martes, 22 de febrero de 2011

Amanecer





Amanecer
(por Emilio Nicolás)





Amanecer con este aire frío, pese a que estamos en verano
me hace bien

Amanecer sin que sepas lo que hay dentro de mí
o saber que nunca podrías hacerlo
me hace caminar por el puerto

Amanecer conmigo abajo, acercándome al río en la ciudad
o saberme con las manos en los bolsillos
mientras no hay más que viento
me hace frágil

Amanecer y que sigas siendo un niño
y que yo juege a serlo y me ría de tus chistes
y te vea divertido y me vea preocupado
me hace envejecer

Amanecer a través de mi ventanal mientras me molestan los ojos
mientras toleras poco y te entregas mucho
me hace doler

Amanecer conmigo, parado en el techo
mirando al sol elevarse cien veces
cien veces en el mismo lugar
cien veces en el mismo cielo
y cien veces pasando por aquello

(por esto)

Me hace volver a casa


Amanecer y sentirme único y pesado
sentirme inalcanzable
orgullosamente duro
probándote constantemente
me hace blando

Amanecer y saber que te quedan tantos días
para quejarte de esto y de aquello
y que te entienda y no me entienda
me hace aceptar tu partida

Amanecer y sentir la impotencia
de haber cruzado rostros en el momento y lugar
equivocados
me hace pensar

Amanecer y ver a los recuerdos
evaporarse
la última escalera
frente al último monumento
frente al último subterráneo

Y te da igual

Amanecer con esta hipersensibilidad
tan difícil de manejar para mí
tan difícil de manejar para los demás
y sentir que unos pocos pueden
y otros muchos se ríen
y se van

Amanecer y ver sus huellas, limpiándose con el viento
y ver las mías arraigadas al suelo
Me hace fuerte

Amanecer y no arrepentirme de mis miedos
aunque retarlos cuando se vuelven feos
y ensucian sus caras y tiran por la borda
a mis pasajeros

Amanecer y agarrar mis brazos
mientras queden algunos conmigo
sé que hay algo en mí
que no es incierto




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lunes, 21 de febrero de 2011

Introversión





Introversión
(por Emilio Nicolás)


Había pactado una hora, de un determinado día, de una determinada semana, de un determinado mes, de un determinado año. Pero lo había olvidado. Incluso había olvidado el día del mes y del año en que había pactado dicho momento. Supuse que desde mis adentros se había dado origen a la orden y que desde los mismos adentros emergería a tiempo, sin necesidad de contar los días.
Cada paso por la empedrada vereda parecía ser el único sonido del ambiente. A mi alrededor habían niños jugando ruidosamente, adolescentes sentados en los respaldares de los bancos, y elevándose altos, los faroles de la plaza escoltando el camino gris entre los verdes céspedes de la inclinada plaza de la ciudad. Me movía despacio por el medio, como si mi camino estuviese predestinado, como si cada uno de los espectadores supiese de mi acometida, fijando sus ojos en mí al pasar, deteniéndose en sus actividades y sus correspondientes relojes para clavar sus miradas en mi piel y hacerme arder. Ignoré. No eran otra cosa que lo mismo que venía repitiéndose una y otra vez desde que tenía memoria. No tenían significado alguno para mí, y lentamente fueron desapareciendo mientras con cada paso sujetaba más fuerte del maletín, que llevaba por encima de mi estómago. No había nada importante en él, sólo estaba yo metido dentro, con mis letras y mis formas y mis cables y mis fuegos. Cerré los ojos y bajé la cabeza.

De pronto me encontré, acostado sobre la cama grande y dura del cuarto principal; las sombras se elevaban sobre el crucifijo en el espejo y las paredes parecían volver a llenarse de dibujos de viejos espíritus. Las cajas amontonadas sobre el ropero respiraban despacio, y yo escuchaba su tono pueblerino del otro lado del teléfono, somnoliento, acostado, con el pequeño aparato pegado al oído, y con una sonrisa infundada, pero sonrisa al fin.
Las sombras me terminaban de consumir en aquel cuarto, y yo sonreía. El lazo se partió.

Miré mi tobillo derecho y en efecto, el lazo que parecía tener alguna (por más pequeña que sea) consistencia, dio a conocer su verdadera cara débil, o mejor dicho, su carencia de fortaleza alguna. La cinta se quedaba en el camino, y yo seguía avanzando despacio. Todas las miradas seguían puestas en mí, como si pudiesen ver lo que durante tanto tiempo me esmeré en demostrar. Era una tentación, un último llamado a darme la vuelta y volver, pero no había forma, no iba a volver a caer en la trampa. Ahora que era el centro de atención de más de un par de ojos, ya nada más importaba.

