alguna mano divina, materializada o no. Siempre que levantaba levemente la cabeza para chocar sus ojos ahogados en los míos podía leer la misma expresión de pedido de auxilio que los míos proyectaban cada vez que salían a pasear. No había forma de que no nos cruzásemos.

Y también había sido fácil darme cuenta de su largo historial de frustraciones mundanas. Supongo que a él tampoco le costó mucho, de otro modo esas siete palabras no habrían estado tan bien elegidas para entablar una primera conversación. ¿Quién se tomaría el riesgo de dar por sentado que ya existían conclusiones acerca de uno sin un previo diálogo? Si mal no recuerdo mi respuesta fue una sonrisa, o una mueca que intentó serlo. Y creo que su devolución fue puro silencio. Lo demás no puedo evocarlo ahora, siempre que intento imaginarlo se me vienen a la mente sensaciones de pesadez y de turbiedad. Nuestra relación siempre estuvo marcada por los mismos escenarios.
Y es que fue aquel cansancio y pesimismo el puente que nos ubicó en el medio a ambos y nos dio a elegir uno de los extremos. Allí nos quedamos.
Las noches se convirtieron, entonces, en reuniones eternas e infinitas en las que el tiempo y los espacios eran nuestros, pero nos dábamos el lujo de permanecer quietos, y de contemplar a las criaturas de la noche asomar temerosas sin mover un solo dedo.

Conversábamos y conversábamos, siempre acompañados de humos que comenzaban siendo meras nubes que se perdían en el cielo negro, y culminaban como risas de colores, algo débiles y con sueño, que resonaban en el blanco abierto y se expandían hasta ser arrastradas bien lejos con el viento.

Ambos habíamos llegado a las mismas conclusiones, los mismos días a las mismas horas. Nos fascinaba la cantidad de coincidencias en nuestras historias, en nuestras respuestas, en nuestras emociones. Supongo que a él le sorprendía tanto como a mí no saberme el único con aquella decepción, aquel peso de la humanidad alrededor, en todos lados, tomándolo a uno y volviéndolo pequeño.
Durante el verano entero, mientras todos dormían, nosotros permanecíamos recostados en el concreto de aquella vereda pegajosa, con los ojos abiertos. A veces nos quedábamos en silencio, leyéndonos las mentes, otras veces planificábamos algún golpe maestro.

Las noches más fuertes eran aquellas en que diferíamos, cuando intentábamos descifrar de qué estaba hecho el corazón humano. Enfurecía si yo mostraba desacuerdo cuando se refería a sí mismo como un ser proveniente de otro punto del universo. Le respondía que ambos éramos parte de aquella especie por la que sentíamos desprecio, que por alguna razón éramos distintos, éramos el blanco perfecto. Le describí aquellas situaciones de nuestros historiales que nos habían ubicado en el mismo bando. Le recordé los pasos presurosos de la gente en la ciudad. Las miradas furtivas. La irresponsabilidad sobre el otro. La rapidez de las relaciones. Los falsos intereses. Él se tapaba los oídos y entonces, como si pudiese rever mi historia como una película a la que se da reversa, me recordaba aquellos que habían hecho de mí quién soy, un villano en pleno nacimiento.

Pero ambos lo éramos, por mucho que discutiésemos, por mucho que nos enfrentásemos. Ambos éramos lo que había dejado la marea sobre una playa abandonada en que solían habitar los seres que solían ser los más simples, pero que ahora son los más complejos.
Cuando intentaba abrazarlo me empujaba al suelo. Y entonces yo entendía que quizás algo había en él que lo hacía diferente a mí. Pero no había forma de que fuese de otro lugar del universo. En cambio cuando a él se le ocurría amarme lo hacía, y de la forma más suave y cuidadosa, como un niño que siente las primeras caricias de la mano de su padre viejo.

Sí, cuando quería amarme lo hacía, de la forma en que nadie más podía hacerlo. Pero en ese entonces recordaba sus siete primeras palabras, "Es así como el corazón humano funciona…", y yo continuaba aquella frase en mis pensamientos "…mientras más débil te ve, mientras más sensible y más expuesto, más se aleja, más se va, por el otro extremo" y entonces lo soltaba, de la misma forma que él, cuando intentaba abrazarlo, se desprendía de mi cuerpo.

Así nos manteníamos cerca, a través de la distancia, a través del juego. Ambos teníamos tanto miedo sobre nuestras espaldas que sabíamos que si uno de los dos se entregaba por completo, entonces el otro se iría para siempre. Era tan triste pensarlo así. Tantas veces me reprimí de besarlo, o de secuestrarlo y llevarlo lejos, donde nunca más padeciese lo que hoy nos dolía hasta los huesos. Pero callaba y así quedábamos, pasando las noches calurosas leyendo al pobre Werther y riendo, imaginándolo reviviendo en este mundo de estos tiempos, y suicidándose de nuevo en cuestión de horas.

Recuerdo aquella vez que reímos con eso, que dije murmurando al espacio abierto: "Los corazones de los románticos ya se extinguieron". Él me miró y me dijo que no estaba seguro, entonces mis ojos brillaron y se posaron en los suyos. Pensé que por fin ocurriría, que leería mi mente aquella noche más que nunca y que yo podría leer la suya, pero su respuesta fue diferente. En lugar de ayudar a mi sueño de un idealista cuento, me propuso conocer un corazón verdadero, un corazón humano por dentro. Le pregunté de qué forma podríamos hacerlo.

