domingo, 29 de noviembre de 2009

Gravedad

Gravedad
(por Emilio Nicolás)




No recuerdo si hice dos o cinco pasos más y me di vuelta. Siempre que voy por la calle intento realizar los pasos necesarios de forma rápida para llegar a destino cuanto antes, no me gusta detenerme, siento que todos se mueven y que yo tengo que moverme también, de otro modo podría llevarme la corriente y así podría perderme, perderme lejos. Pero aún así, no recuerdo si hice dos o cinco pasos y me detuve. Y giré mi espalda, mientras mi brazos colgaban bajo mangas de paño que cubrían hasta la mitad de mis fríos dedos, adornadas por un boton grande en cada una de ellas.

Por la abertura entre la bufanda negra y el gorro de lana del mismo color estaban mis ojos mirándolo, él también se había detenido y hacía lo mismo conmigo. Alrededor nuestro la gente no terminaba de pasar jamás, deseaba que todos desaparezcan pero era imposible detener el ritmo, distrayéndome. Aún así entre nosotros una atmósfera envolvió ambos cuerpos temblando y como si nos quedase algo por decir, nos miramos durante unos minutos que en realidad no recuerdo si fueron segundos. Sus ojos dolieron más que nunca, dolieron más que aquel día en que lo conocí y que no me sentí digno de mirarlo al hablar.

Recuerdo que me recriminaba siempre el hecho de estar mirando al suelo y me decía que, según varios psicólogos, el que no mira a los ojos no está siendo sincero o tiene algo que ocultar. Pobre de él que jamás supo entender que si no lo miraba era porque siempre lo idealicé tan por encima de mí, que no me sentí capaz de llegar hacia donde estaba.

Sus ojos dolieron más que aquella segunda ocasión en la que me sorprendió a la salida del parque cerrado donde solía pasear a Boris antes que el pobre muriese. No se despegará de mi cabeza su gorro tejido marrón cayendo, impulsado por el viento y sus brazos abiertos. Su sonrisa que tanto me perturbaba y su mirada tan protectora dolieron aún más que aquella noche en la que mis padres se fueron a una fiesta y lo invité a quedarse. ¡Cuánto lo hice doler! mientras estábamos acostados contándole mi cruel realidad. Su mirada se perdió en el techo mientras el ventanal alumbraba su nariz del mismo blanco que la luna. Aún así, aún sabiéndome un árbol vacío al cual había que rellenar con paciencia y armadura de oro dobló la cintura hacia donde estaba y sin omitir palabra me hizo saber que estaba dispuesto.

Pobre él.

Pobre yo.

¡Y cómo duele ahora verlo! y ¡Cómo duele verme resuelto! he llegado a la conclusión de que jamás seré capaz de amar otra vez. He sido un niño que sentía amor por cuanto hombre se cruzase en su camino. Hoy soy un hombre que encuentra consuelo en cuerpos sin ojos y en manos sin yemas, en pechos sin corazón y en brazos sin escamas. ¿Por qué tal cambio bestial en mí? ¿Por qué me es más cómodo volver a casa así? No estará más, no, porque yo se lo pedí. Ya no lo veré en la puerta burlándose de mí ni escucharé sus largos argumentos cuando lo crea mentir. No será más víctima de mis inseguridades ni de mis celos que no deberían existir. No leerá mis mensajes cuando no sepa a quién acudir ni tendrá quien se suba a sus espaldas sin avisar. No me llevará por el parque para consolarme porque Boris no está más, diciéndome que soy mejor perro del que podía esperar. Riéndose conmigo e invitándome a cenar. No arrojará piedras a dónde me encuentro para verme escapar ni será cómplice de mi madre cuando me quieran molestar.

Vuelvo a casa rendido y abrazado a mi soledad, la cual apreta mi puño y me dice que todo estará como tenía que estar. Se ha pegado tanto a mi piel que con sus celos no puedo ya. Me vuelvo rendido y me recuesto en la cama sobre la cual su aroma se desvanecerá. Poco a poco ese perfume tan caro en mi almohada dejará de hacerse notar, y estoy seguro que en ningún otro lado volveré a olerlo, ¿Quién más como él podría aparecer ya? el único viaje se fue y no creo que exista segunda oportunidad. En ese segundo o en esa eternidad en la que nuestros ojos se miraron como si aún quedase algo que decir se proyectaron en mis recuerdos imágenes de lo que fue y de lo que no será. El viaje en tren tomados de la mano sin importar lo que dirán, el humo del chocolate, mi lengua quemada y su risa a punto de estallar. Su brazo rodeando el mío (que ahora es el de Soledad) cuando entienda que sus bromas llegaron lejos y que me llegó a lastimar. Después el herido sería él, cuando llegase a comprender que mi cara de perro mojado era actuada en realidad. Pobre, como si alguien como él pudiese llegarme a tocar.

...

