miércoles, 16 de mayo de 2012

Te encontré





Te encontré
(por Emilio Nicolás)



Salí a buscar a un Dios, y entonces no supe por dónde empezar. Me encontré en aquel momento sobre la mitad de un camino bifurcado, con la mochila repleta de provisiones y los ojos inundados de ansias de capturar a los majestuosos cuerpos de los gigantes que, en esos tiempos, eran el único objetivo en mi vista. Eran la salvación a mi condición de humano frágil, de viajante perdido. 
No supe si dirigirme a mi diestra, o si comenzar por mi siniestra. Y cual runas de la naturaleza, dejé que un par de rocas decidieran mi destino. Aquellas decían que la siniestra era la respuesta.
Los árboles, a medida que avanzaba, apuntaban cada vez más y más adentro. Comenzaban distanciados unos de otros, ubicados paralelamente, como escoltando el camino de tierra suave sobre el que avanzaba. Pero mientras más cerca me encontraba de cual yo creía era el centro del planeta, más iban cerrándose, obligándome a apretar mi paso, a hacerme chiquito, a encogerme y caminar en cuclillas conforme más y más pasos hacía. La tierra suave, de pronto, era un montón de rocas puntiagudas que dañaban mi calzado y las ramas de los árboles desgarraban mi mochila, despedazándola y dejando atrás cualquier suministro que pudiera aliviar mi recorrido.
No había dios que pudiera cruzarse en mi camino, ni aún siquiera había dios que me esperase al final del mismo. Pero  no estuve solo durante todo el viaje, no. 
Entonces aquellos encuentros resultaban tan banales a mi objetivo, que temo que mi memoria haya borrado cualquier recuerdo de los mismos. Pero quisiera destacar eso, no estuve solo. Intento atrapar cada memoria, pero me es casi imposible. Habré encontrado cuatro o cinco humanos, tan perdidos y tan imperfectos como yo. Algunos intentaban engañarme, otros lo consiguieron. Quizás otros no atrapaban mi atención, por proyectar sus miserias tan alevosamente, que entonces provocaban en mí deseos de engañarlos para obtener algún que otro beneficio a mi lamentoso estado después de tanto caminar. Mas no lo hice y preferí dejarlos morar en paz. O quizás en el caos.
Es todo lo que puedo decir de aquel sendero, temí haber escogido mal, y miré al pequeño pedazo de cielo que se divisaba entre las tantas ramas que cubrían ya todo sobre mi cabeza y todo cuanto era camino, que entonces ya parecía una madriguera, que se hundía más y más al centro de la tierra. 
Pero mi espíritu optimista me impedía darme por vencido, y entonces avancé como pude hacia el final. Solo para encontrar nada. Un mero pedestal en el centro de una cueva y sombras sin cuerpos pasando de un costado a otro entre los muros de la misma. El único sonido eran los ecos de mis llamados y la única luz era la de la luna, que asomaba por un pequeño orificio sobre la cubierta de la cueva.