El verano estaba por terminar. Para ese entonces yo había vivido un par más de aquellos intentos en que salgo de mi refugio y exploro la capital de la ciudad, siempre con algún candidato a amante que no resulta ser (al final) más que cualquier guía para cualquier viajero, pues el paseo es uno solo y no hay próximo encuentro. La verdad es que tenía tantas heridas de la misma forma, el mismo color y la misma textura que ya no importaba qué tan dibujado estaba mi cuerpo. Llegué a casa con muchas ampollas en los pies y más ira que angustia, acumulada toda creo que en el pecho.

Cené rápidamente y salí a la vereda cuando todos ya estaban durmiendo. Él estaba sonriente, seguramente en mis ojos había visto una vez más la decepción, la misma que había visto el día que me conoció. Pero esta vez había más resentimiento acumulado, y creo que aquello le hizo pensar que era la oportunidad, el mejor momento. Ambos por fin dejamos de estar tirados en el suelo para caminar juntos en la madrugada, rompiendo el silencio con nuestros pasos presurosos. Su andar era tan nervioso y obsesivo como el mío, era un saco de nervios contaminando todo a su alrededor, y yo estaba a su acecho.
Se podía sentir que el frío llegaba, mis mejillas estaban rojas y mi nariz comenzaba a enfriarse. Por primera vez fue él quien me abrazó y a modo de regaño me pidió que deje de temblar. Él sabía que de alguna forma su mente ahora era para mí un libro abierto.

"Al primero que veamos" me dijo.
"Sí" respondí.

Nos infiltramos entre las sombras como dos demonios que exploran una ciudad mundana por primera vez. Nos mirábamos entre nosotros, como niños jugando a las escondidas, riendo, sintiendo la emoción corriendo por nuestros gélidos cuerpos. Estábamos más vivos que nunca, llevando a cabo el plan maestro.

Nunca supimos quién era, en realidad sí, porque llevaba consigo sus documentos. Del resto poco y nada. Apenas llevaba dinero. Estaba algo ya abrigado a pesar de seguir en verano. Me pregunto por qué saldría de madrugada en soledad. Tenía pinta de ser hombre de bien, con alguna familia esperándolo. Quizás volvía de trabajar. Me pregunté si tendría esposa o hijos que estuviesen sentados junto a la mesa esperando a verlo llegar.

Pues el pobre nunca lo hizo. Fue para nosotros el mártir, el chivo expiatorio, el ejemplar que necesitábamos para corroborar nuestra experimentación. Él hizo uso de su cuerpo fornido para tomarlo por las espaldas y yo, con mi pequeña estatura di el golpe filoso necesario para tumbarlo al suelo. Cuando se hubo calmado ahí estábamos los dos, subidos encima de él como leones sobre una gacela gigante y vieja. Atravesamos el pecho del espécimen y arrancamos del mismo el famoso corazón del que tanto habíamos discutido el verano entero.

Allí estaba, en sus manos, después en las mías. Tan inútil, tan negro, perdiendo tanto líquido y aún latiendo. Sentí desprecio, algo de decepción. Esa cosa no llegaba ni a parecerse a aquello que los románticos tanto aludían. Me miró y lo miré, y con sus ojos aprobatorios me dio la orden. Arrojé aquel pedazo de carne lejos.


"¿Y ahora qué?" le dije
"Si antes no entendía, ahora entiendo menos"





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jueves, 18 de agosto de 2011

Los buscadores que se olvidaron de encontrar






Los buscadores que se olvidaron de encontrar
(por Emilio Nicolás)





¿Cuántos minutos pasarían antes de la transformación consumada? o quizás ¿cuántos segundos?

Me quedé mirando perplejo, agarrándome los brazos, sudando, respirando agitado, con el cuerpo sucio, humedecido y congelado. Pero no lo miraba al pobre, que tambaleaba sobre el suelo golpeándolo con sus talones y codos, produciendo el sonido de cuatro tambores que a su ritmo iban marcando el paso del tiempo. La cuenta regresiva. El momento decisivo. El no retorno.

No, no me quedé mirándolo a él. Me quedé mirando a su compañero. Aunque me pregunto si de verdad era su compañero, más bien parecía ser simplemente otro vulnerable, otra posible víctima futura, que lo sujetaba por los brazos e intentaba apaciguar la brusquedad de los movimientos, calmar la agitación. Y lo sujetaba no por desearle el bien, no por desear verlo con sus pupilas ya no emblanquecidas sino con sus faroles brillando y contemplando el mundo alrededor. No. Supongo que él lo quería para sí. Que quería que esos ojos volviesen para él, y para nadie más.

No lo culpo. Después de todo inseguridad y soledad fue lo que aprendimos, todos, a tener.

Lo sujetó con fuerza mientras lo llamaba por su nombre. Ahora mismo no recuerdo cuál era. En aquel momento estaba conmocionado, todo lo que sucedía parecía registrarse en el momento para nunca más volver. Sin embargo, varios días pasaron y ahora estoy rememorando todo, otra vez.

El cuarto donde estábamos era pequeño, y frío. Si algo llegase a ocurrirle al pobre desgraciado entonces los desventurados seríamos nosotros. El compañero no parecía preocuparse por aquello, sólo lo sujetaba presionándole los brazos con la mayor de sus fuerzas. Parecía que estaba por atravesarle la piel con sus mugrosas uñas y hacerlo estallar. Lo llamaba por su nombre una y otra vez mientras el otro no parecía entrar en razón. Sólo se agitaba más y más fuerte, elevándose cada vez con más impulso, como si quisiese flotar en el aire, despegar y atravesar el techo. Me apreté los codos. Fuerte. Respiré por la boca y al exhalar pude ver mi propio aliento. Escuchaba un zumbido fuerte en mis oídos pero aquello no era preocupación en ese entonces. Sólo me inquietaban los alaridos afuera.

