jueves, 26 de noviembre de 2009

El segundo fantasma

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El segundo fantasma
(por Emilio Nicolás)



Dicen que los secretos que él alguna vez escondió y sólo reveló a mí, en algún momento saldrán a la luz y se mezclarán con los brillos del sol atardeciendo sobre el mural donde lo vieron por última vez, reluciendo sus perlas blancas, como siempre, a quien sea que lo salude al pasar.

Por momentos intenté buscar una forma de acurrucarlo en mis brazos y decirle que no había nada que temer, pero estrechaba mis brazos al cielo y me parecían tan cortos. Luego iba al teléfono y no estaba su voz del otro lado. Pero bastaban breves momentos en los que olvidaba su presencia para que apareciese como un fantasma, como el segundo fantasma que alguna vez apareció cruzando las paredes de mi castillo.

Nunca quise decirle que no confío en ellos, el primero que conocí sólo consiguió dejarme varias noches sin dormir. Sin embargo él era aún más suave que el anterior. Jamás me pidió más que un poco de contención y de risas, sobretodo risas, el otro venía a llorar conmigo y a hacerme llorar.

Tal vez lo único que tenía de malo es que todo quedaba entre nosotros. A veces las doncellas tocaban la puerta para pasar a saludar y cuando las dejaba entrar él ya no estaba más. Durante un tiempo pensé que era tímido... o que le daban vergüenza esas bellas damas que siempre recorrían mi castillo entre risas y dientes blancos, como los suyos. Pero no fue hasta una tarde en la que salí desolado a caminar por la cordillera cuando lo vi rodeado de jovencitas que lo adulaban al pasar y él contestaba de la misma forma. Tengo que reconocer que no me provocó la más grata sensación, pero ¿qué podía hacer? es un fantasma dueño de sí mismo y de hacer lo que quiera con él y su alrededor. Lo que me molestaba era que, por las noches, cuando casi todas descansaban y yo aún estaba despierto, (porque vivo de noche y descanso la mayor parte de la jornada del sol) sin avisar, sin golpear, asomaba su cabeza por la pared y preguntaba por mí. Me decía que había estado llamándome y que no encontraba mi presencia así que salía a buscarme. Dentro de mí no quería otra cosa que preguntarle por qué me iba a buscar, qué veía en mí que lo hacía levantarse a medianoche y arrastrarse hasta donde estaba, como un imán, pero sabía que una pregunta así lo asustaría y lo alejaría de mí. Me gustaba su compañía pese al misterio, pese a los silencios, pese al miedo que pululaba a su alrededor.

Aún así, aún con una mueca de inseguridad en mis ojos, no podía dejar de deslumbrarme con los suyos tan brillosos como sus perlas mientras se sentaba como indio en la punta de mi cama y me obligaba a hacerlo reír. Digo obligaba porque, con hablarme me provocaba gracia, y con causarme gracia a mí, causaba gracia en él. Era una cadena interminable de regocijo y afabilidad. Me pregunté si con las otras doncellas pasaba lo mismo. Me pregunté si yo era el único, si era especial, si era distinto. También me pregunté por qué salía a buscarme todas las noches, una vez más, pero dejé que las preguntas mueran en mi garganta y me limité a reír y a hacerlo reír.

Solíamos jugar a inventar personajes, tal como lo hacía con el anterior fantasma. ¿Por qué les gusta tanto el drama a estos errantes? ¿Será que perdieron su esencia y juegan a tener una? ¿y por qué siempre me invitan a mí? ¿Será por mi desbordante imaginación y mi talento para contar cuentos cuando nadie quiere dormir? Con el primer fantasma éramos un amante agonizando y otro en el lecho, acompañándolo hasta que la muerte los vuelva a unir, atado a un mausoleo desde el cuál tan sólo podía ver el sol al amanecer pintando el cementerio; pero con el segundo era distinto, completamente distinto, la obra era una comedia que nos costaba interpretar porque ambos reíamos al unísono mientras intentábamos leer las líneas que improvisábamos. Las leíamos en el aire al mismo tiempo que surgían de nuestras creativas mentes. Eran incontables las veces que nos encontrábamos extasiados, ebrios de risas entre ironías y picardías entre almohadas y una luna amarilla y gigante asomando por la ventana.

- Guarda silencio, ríe en voz baja - me decía aún sin dejar de reír
- Imposible, no puedo más - le respondía yo mientras me tapaba la cara con la amohada.

Entonces por un momento la obra desvariaba por completo. Pasábamos de lacayos y servidores a amos azotadores y zombies enfrentándose a sirvientas (las cuales se defendían con porras de trapeadores) ¿Por qué? No sé, pero era muy divertido y cuando él se marchaba atravesándo las paredes me dejaba una sonrisa y también dejaba sus secretos esparcidos por el suelo, como millones de gotas infinitas perfumando mi lecho y haciéndome dormir con plenitud y tranquilidad. ¡Era un sueño tan ligero!