Para ser una tarde de verano, la brisa soplaba fresca y hacía susurrar a los árboles. Los niños volvieron a mostrarse. Seguían jugando. Los gritos se seguían escuchando y la plaza seguía continuando. Pero a medida que avanzaba la desolación se hacía cada vez más presente, emergía de algún lado de mi cuerpo, no sé si de mi brazo derecho, hasta salirse por las uñas de mi mano. La vi expandirse y recordarme que a pesar de cualquier mirada, su presencia había estado allí, todo el tiempo, dentro mío, y que no tenía intención alguna de marcharse. Me abrazó despacio con su cuerpo hecho de gas y sin piernas y volvió a meterse a mis adentros mientras el silencio cerraba los ojos resignado en algún otro lugar de mis adentros.

Todo parecía suceder en cámara lenta, más los demás no lo notaban. Los demás corrían tras una pelota o conversaban de manera frenética, sin detenerse, sin dejar de asentir con la cabeza o de gesticular con las manos, o de mover las piernas o de caminar rápido cruzándose en mi camino. La velocidad no era la misma. El cielo para ellos no era el mismo. Las nubes se movían conmigo. Algunas eran más grandes que otra y flotaban a una velocidad similar a la me llevaba atravesar la plaza entera. Entre blancos y remolinos grises el viento arriba las incitaba a acompañarme hacia el final. Los edificios en lo alto movían las pupilas de sus ojos sin moverse, más ellos nunca habían tenido pies para moverse junto a mí. Y en cierto modo me agradaba verlos fijos en un lugar. Sabía que siempre iban a estar ahí para mí, para saludarme y para alejar de la manera más trastornada al abandono, que cada tanto, cuando los demás dormían, salía de su escondite para pellizcarme el mentón, sonreír y marcharse de vuelta. Lo bueno es que no permanecía mucho tiempo, pues de lo contrario ya no estaría abandonado, así que se apresuraba por dejarme solo otra vez. En el fondo sabía que no lo estaba, la soledad en algún lado estaba sentada mirando hacia arriba y, cada tanto, se volteaba para corroborar que yo no me había marchado. Siempre me encontraría en el mismo lugar. Así como yo sabía que la encontraría también en el mismo sitio, tan silenciosa como si estuviese ausente.

Pero hoy estaba moviéndome, evadiendo gente que se movía en otro tiempo y en otra dimensión, mientras yo en la mía buscaba mi lugar. Estaba descolocado de todo lo demás, no llevaba el mismo tiempo ni el mismo espacio, era una viajero en el tiempo, en la tierra, en la dimensión entera.

Cerré los ojos una vez más mientras tomaba asiento en el escalón de la glorieta abandonada al final de aquel lugar. Ahora su voz no sonaba por ningún lado, ni sus letras se hacían presentes por más que las llamase mirando al cielo y formando con ellas el sonido de su nombre. Estaba lejos, más lejos de lo que yo pensaba, no sólo físicamente.

Miré a lo lejos, aún se veían manchas de personas moviéndose de un lado a otro sin destino aparente. Entrecerré los ojos. Pobres, ellos, me dije. Con qué facilidad construyen y destruyen lazos. Con qué facilidad reemplazan y con qué facilidad olvidan. Yo jugaba a ser uno de ellos, me tendía sobre la cama e inclinaba mi cuerpo entero en la oscuridad mientras evocaba todos y cada uno de los recuerdos y los hacía desaparecer. ¿A quién quería engañar? Nunca fui como ninguno de ellos. Dentro de mí me encontraba a mí mismo, metido en el universo que durante tantos años había construido no sólo para mí, sino para a quien sea digno de ver con mis ojos y sentir a los edificios hablándome, a las nubes caminando sobre mi cabeza y a la brisa susurrando mi nombre. Pensé que era él. Pero me había equivocado. Ahora no había forma de ubicarlo. Mientras el cielo celeste se tornaba naranja a mis ojos, y las nubes antes blancas ahora eran celestes. Mientras los edificios arraigados ante mis ojos ahora flotaban en el cielo y mientras las personas a mi alrededor ahora eran esporas en el viento, todo se fue transformando a mi alrededor. Las formas se desarmaban y armaban otra vez. Mis ojos se entrecerraban cada vez más a medida que mi universo se expandía desde mi pecho hacia afuera. Ya no había tiempo. La hora ya había sido pactada. No lo había encontrado y jamás lo iría a encontrar. La bomba estaba activada y se desprendía desde mis adentros hacia toda la humanidad. Despacio, muy despacio, me fui recostando en las escaleras mientras mi esencia se desparramaba como agua desbordada evidenciando mi rendición final.