Aquella orquesta a la que tanto nos había costado acostumbrarnos era un sin fin de gritos, de lamentos, de sonidos de caídas, golpes, mordidas, pasos corriendo, sangre brotando, corazones que eran desgarrados y que caían al suelo y reventaban con fuerza.
A veces escuchábamos a uno que otro volver a regenerarse. Pero sólo era muy cada tanto. Lo que predominaba era la desesperación, la ira, el abandono. Me paseé por diferentes grupos, trataba de no encariñarme con ninguno de ellos, sabía lo que podía ocurrir. Y así sucedía. Todo terminaba igual, siempre la historia se repetía.

Alguno de ellos siempre era el primero en caer, el más débil. De pronto tomaba obsesión por algo o por alguien (los casos podían variar) y entonces no paraba hasta obtenerlo, y una vez que lo hacía, lo destrozaba, lo hacía añicos hasta verlo destrozado en el suelo, convertido en un rompecabezas de sangre, de fibras y de tendones. Una vil mancha burbujeando en el caliente suelo de concreto. Entonces el desafortunado lloraba desconsoladamente sobre la víctima y luego perdía la noción completa de todo a su alrededor. El espacio y el tiempo de pronto volvían a nada y a cero. Y aquella víctima de turno entonces no era más que un ambulante, un viajero sin ruta, que cambia su sendero una y otra vez dibujando ramas que van y que vienen, que se cruzan entre sí, que hacen círculos, que no avanzan, que retroceden. Entonces otro caía, y otro más y otro. Y las manchas enrojecidas pintaban los suelos y los caminantes ya hasta organizaban grupos sin darse cuenta, que marchaban de un lado a otro, con la mirada perdida, buscándose los unos a los otros sin encontrarse jamás.

Yo era el único que siempre quedaba intacto de cada de uno de las agrupaciones en que estuve a lo largo de mi travesía. No es por creerme mucho, pero estoy seguro que de romperse mi corazón, será uno de esos pocos que vimos regenerarse, para seguir con su camino.

Cuando aquel y su compañero se hubieron transformado por completo, me quedé contemplándolos, cruzado de brazos junto a la puerta. Detuve mi mirada en ellos. Caminaban muy despacio, arrastrando los pies, levantando polvo. Se miraban pero en realidad no estaban viéndose. Se buscaban pero jamás se iban a encontrar. Se decían a sí mismos que estaban en una búsqueda especial, que siempre iban por algo más, y se tenían ahí, el uno al otro, frente a frente, lo que siempre habían buscado. Pero sus sentidos se confundían y perdían el control, pues su condición de buscadores, de encontrar el objetivo al fin, entonces terminaría por acabarse. El miedo manejaba su razonamiento y nublaba sus emociones.

Allí estaban los dos, fingiendo ser libres cuando no eran más que presas de una utopía que ellos mismos sabían que nunca iban a alcanzar. Afuera miles; no, millones, repetían el mecanismo sin cesar. Se buscaban, se encontraban y volvían a perderse, porque eran (nada más que) buscadores. Buscadores que se olvidaron de encontrar.




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martes, 16 de agosto de 2011

Desconsuelo







Desconsuelo
(por Emilio Nicolás)







Entonces se dio vuelta
e imaginó que me estaba mirando
a la distancia las señales
que aún podían elevarse al cielo destrozado
penetraban en aquella cabina que enviaría de nuevo
el resultado

Y yo desde mi sitio
ante el fulgor anaranjado
del aparato brillando en mis manos
la tapa que se abre
su foto
su rostro algo azulado

- Ya no me queda tiempo, y miro hacia abajo
y finjo que te estoy viendo

A mis espaldas la gente se preocupaba
por avanzar hacia el centro
mientras más rápido lo hacían
más valía aquel intento
yo sin embargo me lamentaba
me lamentaba, sí
pero en silencio

Las letras se dibujaron una por una
y realizaron el mismo recorrido
pero al inverso
Subieron desde algún canal invisible
y atravesaron el cielo
cuyo no sé cuánto (pero mucho) por ciento
se desplomaba sobre varias cabezas
de inocentes que allí estaban
muriendo

Supongo que aquella cabina
que no daría abasto en aquel momento
Conocería el canal que llevaría
de vuelta al texto
a sus manos, quién sabe de qué colores
de qué texturas
de qué movimientos

- No soy tan bajo
Le respondí
y miré al cielo, que antes era azul
y ahora era violeta
violeta fuerte
violeta claro
casi rosado
de tantos tonos
pero era violeta al fin y al cabo

- Ya no me queda tiempo
y repito, miro hacia abajo
y finjo que te veo
¿Crees que en algún sitio
habrá lugar para el arrepentimiento?

El fulgor anaranjado, otra vez
con su mensaje cansado a cuestas
y las estrellas comenzando a caer
una por una
destellos blancos que atravesaban el firmamento
y explotaban con fuerza aquí
allá
en cada lugar
arrastradas por el viento

- Perdóname a mí
por decir que teníamos
todo el tiempo del mundo
para volver a vernos

El fulgor anaranjado
se apagaba en el centro de mi puño
adentro
y mis dedos presionaban
mientras la energía se consumía
y no había entonces electricidad
para arreglar el desperfecto

Mientras tanto ¿Para qué correr?
El césped aún seguía verde
mientras el cielo volvía a teñirse
o lo que quedaba de él, al menos

- Aquí está amarillo
Respondió
- Y acá está enrojeciendo

- ¿Cuánto te queda de batería?
- No mucho. ¿Y a vos?
- Igual. Lo siento.

