miércoles, 27 de abril de 2011

Descenso







Descenso
(por Emilio Nicolás)






Más decidido que nunca, apresuré el paso. Mis zapatillas, pese a que hacían doler a mis pies, pisaban cada vez con más seguridad, pero con más torpeza. No me importaba.

Me habían dicho que él estaba lejos. Me habían dicho que estaba bien, y que estaba lejos. Me gustaba ignorar esa última parte.

Más decidido que nunca, apresuré el paso. La calle, más urbana que nunca, parecía cantar para mí. Las personas participaban conmigo, cada una a su manera. Todos iban para una dirección. Y yo iba para otra. Sus rostros estaban todos expuestos a mí. No había espaldas que ver. Sólo rostros. Rostros y rostros, todos ofreciéndose. Lo busqué. Lo busqué y lo busqué.

Me habían dicho que él estaba lejos. Me habían dicho que estaba bien, y que estaba lejos. Me gustaba ignorar esa última parte.

Los auriculares estaban enterrados en mis oídos y la melodía era lo único que me penetraba y permanecía dentro.

“Take
this time
to turn
and say
goodb…” Siguiente tema.

Aquel que caminaba como en dirección hacia mí era flaco, con un poco de barba oscura donde termina el cuello y un par de vellos en las mejillas algo enrojecidas sobre la pálida piel. Llevaba unos lentes de lectura exageradamente grandes. Supongo que los tenía puestos más por moda que por necesidad. No era él, evidentemente, pero recuerdo que él quería unos lentes así.

Aquel otro que venía detrás era medio rechoncho, pero tenía su encanto. Algo en su rostro lo dibujaba como a un niño con la edad de un adulto. Tenía una remera con el rostro de Mario Bross y llevaba en la mano derecha un paquete cerrado (y seguramente caliente) con el logotipo de aquella casa de comidas rápidas dibujado vagamente. También tenía auriculares, pero los suyos eran más grandes que los míos, y su expresión en la cara entera era tan desganada como arrogante. Tampoco era él, pero de seguro le habría gustado la estampa de la remera.

Ese otro que pasaba tenía algo en su andar que me atraía. Su mirada tenía un poco de todo. Soberbia, simpleza, pesimismo, inseguridad, seguridad, misterio. No era él, pero confieso que aproveché cada milisegundo del tiempo que me quedaba para contemplarlo antes de saberlo desaparecido. Me hubiese gustado que fuese él. Me pregunté si realmente yo lo estaba buscando a él. O si no.

Aún así dejó de importarme. Él era todo lo que esperaba encontrar, y me gustaba pensar que así sería. Relajé mis pasos y estiré los brazos tomándome las manos, entrelazando los dedos de ambas. El cielo estaba perfecto, o al menos así se veía en el pequeño fragmento por el que los edificios me dejaban espiar. Los rumores iban y venían. Las paredes se movían. Los rostros seguían desfilando uno tras otro. Y ninguno se perdía de mi mirada. En todos buscaba algo. En todos buscaba atención. En todos lo buscaba.

Me habían dicho que él estaba lejos. Me habían dicho que estaba bien, y que estaba lejos. Me gustaba ignorar esa última parte.

En realidad me hubiese gustado ignorar todo. No quería tener noticias de él, pero llegaban entrometiéndose en mis asuntos y no había forma de huir de ellas. Entonces no quedaba opción más que filtrar la información. Me quedaba con aquello que me reconfortaba y para lo demás tenía mi cabeza y el vasto universo que la misma me dibujaba.

Por momentos mis pies no pisaban calle, ni tierra, ni nada. Caminaban sobre el espacio mismo.

Aquel otro tenía rasgos perfectos. Su nariz puntiaguda se erguía hacia el firmamento y tenía los rizos más perfectos que jamás había visto. Me pregunté si alguien como él sería capaz de percibir mi mirada desesperada, pero aún así paciente y segura. Me miró por unos segundos y volvió a dirigirse a quién sabe dónde. Me detuve y suspiré. Volví a mirar al cielo.

