lunes, 13 de diciembre de 2010

Hide and seek





Hide and seek
(por Emilio Nicolás)



Como quien le toma la mano al vértigo y le da la espalda al tiempo, que en ese entonces era muy poco, me volteé mientras los pasos apresurados hacían ruido pisando con fuerza la calle de piedra. Primero sus zapatos algo polvorientos, asomando de su vestido de muñeca de porcelana color durazno, también algo sucio. De sus puños asomaban sus pequeñas manos, como las mías, que presionaban el muro con fuerza mientras ella hundía su cabeza entre sus brazos y cerraba los ojos presionándolos como si una especie de juez estuviese a su lado para calificar su honor en el juego. Ni bien pude contemplarla los demás pequeños cuerpos, como el mío, se escabullían por todas partes y desaparecían en menos de lo que un relámpago sorprende a las calles. Algunas risas desafiantes hicieron eco en los muros del pasillo estrecho y en poco ya sólo se oía su cuenta regresiva y mortal, condenándonos a todos. Corrí.

Las veredas estaban tan pesadas como el aire, me quemaban los pies aún con el calzado, que recuerdo, era nuevo. Todo estaba infestado de transeúntes, obstáculos de mi circuito cuya extensión ignoraba. De hecho todo ignoraba en aquel momento, simplemente corría. Al saberme ya lo suficientemente lejos del perímetro donde se había pactado el punto de inicio de la búsqueda me sentí seguro de poder reír con fuerza sin peligro alguno de ser encontrado. Reí, pero no dejé de correr, empujando damas y señoras con sus bolsas llenas de mercancías o esquivando correas que llevaban cualquier variedad de perros. Mis pasos eran cada vez más presurosos, como si el suelo quemase tanto que dolía cada milisegundo en que estuviese pisándolo. Estaba volando, con los puños cerrados y el sudor bajando desde mi frente, humedeciendo mi flequillo, hasta bajar a mi cintura y producirme escalofríos.

No había punto final, no había límite. Volaba, esquivándolos a todos y a cada uno. En algún sitio muy lejano estarían buscándome, quizás detrás de un árbol, o en algún contenedor, de esos grandes donde colocan los desperdicios de una manzana entera. No se me ocurrían otros sitios donde podría estar escondido. Mi imaginación estaba tan limitada, tan fatigada, que no tuve mejor idea que hacer del mundo mi escondite y correr, correr riéndome de mí, riéndome de ellos. Dejándolos atrás, en su juego.




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sábado, 4 de diciembre de 2010

Los extranjeros




Los extranjeros
(por Emilio Nicolás)





- No es que ninguno de los dos esté contra el mundo - Le dije.
- El aire está más ligero aquí... - Respondió sin dejar de mirar hacia abajo.

Suspiré.

Me senté sobre el borde sin dejar de mirar al frente. La cúpula de aquel edificio siempre me había llamado la atención. Recordé aquellas épocas húmedas y de calor extremo cuando entonces la suerte no estaba de mi lado. Recorrer aquellas calles bajo el pisotón ardiente del sol amarillo parecía ser un círculo del que jamás podría liberarme y mi único respiro aparecía cuando me acercaba a la estación del subterráneo y entonces levantaba mi fatigaba cabeza y contemplaba aquella corona donde dos ángeles cuyos rostros mefistofélicos y algo nihilistas no expresaban más que la indiferencia pura hecha ojos, hecha labios, hecha perfiles mientras apenas tocaban las puntas de sus dedos como si en su afán de presentar al universo la soberanía indiscutible dibujada en sus ojos no fuesen capaces de ocultar su debilidad al reflejar sus miradas en la de otro similar.

- Ni los ángeles, ni los demonios, nacieron para vivir en soledad - Solté de mis labios sin siquiera pensar en mis palabras mientras no quitaba mi vista de aquellos seres, siempre quietos, siempre presentes.
- No soy un ángel, ni un demonio... - contestó dirigiendo su mirada a mí. No fui capaz de mirarlo.

Sentí que en su mirada había cierta preocupación por mi ubicación. O quizás eso fue lo que quise pensar. Me gustaba la idea de saberlo preocupado por mi integridad. Presioné mis uñas contra mis rodillas mientras las sujetaba entrecruzando los brazos y pensé para mis adentros que no había forma de que yo cayese en el juego en que a todos hace caer. Esa máscara de abulia hacia todo lo que lo rodea no podía mentirme. Comencé a preguntarme si era realmente así, si yo era capaz de leerlo más allá de aquella superficie negra que muestra al mundo o si sólo era una ilusión para sentirme diferente y único al resto de su universo. Volví a suspirar. No quise responder más. Me agobiaba él. Me agobiaba entero.

- ... sin embargo estoy aquí ahora - continuó.

Y tenía razón. Acababa de responder a mis inquietudes. Como si una vez más supiese leer en mis silencios a cada uno de mis miedos y preocupaciones. Él me dolía, porque había abandonado todo lo que me era propio para proponerme quedarme a su lado y luchar contra el mundo juntos y no había retroalimentación que me llenase. Una vez más me había confundido de término. En mis propios pensamientos cometí el error. Moví mis labios:

- No es que ninguno de los dos esté contra el mundo ¿Verdad?
- ¿A qué te refieres?
- A veces me confundo - Me paré sobre el borde y miré hacia abajo - Ambos caminamos por entre la gente pero nos sentimos diferentes, como si no hubiésemos nacido para ser parte de ellos, ¿No es así?
- Pero lo somos. No estás en ninguna novela - Respondió sin mirarme.