Pero lo hizo, con su mirada tan ardiente que por última vez logré esquivar. Y en medio de la gente me perdí una vez más, sin saber a dónde parar, a qué destino llegar, si todo se trata de dar vueltas y de darme vuelta una vez más, perderlo en el camino y no volverlo a encontrar, no aceptar una mano cuando esté por cruzar la calle y nadie con una espalda que me pueda llevar cuando se me ocurra comportarme como el niño que todavía soy y que no quiero dejar.




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sábado, 28 de noviembre de 2009

Escondidas a Medianoche

Escondidas a medianoche
(por Emilio Nicolás)





Ya había pasado la medianoche y la mayoría de los ojos, en la cuadra estaban cerrados. Pero eso no importó, ni a él ni a mí. El momento de jugar a las escondidas, ambos sabíamos que había empezado.

Cada uno de los dos ya se había acostumbrado. Cuando el sol besaba la tierra y la luna salía en lo alto era imposible no imaginarnos haciéndolo, imposible no imaginar aquellas hamacas esperándonos mientras con el viento se movían como si dos fantasmas nos estuviesen guardando los lugares.

Entonces terminaba la cena tan rápido como quien no come en uno o dos años y abría la puerta cual preso en su día de libertad. Cruzaba el patio a toda velocidad, el perro a veces me perseguía y si no lo hacía, ladraba tanto que ya estaba llamando la atención de medio barrio. No importaba, estaba poseído, estaba hipnotizado. Tengo que confesar que los encuentros no eran al anochecer, pero me gustaba salir antes y prepararme por si acaso. Eso es algo que nunca le dije, me sentía ridículo de imaginarlo riéndose, pero también sabía que era adicto a esos momentos en los que él reía y yo lo miraba silencioso o miraba para abajo, con las mejillas rojas y las piernas temblando.

Pero eran momentos escasos, momentos raros porque la mayoría del tiempo hablábamos tan entregados, que parecía que hacía tiempo que nos habíamos conocido. La verdad es que apenas tres meses llevábamos jugando, y ya habíamos enfrentado lluvias, noches infernales de un pegajoso verano, y ahora el frío era lo que nos estaba echando. Difícil detener el ritual, hicimos una promesa al cumplirse el primer mes y ésta consistía en que sólo la enfermedad y la muerte impedirían que alguno de los dos esté presente a esa hora, mientras tanto...

Lo esperaba mucho antes, mucho antes de lo pactado. Daba vueltas por la plaza y controlaba a las personas que hasta tarde se quedaban. Los miraba con ojos fieros, echándolos con la mirada. Entonces sonreía y me hamacaba solo, luego salía de mi asiento y probaba el suyo. Me imaginaba siendo él, luego volvía al mío y lo imaginaba a él, empujando, mientras me impulsaba con las piernas y los pies.

Y antes de medianoche hacía una cuadra atrás cuando veía su figura pequeña como una hormiga acercándose desde lejos. Así, cuando él estaba llegando yo supuestamente también recién me estaba acercando al lugar. Y me decía "llegué antes que vos" y sonreía. Si hubiese sabido...

No hacíamos mucho, habíamos decidido ese nombre a nuestro encuentro porque ambos sentíamos que estábamos escondiéndonos del resto, estando despiertos y en las calles mientras todos dormían sin saber de nuestras reuniones. Pero no nos escondíamos de ellos, ¿De quién nos escondíamos? No sé... de nuestras vidas, de nuestros años, quizás.

Había una regla que era esencial, estaba prohibido hablar de nuestro futuro y de nuestro pasado, incluso no se podía decir nada sobre lo que habíamos hecho una hora o dos minutos antes. Nada. Por esa razón jamás le conté que visitaba el sitio muchas horas antes, porque eso sería romper con la regla y no me lo permitiría. Aunque muchas veces considero que nací para romper reglas.

Pero con él era distinto.

Entonces el juego nos limitaba tanto. Él sonreía, miraba la luna, yo lo miraba, algún chiste se le escapaba, "es malísimo" le decía yo, en el pasto sentado. Después las hamacas, él y yo moviéndonos y ni una palabra que de nuestras bocas se esté escapando. Me imaginaba su casa, sus padres, sus posibles hermanos, y me preguntaba si estaba prohibido preguntar por eso. Es decir, sé que son parte de su historia pero también son parte del presente, y está permitido hablar de eso...

De todos modos nunca lo hice, creo que siempre lo respeté demasiado, más de lo que alguna vez debí hacerlo y olvidé por despistado. Existían noches en las que no hablábamos tanto, otras en las que no emitíamos sonido alguno. En algunas ocasiones discutíamos sobre cine, sobre literatura, o sobre cuestiones existencialistas hasta hacerme enojar (él nunca se enojaba, y hasta disfrutaba de verme histérico, eso me ponía peor) La mayoría de las veces simplemente nos quedábamos los dos sentados, uno al lado del otro, mirando... mirando.