Me miré las zapatillas. Aún permanecían blancas y brillantes, como me gustaba que estén. Mi muñequera de cuero también estaba en su lugar. Mi remera azul fuerte no tenía una sola pelusa que opacase su protagonismo. Y los jeans... ¡Ah, los jeans! Eran del azul perfecto. Oscuro, nada de esos colores claros gastados que parecen de anciano. Tenían un poco de verde sobre la base y en las rodillas apenas esclarecía tímidamente el color. De cada costado pendía una cadena que formaba una "U" perfecta que se balanceaba rítmicamente al caminar y las mangas llegaban a cubrir un poco de los calzados. Era un día precioso, y precioso estaba yo también. Tenía que encontrarlo, no podía estar lejos.

En una esquina estaba uno leyendo un libro que parecía ser un comic book. Con eso le alcanzaba para seducirme, no tenía más que hacer. Siquiera me importaba el rostro que se escondía detrás de esas páginas. Pasé lentamente por donde se encontraba, esperando a que su mirada enfrentase a la mía, mas no hubo buenos resultados. Fui nada más que un fantasma atravesándolo entero
.
Me encontré en lo que parecía ser el comienzo de una calle que iba en descenso, de esas que tanto detesto, porque me hacen sentir una especie de empujón que me obliga a caminar a una velocidad que no es la que yo elijo. Pero no tenía nada que hacer. Ya había llegado lejos. Me habían dicho que estaba lejos pero me negaba a creerlo, en algún lado entre tantos rostros él tenía que estar.

Comencé despacio, intentando ver uno por uno los rostros que se me cruzaban, pero cada vez tenía menos tiempo para verlos. Las manos invisibles me empujaban conforme avanzaba.

Aquel tenía más cabello en el centro de la cabeza que en los costados. Ah, lo recuerdo tan bien. No puede ser que esté lejos. No era él de todos modos. Mi paso se apresuraba sin que yo pudiese hacer algo para evitarlo ¡Maldita gravedad! Olvida que soy torpe por naturaleza y se empecina en entorpecerme más.

A medida que bajaba los rostros se le parecían más y más. Y todos estaban uno más entregado que el otro. Algunos se detenían a mirarme con fuego en las pupilas, invitándome sin palabras a los más perversos juegos. Otros respondían de la misma forma con que mis ojos atacaban. Pretendían ser misteriosos, los inútiles.

Recuerdo que, casi llegando al fin de la calle en descenso, uno de los rostros se percató de mi inquietud y se acercó a establecer alguna clase de vínculo. Como la picadura de una serpiente me quedé inmóvil ante su cuerpo fragante cerca del mío, intentando hacer presión cual constricción con que se intenta retener a la presa. No pude más que darle un empujón y seguir caminando. No era el rostro que estaba buscando.

Me habían dicho que él estaba lejos. Me habían dicho que estaba bien, y que estaba lejos. Cuando el sol se estaba poniendo y ya había descendido lo suficiente me detuve en el centro de una glorieta a la que no sabía cómo había llegado y me senté a ver los autos girar y girar en torno a mí.
De pronto los edificios también comenzaron a circundarme. Me senté y me incliné de modo que mi cabeza quedase lo más cerca posible de mis rodillas. No importaba qué tanto lo buscase entre la multitud. Me habían dicho que él estaba lejos. Me habían dicho que estaba bien, pero que estaba lejos.





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lunes, 25 de abril de 2011

A él le gustaba aparecer cuando llovía




A él le gustaba aparecer cuando llovía
(por Emilio Nicolás)





A él le gustaba aparecer cuando llovía.
Nunca supe bien por qué. Eso era lo que más detestaba de él. Y sé que lo hacía a propósito. Sabía que soy de aquellos que buscan respuesta a absolutamente todo.

