domingo, 26 de septiembre de 2010

Ocaso



Ocaso
(por Emilio Nicolás)



Y mientras el sol se ponía, nos sentamos en el cordón de la vereda y me preguntó qué sentía.
Nada más que el suspiro del viento pasando entre las ramas de los árboles nos acompañó en aquel entonces.
Y finalmente escuchó mis últimas palabras mientras el sol volvía a salir.

Ella dijo que no era solamente el más lindo de los abdómenes, sino que todo de él era ideal.
No me importó que sus palabras me despertasen, mi mejilla estaba contra el soporte de metal mientras el tren avanzaba con velocidad, y sonreí a sus palabras.

Ella, sin conocerme reconoció mi empatía, me miró y me sonrió. En ella estaba el amor y en mí estaba la aceptación. Algunos nacimos para siempre buscar más; el alma gemela es la meta y sin la meta se pierda la esencia. -Ella nunca va a aparecer- me dije, y mientras el tren se aproximaba al objetivo cerré los ojos y sonreí. Mi lugar en el mundo, aún no lo conozco, pero ¡Cómo quisiera ser ella!

Y en lugar de abrazar a aquellos brazos que siempre quise alrededor de mi cuerpo un lunes por la tarde con las rodillas de ambos sobre el colchón de la cama y nuestras orejas tocándose, estaba abrazando a una amiga mientras la ebriedad terminaba de irse y las lágrimas corrían como nunca creí que correrían (es cierto, el inconsciente despierta, y duele) Y me dije que uno muestra al mundo una especie de indiferencia, que más cerca se hace resignación, hasta que en realidad no se trata de otra cosa más que de miedos.

Nunca me sentí más seguro conmigo mismo, y nunca me sentí tan inseguro del ambiente a mi alrededor.

Ella me seguía abrazando pero jamás, ni ella ni nadie más, sería capaz de quitar la desesperación arraigada en mi cuerpo. No es fácil ser un mártir, no es fácil buscar lo que nunca aparecerá ni es fácil, por estas tierras áridas aprender a caminar cuando el objetivo es volar. Me sentí dichoso de ser yo mismo y a la vez deseé ser alguien más. Deseé ser de aquellos ingenuos que nunca preguntan por más y se conforman con el amor desde un sólo lado de la pared. Y deseé no ser aquel que lo sueña tan perfecto y tan ideal, que pide más de lo que la realidad le puede dar.

Sólo eso, una vereda, un sol poniéndose, un corazón que se abre y que tiene la llave para abrir otro, la sencillez que siempre soñé no fue más que una utopía en un mundo tan plástico como irreal. La lujuria se hizo sombra y me cubrió por completo hasta convertirme en un iluso más, aunque en el fondo sabía (y sé) que la esencia está ahí y no se va a marchar.

Entonces no queda más opción que volver a casa medio ebrio, caminando en zig zag, medio despierto, medio soñando, que en lugar de la ventanilla es su hombro donde me apoyo y que hay algo más que un colchón de una plaza y un silencio al despertar, cuando el sol se termina de ocultar.



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martes, 21 de septiembre de 2010

Tormenta


Tormenta
(por Emilio Nicolás)





Y el baile que tanto admiraban aquellos que venían a observar,
girando sobre mis propios pies se convirtió en un tornado
Y cientos de hojas llegaron para bailar conmigo y espantar a los espectadores,
que corrieron lejos cubriendo sus cabellos

Y aún con la velocidad con que me movía;
y aún con el silbido del viento
y aún con la tormenta iniciándome sobre mi cabeza
pude verlos, uno por uno, dejando la sala,
que ahora era cielo abierto y que ahora era lluvia,
todos y cada uno desapareciendo

Y quise detenerme
hice fuerza para girar al otro lado pero ya todos estaban lejos,
y yo seguía girando, más
y más rápido

Grité tan fuerte como pude,
pero los truenos opacaban mi voz con sus rugidos,
no había forma de escuchar un solo gemido
y llegada la noche muy despacio me detuve,
y caí sobre mis rodillas

Ya no había rastro de ninguno de aquellos que antes, se habían acercado a mi escenario
tan maravillados con la ternura que salía de mis ojos que solían cada tanto, brillar
y los invitaban a pasar una vez más
a mirarme bailar

Me mantuve en el suelo, apretando con mis manos temblorosas la tierra,
que ahora era barro

Y así me quedé hasta que pude recuperar la respiración

Pensé una y mil maneras de evitar esta tormenta,
pero era imposible pensar cuando todo lo que tenía en mente era mi soledad

No había nadie más
y no pude contener las lágrimas, ni encontrar una forma de cambiar
Cuando mi tormenta se acercaba el resto decidía partir
y no volvían más