Cada vez me dolía más. No podía hacerle entender el sacrificio que había cometido, que jamás tomé como tal. No me había costado hacer a un lado, por lo menos aquella tarde, a todo lo que me era propio para quedarme en silencio, así, lejos de casa y lejos de todo, al lado suyo. Desde el primer momento en que mi mirada se cruzó con la suya jamás pude volver a dormir dignamente. Fue como si un espejo reflejando al sol de pronto se hubiese situado en mis pupilas. Necesitaba saber si gozaba de mi compañía como yo con la suya. Pero había algo que nos diferenciaba a ambos.

- Recuerdo la antipatía en tu rostro cuando te conocí... - me dijo de pronto.

Lo miré extrañado.

- ...jamás pensé que resultaras un mártir sensible y caprichoso - continuó.

Lo miré frunciendo el ceño. Sonrió exhalando un leve suspiro por sus fosas nasales. Algo soberbio.

- No es nada malo, al contrario - dijo moviéndose un poco y por fin mostrando algo de vida en su pálido cuerpo.

El viento parecía más fuerte donde estábamos. Pero discreto a la vez. Helaba pero no soplaba intensamente sobre nosotros. Como si de manera minuciosa estuviese actuando sobre nuestros cuerpos para helarlos hasta dejarlos duros.

- ¿Me hubieses preferido así? - le dije con miedo, con los labios temblando. Me escandalizaba la idea de perderlo. Tenía miedo de saberme en un juego de estrategias en el que debía cuidar cada una de mis palabras si quería mantenerlo junto a mí. No era justo.

- Estoy a esta hora, en este día, en este lugar, y no estoy solo - me respondió. Pero sin mirarme.

Tan distante. Tan antipático también. Eso era lo que nos diferenciaba. Yo supe mostrar mi rostro detrás del miedo. Él no sabía liberarse de los suyos. Lo aterraba tanto la idea de sentir que ni con el más paciente de los niños era capaz de abrir sus puertas de una vez. Suspiré una vez más.

- ¿Recuerdas esa tarde ventosa, cuando pasamos por ese camino asfaltado a cuyos costados se extendían dos hileras de cerezos?
- Como si fuese ayer.
- Aquella lluvia, distinta... No estábamos en ninguna novela idílica - Sonreí. Me gustaba contradecirlo. Él sabía que no era con malas intenciones. Era mi forma de acariciarlo sin que se sienta incómodo.
- No, no lo estábamos - Dijo sonriendo.
- Entonces ninguno de los dos está contra el mundo, ¿Cierto?
- Me gusta mucho el mundo.
- Entonces son ellos, ¿No es así?
- La mayor parte...
- ¿Qué quieres hacer?
- Huir no tendría sentido.
Abajo todo parecía una cinta en movimiento que terminaba y volvía a comenzar. Nada variaba, nada rompía con ese movimiento constante y aletargante que se repetía una y otra vez. Arriba estábamos bien. Él y yo. En silencio. Abrazarlo hubiese sido letal. Hubiese sido demostrarle que no estoy a su nivel de insensibilidad. Demostrarle que temo a la humanidad, lejos de serme indiferente, y que su compañía me es necesaria. Permanecí quieto. Miré sus ojos celestes, casi grises. Una vez más me volví a resistir a la posibilidad de que se haya convertido en un jóven de piedra. Su mirada parecía vacía pero no lo era. Parecía.

Nuestra forma de aceptarnos como humanos era completamente distinta. Pero ¿qué más daba? Él estaba ahí, en ese momento, en ese lugar. Y yo estaba ahí, en ese mismo momento, en ese mismo lugar.





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miércoles, 1 de diciembre de 2010

¡Qué bueno que no me excitas tanto!



¡Qué bueno que no me excitas tanto!
(por Emilio Nicolás)



Qué bueno que no me excitas (tanto)
¿Por qué me miras así? Estás sentado sobre el extremo de la cama, con tu delicada y larga espalda pálida arqueada iluminándose con la luz de la noche y las manos juntas en medio de tus rodillas. Suspiras mientras tu mechón ya algo crecido intenta tomar vuelo por sobre tus ojos y vuelve a bajar cuando el aliento se va. Te ves algo frustrado y quizás temas a que nos alejemos pero créeme, que considero una suerte que no me excites (tanto)

De tanto en tanto se me da por pensar que nací sólo para fornicar. Si supieses cuántos cuerpos se han convertido en mi posesión durante escasos minutos que golpearon la puerta y salieron corriendo como niños jugando a la hora de la siesta. Mi sed insaciable y descontrolada me llevó por malos caminos que nunca tuve problema alguno en recorrer. Ante la furtiva mirada de los escandalosos me vi en medio y ahora te escucho quejarte cuando alguien te dice algo por tu forma de vestir. Si tan sólo te hubieses metido en mi piel condenada.

Una especie de sucubo, o de incubo o lo que sea, ¿existe eso? De haber existido alguno o no, al menos se le ha puesto nombre a esa hambruna infatigable de entrelazar el cuerpo de uno con otro y hacerlo transpirar hasta la última gota. Después de un par de suspiros para recobrar el aliento el deseo se duerme al menos unos instantes y ya no quieres saber noticia alguna de aquel mortal que acaba de cumplir con su papel de esclavo, de alimento, de goce de tu satisfacción egoísta y despiadada.

Contigo podría pasar horas conversando en la oscuridad, o en silencio, tal vez. Desnudos los dos, inmersos en la negrura respirando a la vez. La bestia jamás notó tu pacífica y sensible presencia de niño que sólo necesita afecto. Y tienes toda mi atención y mi espíritu. Te noto frustrado, sentado en el extremo de la cama y te abrazo. Tienes el atrevimiento de considerarlo una desgracia para ambos. ¡Qué bueno que no me excitas tanto!




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