A veces se quedaba mirándome extrañado cuando yo preguntaba por todos y cada uno de los detalles acerca de cualquier tema que tratábamos. Supongo que al principio habrá creído que yo era una especie de obsesivo o algo similar, pero con el tiempo entendió que está en mi naturaleza buscar contestaciones a todo. Mi curiosidad extrema era enemiga eterna de la incertidumbre. Supongo que no podía obligarlo a lidiar con mi capricho. Tampoco tenía la obligación de entenderlo, ni de adaptarse a él, pero me gustaba creer, como buen catastrófico, que esa clase de enigmas que dejaba pendientes los hacía nacer a propósito en mi cabeza, como dejando una espina bajo mi colchón antes de irse para asegurarme una difícil conciliación del sueño. Era tan rebelde como yo. Eso me fascinaba, pero me hacía enervar.

Por aquella rebeldía, supongo, a él... a él le gustaba aparecer cuando llovía.

Y esa era otra de sus tendencias que menos toleraba ¿Por qué tenía que ser él quien pactase nuestros encuentros? Mi orgullo me impedía entender y mucho menos aceptar que alguien más tomase las decisiones por los dos. Tampoco quería ser quien tenga la palabra dominante, pero me conformaba con un convenio, con algo que ambos decidiéramos y que ambos acordásemos respetar. Pero no era así. Si lo buscaba una tarde en que el sol penetraba con fuerza los ventanales de mi casa y hacía brillar a los anaranjados azulejos de la sala de estar, jamás lo iba a encontrar. No había forma.

Aquellos días en que las nubes se abrían de par en par, dejando el cielo rebosante de celeste, en que no había mancha alguna sobre las cabezas de todos los miserables supervivientes, él era un enigma viviente, un fantasma, un espíritu que se hacía presente sólo en mis pensamientos. Sabía que él disfrutaba jugando a las escondidas y que aún más disfrutaba de mi desaprobación. Pero con el tiempo lo acepté.

Desde entonces no hacía otra cosa que esperar a los días de lluvia. Él cambió por completo mi percepción en cuanto a los días lluviosos. Hasta haberlo conocido para mí no eran más que agua cayendo del cielo, humedad por todos lados, goteras en la cocina, barro en las calles, charcos manchando mis pantalones, zapatillas sucias, gotas en mi rostro, pelo mojado, corridas en el jardín para entrar a los animales al garaje... una vez que me refugiaba entre mis cuatro paredes simplemente me acurrucaba frente a la ventana a contar a los osados pájaros que se atrevían a salir aún cuando aquello implicase exponerse a la tormenta.

Abrí bien los ojos cuando descubrí que era aquello lo que lo atraía, la soledad de las calles cuando la tormenta se hace notar. Recuerdo mi descubrimiento una tarde en que me hundía dentro de mí mismo, tragándome mi orgullo y rehusándome a verlo. Me oponía a ser instrumento de sus decisiones, a estar cuando él decidiese que yo esté, como un fiel servidor. Entonces me dediqué a pasar el día lluvioso de la misma manera en que solía hacerlo: solo, frente al ventanal.

Pero su imagen no salía de mi cabeza y daba vueltas y vueltas una y otra vez. Su sitio sobre ese cantero, intocable. Sus jeans sueltos. Sus zapatillas de rojo y blanco, mojadas. Y limpias. Su capucha y sus flequillos negros. Su rostro mirando a la calle. Su sonrisa melancólica. Todo en él era un enigma que no quería más que resolver. Él huía de lo obvio, huía de las calles transitadas, del ruido, de los autos, de los cócteles de conversaciones. A él le gustaba aparecer cuando llovía.

Me pregunté entonces si mi presencia habría de molestarle o no. Después de todo yo era una persona. Después de todo yo lo había conocido por casualidad.

Lo conocí un día en que precisamente yo quería huir de todo y de todos, y ¿Qué mejor momento y lugar que una calle cuando hay tormenta? cuando es así raramente alguien más comparta el espacio con uno, pues hay que estar loco para salir un día lluvioso a menos que sea necesario trasladarse de un sitio a otro.