Reí solo, mientras una ráfaga fuerte
llenó mis narices de olor a sangre
a muerte y a infierno
El azufre acalambraba mi cuerpo
y me obligaba a relajarme entero

- Tirate al suelo
Le dije
- Lo estoy haciendo

- ¿Qué ves ahora?
- Un cielo violeta, a veces claro, a veces oscuro
- Hace un rato así estaba por estos lados
- ¿Y ahora como está?
- Rojo, como el fuego.
- ¿Has visto alguna vez...
- ... colores tan hermosos?
- Sí
- Supuse que ibas a decir eso.


Recordé el pequeño instante
antes del viaje con su destino
lo recordé lleno de lágrimas
con sus brazos envueltos
en mi pequeño cuerpo
Lo recordé queriéndome soltar
pero sin querer hacerlo
Le dije que su historia debía continuar
en otro tiempo
en otro pueblo
Y para consolarlo le dije
que la mía no se acabaría
pero que dejaría el capítulo inconcluso
esperando el reencuentro

Sonrió en el aeropuerto
y entonces no lo vi más
y se fue entero

- Ya no me queda tiempo
- A mí tampoco
- Miro hacia mi lado
- Y yo me estoy durmiendo
- Imagino que te veo
- ¿Estarás en mis sueños?
- Me mentiste
- ¿cómo pude hacerlo?
- Dijiste que volveríamos a vernos
- Realmente esperaba hacerlo
- Ahora el cielo se puso rojo
- Aquí... aquí está negro.







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sábado, 13 de agosto de 2011

A mí siempre me toca la peor parte




A mí siempre me toca la peor parte
(por Emilio Nicolás)






Me pregunto, entonces, si la clave para acelerar el tiempo está levantando mi cabeza, fijando la mirada en las nubes que se empujan y se mezclan con pereza. Puedo prever sus movimientos, puedo saber cuánto tiempo ocultarán al sol y cuándo volverán a descubrirlo y volverlo a tapar. Pero todo me resulta tan lento. Me pregunto, entonces, cuál es el método para adelantar los minutos. Quizás si bajo mi cuello y me concentro en los autos, que pasan veloces hacia distintas direcciones. Si intento detener mi mirada en uno de ellos y seguirlo con los ojos. Conseguir que sea nítido y no un simple color luminoso que desaparece. No... eso congelaría al tiempo. Creo. Necesito que pase. La gente que camina no me ayuda. Pensará otra cosa. Nadie celaría a un grupo de autos o a un grupo de nubes que se mueven. Mirar personas es otra cosa.

Él no deja de hablar, está comentándome acerca de la última banda que conoció hace poco y me está preguntando si me gustaron los videos que me pasó mientras conversábamos, cada uno en su casa, la noche de antes de ayer. Si tengo que ser honesto, creo que de cada uno de los temas habré escuchado diez segundos. No entiendo por qué pretende que me guste su música ¿Cuál es el punto?

Me está preguntando qué tema me gustó más, si Velocity girl o Chasing cars. No recuerdo ninguna de esas dos canciones. Me pregunto si realmente me las pasó o si me está confundiendo con otra persona. No puedo cuestionarlo, entonces evidenciaría que dudo de mí mismo. Y él dudaría de mí. La verdad es que últimamente estoy tan aletargado, que siento que todo pasa rápido, como esos coches. O lento como esas nubes, y todo lo que puedo retener es el ahora y nada más. Me gusta el título del segundo tema, fue como si una señal bajada por una mano divina estuviese diciéndome que Chasing cars es lo que tengo que hacer. Sigo mirando a los autos. Decidí que no volveré a subir la cabeza a mirar las nubes, que ahora son más.

Le contesto que el primero era bastante quieto para mi gusto, y que el segundo, si bien también era una balada lenta, me había gustado. Me sonríe. Supongo que esa sonrisa tiene algo de frustración pesando en los labios. Como si en realidad quisiesen tironear hacia el otro lado y dibujar una mueca de decepción. No quiero averiguarlo.

Ahora estoy manoseando el bolsillo de mi mochila, moviendo los dedos para todos lados, tocando papeles, envolturas de golosinas, las llaves. Encuentro el encendedor violeta y lo dejo sobre el escalón en que estamos sentados. Ahora encuentro el paquete de cigarrillos y saco uno. Lo enciendo. Él me mira. Lo miro, por un segundo, creo, o dos, pero más no. Tiene la palma de su mano derecha apoyada en su rodilla, la cual está flexionada y termina en el segundo escalón, si se cuenta desde arriba. No sé de dónde sacó esta escalinata, pero me encanta. Me siento con el control total, del cielo, del suelo abajo mío dibujando colores que van y vienen y que, a medida que anochece, toman más y más brillo. Pienso que es un poco tarde para volver a casa, pero también pienso que no quiero terminar en la suya.

Después de un silencio de no sé cuántos minutos él retoma la conversación, que parece más un monólogo. Me sigue hablando de lo que le producen esos temas. Ojalá me produjesen lo mismo. Me dice que en este momento se siente igual que en Chasing cars, olvidándose del mundo, junto conmigo, los dos sentados en soledad una tarde de verano, a lo alto de una gran escalinata, mirando al patético mundo seguir con su ritmo.

Admito que fue romántico lo que dijo, pero no conozco esa canción, ¿Cómo puedo compartirlo? Lo miro sonriendo, juro que doy lo mejor de mí pero en cuestión de segundos ya le aparto la mirada y mis labios descansan de la tortuosa sonrisa aparentada. Me quedan doliendo.

Él me toma de la mano, como si no le importase que alguien nos viese. De todos modos no hay gente cerca. Y yo suspiro. Y me llevo el cigarrillo a los labios. Sé que no le gusta que fume. Quizás si doy pitadas cada vez más seguido evite la parte en que tengo que besarlo. Tenía razón. Volvió a alejarse unos centímetros de mí y ahora me pregunta si quiero pasar la noche con él.

