Escondidas a medianoche
(por Emilio Nicolás)
(por Emilio Nicolás)
Ya había pasado la medianoche y la mayoría de los ojos, en la cuadra estaban cerrados. Pero eso no importó, ni a él ni a mí. El momento de jugar a las escondidas, ambos sabíamos que había empezado.
Cada uno de los dos ya se había acostumbrado. Cuando el sol besaba la tierra y la luna salía en lo alto era imposible no imaginarnos haciéndolo, imposible no imaginar aquellas hamacas esperándonos mientras con el viento se movían como si dos fantasmas nos estuviesen guardando los lugares.
Entonces terminaba la cena tan rápido como quien no come en uno o dos años y abría la puerta cual preso en su día de libertad. Cruzaba el patio a toda velocidad, el perro a veces me perseguía y si no lo hacía, ladraba tanto que ya estaba llamando la atención de medio barrio. No importaba, estaba poseído, estaba hipnotizado. Tengo que confesar que los encuentros no eran al anochecer, pero me gustaba salir antes y prepararme por si acaso. Eso es algo que nunca le dije, me sentía ridículo de imaginarlo riéndose, pero también sabía que era adicto a esos momentos en los que él reía y yo lo miraba silencioso o miraba para abajo, con las mejillas rojas y las piernas temblando.
Pero eran momentos escasos, momentos raros porque la mayoría del tiempo hablábamos tan entregados, que parecía que hacía tiempo que nos habíamos conocido. La verdad es que apenas tres meses llevábamos jugando, y ya habíamos enfrentado lluvias, noches infernales de un pegajoso verano, y ahora el frío era lo que nos estaba echando. Difícil detener el ritual, hicimos una promesa al cumplirse el primer mes y ésta consistía en que sólo la enfermedad y la muerte impedirían que alguno de los dos esté presente a esa hora, mientras tanto...
Lo esperaba mucho antes, mucho antes de lo pactado. Daba vueltas por la plaza y controlaba a las personas que hasta tarde se quedaban. Los miraba con ojos fieros, echándolos con la mirada. Entonces sonreía y me hamacaba solo, luego salía de mi asiento y probaba el suyo. Me imaginaba siendo él, luego volvía al mío y lo imaginaba a él, empujando, mientras me impulsaba con las piernas y los pies.
Y antes de medianoche hacía una cuadra atrás cuando veía su figura pequeña como una hormiga acercándose desde lejos. Así, cuando él estaba llegando yo supuestamente también recién me estaba acercando al lugar. Y me decía "llegué antes que vos" y sonreía. Si hubiese sabido...
No hacíamos mucho, habíamos decidido ese nombre a nuestro encuentro porque ambos sentíamos que estábamos escondiéndonos del resto, estando despiertos y en las calles mientras todos dormían sin saber de nuestras reuniones. Pero no nos escondíamos de ellos, ¿De quién nos escondíamos? No sé... de nuestras vidas, de nuestros años, quizás.
Había una regla que era esencial, estaba prohibido hablar de nuestro futuro y de nuestro pasado, incluso no se podía decir nada sobre lo que habíamos hecho una hora o dos minutos antes. Nada. Por esa razón jamás le conté que visitaba el sitio muchas horas antes, porque eso sería romper con la regla y no me lo permitiría. Aunque muchas veces considero que nací para romper reglas.
Pero con él era distinto.
Entonces el juego nos limitaba tanto. Él sonreía, miraba la luna, yo lo miraba, algún chiste se le escapaba, "es malísimo" le decía yo, en el pasto sentado. Después las hamacas, él y yo moviéndonos y ni una palabra que de nuestras bocas se esté escapando. Me imaginaba su casa, sus padres, sus posibles hermanos, y me preguntaba si estaba prohibido preguntar por eso. Es decir, sé que son parte de su historia pero también son parte del presente, y está permitido hablar de eso...
De todos modos nunca lo hice, creo que siempre lo respeté demasiado, más de lo que alguna vez debí hacerlo y olvidé por despistado. Existían noches en las que no hablábamos tanto, otras en las que no emitíamos sonido alguno. En algunas ocasiones discutíamos sobre cine, sobre literatura, o sobre cuestiones existencialistas hasta hacerme enojar (él nunca se enojaba, y hasta disfrutaba de verme histérico, eso me ponía peor) La mayoría de las veces simplemente nos quedábamos los dos sentados, uno al lado del otro, mirando... mirando.