Esa tarde coloqué mis manos frías dentro de mis bolsillos y levanté mi capucha. Y caminé, caminé y caminé. Los asfaltos eran míos. La tierra olía a tierra de verdad. Los árboles me salpicaban al pasar y el cielo me rugía con fuerza, reclamando su territorio. La libertad corría por mis venas. Caminaba dando saltos y cada tanto daba un giro sobre mí mismo. Nadie me veía, estábamos la calle y yo. Yo y la calle. Hasta que lo encontré. Y me miró. El resto es historia.

Lo cierto es que, después de mucho tiempo de conocerlo, no me había percatado de que nuestros encuentros sólo sucedían cuando llovía, en el mismo lugar, con la misma soledad. Aún así sus silencios plantaban en mí una duda tras otra y era yo quien tenía que construir sus propias respuestas. No había forma de entrar en su cabeza. Sólo su imagen fascinante de joven con miedo, escondiéndose del mundo y riendo perezosamente de mis chistes. Mas nunca supe si el compromiso y la cortesía eran lo que lo mantenían (o lo que me mantenían) Si yo no era más que un invasor que había llegado para obligarlo a compartir lo mismo que yo sentía.

La libertad.
La soledad.
La propiedad de absolutamente todo alrededor.

¡Pobre de él! Había encontrado el único momento en que podía estar solo consigo mismo y yo aparecía así como si nada a arrebatarle el regocijo. Entendí la razón de su aparición en los días de lluvia. Seguramente yo era igual para él. Seguramente yo también era el chico de la lluvia, sólo que un poco más hiperactivo y charlatán. No había tenido tiempo para mirarme en el espejo. Perdí tanto intentando descifrar sus enigmas que olvidé que debajo de mis pies un charco se formaba con la lluvia acumulándose en la grieta.

Me pregunté si estaría esperándome mientras los truenos rugían más y más. Me pregunté una vez más si yo era una molestia o si mi presencia le hacía latir el corazón con fuerza de la misma manera que a mí. Pero sus silencios no eran más que trampas para mí. Mi curiosidad extrema era enemiga de la incertidumbre, sí.

Cuando dejé de preguntarme y repreguntarme la tormenta ya estaba culminando. Las últimas gotas se hacían oír y la cortina infinita había dejado de maullar. Me apresuré.
Corrí y corrí, persiguiendo a las últimas nubes llorando. Los espejos en el suelo de a poco se acomodaban en una línea perfectamente lisa que reflejaba el cielo gris. Las aves bajaban cada vez en grupos mayores y algún que otro ser humano salía al jardín a quitar el agua de las veredas.

Conforme corría veía al mundo renacer otra vez y mi preocupación se acrecentaba más y más. Algunos niños salían a jugar a la calle. Se acrecentaba el número de autos circulando. Las voces de diferentes géneros y edades reemplazaban al sonido del agua cayendo sin cesar, que ahora eran pequeños ríos repartidos entre los huecos.

Llegué a la manzana donde él siempre estaba allí, inmóvil, sentado mirando a la calle ser golpeada una y otra vez por los pequeños chorros.

Había dos mujeres conversando en la esquina. Eso no podía ser bueno.
Corrí con más fuerza y llegué al cantero.

Era la primera vez que lo veía de pie. En realidad sólo veía sus espaldas. Él no sabía que yo estaba llegando. O quizás sí.

Se preparaba para irse, quién sabe a dónde. Donde se oculta cada vez que la tormenta termina.

Le hice notar mi presencia con jadeos cada vez más fuertes, mientras me sujeté las rodillas detrás de él y tomé bocanadas de aire, casi ahogándome.

Sobre nosotros el cielo comenzaba a abrirse.

Me dijo que me había estado esperando.

Me dijo que había comprendido mi sutileza.