Cuando hube vuelto al punto de partida miré el camino que se encontraba a mi diestra, ya cansado, sucio y con las piernas temblando y tuve la impresión de que sería exactamente igual. A mis costados, los demonios reían a carcajadas y bailaban sobre las gruesas ramas de las que colgaban. 
Las enredaderas de aquel camino, que entonces no había pisado, parecían invitarme mientras bailaban ondulantes y abrían camino despacio, hipnotizadoras. 
No tenía nada que perder, y me metí.
Bien como predije entonces, el camino había sido precisamente igual, no eran más que ramas y troncos que cada vez se cerraban más y más, impidiéndome avanzar. No obstante en lugar de seguir pisando tierra se me dio por escalarlas y manotear entre ellas, y entre sus espinas, como si fueran olas de las que estuviera intentando escapar en busca de bocanadas de aire que aliviaran un poco mi estrujamiento y mi desangrar. 
Cuando hube llegado a la cima de aquella montaña de brazos verdes que no cesaban de ondear, allí estaba sobre otro pedestal, esta vez hecho de raíces, el ser humano más imperfecto que pudiera encontrar. Era bellísimo, pero triste. Era cálido y tierno, pero oscuro y desanimado. Me pregunté, entonces, si no se trataba de un burlón espejo, otra de tantas trampas para hacerme regresar. Pero no lo era. Me acerqué lo suficiente para contemplar su belleza estremecedora, y di cuenta de su estado y del mío. Di cuenta de la salvación, de la reciprocidad y del verdadero camino por el que debía andar. Y caí enamorado. 
Los diablillos habían atravesado el camino a las corridas, solo para bailotear alrededor mío y decirme entre cantos, que no valía la pena buscar la salvación en un ser tan miserable como yo, que entonces, más adelante, me esperaba un camino de ladrillos flotantes en cuyo final estarían aquellos dioses, de brazos acogedores, que darían fin a mi incesante malestar sin necesidad de esfuerzo de mi parte. Traté de imaginar a esos gigantes, pero no había cosa más en mi mente que aquel joven de ojos tristes, y corazón frágil y entendí que ahí, en ese mismo sitio, me habría de quedar.





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jueves, 10 de mayo de 2012

Las palabras







Las palabras
(por Emilio Nicolás)



Antes las cosas eran distintas. Bueno, más bien antes las letras eran distintas, al menos para mí. Antes aquellas eran simplemente eso, palabras. Las tierras donde ahora abunda la ficción apenas abarcaban una fina línea corriendo por alguna que otra vena a lo largo de todo mi cuerpo, la misma línea que hoy encuentro ramificada y extendida hasta el recoveco más recóndito. Hoy mis palabras son poesía. 

Hace algunos años para mí eran más figuras que sonidos. Antes, al menos para mí, las palabras eran mudas, pero fuertes como el rugido de una bestia. Antes era yo, yo en el medio de todo y de todos, clamando atención con líneas que se hacían curvas, que se hacían bucles, que se hacían letras, que se hacían palabras. Sí, antes era yo clamando atención, como estoy captando la tuya ahora, aquella atención que tanto necesito de tu parte ahora. Y antes las palabras ahí estaban, liberando a los presos dentro mío que, quién sabe por qué, el miedo tenía reclusos en mi propio corazón, en mi propio centro.

Tal vez era el ridículo que me acechaba espiando por las ventanas en cada oportunidad en que mi boca estaba por abrirse, quizás era el pavor de terminar con la casa limpia y ordenada, pero a oscuras y sin visitante alguno frente a la entrada. O quizás era todo eso junto. Suspiro cuando recuerdo, que antes las palabras para mí eran mi único consuelo, mi llave al desahogo. Antes…

Y ahora preguntarás qué son para mí. Ahora. Tampoco puedo explicarlo con exactitud. Cuando pienso en las palabras y cuando las invento las siento bailar conmigo al ritmo que mi corazón propone. En cada ritual aparece un baile distinto, completamente diferente del anterior y de todos los que seguirán, y me balanceo con las palabras y ellas se balancean conmigo. Pero no son más que el baile de una melodía (cualquier melodía) que ya no temo entonar. El sonido del grito que, cuando niño, callaba. No, no creo que esa misma clase de miedo circunde ahora por mis ventanas. Mi casa está repleta de sueños y de rostros y la música no deja de sonar. 

No, las palabras ya no son mi único consuelo. Las palabras ahora podés escucharlas, llevadas por el viento, si pasas cerca de mí,  o si por alguna de aquellas casualidades mi casa se cruza en tu camino y por las ventanas podés verlas saltando hacia todas direcciones.

Pero heme aquí, como un tonto, recordando a las palabras como alguna vez mis ojos de niño las contemplaron, y despertando sigilosamente del letargo a aquella sensación, emoción que me está abrazando ahora por detrás de los hombros, otra vez, mientras escribo cubierto de frazadas. 