Y pensé qué harían ellos en mi lugar, o qué haría yo en el suyo,
cuando nadie es lo suficientemente amable para hacerlos quedar,
o cuando alguien no es lo suficientemente tolerante para conocer de verdad





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domingo, 19 de septiembre de 2010

Esporas en el viento



Esporas en el viento
(por Emilio Nicolás)




Y no hice más que sentarme en el cordón de aquella calle,
de aquella ciudad gigante de la que no vengo,
con las cadenas descansando en el suelo
y los brazos agarrando mis rodillas,
el cielo aún no esclarecía
y el viento acumulaba en el cordón
las astillas

Y aquello no hizo más que engrandecer
los edificios sobre mi cabeza,
y yo tan pequeño, mirando a las ventanas primero,
no hice más que preguntar
si en algún sitio te encontrarás durmiendo,

O quizás caminando, cansado despierto, quién sabe
quizás todo sea rápido, o como yo creo, lento lento
Y me pregunté si te conoceré antes de haber muerto
saberte vivo y aún ausente me trae miedo

Y agarré mis rodillas y sentí el frío del aire a mi acecho
te imaginé dormido sobre de un colectivo, el asiento
y yo luchando contra Morfeo, acariciando tus cabellos

Sobre la calle negra, impulsados por el movimiento
que generaban los autos, creadores del viento
bailaban las esporas de los árboles, moviéndose a un sitio incierto

Nadie que se detenga, en esta enorme ciudad
a percatarse de esta nevada
que ven los ojos de los pequeños
que como yo, ahora, no hago más que sentarme
en el cordón de aquella calle,
de aquella ciudad gigante de la que no vengo,
y miro hacia arriba y no te encuentro
y miro hacia abajo y están bailando, tan pequeñas
tan imperceptibles
aún más que yo con los edificios, así como me siento
impulsadas por los autos al movimiento
las esporas de los árboles, bailando en el viento.




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sábado, 4 de septiembre de 2010

El ladrón de sueños






El ladrón de sueños
(por Emilio Nicolás)





El ladrón de sueños, como solían llamarlo en la ciudad y en los pueblos cerca del bosque laberíntico, vivía en una especie de fuerte bastante alejado de donde tenía mi hogar con mi familia, la cual era muy numerosa por aquellos días de mi adolescencia aletargada.

La lejanía de su ubicación no impedía la fama de su nombre que se debía a la magnificencia de la habilidad, definida por muchos como sobrenatural, otros por demoníaca, para atravesar los espacios y romper los límites del sonido y hacer llegar a altas horas las más dulces melodías. Era común estar descansando y escuchar de pronto un triste entonar de campanas o de liras provenientes de la nada. Había tantos rumores y tantas contradicciones en las bocas de los pueblerinos que ya se había convertido en una personalidad relevante entre todos. Algunos decían que no oían nada por la noche, mientras otro puñado de personas afirmaba haber recibido una melodía tan melancólica como fuerte a sus oídos, robándole así sus horas de descanso y de sueño. También había quienes oían voces, muchos dicen de ninfas, acompañando a tales melodías. Tantas cosas se decían. Lo cierto es que un millón de moscas no pueden equivocarse. Éramos muchos los que lo escuchábamos y aquellos hombres del pueblo que se llamaban valientes a sí mismos lo habían terminado de corroborar cuando emprendieron su viaje a caballo una noche cuando una de las tantas canciones comenzó a sonar. Volvieron por la mañana, fatigados y excitados, garantizándonos la existencia de aquel músico y localizándonos incluso su ubicación. Tenía que ser en aquel fuerte al que nadie había podido acceder. Mucho menos estos hombres, quienes oyeron las melodías mucho más potentes, emergiendo de las duras paredes que protegían el castillo y quienes intentaron penetrarlo de mil maneras posibles, sin éxito. Muchos dicen que nos ocultan el secreto de que aquello que les impide avanzar a sus adentros no es ni más ni menos que una fuerza sobrenatural, mágica, que controla sus voluntades y los obliga a volver o a enloquecer incluso. Quizás esa sea la razón por la que volvieron tan asustados, como si una bestia gigante hubiese estado acosándolos durante toda la noche. Como sea, nadie garantiza ninguno de estos rumores y no son más que eso. La existencia de este músico (si es que era un hombre o no, porque siempre le atribuían todas las inteligencias al sexo masculino) del que tanto hablaban no me quitaba el sueño. Bueno, en realidad sí me lo quitaba, pero no me importaba despertar en medio de la madrugada y caminar entre los jardines de mi madre meciéndome sobre mí mismo y acunado por el dulce dolor que expresaban sus entonaciones. Sentía su dolor, sentía su rendición y su fatiga. A veces, aún en pijamas caía sobre mis rodillas y una sensación mezcla entre ira y dolor profundo corría por mis venas no sin calmar cualquier arrebato de ira que pudiese asomar a mis emociones, como solía suceder cada vez que no entendía algo o que me hacía adolecer. Su música calmaba cualquier bestia dentro de mí y me convertía en no más que en un animal pequeño y moribundo que no podía hacer más que echarse al suelo a agonizar entre lágrimas y silencios. Aquella sensación era exquisita, los románticos de aquellos tiempos no éramos más que unos aduladores del dolor y de la desesperación que expresábamos moviéndonos por la tierra como si estuviésemos en un sueño y como si estuviésemos caminando por suelos vírgenes a nuestros pies y a nuestros ojos. Íbamos como perdidos y como exploradores, siempre alertas a nuestro alrededor y con un caminar entre elegante y temeroso. La gente entre los mercados nos miraba como si fuésemos dementes y algunos aclamaban extrañar los momentos patrísticos en los que la Santa palabra era la Santa mano que hacía a un lado todo lo que parecía extraño al dogma. No estábamos poseídos aunque así nos creían, no estábamos endemoniados pero sí estábamos sumisos dentro de nuestros propios interiores, caminando por las calles como si no estuviésemos en ellas en realidad y sumergidos tan adentro que si alguien se acercaba a hablarnos lo que hacía era despegarnos de nuestro sueño, entonces volvíamos a entrar en razón y preguntábamos "¿Me has hablado?"