Me dijo que había entendido que yo no le importaba.

No pude responder, estaba demasiado agitado intentando humedecer mi garganta para emitir una palabra.

No hubo tiempo.

Al fin había comprendido su miedo a la soledad. Tanto que lo llevaba a la soledad misma.

Al fin había entendido su miedo a relacionarse con otros humanos.

Al fin había conocido su recelo a herirse, que lo llevaba a ocultarse. A salir sólo cuando llovía.

Era aún más fuerte que el mío. Tan fuerte que él mismo había generado respuestas a sus preguntas sobre mí. No le hacía falta escucharme.

Me dijo, mientras desaparecía, que no volvería a aquel lugar los días de lluvia, que no lo busque.

Y jamás pude explicarle, que mi curiosidad nunca se llevó bien con la incertidumbre.






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lunes, 18 de abril de 2011

Pero la noche no llegaba






Pero la noche no llegaba
(por Emilio Nicolás)






"Una ondulación, dos ondulaciones, tres... cuatro ondulaciones. Ahora se quedó quieta"

El movimiento adormecedor de la cortina translúcida, medio grisácea, no estaba a nuestro ritmo; pero era lo que tenía en mente en aquel momento.

"Resortes rechinando una vez, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Me cansé de contar"

Mi mano estaba abierta y cada uno de los dedos se mantenía lo más separado posible del otro. La otra mano estaba igual. Eran dos garras que se sujetaban fuertemente de cada una de sus piernas, apenas velludas.

El ventilador emitía un ruido similar al de los resortes subiendo y bajando (como yo) y juntos formaban una melodía que las cortinas y yo bailábamos, aunque de manera diferente. En cuanto a él... no podía verlo. No tengo ojos en la nuca.

Una, dos, tres gotas de transpiración acariciaban mis espaldas con la misma delicadeza que empleaba la brisa de verano para hacer danzar a la cortina.

Entrecerraba los ojos mientras su vaivén me hipnotizaba y me debilitaba más y más. Hacía mi mayor esfuerzo para que el movimiento no se descarrile del ritmo que tan bien venía llevando, pero ya me estaba aburriendo. Mis garras eran el soporte que necesitaba para no desplomarme sobre el colchón como un muñeco. Él, mientras tanto, como si anticipase mi inminente caída, desprendió sus manos de mi cintura y me sujetó por debajo de los brazos. Aquellas estaban calientes, ardían en cada uno de mis pechos. Pero no había posibilidad de que se estuviese anticipando. Él no podía leer mi mente. Él no era como él... y perdón que sea redundante, ninguno de los dos merece ser nombrado. Uno por la importancia que merece, el otro por la importancia que debería merecer.

Suspiró jadeante, casi ahogado. Su aliento acarició mi espalda húmeda y sentí un leve escalofrío que me hizo arquear en dirección a la ventana. Me sujetó con más fuerza. Mi frente desprendía aún más gotas de sudor. Él continuó jadeando, pero no había forma de que yo le siguiese la melodía. Era un ente, un cuerpo que sólo sabía moverse hacia arriba y hacia abajo y producir más y más gotas de sudor mientras los ojos no se salían de aquellas ondulaciones.

"Ahí viene de nuevo la brisa. Cinco ondulaciones, seis, siete. Setenta y cinco resortes rechinando, setenta y seis, setenta y siete. Estoy cansado de contar. Estoy cansado de él. Él no es como él"

No ansiaba otra cosa que ver al cielo oscurecerse, mas a través de aquella bailarina no veía más que un anaranjado, medio rosa, algo fosforescente, ardiendo del otro lado de la habitación.

"Así estaba cuando lo conocí. Así estaban sus cabellos cuando lo conocí. Si él estuviese aquí, yo no estaría de espaldas, contemplando la cortina hablándome, ni buscando compañía en el ventilador de techo, que cuenta los segundos conmigo (aunque reconozco que se apresura demasiado)"

...