¿Qué es esta nostalgia que de pronto golpea la puerta de mi silencioso cuarto esta noche? Me pregunto si es una casualidad, o si acaso al asomarme por los cristales encontraré de vuelta al antaño espectro de aquel miedo, aquella sombra alargada extendiendo sus finos dedos que intentan tocar mi rostro. Sonrío al pensar que existe un alto nivel de probabilidades de que suceda, porque puede ser que el atormentado niño del pasado que alguna vez fui, aquel que temía tanto a expresar sus sentimientos, esté volviendo esta noche, de visita.

De ser así, lo recibiré tomándolo por los brazos y devolviéndole la atención que alguna vez esperó por tanto tiempo sin obtener resultado. Ahora no hay de qué temer. La vida es un suceso de episodios que se explican por sí mismos, mientras uno mantenga sus convicciones y su honor intactos. 

En efecto, el pequeño de vuelta reclamaba su espacio para evitarme extrañarlo. Maldije a la lluvia. Pero sonreí y lo sostuve por las manos, mientras atravesaba la puerta, con ojos dormidos y ropas largas. Suavemente le dije que volviera por donde había venido, que ya no había espacio para él en este cuarto. Me dijo “Tengo miedo, y tú sabes de qué estoy hablando”

Sus ojos se entrelazaron con los míos apenas hicieron contacto. Estaban igual de brillosos, quizás eran de distinto tamaño. Pero no había diferencia o cambio alguno entre los suyos y los míos. Éramos la misma persona, en dos cuerpos independientes, enfrentados. 

“Claro que sé a qué temes” le contesté “Hace tanto que no recordaba qué era temer a estar equivocado” 

En lugar de sonreír agachó la mirada, un poco consternado.

Le pregunté cuál había sido nuestro sueño, desde que ambos habíamos pisado por primera vez la adolescencia, qué era eso por lo que tanto habíamos luchado. Solo para animar su titubeante espíritu, que quizás era su esencia entera. El pequeño levantó la mirada y en ambos se reflejó la figura de aquel que ambos sabíamos, iba a aparecer. En mis ojos él pudo contemplar el futuro, en los míos estaba él, como la profecía que necesitaba antes de volver a la cama.

Sonreímos a la vez. 

Ahí estaba él, que venía una vez más del pasado, y que tendría (o más bien tendrá, si realmente existe) que recorrer todo lo que una vez recorrí. Que sabía a la perfección que sufriría una y mil veces, y que perdería las fuerzas en más de una ocasión. Pero me tenía a mí en frente suyo, la prueba de que todo, a tiempo, habrá terminado. 

Su mueca esbozó una sonrisa más definida y yo reí. 

“No temas” volví a decirle, “Estarás bien como yo lo estoy ahora que lo que siempre buscamos ya he encontrado. Disfruta, disfruta de todo a tu alrededor y de cada uno de tus amigos, que en soledad no habrás de estar nunca. Y cuando lo encuentres, el mismo día que yo lo he encontrado, en aquella plaza, sentado, y luego de pie cuando te vea llegando, comprende que de ahí en más, solo aquellos que realmente conocen tu sueño y tu lucha comprenderán que tu felicidad será la de ellos, y no te celarán, y no se habrán alejado para un día como el de hoy”

Sus ojos se abrieron, redondos. 

“No llores, porque a tus amistades, como yo lo he sido, siempre has sido el más sensible, el más atento, el más confiado. Y así como yo lo hice, harás todo lo posible por no perderlos, hasta que ellos, si no se consumen, escépticos por sus fracasos, decidan si mantenerte o no a su lado”

“¿Cuánto de cierto hay y cuán estarás equivocado?” respondió con sus pupilas flameando.

“Sabes que desconozco la respuesta. Hoy somos diferentes, aunque nuestras huellas digitales indiquen al mismo humano. Hoy tú usas las palabras para mostrarte como eres, como un pequeño sin esperanzas, que se aferra a su entorno como pretexto para seguir intentando. Y yo, yo soy un adormecido enamorado cuyas palabras hacen uno y otro canto”



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