Una noche quise hablarle del pasado, del momento en que nos conocimos. Del momento en que pactamos ese juego. Recuerdo la noticia de la muerte de mi padre, y me recuerdo comiendo rápido, obligado, sin hambre, tan solo para no desmayarme en la escuela. Crucé la puerta de inmediato porque cada espacio de la casa me recordaba a él y corrí por el patio mientras el perro me perseguía, el perro que él había comprado, entonces decidí no darme la vuelta.
Y corrí lo más que pude y di con la plaza. El último de los visitantes se había ido, era medianoche y la cara me delataba: el dolor que me estaba atravesando era inmenso, era una flecha gigante que empezaba en la punta de mi cabeza y se extendía en un camino binario hasta cada una de mis piernas y terminaba en mis pies. Las lágrimas no paraban de brotar por sí mismas y lo único que pude hacer fue sentarme en la hamaca y dejarlas caer en la tierra, humedecerla y borrar la huella en cuestión de segundos.
Y entonces el rechinar de las cadenas de la hamaca que estaba junto a la mía me hizo reaccionar, despertar de mi letargo y volver a la vida; había alguien a mi lado, era tanto el dolor que sentía que era imposible notar que había vida atrás mío, adelante y a mis costados. Un zumbido ensordecedor me estaba torturando. Pero ese rechinar llegó para terminar con todo. Lo miré y él no me estaba mirando, tan sólo miraba a la luna de medianoche y me decía con eso, que estaba atento a lo que me estaba pasando. Intenté explicarle lo que había pasado pero su dulce voz rompió con la mía, quebrada y rasposa, y me pidió que no siga, no hacía falta, estaba ahí para quedarse un rato y si me molestaba, se retiraría y yo podría seguir con mi llanto.
Le hice caso y detuve mis palabras, y el que calla otorga, le estaba dando espacio. Entonces siquiera me dijo su nombre, solamente que me esperaría a medianoche cada día y que, mientras no habláramos de nosotros ni del tiempo, podríamos seguir haciéndolo. Asentí con la cabeza y a la siguiente noche fui, aunque sin ganas.
Con el correr de los días se convirtió en un juego que ocupaba mi pensamiento la mayor parte del día. Esperaba a la noche impacientemente y durante el día lo buscaba por toda la escuela secundaria. Nunca lo encontré. Me pregunté si iba a otra... las demás estaban muy lejos y me pareció rara la idea de que viajase tanto. Todos nos conocíamos entre todos ahí y él era el único con el que nunca me había cruzado.
Pero sabía que podía hacerlo siempre, siempre que cruzase la plaza al ocultarse el sol y a cuando el reloj marcase las doce. Mi hermana se preocupaba y pensaba siempre lo peor. Me hacía mantener una charla coherente con ella cuando llegaba a casa muerto de sueño y preparado para irme a clases sin haber dormido ni un rato.
Pero la cantidad de energías que me dejaba el juego hizo que nunca, desde que empezamos, me duerma en clase, siempre sobrio y atento a cada una de las clases. No había quejas de ningún tipo y eso hizo tranquilizar a mi familia, por lo que no siguieron investigando sobre mi juego extraño.
Entonces ahí estaba él, esa noche en silencio, mirando, y yo sin saber qué me estaba pasando. Empecé a pensar en el futuro ¿y si un día no vuelve? ¿y si voy y él no está más? ¿cómo lo ubico? ¿cómo lo busco? ¿Será capaz de dejarme abandonado y dar señal de vida por ningún lado?
Una lágrima brotó por mi mejilla izquierda y la observó anonadado. Su rostro cambió un poco. No lo entendía y me sentí paranoico, rompiendo las reglas sin emitir un solo sonido. Esperé a que no lo notase. Sonrió y moviendo la cabeza me hizo una señal de negación. Le dije que no era en lo que estaba pensando. Pero volvió a mirarme y me leyó la cara. Sí, estaba pensando en el futuro y me estaba preocupando.
Le dije que las reglas impedían hablar de eso y que yo no estaba conversando. Me dijo que para hablar no hacen falta sonidos que, si no hay eco, se pierden tan rápido. El rostro también habla y el mío lo estaba acusando. Le pedí perdón, perdón por desconfiado, le dije que no creía que algún día me vaya a dejar abandonado, sino que lo temía y eso me angustiaba tanto.
Sonrió y se fue antes de tiempo, el sol no había asomado y mientras la escarcha se hacía vapor en mis pies me quedé mirando. No fui capaz de detenerlo.
Y al otro día no fui al encuentro.