No sé por qué me distraje tanto, debería estar tomando el próximo tren a casa y llegar y tirarme en la cama hasta quedarme dormido. Sin embargo sigo acá, y ya es un poco tarde para volver solo. Acepto su invitación, pero en el camino de regreso a su departamento estoy callado. Agarro fuerte las cintas de mi mochila mientras camino, miro a los ojos de las personas que se cruzan en nuestro camino. Los suyos no, aunque me parezcan hermosos.

Mientras estamos en las últimas cuadras de Arias, caminando más y más lento, aunque apuro mis pasos lo más que puedo, me comenta acerca de su proyecto con no me acuerdo cuál grupo, para aprobar no sé qué leyes para no sé quiénes. Su voz es como una melodía en otra lengua que se materializa y baila en torno mío, haciendo figuras circulares y ondulantes. Y yo intento apartar mi rostro de ellas. Me habla sobre su vegetarianismo, o como se diga, me habla de Beastie Boys, me habla de las películas de Larry Cark. Yo no entiendo nada. Tampoco entiendo cuál es el punto de pretender que me acople a su universo. Siento que el mío se desmoronó tanto que no tengo derecho a abrir la boca y comenzar con mi lista de pertenencias, o de identificaciones, aunque las tenga. No le encuentro sentido.

Él sigue hablando, aún cuando estamos entrando al edificio.
Dentro del ascensor se calla y me sonríe. Nota un poco mi descontento, o al menos eso creo. Me toca la punta de la nariz con uno de sus dedos mientras sonríe. Siento pena por él. Siento que intenta animarme e intenta convencerse de que todo está bien. Retoma su monólogo con un "Entonces..."
Sigue hablando de Larry Clark, menciona Kids. Recuerdo haber visto esa película, me desagradó tanto. Sin embargo conozco a alguien tan fanático como él parece serlo, de ese mismo director. No me acuerdo bien cuál era su nombre. Recuerdo que era un muchacho de una edad similar a la mía. Lo conocí en la Universidad de Bellas Artes. Recuerdo que al principio me había gustado mucho, pero luego ocurrió lo mismo que estaba ocurriendo con él ahora mismo.

Dejé mis cosas en el primer sillón que divisé y me puse a recorrer su casa entera. Videojuegos, aunque no de los que me gustan. Novelas, muchas. Eso es bueno. Pero detesto a Camus. Cuadros preciosos, pero seguramente no de los que tendría en mi hogar, si es que algún día podré tener un edificio que pueda llamar "hogar". Él prepara algo de comer y de tomar, me pregunto con qué vegetal saldrá de esa cocina. Detesto los vegetales, también me pregunto por qué a los vegetarianos uno los imagina comiendo nada más que vegetales. Deberían cambiarles el nombre, deberían ser... "no come carnes" o algo así. No tengo mucha imaginación ahora mismo. Escucho que silba en la cocina y quiero estar en otro lugar.

Por otra parte... me agrada no estar en casa. Siempre fui un explorador desinteresado. Estoy seguro de que no voy a volver. Estoy seguro de que en un año, quizás, lo cruzaré por la calle y no lo reconoceré. Pero ahora ¿Qué más da? Él me habla desde la cocina, parece alegre, o al menos parece intentar estar alegre. No lo estoy ayudando. Me siento mal conmigo mismo, pero a su vez tampoco me interesa cambiarlo. Lo hago, pero por inercia. Me acerco a él y tomo una papa frita de la mesada, mientras vierte varias de un paquete rojo. La mastico pensando "Bueno, ahora no tengo tanto aliento a cigarrillo" y lo beso. Muy apenas, pero lo beso. Ahora se lo ve más animado. En fin.

En la cena estoy totalmente ido, como rápido para terminar mi plato de ravioles de espinaca rápido y terminar en su cama dormido. Él me habla de Eli Roth. Me habla de las películas en que participó, de lo mucho que le gustan sus actuaciones. Conozco al tipo... ¿Cuándo hizo un protagónico, al menos? ¿Por qué tanto interés? Recuerdo que a ese chico de la Universidad de Bellas Artes también le gusta, y creo que en el mismo nivel que él. Yo, por mi parte, no le encuentro sentido.

De la nada empieza a llover sobre la ciudad. Y fuerte. Me asomo al balcón para mirar. Me pregunto si habrá alguien en casa que se encargue de entrar a los animales. Siempre que salgo me preocupo por ellos. De pronto aparece y me abraza por detrás. Siento sus manos cálidas alrededor mío. Quisiera que me suelte. Me dice que le encanta la lluvia. Yo por mi parte la aborrezco, pero le contesto que a mí también me gusta.

Ahora estoy sobre su cama, o más específicamente sobre él. Casi sin energías, mientras amanece. Todavía se escuchan algunas gotas repiqueteando en el pequeño techo del balcón. Pero la tormenta se fue. No entiendo por qué charlamos tanto durante la madrugada. Son las siete de la mañana. Me duele tanto el cuerpo, sin embargo ahí lo tengo, quizás con lo que en el fondo pretendía, o quizás no. No sé. Parece buen chico.

Me mira sonriendo mientras me toma por la cintura y yo me muevo a su ritmo. Despacio, aletargado. Necesito que termine de una vez. Transpiro y la humedad de la mañana no me favorece mucho. Seguramente cuando termine le voy a pedir que me deje darme un baño. Realmente espero que no me acompañe. Su ritmo se acelera. Presiona fuerte sobre mí mientras mueve su ingle y la erige cada vez con más fuerza y más elevación. No entiendo por qué no siento ninguna clase de dolor. Sólo agotamiento. Y siento a mi cuerpo como a un pedazo de goma inerte. Un suspiro acompañado de un gemido me hace entender que terminó su parte. La mía siquiera había empezado.
Levanta la cabeza y se queda con los ojos cerrados, respirando agitado hasta terminar calmándose.
Me abraza. Dios, no quería que me abrace. Ahora me agradece por haberlo acompañado toda la noche. Yo pienso que debería decirle: No fue nada, me encanta trasnochar, seguramente ahora en el tren me quedaré dormido y andá a saber si llego a casa. Le digo que no fue nada mientras deslizo mi mano por su espalda grasosa.