Jamás me arrepentí de ser uno de aquellos, señalados por el resto como los extraños y los soñadores que poco y nada dedicaban al trabajo y más a idealizar el mundo con la imaginación con cada paso. Y tenían razón, era más lo que evocábamos y mucho menos lo que vivíamos y se convertía en un peligro constante que nos dejaba frágiles y vulnerables a cualquier tipo de frialdad humana. Aún así, a un soñador le costaría hasta reconocer el momento de su propia muerte, el dolor no sería más que una molestia en el cuerpo, comparada con la gran cantidad de preguntas como puñales que surgen con cada día que pasa y nos encuentra reflexionando.

Tuve la oportunidad de conocer a alguno que otro de aquellos, pero jamás supe si las melodías de este cantor provocaban el mismo efecto en mí al caer la noche y robarse los sueños. Tampoco quise saberlo, me dolería el saberme uno más de ellos en todos los aspectos, quería algo que me hiciera diferente, algo que me pusiese un escalón arriba sobre ellos y me permita saberme único, completamente único, como el cantor. Apuesto a que no habrá más cantores con melodías tan poderosas que atraviesen cualquier espacio hasta llegar a los oídos de los durmientes. Ha de ser el único.

No me costó mucho pensarlo, pienso tanto que a veces, cuando he de tomar decisiones me convierto en el ser más compulsivo que de la mano de la ingenuidad y de la inocencia elevo la mano a donde tenga que elevarla y me tapo los oídos mientras cierro los ojos y espero al resultado. Tantas veces lo hice y tantas veces lo padecí. En el pequeño palacio donde vivía aceptaban como uno más de mis tantos encantos demoníacos mi atracción hacia caballeros en lugar de hacia damas, era como si se hubieran rendido ante la idealización de verme un completo ciudadano ejemplar que cabalgaría espada en mano a luchar por el nombre del rey. No me interesaba aquello y creo que por ser de familia noble optaban por aceptarme aunque sin dejar de mirarme de costado. Aquello me importaba tan poco...

Como dije anteriormente, la mayoría de las veces mi actuar compulsivo fue la llave de mis caídas, y casi todas fueron con algunos de estos seres a quienes llamaban poseídos por ser diferentes. Casualmente muchos de ellos tenían la misma locura y la misma inclinación sexual, por lo que mis aventuras con aquellos no tardaron en escribirse cuando me vi apto para verme corriendo adentro de la catedral con uno de ellos en mano para escondernos detrás de la imagen del hijo del Señor para dejar el aroma de nuestros cuerpos fusionados. De habernos encontrado seguramente ahora no estaría contándolo.