Ni al siguiente
Ni al otro.
Lo que más temí que me hiciera, ya lo había hecho yo.
Y no tenía permitidas las palabras.
Cada uno de los dos ya se había acostumbrado. Cuando el sol besaba la tierra y la luna salía en lo alto era imposible no imaginarnos haciéndolo, imposible no imaginar aquellas hamacas esperándonos mientras con el viento se movían como si dos fantasmas nos estuviesen guardando los lugares.
Entonces terminaba la cena tan rápido como quien no come en uno o dos años y abría la puerta cual preso en su día de libertad. Cruzaba el patio a toda velocidad, el perro a veces me perseguía y si no lo hacía, ladraba tanto que ya estaba llamando la atención de medio barrio. No importaba, estaba poseído, estaba hipnotizado. Tengo que confesar que los encuentros no eran al anochecer, pero me gustaba salir antes y prepararme por si acaso. Eso es algo que nunca le dije, me sentía ridículo de imaginarlo riéndose, pero también sabía que era adicto a esos momentos en los que él reía y yo lo miraba silencioso o miraba para abajo, con las mejillas rojas y las piernas temblando.
Pero eran momentos escasos, momentos raros porque la mayoría del tiempo hablábamos tan entregados, que parecía que hacía tiempo que nos habíamos conocido. La verdad es que apenas tres meses llevábamos jugando, y ya habíamos enfrentado lluvias, noches infernales de un pegajoso verano, y ahora el frío era lo que nos estaba echando. Difícil detener el ritual, hicimos una promesa al cumplirse el primer mes y ésta consistía en que sólo la enfermedad y la muerte impedirían que alguno de los dos esté presente a esa hora, mientras tanto...
Lo esperaba mucho antes, mucho antes de lo pactado. Daba vueltas por la plaza y controlaba a las personas que hasta tarde se quedaban. Los miraba con ojos fieros, echándolos con la mirada. Entonces sonreía y me hamacaba solo, luego salía de mi asiento y probaba el suyo. Me imaginaba siendo él, luego volvía al mío y lo imaginaba a él, empujando, mientras me impulsaba con las piernas y los pies.
Y antes de medianoche hacía una cuadra atrás cuando veía su figura pequeña como una hormiga acercándose desde lejos. Así, cuando él estaba llegando yo supuestamente también recién me estaba acercando al lugar. Y me decía "llegué antes que vos" y sonreía. Si hubiese sabido...
No hacíamos mucho, habíamos decidido ese nombre a nuestro encuentro porque ambos sentíamos que estábamos escondiéndonos del resto, estando despiertos y en las calles mientras todos dormían sin saber de nuestras reuniones. Pero no nos escondíamos de ellos, ¿De quién nos escondíamos? No sé... de nuestras vidas, de nuestros años, quizás.
Había una regla que era esencial, estaba prohibido hablar de nuestro futuro y de nuestro pasado, incluso no se podía decir nada sobre lo que habíamos hecho una hora o dos minutos antes. Nada. Por esa razón jamás le conté que visitaba el sitio muchas horas antes, porque eso sería romper con la regla y no me lo permitiría. Aunque muchas veces considero que nací para romper reglas.
Pero con él era distinto.
Entonces el juego nos limitaba tanto. Él sonreía, miraba la luna, yo lo miraba, algún chiste se le escapaba, "es malísimo" le decía yo, en el pasto sentado. Después las hamacas, él y yo moviéndonos y ni una palabra que de nuestras bocas se esté escapando. Me imaginaba su casa, sus padres, sus posibles hermanos, y me preguntaba si estaba prohibido preguntar por eso. Es decir, sé que son parte de su historia pero también son parte del presente, y está permitido hablar de eso...
De todos modos nunca lo hice, creo que siempre lo respeté demasiado, más de lo que alguna vez debí hacerlo y olvidé por despistado. Existían noches en las que no hablábamos tanto, otras en las que no emitíamos sonido alguno. En algunas ocasiones discutíamos sobre cine, sobre literatura, o sobre cuestiones existencialistas hasta hacerme enojar (él nunca se enojaba, y hasta disfrutaba de verme histérico, eso me ponía peor) La mayoría de las veces simplemente nos quedábamos los dos sentados, uno al lado del otro, mirando... mirando.
