viernes, 15 de marzo de 2013

Libertad




Libertad
(por Emilio Nicolás)







Ellos eran como... hermanos.
Al menos  eso parecía, físicamente  hablando. 
Por muy morboso que pueda sonar. Uno los veía ahí, tan parecidos, apretando cada uno el hombro del otro, reluciendo las perlas de entre los vellos faciales. Exponiendo sus artes, tan idénticos, tan entrelazados. Eran como hermanos.

O quizás aún lo sean.

Aunque solo conozco a uno de ellos (al más juicioso, tal  vez) no sé, podía ver en la silueta del otro, delante de la luz del ventanal, junto al colchón desnudo y los colores chorreando por las paredes, a su otra mitad, a su complemento. Quizás esto me pasa por hablar sin saber el cuento entero.

Y me resulta curioso utilizar la palabra "cuento", mas no podría reemplazarla o reformular lo que acabo de decir. Fueron tantos años, según me contó... pero quizás llegué para conocer nada más que el final.

Sin embargo no dejan de incomodarme tantos fantasmas alrededor del expediente. Los ojos de ambos son idénticos. Las cejas. Incluso sus cabelleras tienen el mismo corte, los mismos tintes. Parecen hermanos. No puedo concebir a uno sin el otro. 

Él (el que conozco) tiene la mirada más serena que jamás conocí. Y así, como lo caracterizan sus autorretratos (incluso los bocetos de azul) cierra las puertas para que nadie escuche el diluvio entre las cuatro paredes de esos pequeños departamentos que todos (menos yo) tienen en algún lugar de la capital. 

Por la ranura del picaporte algunas gotas me salpican, en silencio y con violencia. Y apoyo las yemas de los dedos de una de mis manos (toda abierta) en la antigua puerta de roble, para escuchar un rato. Entonces asoma su ojo, para confirmar que solo yo estoy del otro lado, y me deja pasar, y remamos sobre un botecito, a contracorriente, un rato nada más, y sin sonido alguno.

El otro, por su parte, a veces deja que algunos trozos del vidrio negro revienten y dejen huecos para mirar. Y el que asoma el ojo, sin entrar esta vez, soy yo, el curioso de siempre. Como si nada hubiese ocurrido corta sobre la mesada las verduras verdes, amarillas y rojas entre pinturas sobre tormentas y sobre niños de mirada misteriosa que se derriten desde las pequeñas ventanitas y dejan rastros de diferentes colores. No parece importarle que, mientras él prepara la última cena antes de emprender alguno de sus tantos viajes, se viene todo abajo, muy despacio. Sonríe para las fotos, tira el colchón al suelo, se deja llenar por la luz del sol entregando su oscura silueta casi desnuda. No dice nada. Nada de nada. 

Imagino la entrada de su mundo como una puerta igualita a la anterior, con una tormenta igualita a la anterior.

Parecen como hermanos…

Pero ¿Qué puedo hacer? Entre tanta agua negra y con gritos sordos, ahogados, me dijo (el otro, el que conozco) que fueron muchos años de querer explorar el universo a su alrededor (como si fuese a encontrar algo nuevo) y ahora que tiene la llave para abrir la puerta del todo, se le hundió en el fondo del mar.