viernes, 3 de febrero de 2012

Rebeldía





Rebeldía
(por Emilio Nicolás)



Ignoro hasta dónde es capaz de llevarme. No sé, no me hagan preguntas ahora, ninguna de las dos.

Los días nublados tienen amaneceres disparejos. Alrededor mío es como si todo quisiese avivar su color pero la presencia de algo en medio parece impedir que se complete el proceso. Entonces todo queda mortecino y fluorescente, azulado y enrojecido, vivo y muerto. Rojo grisáceo, verde grisáceo, gris arriba y ustedes que no me escuchan y que hacen el paso más lento y no me quitan los ojos de encima.

Ya les dije que no le encuentro explicación. Desde que tengo memoria sé que lo llevo conmigo. Es una fuerza superior, un deseo de libertad contra un opresor que creo que nunca existió. Ustedes deben saberlo mejor que nadie. Pero es que si ambas se ponen a discutir ambas tendrían razón y yo... yo quedaría en la misma postura en que siempre estoy. Entonces mejor caminemos, antes de que las nubes se disipen y asome el delator sol a nuestro encuentro.

Pego saltos entre las rocas en la calle y rompo muy despacio la barrera del silencio que se extiende hasta espacios que parecen infinitos. Más allá sé que hay sonidos y hay movimientos. Pero ahora, hasta donde mis ojos alcanzan a percibir, estamos nosotros tres y solamente mis pasos saltando, casi corriendo, casi volando.

Si miro a mi derecha estás vos, medio rogándome, medio sufriendo. No te cansás de ser así, te preocupa absolutamente todo lo que hago y creés que existen mejores alternativas que aquellas que con mis manos sostengo.

A mi izquierda no haces más que reírte, vos, pero siempre fue así. Con vos me divierto muchísimo, pero no quiero contar con tus consejos cuando hay que hablar en serio. Entonces en lugar de respuestas obtengo silencios.

Y ahora me estoy divirtiendo, pero me pregunto si habrá algo de lo que me estoy escondiendo. En mi bolsillo está el papel. Eso seguro está bien escondido. Según esto estoy a diez minutos caminando, lo suficiente para admirar sin prisa el paso de los segundos y de la luz que avanza, esta vez despacio escabulléndose en hilos dorados finos que se disparan entre las nubes y su barrera contra el brillo, por sobre todas las cosas en esta calle mojada, por sobre las flores, por sobre el rocío, por sobre los charcos que reflejan mis pies y mis piernas y dejan verme de lejos. Todo se aclara despacio y empiezan a cantar aquellos para hacerme saber que no estoy solo y arruinar mi momento.

No me mires así, ya te dije que no le encuentro explicación. Es como si muy en el fondo me resignase a convivir con ustedes dos y con nadie más que ustedes dos lo que me queda en este infierno. Por el resto de las cosas, repito, no tengo argumentos, pero ya no me preocupo, si me dicen que vaya por la derecha encaminaré a mi siniestra, y si me piden que acceda por aquella entonces tomaré el sendero derecho. A vos te digo que me resigné a vivir con ambas porque no tengo remedio. Y a vos te digo que dejes de reírte, porque te estoy dando el gusto y eso es algo que no suelo hacer a menudo. Quisiera contradecirlas a ambas, al menos eso intento.

Pero entonces vos me mirás la mano con que escribo y me decís que no estoy siendo más rebelde con quién menos debería serlo. Me miro al espejo y no me reconozco, soy mi propia negación de absolutamente todo lo que estoy haciendo. Y desde el brazo donde porto el inquisidor reloj de muñeca está la comodidad de hacer lo que en ese preciso momento siento, negar absolutamente todo lo que haya que hacer y correr sin dirección alguna a donde se dirija el viento y a donde se reinvente y vaya y vuelva y se acelere o se detenga.

Y eso es lo que ahora mismo estoy haciendo.

Me paro un momento y las miro, ambas en un mortal desencuentro. Y yo con mi abrigo que no me hace falta, porque la transpiración empieza a gritarme que me libere de todo lo que puedo, de todo lo que tengo y de lo que no tengo. Me quito la ropa tan rápido como puedo, como si la misma estuviese tejida con veneno y la arrojo lejos. La estampo contra el barro y ahí queda, marcada, delatando el tamaño de mi cuerpo. La pisoteo con indignación, con ira y con jolgorio. Me río, me río furiosamente mientras ustedes dos no hacen más que clavar sus pupilas porfiadas. Quisiera arrancármelas pero no puedo. Están ahí todo el tiempo, recordándome que me quedé sin argumentos, o me quedé sin juez para argumentar.

De pronto hasta las aves se callan y estoy yo solo, porque ustedes, por primera vez, desaparecieron.

Y entonces me pregunto si esto era lo que quería, revelarme contra absolutamente todo lo que tengo o alguna vez tuve y ya no contemplo. Me siento dependiente del aire, del suelo que piso, de la gravedad que me empuja más y más adentro. Me siento parte de una máquina que se impulsa con mi sangre, con mis deseos, con mi sed de apagar este aburrimiento. Creo que estoy a cinco minutos desde donde me encuentro. Sostengo el papel apenas suavemente, con las puntas de mis dedos. La brisa más leve me lo quita de las manos y lo hace volar apenas pocos metros. Y cae como una pluma sobre uno de los charcos y se hunde, en silencio. Es aquí donde planto mi bandera blanca y me abandono de aquellos sueños de libertad que no hacían otra cosa que hacerme preso. Caigo sobre mis rodillas y recuerdo lo que me mantiene vivo, lo que me mantiene despierto.
Por acá, no tan lejos, a cinco minutos a pie, alguien me espera y lo seguirá haciendo. Más lejos aún, donde no sé si hay sol, no sé si hay luna, no sé si hay viento e ignoro si hay tiempo, alguien de quien una vez huí, ha de seguir con la misma sonrisa que recuerdo, con la misma pasión por vivir que hoy yo tengo, con la misma mirada pura de la que ahora no huiría, si pudiera hacerlo.




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