Ahora estoy en su ducha. Su bendita ducha. Me paso el jabón por todos lados. Por todos. Me pregunta si estoy bien. Quizás mi respuesta sea el pie que necesita para meterse conmigo. Le digo que estoy casi por salir. Me dice que me espera. Me río solo. Las cortinas me protegen. Puedo reír y hacerle muecas y no se enterará.
Salgo un poco más animado. En cuestión de minutos estoy más enérgico que nunca, corriendo por las escaleras de su edificio con mi mochila en la mano. Cuando atravieso la puerta de entrada la coloco sobre mis hombros y comienzo a caminar a la estación del subterráneo. Él está en su casa durmiendo, ahora mismo.

El subterráneo llega. Traspaso sus puertas sonriendo, con la vista algo nublada. Estoy solo en el vagón, preguntándome por qué.

Su bondad, su entrega desmedida, sus ojos tiernos, tiene tantas virtudes que no soy capaz de reconocer. Quizás el problema no sea él, quizás soy yo. Pero la realidad es que no puedo dejar de poner un muro tras otro entre él y yo.

No me gusta esa banda cuyo nombre no me acuerdo, no me gustan las películas de Larry Clark, no me interesan las participaciones políticas y ojalá fuese vegetariano pero me fascina el sabor de la carne. Miro al piso. Sonrío aunque no quiera hacerlo. ¡Qué más da! No tengo nada que perder. Si vuelvo al punto de partida sigo siendo el de siempre, con los mismos viajes y los mismos rostros que rotan cada semana. Al menos me sigo teniendo.

El teléfono vibra. Seguramente es un mensaje de él.
Peor. Me está llamando.
No atiendo.
En no me acuerdo cuál estación se sube el muchacho de la Universidad de Bellas Artes, el mismo al que evoqué toda la noche por encontrar sus gustos parecidos al de "aquel".
Me saluda excitado. Yo apenas puedo levantar la cabeza sin marearme. Pero como soy tan bueno fingiendo y estoy tan acostumbrado, no se lo hago notar.
Me pregunta de dónde vengo.
Le digo que de la casa de un amigo.
Me pregunta si es un amigo o algo más.
Le digo que un amigo. Nada más.
Le digo que estuvimos conversando toda la noche, sobre nosotros, porque apenas nos conocemos hace poco, y que me recordó mucho a él.
Le pregunto si quiere su teléfono y me dice que sí.
Se lo dicto mientras el viento que provoca el subterráneo en movimiento entra por la ventanilla y me despeina. Me siento fresco. Sonrío.
Él lo agenda y me pregunta ¿Y qué le digo?
Le contesto: - No sé, que hablaron hace mucho y tenías su número guardado. Inventá algo. Sos un chico creativo. Seguro algo se te va a ocurrir.
Me despido de él.
En una hora y media o dos ya estoy en casa.
Dejo la mochila, que ahora me parece más pesada que nunca.
Tenía el video Chasing cars completamente cargado en el monitor de la computadora. Sólo faltaba reproducirlo.
Me senté, fatigado, y lo reproduje.
Creo que es uno de los videos más tiernos que ví en mi vida. Lo recuerdo.
Me pregunto si es muy temprano (o tarde) para enviarle un mensaje y decirle que ahora sí escuché el tema. Y que me gustó mucho.
No tiene sentido.
Borro su contacto del celular y me voy a dormir.




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sábado, 23 de julio de 2011

Apocalipsis





Apocalipsis
(por Emilio Nicolás)






- Hasta el cielo sabe de nuestro encuentro hoy - Le dije, casi taciturno, sin dejar de mirar con los ojos semidormidos al cielo, que terminaba de cerrarse exactamente arriba de nuestras cabezas.

- Las aves también parecieran estar al tanto. Miralas, habiendo tantos árboles a nuestro alrededor, se alejan de nuestras vistas hasta convertirse en pequeños puntos negros que en poco son nada - Me contestó un poco más animado, mientras uno de sus dedos se deslizaba en un vaivén por la superficie del banco donde estábamos sentados.

- ¿Creés que es mejor irnos?

- ¿Alguna vez te preocupaste por la lluvia?

- ¿Qué pensás?


Ambos quedamos en silencio. Ninguno atinó a moverse. Ninguno de los dos miraba al otro. A nuestra diestra, a nuestra siniestra, atrás y por delante los demás parecían percatarse de la tormenta que estaba por arribar. Los niños que corrían con su libertad inocente eran tomados por los mayores que los llevaban de vuelta a quién sabe donde, pues para nuestros ojos sólo eran figuras que desaparecían del escenario. Me gustaba imaginar lo no-obvio, así que imaginaba cualquier cosa menos una familia tipo de Buenos Aires entrando a su departamento para refugiarse de agua que cae del cielo.

Pero aquello era todo lo que podía mirar, el espacio a mi alrededor. Estaba inmóvil, paralizado. Quizás por miedo, quizás por prever lo que sucedería luego. No lo sé. Ni lo supe en aquel entonces, evidentemente. Él estaba un poco más calmo, o mucho más nervioso. Podría ser cualquiera. Sólo sé que durante un segundo me atreví a dirigir mis ojos a los suyos y los encontré fijos, mirando hacia adelante, sin moverse y sin pestañear. Aún así, saberlo nervioso no me era consuelo. Si intentaba mover un solo fragmento de mi troquelado cuerpo seguramente iba a titubear, o a temblar, o a reventar por dentro.