Al otro día sentía que había dormido siglos y que podía vivir siglos más, pero él no estaba, y de sus secretos no quedaba rastro alguno, todos evaporados con el rocío de la mañana. Por eso otros fantasmas de otros castillos que he visitado han visto la amargura en mí en aquellas reuniones a las que estoy obligado a ir. Recuerdo que una vez nos sentamos en una larga mesa mientras la Condesa Jezebel nos presentaba a sus hijos. Eran tres y el tercero tenía mi edad. Era bastante guapo y apenas lo vi entrar supe que pertenecía a la misma clase que la mía, si saben a lo que me refiero. Por un momento casi olvido mis problemas nocturnos, sobretodo cuando el joven se dispuso a hablarme, pero fue hasta que penetraron desde lo alto del techo tres fantasmas iracundos burlándose de nosotros y gimiendo en un vano intento de asustarnos como si viviésemos en Canterville. Así como llegaron se fueron, cruzando a la otra habitación, y abandoné los ojos de zafiro del hijo de la Condesa y de un portazo fui en su búsqueda. Ellos inmediatamente leyeron mis pensamientos y se limitaron a decir que sus secretos no podían vivir por siempre en mi cuarto, y que en algún momento se fundirían con las particulas de luz del atardecer, justo en el momento en que tocan e iluminan ese muro donde siempre lo veo pasar. Pedí perdón por mi ingenuidad y mi ignorancia en el tema y me atreví a preguntarles si él era un fantasma. Sabían a quién me refería, rieron estrepitosamente y contestaron que no, que sólo era un joven muy especial, y que de tan especial que era mis ojos lo hacían ver como se ve a un espíritu. Mi idilio persistente le daba una calidad de fantasma que pocos cuerdos podrían darle.

Me ruboricé, no por sentirme ya perdido en las pesadas y oscuras cadenas del amor, sino por mi falta de coherencia... ¿Estaba ya perdiendo la razón? Como sea, mi mente no hacía otra cosa que reproducir sus ojos en los ojos de todos, y su sonrisa hasta en el arrugado rostro de la sirvienta más vieja y con menos dientes. Era incurable, inconcebible y pecaminoso, pero ¿Qué podía hacer? Como dije, las cadenas son oscuras, gruesas, pesadas y fantásticas.

Entonces corrí feliz entre las plantaciones de girasol de la Condesa y por un momento me perdí entre ellos. El amo de llaves me buscaba desesperado pero sabía en el fondo que yo no quería ser encontrado. Estaba bajo los efectos de su droga insostenible, estaba dando vueltas, escalando girasoles que se abrían y cerraban con mis risas. El tercer hijo de la Condesa apareció de entre ellos y con aire de victoria, se avalanzó sobre mí en un acto de supuesto amor pasional y secreto mutuo entre dos jóvenes que tienen que dar una imagen moralmente ejemplar y deben conformarse con revolcarse entre flores altas que oculten sus verdaderas pasiones antes de salir de cacería por la mañana junto a los demás hombres. Lamentablemente su propio idilio terminó ahí cuando de un empujón lo devolví al barro del que estaba hecho. Y volví a mi estado de trance del que nadie podía sacarme ya.

En la familia este suceso significaba la última gota del vaso que venían llenando con sospechas e ideas que en cualquier familia de los de mi clase puedan surgir. Pero increíblemente no les importaba. Pensé que me esperarían meses de encierro en alguna escuela correccional o algo por el estilo. Pero se limitaron a pedirme que sea cauteloso con mis actos, sobretodo en las reuniones con gente de la alta sociedad. Quédense tranquilos, pensé, estoy enamorado de un fantasma que no es fantasma y que también tiene que mentir, aunque ya es grave... porque se miente a él mismo. En fin... pobre el hijo de la Condesa, nunca más fue visto por esos lados. ¿Lo habrán convertido? ¡Eso es imposible!

Busqué su sonrisa en el viento esa misma noche de verano. Las doncellas molestas aún daban vueltas haciéndose ver por todos los hombres del reino, quienes no se privaban de entregarles las más osadas palabras al pasar. Entre ellos estaba él, el segundo "fantasma", entre amigos, riendo y mostrando su hombría a más no poder. Me asomé por la puerta y dejé a mi murciélago dar una vuelta por los jardines. En mi mente estaba lanzándole una mirada efusiva y amenazante, pero en mi rostro se dibujaba simplemente indiferencia, la nada. Imaginé un cielo poblado de nubarrones negros mezclándose entre sí y fundiéndose con el viento arremolinado. Volví a entrar. Enseguida entró él, no sé cómo lo hizo, puesto que no es un fantasma después de todo, pero lo hizo.



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