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lunes, 7 de febrero de 2011

Memorias




Memorias
(por Emilio Nicolás)




No sé si desperté por el calor agobiante de la siesta. No sé si desperté porque ya había dormido lo suficiente. Quizás por la insistencia de no sé quién del otro lado del teléfono. O por el despertador que hacía horas estaba gritando mi nombre.

No sé si desperté por casualidad o por alguna voz, desde algún sitio, en algún otro tiempo, haciendo eco entre las paredes de mi azulado cuarto (cuando las persianas están bajas y sólo algunas esferas de luz logran entrar para bailar en el centro) alcanzándome el informe de que la tarea estaba hecha, de que ya no había nada de qué preocuparse. Hora de abrir los ojos...

Y lo hice, asustado, sorprendido, desorientado. Como si hubiese vuelto el tiempo atrás, o como si lo hubiese adelantado. Aquel que, durante meses, (en mi cabeza) durante horas y horas había estado, ahora no aparecía por ningún lado. Cerré los ojos una vez más, presioné mis manos, cerrándolas y formando puños que presionaban en mis costados. Una de mis piernas se posaba sobre la otra, ambas flexionadas y desnudas. El calor me azotaba. El viento simulado por el ventilador no era más que una ola de tristeza que se regeneraba una y otra vez golpeándome directo a la cara. Hice fuerza, fruncí el entrecejo, intenté recordar todos y cada uno de los momentos, por más mínimos que sean. Las risas desde su lado. Las mías. Su voz. Su vago afecto o necesidad de verme hecho carne, hecho piel y con gusto a salado. La injusticia del destino, del tiempo y del espacio habían hablado. Y por último yo, que por soñar aguardando creí poder superarlos. Estaba solo, luchando.

Y una enorme puerta blanca apareció de pronto, en el medio del cuarto. Apenas pisé la tibia cerámica mi cuerpo se inclinó hacia la entrada y atravesó sin pensar. El escenario era el mismo, con el mismo calor y colgando de las paredes, derritiéndose, los mismos cuadros. Eran las mismas, las esferas que atravesaban la negra persiana para bailar en círculos como agua amarillenta flotando en el espacio. El ropero donde guardo los juguetes de mi infancia estaba entreabierto y una helada corriente de aire por la abertura asomaba su fría mano. Fui atraído, más el calor era insoportable y no tenía nada que hacer aquella tarde de verano. Avancé despacio, aún intentando sentir algo por aquellos recuerdos que mantuve en mi cabeza durante tanto. Las conversaciones hasta largas horas, la compañía mutua, hecha caracteres, hecha... ya no valía la pena pensarlo. Era yo solo, luchando.

Abrí la puerta. El motor añejo y cansado del ventilador dejó de hacer notar su grito ahogado, no supe bien si se había apagado o si había sido yo quien se había trasladado a otro espacio, quizás a otro tiempo. De pronto el ropero gigante era más grande de lo que había pensado. Se veía aún más grande de lo que parecía cuando era pequeño y lo utilizaba como refugio de mis padres y sus medicamentos macabros. Tenía un enorme alfombrado oscuro y aterciopelado sobre el que mis pies se posaban y se sentían aliviados. Cada uno de mis pasos era un leve masaje que me alejaba cada vez más de aquel estado al que me había entregado. Mi cuerpo estaba cansado, las maderas de la cama vieja habían hecho estragos en mi espalda y los recuerdos.. ¡Ah! Los recuerdos que tanto me habían punzado. Nada de eso parecía invadirme ahora. A los costados del interior del gran ropero los recuerdos yacían todos y cada uno de ellos, reposando, congelados. Era esa la causa del gélido llamado. Alguien, desde algún tiempo, y desde algún espacio, se había tomado el atrevimiento de llamar a mi cabeza y se había adentrado. Me sujeté el cuello, me sentí vejado. Cada uno de sus recuerdos no me afectaba en absoluto, y en el medio del salón un gran reloj pegado al suelo se movía, muy, muy, muy, muy despacio.






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