domingo, 22 de noviembre de 2009

Contrato de amor

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Contrato de amor
(por Emilio Nicolás)




Entonces las rojas puertas se abrieron de par en par y a medida que los lentos y adormecidos pasos avanzaban las tortuosas melodías quedaban atrás, apagándose de a poco.

Lo primero que hice fue cerrar los ojos, pues el cielo ya había aclarado y al parecer iba a ser un día agradable. Con paciencia el canto de las aves iba superponiéndose al ruido.


Bajé unos escalones aún con el rostro fruncido y voltée hacia los demás, que también parecían estar cegados por la luz del sol. A él le sucedía lo mismo pero lo disimulaba con una sobriedad fingida, a propósito muy bien interpretada. Sus ojos estaban perdidos y yo temí.

Entonces algunos de mis hermanos hicieron comentarios acerca de nuestra posible futura y ficticia conversión a vampiros que viven sobre la base de alcohol y no de sangre humana. Otro a lo lejos, mientras se colocaba tórpemente el abrigo dijo que no le importaría beber sangre y otras sustancias para sobrevivir y todos explotaron en risas. Él no.


Será que es su primera vez aquí con nosotros, pensé, y volví a mirarlo, pero sus ojos jamás se posaron en mí. Una sonrisa tímida apareció de la mano de una mirada fugaz que se desvió a las nubes y de inmediato pensé en lo monstruoso que debo verme a la luz del sol después de una noche en el abrigo de la plena oscuridad.


En todos se notaban las ojeras bien marcadas y violetas, las pupilas rodeadas de pequeñas venas rojas y los ojos lacrimosos anhelando por una cama. Verlos no me animó mucho, rápidamente pensé en caminar por delante de él y que de esa forma no vea mi rostro demacrado, pero entonces, pensé, de seguro malinterpretaría todo y creería que no me agradó la primera noche en su compañía. La realidad era que había superado mis expectativas pero ¿cómo hacérselo saber? ya sabe uno que en estas tierras alcanza con mostrar una sonrisa para que te crean un esclavo dispuesto a entregar el corazón al verdugo. Debía ser inteligente y cauteloso, debía demostrar interés desinteresado, o algo así. Entonces lo tomé del brazo y todas mis reflexiones se burlaron de mí (y por dentro lloraban)

Mis pasos parecían marchosos, si es que existe la palabra, de todos modos se entiende. A lo que voy es, caminaba como un androide, y temía estar arrastrándolo conmigo en mi... llámese timidez, nerviosismo, eso que me hace actuar como no soy realmente y que me hace odiarme a medida que pasan los segundos. Las manos me sudan y la sonrisa tímida se escapa entre palabra y palabra (sin hablar de la risa nerviosa, lo peor en esas situaciones)


Su postura era la de un niño perdido en una ciudad y caminando con los turistas para descubrir hacia dónde estaban yendo, pero sin dejar de encerrar en su frasco todo el temor, toda la desconfianza y el anhelo evasivo de querer estar a salvo en casa. Pobre, realmente lo estaba torturando pero, ¿acaso lo había elegido? tenía tantos deseos de preguntarle si se sentía cómodo, si disfrutaba caminar junto a mí tanto como yo creía que lo estaba haciendo, si realmente quería venir o si por dentro no quería otra cosa que correr lejos de mí a los gritos moviendo los brazos.


Tantas ideas pasaron por mi cabeza que detuve el paso y suspiré. El pobre me miró extrañado y una vez más no tuve más remedio que reír de mi evidente poca experiencia en el amor.


Me sentía expuesto a la mirada de los demás, que de seguro además de pensar en sus almohadas esponjosas también estaban suponiendo las emociones que en ese instante atravesaban mi columna vertebral... ¿se habrán reído entre ellos de mi patética escena? ¿habrán sentido lástima? los quiero pero en ese momento me hubiese encantado que se fueran por distintos caminos y me dejen respirar. En realidad ellos no eran, era él, si claro, él era el que me hacía actuar así, pero no quería que se fuera, no no, al contrario.


Una vez sentados en el transporte que de a poco nos iría acercando a todos a nuestros cálidos hogares (con ventanas filosas) las conversaciones fueron permitiendo que él suelte alguna que otra palabra y aflojara la lengua; y yo, atento, lo escuché hablar con los demás sobre banalidades del momento. Me gustaba verlo socializar y me pregunté si es bueno o malo presentar a quien te desvela todas las noches a tus compañeros de vida. ¿Qué sucedería más adelante? Podría pasar cualquier cosa que no quiero ni escribir porque siempre tuve temor al abandono. Y en ese momento se notaba que estaba depositando todas mis esperanzas de vida en un completo extraño que había pasado toda la noche sentado junto a mí en la barra, bebiendo sin parar y riendo de los demás al pasar. ¡Qué perdedor!


Me miró.

Me sonrió.

No temí tanto.

Eran nervios, quizás.


Se irían pronto, quizás...


Para cuando pasó más de una hora y estuvimos solos en otro vehículo similar que estaba aún más cerca de casa lo vi muy impaciente. Sé que odiaba viajar, me lo había dicho una y mil veces, pero era necesario el sacrificio si de verdad quería compartir conmigo el resto de nuestros días (eso suena tan feo que ahora mismo me estoy arrepintiendo mientras se me nubla la vista -es tan temprano en la mañana y debería estar durmiendo-)

Como sea, ambos habíamos pactado eso y no había vuelta atrás. Él mataría a su soledad escuchándome cantar y recitar poemas en bares poco transitados y yo me sentaría en sus rodillas a comer frituras mientras él derrotaba a uno o dos demonios vagando en el monitor.


La mañana era larga, el viaje era largo, su cara era larga. Realmente odiaba estar ahí y eso me hacía entristecer...


Por un momento comencé una palabra que se transformó en un gemido corto, estaba por preguntarle si tenía ganas de volver. Pero desistí. Él ya es grande, pensé, supongo que si algo le molesta se levantará y se irá.

¿Pero si tiene miedo de herirme y lo hace de caballero que es?

No creo que sea tan caballero, a veces pierde los modales conmigo así como yo pierdo los míos cuando tarda minutos y minutos en contestar por culpa de ese desgraciado videojuego.

Sus pupilas revoloteaban sin parar, nerviosas, exhaustas y a punto de sucumbir en la desesperación.
Le tomé la mano, reclinó su cabeza y la apoyó cómodamente en mi hombro. Sonreí y me alivié de no tener que hacer más un intercambio de miradas que provocaría el nacimiento de mil conjeturas más. Alabado sea el cansancio.

Extendí mi cabeza hacia abajo y la apoyé contra la suya. Éramos dos niños cansados de la soledad, cansados del dolor, de la decepción y de las camas por la mitad. Nuestras cabezas apoyadas en el silencio de la mañana. Miradas extrañas y furtivas, dos chicos de la mano ¡En el siglo XXI!


Estaba por sumerjirme en el más hermoso de los sueños, estaba por imaginar que él no estaba nervioso, que estaba completamente muerto por mí así como yo lo estaba por él. Estaba por soñar que él era más expresivo que esos ojos perdidos con los que me llena de dudas y de temores. Soñé que me declaraba su amor pese a sus miedos y que yo le decía que no había nada que temer.


Pero, aunque su cabeza estaba acariciando la mía, no podía leerla, no había forma de decodificarla.

Temí por el contrato.

Ansié tanto leer sus pensamientos.

Ansié tenerlo por completo.




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