Una noche quise hablarle del pasado, del momento en que nos conocimos. Del momento en que pactamos ese juego. Recuerdo la noticia de la muerte de mi padre, y me recuerdo comiendo rápido, obligado, sin hambre, tan solo para no desmayarme en la escuela. Crucé la puerta de inmediato porque cada espacio de la casa me recordaba a él y corrí por el patio mientras el perro me perseguía, el perro que él había comprado, entonces decidí no darme la vuelta.
Y corrí lo más que pude y di con la plaza. El último de los visitantes se había ido, era medianoche y la cara me delataba: el dolor que me estaba atravesando era inmenso, era una flecha gigante que empezaba en la punta de mi cabeza y se extendía en un camino binario hasta cada una de mis piernas y terminaba en mis pies. Las lágrimas no paraban de brotar por sí mismas y lo único que pude hacer fue sentarme en la hamaca y dejarlas caer en la tierra, humedecerla y borrar la huella en cuestión de segundos.
Y entonces el rechinar de las cadenas de la hamaca que estaba junto a la mía me hizo reaccionar, despertar de mi letargo y volver a la vida; había alguien a mi lado, era tanto el dolor que sentía que era imposible notar que había vida atrás mío, adelante y a mis costados. Un zumbido ensordecedor me estaba torturando. Pero ese rechinar llegó para terminar con todo. Lo miré y él no me estaba mirando, tan sólo miraba a la luna de medianoche y me decía con eso, que estaba atento a lo que me estaba pasando. Intenté explicarle lo que había pasado pero su dulce voz rompió con la mía, quebrada y rasposa, y me pidió que no siga, no hacía falta, estaba ahí para quedarse un rato y si me molestaba, se retiraría y yo podría seguir con mi llanto.
Le hice caso y detuve mis palabras, y el que calla otorga, le estaba dando espacio. Entonces siquiera me dijo su nombre, solamente que me esperaría a medianoche cada día y que, mientras no habláramos de nosotros ni del tiempo, podríamos seguir haciéndolo. Asentí con la cabeza y a la siguiente noche fui, aunque sin ganas.
Con el correr de los días se convirtió en un juego que ocupaba mi pensamiento la mayor parte del día. Esperaba a la noche impacientemente y durante el día lo buscaba por toda la escuela secundaria. Nunca lo encontré. Me pregunté si iba a otra... las demás estaban muy lejos y me pareció rara la idea de que viajase tanto. Todos nos conocíamos entre todos ahí y él era el único con el que nunca me había cruzado.
Pero sabía que podía hacerlo siempre, siempre que cruzase la plaza al ocultarse el sol y a cuando el reloj marcase las doce. Mi hermana se preocupaba y pensaba siempre lo peor. Me hacía mantener una charla coherente con ella cuando llegaba a casa muerto de sueño y preparado para irme a clases sin haber dormido ni un rato.
Pero la cantidad de energías que me dejaba el juego hizo que nunca, desde que empezamos, me duerma en clase, siempre sobrio y atento a cada una de las clases. No había quejas de ningún tipo y eso hizo tranquilizar a mi familia, por lo que no siguieron investigando sobre mi juego extraño.
Entonces ahí estaba él, esa noche en silencio, mirando, y yo sin saber qué me estaba pasando. Empecé a pensar en el futuro ¿y si un día no vuelve? ¿y si voy y él no está más? ¿cómo lo ubico? ¿cómo lo busco? ¿Será capaz de dejarme abandonado y dar señal de vida por ningún lado?
Una lágrima brotó por mi mejilla izquierda y la observó anonadado. Su rostro cambió un poco. No lo entendía y me sentí paranoico, rompiendo las reglas sin emitir un solo sonido. Esperé a que no lo notase. Sonrió y moviendo la cabeza me hizo una señal de negación. Le dije que no era en lo que estaba pensando. Pero volvió a mirarme y me leyó la cara. Sí, estaba pensando en el futuro y me estaba preocupando.
Le dije que las reglas impedían hablar de eso y que yo no estaba conversando. Me dijo que para hablar no hacen falta sonidos que, si no hay eco, se pierden tan rápido. El rostro también habla y el mío lo estaba acusando. Le pedí perdón, perdón por desconfiado, le dije que no creía que algún día me vaya a dejar abandonado, sino que lo temía y eso me angustiaba tanto.
Sonrió y se fue antes de tiempo, el sol no había asomado y mientras la escarcha se hacía vapor en mis pies me quedé mirando. No fui capaz de detenerlo.
Y al otro día no fui al encuentro.
Ni al siguiente
Ni al otro.
Lo que más temí que me hiciera, ya lo había hecho yo.
Y no tenía permitidas las palabras.
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