Exhalé. Exhalé como nunca lo hice antes en mi vida. Me desinflé por completo dejando salir de mis pulmones al demonio más grande que haya habitado en mí. Y esperé una reacción suya. Sentí por dentro que algo había provocado en él aquella expresión de desazón, pero se esforzó por seguir desempeñando de manera impecable su papel de estatua rígida e insensible. A mí me costaba quedarme quieto. Pero el hechizo seguía inmovilizándome.

- ¿Y qué fue de vos estos años? - dijo casi sin ser notado.

- ¿Qué? - le contesté. Había escuchado con claridad, pero acelerar el tiempo en aquel entonces era una obligación para mí.

- Te pregunté qué fue de vos en estos últimos años.

- Ah... lo de siempre, nada importante - me sentí chico ante él, muy, muy chico. Aún como en aquellos tiempos en que el poco amor que sentía hacia mí mismo me convertía en su marioneta viviente.

- Está bien - Respondió con un suspiro desganado.


Las primeras gotas comenzaron a caer sobre nosotros, pero no tardaron en ser más y más hasta generar casi un diluvio sobre nuestros cansados cuerpos.

Ambos habíamos dejado algo sin terminar. La enfermedad de aquel entonces, la enfermedad de dos niños dependientes, primerizos y asustados nos traía de vuelta a aquel sitio, después de años sin haberlo pisado.

Recordé las lágrimas de mi propia revolución, las lágrimas de un niño que ya era hombre y que podía entender y analizar la situación. Cuando supe de sus cadenas manipuladoras apretando mis muñecas y presionando mis nudillos, con un un puñado de lágrimas le di la espalda, levantándome de aquel banco, y lo dejé por siempre. O al menos eso pensé.

- Es extraño volver a este lugar, ¿no? - Suspiró como si pudiese leer mi mente.

- Bastante... ahora mismo me estoy preguntando si cambié con los años, o si sólo fue una ilusión.

- ¿Qué te hizo volver? - Respondió con el mismo aire egocéntrico que siempre lo había rodeado.

- Querrás decir ¿Qué NOS hizo volver? supongo...

- Yo sé por qué vuelvo. - Contestó inmediatamente, como si mis palabras fuesen disparos dirigidos al centro de su orgullo. Reí.

- No voy a preguntarte las razones, mentirías. De entre vos y yo, yo siempre fui el único capaz de reconocer sus debilidades. Deberías enterarte de algo: Ambos ejercemos el mismo nivel de tortura el uno sobre el otro.


Se quedó en silencio. Para mí aquello era suficiente. Por fin una derrota y con mi nombre en la placa del ganador. Bajó la cabeza y rió de manera irónica, como si estuviese a punto de lanzar un intento de contrarrestar mis palabras. Y lo que parecía ser una palabra a punto de despegarse de su garganta terminó siendo un suspiro raro, casi musical.

Le dije que no hacía falta que contestase. Estábamos empapados y al menos yo ya estaba comenzando a temblar. Pero aquello no nos espantaba de aquel banco, de aquella plaza que años atrás había sido el último escenario que compartiríamos. Y que ambos sabíamos, no sería la última vez.

- ¿Sabés que vos y yo no hacemos más que dañarnos el uno al otro, no? - Me dijo sonriendo, como si el rostro del diablo se pegase a su piel.

Pude gesticular con un rostro de niño caprichoso y triste, como la última vez. Pero en mi interior sabía que yo tenía el mismo control sobre él. El mismo poder. Me sentí por primera vez por sobre su casi calva cabeza y le sonreí de la misma forma.

- ¿Y qué te hizo volver, entonces? - Le retruqué sin dejar de sonreir.

- ¿No dijiste que no ibas a preguntarme? - Volvió a sonreir.


Lo besé sin mesura. Me daba igual todo aquello que no tuviera que ver con el momento y con mi acción. Si algún transeúnte se encontraba en aquel entonces pues era invisible para mí. Si a él le molestaba mi arrebato pues no me importaba. Lo sujeté por detrás de las orejas y presioné más fuerte mi cuerpo, que hasta entonces había estado totalmente tieso, contra el suyo, igual de paralizado. Sentí frío en los brazos, en las piernas, en el pecho. Pero mis labios estaban bailando con los suyos como dos pequeñas llamas y aquello era todo en lo que podía concentrarme. Él me sujetó también y omitió cualquier intento de separación. Lo solté y me alejé para contemplarlo. Tomé una bocanada de aire.

- No necesito preguntarte - Le dije aún tomando aire y algunas gotas de lluvia que se infiltraban.

Permaneció callado. Se pasó la mano por los labios, sin dejar de mirarme.

Ahí estaba él, el niño que había hecho de mí su esclavo, aprovechándose de mi ingenuidad. El niño que había convertido mi primer enamoramiento en una tortura que no dejaría de acosarme por años. El niño que no resultó ser más que un pobre infeliz que sólo necesitaba ser necesitado, sentirse especial, sentirse único, sentirse el mejor. Y yo había sido el idiota que le recitaba poemas todos los días y que le imploraba no lo abandone. El mismo estúpido que años después volvía a invocarlo. Pero que esta vez podía ver cada una de sus cicatrices que tan bien había maquillado.

Debí dejarlo en aquel momento y volver campante para nunca más tener que ver a aquel actor, seguramente tan buen actor que él mismo se creía sus propias mentiras narcisistas. Y de hecho lo intenté. Me levanté y caminé unos pasos mientras él me seguía con la mirada, levantando su cabeza y recorriendo mis pasos. Pero alguna clase de fuerza magnética, o bien la misma enfermedad, me retenía y me impedía irme del todo.

