domingo, 3 de mayo de 2015

La ciudad dormida


La ciudad dormida
(por Emilio Nicolás)




Las mañanas en aquella parte de la gran ciudad son mucho más desoladas, por suerte. Algunos dicen que es otra ciudad, o una ciudadela, independiente de la principal, mucho más añejada que la anterior. Pero eso no es cierto, es como un tercer brazo olvidado de la misma. Un tercer brazo sin vida, sin movimiento, ahí, colgando en la parte de atrás.

En la esquina de la última manzana antes de que las vías del tren corten el panorama en dos, allí cercado por altos alambrados está el gigantesco edificio dormilón de departamentos que también roncan a las siete de la mañana. Pero doña Patricia baja igual, casi rengueando, casi bailando sin querer bailar, escalón por escalón. No está vestida como para salir, solo se dirige a la panadería a comprar un par de flautas para compartir con el viejo quejoso de su marido, que todavía no despierta. Para ella es normal, a las siete de la mañana ese hombre está muerto y no va a revivir hasta que huela el olor de la manteca derritiéndose sobre el pan tostado.

En la entrada principal, como siempre, no hay nadie, salvo el chico de la capucha, como lo llama ella, aunque le es inusual verlo a esa hora, generalmente lo ve por las tardes. Como siempre, el chico estaba fumando en la vereda, sentado, como si se dirigiera a ese sector, con su mochila a cuestas y aún a pesar del frío de las tempranas horas, solo para sentarse y exhalar casi con sumo placer las bocanadas de humo que Patricia mira con rencor mientras piensa: siempre que lo veo está fumando, se va a morir joven, es una lástima. 

Patricia lo saluda, no porque lo conociera o porque haya intercambiado con él alguna que otra palabra, de hecho nunca hablaron, pero la costumbre de cruzar miradas hizo que sea posible que ambos puedan saludarse naturalmente sin sentirse incomodados el uno con el otro. Él le responde con una sonrisa, después de largar otra nube grisácea. Ella por fin se anima a dar a conocer su voz y le pregunta por qué hoy aparece temprano. Él no responde, solo ríe, como si de una picardía se tratase una respuesta incapaz de ser reproducida en el medio de una calle desolada a un completo extraño
.
Ella ríe también, pero en el fondo de sus pensamientos lo maldice por dejarla con la curiosidad picándola con estridentes sobre la cara. Piensa: que se vaya a cagar. 

Sigue su camino a la panadería, aún con el camisón de paño y las alpargatas. No le importa nada.

No hay sonidos, casi, en una gélida mañana como esta. Ella entra, aún casi bailando, casi rengueando, con la cara cansada, como si no hubiese dormido nada, como si la fatiga la hubiera invadido después de caminar una cuadra. Pide "lo de siempre" y se agarra el estómago, que empieza a retorcérsele de hambre cuando su nariz percibe el olfato de todo tipo de panes calentitos, recién salidos del horno de la panadería. Balbucea para entretenerse. Un pan entra a la bolsa, ahora otro, ella se impacienta, le suena el celular.
 

El viejo acababa de despertarse y como ahora suele olvidar con más frecuencia lo que acabó de hacer dos minutos antes del borrón de memoria ahora la llama para putearla porque, según su imaginación, lo dejó para siempre. Ella le dice que no sea pelotudo, que está comprando pan y que en cinco minutos va a volver a la habitación, que siga durmiendo.

El viejo le dice que cinco minutos es mucho, pero al instante se queda dormido sin haber cortado el teléfono. Ella regaña entre dientes, ya no sabe ver la ternura en él. Ya la vio tantas veces.

Patricia emprende la fatídica marcha de los cinco minutos entre el edificio y la panadería, arrastra las alpargatas humedecidas al vapor del rocío evaporándose bien gélido sobre la vereda y aprieta tanto el puño para sostener la bolsa con las flautitas que cualquiera diría que esa bolsa es su propia vida, recién salida del horno y oliendo rico.

Quizás Patricia se aferra a esto porque ya no tiene más nada, quizás en su cara se vea el cansancio de tantos años,  quizás la maneja la inercia en una larga fila para lo inevitable o quizás solo se trata de una helada mañana en una casi abandonada ciudad (o parte olvidada de una misma) que hace que uno tome esa actitud casi muerta. Quizás es el invierno, sí ¿quién la manda a Patricia a levantarse tan temprano para comprar unas miserables flautas de pan? Patricia arranca el día cansada, ya quiere que sean las ocho de la noche para volver a dormir, y planea no hacer mucho en todo el que promete ser un aburridísimo día hasta que Patricia lo ve.

¿Y quién lo mandó a despertarse tan temprano? Sea el amor de décadas, desgastado, o el floreciente amor de unos pocos días en contraste con la escarcha de la mañana que quema los pétalos y los convierte en cenizas. Él tenía un novio que, al igual que él, moría por verlo un segundo más, o dos, o tres. Moría por verlo. Y él también.

¿Qué vas a hacer a la mañana? Dale, si dormís hasta tarde. Venite más temprano, así aprovechamos el día. Yo te espero, nos vamos a algún lugar por la capital. Dale, no seas malo. Quiero verte.

Patricia volvió a dejar el celular donde estaba, arrojado en el suelo después de haber sido arrastrado por el impulso. No le correspondía leer más. En la otra punta estaban los inocentes cigarrillos y lejos, el asesino, marchándose desenterado. 

La ciudad, que parecía muerta, ahora cobraba vida y decenas de personitas aparecían de la nada, arrastrándose desde diferentes puntos para dirigirse todas a las vías del tren y concentrarse, todas balbuceando alrededor del chico de la capucha, que ahora sí iba a dormir hasta tarde.