"Ocho ondulaciones. La cortina se detuvo de vuelta. Me pregunto por qué estoy acá. Me pregunto dónde está. Me pregunto si habrá terminado ya. Me pregunto por qué no deja de acariciarme. Me pregunto en qué momento se irá"

Su movimiento se violentó de pronto y comenzó a controlar con autoridad a mis propios movimientos. Presioné las uñas sobre sus duras piernas a modo de regaño, pero parecía gustarle aún más. Me arqueé hacia abajo. Algunas gotas de sudor corrieron rápido por el contorno de mi nariz y se suicidaron en el colchón azul. Largué un suspiro. Creo que fue la primera vez que oyó algún sonido proviniendo de mí. Eso lo incentivó. Se movió con más y más fuerza sujetándome una vez más por la cintura hasta que, con un último grito de agonía, culminó su lucha y progresivamente se fue deteniendo hasta quedar con los ojos fijos en el techo, pero estoy seguro de que no miraban hacia ningún sitio en realidad.

Me acomodé hacia adelante para dejar afuera cualquier otro tipo de contacto con su cuerpo y así me quedé, delante de él, sin volverme a verlo a los ojos.

"Ya no hay brisa, pero el cielo sigue anaranjado. Me pregunto si ya se irá. Me pregunto por qué sigue recostado sobre la cama. Espero que no se quede dormido"

Me preguntó si estaba bien.

Crucé mis piernas y bajé mi cabeza. Fijé mi mirada en mi miembro y me quedé contemplándolo, haciéndose cada vez más y más pequeño mientras la sangre volvía a su lugar. Era como ver a un globo pinchado achicándose, casi imperceptiblemente, a menos que uno detuviese la mirada en su cuerpo. Si desviaba mi atención y volvía a mirar seguro lo encontraría distinto. Ver el proceso era más llamativo. Estaba apoyado sobre mi talón y despacio se iba alejando de él, soltándolo, volviendo hacia atrás.

"Tengo tantas ganas de volver atrás"

Me volvió a preguntar si estaba bien.

Ya había vuelto a la normalidad. Pero aún no podía quitar mis ojos de él. Mis manos ahora sujetaban mis piernas. La cinta roja de mi muñeca izquierda, que nunca supe por qué la llevaba puesta, brillaba. Las puntas de mi flequillo estaban mojadas y desprendían algunas gotas aún. A él no le gustaba mi flequillo, pero no tenía poder sobre él. Mi flequillo me gustaba más que él.

Él, sin embargo, apenas recordaría mi corte de cabello. Con las luces apagadas no había mucho que ver. Insistió con la pregunta, como si realmente le interesase, mientras se dignaba a moverse y colocar sus pies en el suelo, sentándose en la cama y buscando con la mirada su ropa interior.

"Se va"

- Estoy bien - dije

- Ah... - contestó. Y a continuación se estaba vistiendo.

Él se habría quedado recostado (probablemente antes, me habría sujetado por la cintura y me habría arrastrado a su lado, obligándome a que durmiese con él, a sentir su respiración yendo y viniendo sobre mi hombro) Seguramente yo habría acariciado sus cabellos (salvo al costado, porque no tiene nada allí) y me habría quedado mirándolo, iluminado por el anaranjado (ya sea directamente o a través de los pequeños orificios de la persiana cerrada)

Luego lo sabría dormido y cerraría mis ojos.

Me pregunté dónde estaba él en aquel momento. Me pregunté dónde estaba yo.

Levanté la cara por fin y miré hacia la ventana. Otra gota cayó al colchón, pero esa no había nacido en mi frente.

Tomé aire pero no lo solté, como una piedra, que estaba quedándose atravesada y se detuvo en el pecho y pegué un salto fuera de la cama y me vestí.

En cuestión de minutos la soledad estaba de vuelta. Yo estaba sobre la cama, pensando en alguna otra manera de dejar que el tiempo corra y corra y corra.

Pero la noche no llegaba.







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