Lo miré desde arriba.

Ahora sí estábamos nivelados. Él era el humillado, pero yo no era capaz de abandonarlo como él lo hizo alguna vez. Le pedí que se levante. Lo hizo, obediente.

Un relámpago iluminó su patética figura y le tendí la mano. Cuando la tomó el sonido no tardó en rugir protestando nuestro reencuentro. Poco me importaba. Siempre me había gustado romper las reglas.

Caminamos de la mano, bajo la lluvia, sabiendo cada uno de nosotros que sería cuestión de tiempo para destruirnos del todo.



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miércoles, 13 de julio de 2011

Mártir





Mártir
(por Emilio Nicolás)




¿Qué tanto podía costarme ahora? Había llegado a un límite que juro, no tenía intenciones de pisar.

La información que se acumulaba en mi cabeza penetraba mis tejidos cada vez con mayor velocidad y sin mesura, el tiempo se agotaba y se apresuraba a mis pasos. Mi trayectoria hasta el final de la sala parecía suceder en cámara lenta. No puedo explicar con seguridad si aquel letargo era producto del mismo accidente que me sobrecargaba de detalles con cada segundo o si sólo se trataba del efecto hipnótico que producía en mi cabeza, obligándome a pensar cada vez con más lentitud, aunque a imaginar cada vez más y más situaciones a una velocidad que jamás antes había podido experimentar.

Sus cabezas estaban todas ordenadas. Filas. Columnas. Una junto a la otra. Una delante y detrás de otra. Cada uno de ellos. Los recordaba con firmeza, con la agudeza más afilada de mis sentidos. A todos y cada uno de ellos. Eran escalones, eran empujones en mis espaldas que me impulsaban cada vez más y más al extremo del risco. Y ya había llegado al punto donde me encontraba intentando hacer equilibrio, agitando los brazos, mirando hacia el vacío y arrepintiéndome de cada mínimo y agotado intento por retroceder. Atrás estaban ellos. Atrás quedaba cada fila con cada paso que daba. Todos y cada uno de ellos. Vacíos. Todos y cada uno de ellos. Humanos.

Sonreí en medio de la oscuridad de la sala. Frente a mí culminaba una escena que no pude identificar. Pero ellos sí. Reían. Reían como cerdos atragantados. Reían sin siquiera procesar la información que se adentraba en sus cabezas y rebalsaba como metiéndose por una coladera repleta de agujeros. Estaban tan vacíos. Estuvieron siempre vacíos. Y eran muchos. Cada vez más. Era una especie en ascenso ¿Qué posibilidades tenía yo de esperar encontrar algo diferente? Sonreí, pero ellos no lo notaron, estaban muy ocupados riendo. Los recordaba a todos, a todos y a cada uno. Ellos habían sido mi experimento, habían sido las pruebas que necesitaba para refutarme a mí mismo acerca de la individualidad que supera la común individualidad. No me importa si no me explico. Porque nada me importa ya.
A mis espaldas quedaban, y cuando volteaba sólo podía divisar una masa, una gran masa homogénea y uniforme que se retorcía en risas cada vez más plásticas y sin valor. Estoy seguro de que cada uno de ellos estaba tan hipnotizado como yo. Sólo que yo, frente a mí, veía escenas que no podía entender, en una gran pantalla. Ellos... ellos veían espejos, estoy seguro de aquello.

Los últimos pasos parecían aletargarse más. Las manos me sudaban sin embargo sujetaban con fuerza la prueba de mi condición de martir, de viajero, quizás del espacio, quizás del tiempo, pero de viajero al fin, de aquello que me hacía ajeno a todo lo que me había rodeado durante tantos años y de lo que había querido formar parte. Juro que lo intenté. Juro que hice lo posible. Pero las pruebas eran evidentes. Allá estaban ellos y en el pasillo estaba yo.

La sujeté con fuerza sin hacerla detonar. Me pregunté si alguien más, en algún lugar de la negra selva en la que quién-sabe-quién me había puesto, padecía de los mismos tormentos automarginales que debía soportar con cada alba y cada crepúsculo. Ya no importaba en aquel momento. Y no importa ahora tampoco.

Supongo que en el fondo había aprendido a apreciar sentirme de aquella forma, afuera de todo aquello, ajeno a sus miradas que no expresaban más que un infinito reproduciéndose una y otra vez sin formar sentido y ajeno a sus palabras planas y a su narcisismo ignorante. Comencé por despreciarlos, a todos y a cada uno (los recordaba, ¡Y como!) pero luego cedió la ira para dar lugar al dolor. Sentí pena por ellos y sentí pena por mí. Mi experimento había fracasado. El resultado había sido poco satisfactorio. Nulo a decir verdad. ¿Quién sabe de dónde vengo? Pero de esta tierra condenada seguramente no soy.

Me detuve frente a sus ya indefinibles rostros y estallé sin más.

Sus pedazos se disiparon por toda la sala, disparando, viajando a gran velocidad y reventándose contra las paredes para precipitarse aún más mutilados en el suelo, en forma de lluvia de muchos, muchos colores.

Como era de esperarse, a mí nada me iba a suceder. Mi condena no era la desaparición sino la permanencia eterna. No había forma de exterminarme a mí mismo, puesto que mi castigo ya estaba impuesto por quién-sabe-quién. Sin embargo, pese a mi condición de mártir, no pude borrarme la sonrisa de satisfacción ante tal acto de pequeña justicia barata y hasta me tomé algunos segundos para relamer mi labio superior cuando alguna que otra gota me salpicó la cara.







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