Lo mismo sucedió cuando, con otro de ellos nos hicimos con el hijo sordomudo del rey vecino y lo pervertimos hasta hacerlo gemir como uno de los tantos puercos que tenía su padre. Éramos completamente libres de cometer cuanto se nos ocurra en nuestras mentes, desde correr desnudos por los prados de las sacerdotisas hasta seducir para posteriormente acusar a uno de los ministros de vejador para ser partícipes más adelante de su caída en la orca. Con la negrura de la bolsa en su cabeza y los pies colgando en el aire. El pueblo nos quería demonios y demonios éramos. Pero yo era diferente a ellos, yo me enamoraba. Yo era feliz cometiendo pecados y era quien soñaba con sus brazos envolviendo mi torso durante la noche, y con sus piernas velludas enredándose con las mías y con sus lenguas mojando cada centímetro de mi cuerpo. Era yo quien me extasiaba de placer con cada recuerdo y quien me mordía el labio inferior minutos antes de cada encuentro. Cuando me ruborizaba me creían excitado cuando en realidad eran nervios los que me acosaban y me daba pavor mostrar mis sentimientos hacia aquellos demonios, que eran muchos y que no eran por mí menospreciados. Me dolía volver a casa cuando lo último que veía al caer el sol era el rostro de alguno de ellos sonriendo y con la cara con barro, yéndose a su pueblo a cometer quién sabe qué otro pecado con algún otro de esos pícaros que andaban por la noche deambulando. Los celos me presionaban los brazos y me azotaba en silencio con los látigos de mi asceta abuela para castigarme por sentir amor, amor.. ¡Amor! por esos hombres tan despreocupados y tan en sí mismos concentrados. Era imposible atar a alguno y dejarlo a mi lado. Y las melodías de este cantor Ladrón de sueños despertaban en mí aquel sufrimiento de saberme añorando acabar con la soledad que ni el más fuerte de los licores aplacaba con el éxtasis y con el olvido momentáneo. El ladrón de sueños hacía eso, robaba mis sueños y despertaba mis ansias más ocultas de amar y de ser amado.

Y como dije, no lo dudé, corrí hacia el bosque en una noche de verano. Algunas ninfas cantaban despacio entonando la melodía que aquella noche se estaba entonando y pensé que muchos pueblerinos tenían razón, aquella música despertaba hasta a los seres más mágicos que no tenían pudor de salir y dejarse ver por humanos, estaban encantados, hipnotizados, hadas y elfos y otros seres que creíamos inexistentes no tenían escrúpulos de salir a cantar y bailar con dolor en sus rostros y elegancia en sus movimientos azulados. Corrí entre árboles y entre arbustos, bañado por pétalos de flores que caían como lluvia y tapado por el manto negro de la noche que convertía al bosque en el más melancólico y maravilloso de los escenarios. Una vez más el amor y la tristeza se fusionaban en todos los aspectos, como si amar fuese un sacrificio que aquel valiente dispuesto a amar se haya decidido a cometer sin pensarlo. El ladrón de sueños tenía que saber de amor, tenía que conocer aquello de lo que los humanos hablan tanto. Y me pregunté si sabrá tanto como aquellos, que hablan del mismo como si lo hubiesen sentido quemando en sus sienes y en sus venas y haber sobrevivido para contarlo. Sentí que no son más que palabras, que quienes sentimos de verdad el amor somos quienes lo soñamos, quienes lo idealizamos y lo buscamos moviéndonos con la elegancia con la que hemos de llamarlo. Imaginé al ladrón de sueños como aquel que ha amado y que por amar así ha su destino resultado: tan solo entre los muros de un castillo, susurrando sin darse cuenta que en realidad está gritando. La melodía se hacía más y más fuerte en mis oídos y mis pensamientos se volvían más pesados, corrí como si estuviese persiguiendo al amor de mi vida, escapándose de mis brazos, huyendo del compromiso y del sacrificio de abandonar al individuo libre y de transformarlo en una pareja de siameses que van al mismo lado. Ataduras, no, no debe tratarse de ataduras, debe tratarse de voluntad, de quedar lejana la posibilidad de pensar en esa clase de lazos color metal. El ladrón de sueños lo sabe, el ladrón de sueños conoce del amor más que ningún otro ser humano. Llegué a trote a las puertas de aquel palacio rodeado de árboles y no ví más que un charco de agua en la entrada del mismo santuario. No había magia, ni estaba enloqueciendo para volver a mi cama ni nadie que me obligase a retroceder. Tan solo un charco de agua y su imagen reflejada. El ladrón de sueños estaba mostrándose a través de magia, estaba mostrándose a mí, creando la música con las manos, moviéndolas de un lado a otro y convirtiendo a cada uno de sus dedos en notas que salían de las puntas y al cielo se elevaban. Era precioso, el más hermoso de los jóvenes que alguna vez haya encontrado. Y el dolor en sus expresiones no había arruinado la belleza que lo envolvía.

El ladrón de sueños estaba frente a mí, cantando, con las manos pero aún cantando. Me postré junto al muro y miré al cielo, fascinado. Realmente no supe nada, no supe de qué forma encarar el día siguiente ni cómo hacer para encontrar el amor que tanto ando buscando, pero los románticos nacimos para esto, estamos más allá de la carne y de los ojos, y de las piernas y de los brazos. Tan solo un instante de su imagen como holograma y el éxtasis casi se hace orgasmo. Los románticos nacimos para amar a cuanto nos rodea a donde vamos. Si la soledad es el precio que pagamos, pues nos consuela saber que el verdadero amor se encierra en nuestros centros y es tan valioso que ningún mortal ha de poder tocarlo.






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