Una noche quise hablarle del pasado, del momento en que nos conocimos. Del momento en que pactamos ese juego. Recuerdo la noticia de la muerte de mi padre, y me recuerdo comiendo rápido, obligado, sin hambre, tan solo para no desmayarme en la escuela. Crucé la puerta de inmediato porque cada espacio de la casa me recordaba a él y corrí por el patio mientras el perro me perseguía, el perro que él había comprado, entonces decidí no darme la vuelta.

Y corrí lo más que pude y di con la plaza. El último de los visitantes se había ido, era medianoche y la cara me delataba: el dolor que me estaba atravesando era inmenso, era una flecha gigante que empezaba en la punta de mi cabeza y se extendía en un camino binario hasta cada una de mis piernas y terminaba en mis pies. Las lágrimas no paraban de brotar por sí mismas y lo único que pude hacer fue sentarme en la hamaca y dejarlas caer en la tierra, humedecerla y borrar la huella en cuestión de segundos.

Y entonces el rechinar de las cadenas de la hamaca que estaba junto a la mía me hizo reaccionar, despertar de mi letargo y volver a la vida; había alguien a mi lado, era tanto el dolor que sentía que era imposible notar que había vida atrás mío, adelante y a mis costados. Un zumbido ensordecedor me estaba torturando. Pero ese rechinar llegó para terminar con todo. Lo miré y él no me estaba mirando, tan sólo miraba a la luna de medianoche y me decía con eso, que estaba atento a lo que me estaba pasando. Intenté explicarle lo que había pasado pero su dulce voz rompió con la mía, quebrada y rasposa, y me pidió que no siga, no hacía falta, estaba ahí para quedarse un rato y si me molestaba, se retiraría y yo podría seguir con mi llanto.

Le hice caso y detuve mis palabras, y el que calla otorga, le estaba dando espacio. Entonces siquiera me dijo su nombre, solamente que me esperaría a medianoche cada día y que, mientras no habláramos de nosotros ni del tiempo, podríamos seguir haciéndolo. Asentí con la cabeza y a la siguiente noche fui, aunque sin ganas.

Con el correr de los días se convirtió en un juego que ocupaba mi pensamiento la mayor parte del día. Esperaba a la noche impacientemente y durante el día lo buscaba por toda la escuela secundaria. Nunca lo encontré. Me pregunté si iba a otra... las demás estaban muy lejos y me pareció rara la idea de que viajase tanto. Todos nos conocíamos entre todos ahí y él era el único con el que nunca me había cruzado.

Pero sabía que podía hacerlo siempre, siempre que cruzase la plaza al ocultarse el sol y a cuando el reloj marcase las doce. Mi hermana se preocupaba y pensaba siempre lo peor. Me hacía mantener una charla coherente con ella cuando llegaba a casa muerto de sueño y preparado para irme a clases sin haber dormido ni un rato.

Pero la cantidad de energías que me dejaba el juego hizo que nunca, desde que empezamos, me duerma en clase, siempre sobrio y atento a cada una de las clases. No había quejas de ningún tipo y eso hizo tranquilizar a mi familia, por lo que no siguieron investigando sobre mi juego extraño.

Entonces ahí estaba él, esa noche en silencio, mirando, y yo sin saber qué me estaba pasando. Empecé a pensar en el futuro ¿y si un día no vuelve? ¿y si voy y él no está más? ¿cómo lo ubico? ¿cómo lo busco? ¿Será capaz de dejarme abandonado y dar señal de vida por ningún lado?

Una lágrima brotó por mi mejilla izquierda y la observó anonadado. Su rostro cambió un poco. No lo entendía y me sentí paranoico, rompiendo las reglas sin emitir un solo sonido. Esperé a que no lo notase. Sonrió y moviendo la cabeza me hizo una señal de negación. Le dije que no era en lo que estaba pensando. Pero volvió a mirarme y me leyó la cara. Sí, estaba pensando en el futuro y me estaba preocupando.

Le dije que las reglas impedían hablar de eso y que yo no estaba conversando. Me dijo que para hablar no hacen falta sonidos que, si no hay eco, se pierden tan rápido. El rostro también habla y el mío lo estaba acusando. Le pedí perdón, perdón por desconfiado, le dije que no creía que algún día me vaya a dejar abandonado, sino que lo temía y eso me angustiaba tanto.

Sonrió y se fue antes de tiempo, el sol no había asomado y mientras la escarcha se hacía vapor en mis pies me quedé mirando. No fui capaz de detenerlo.

Y al otro día no fui al encuentro.
Ni al siguiente
Ni al otro.

Lo que más temí que me hiciera, ya lo había hecho yo.
Y no tenía permitidas las palabras.



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viernes, 27 de noviembre de 2009

El viaje Nocturno

El viaje nocturno
(por Emilio Nicolás)




... Y decidí no dar pie a controversia ...


Cuando el tren daba sus primeros pasos y avanzaba cada vez más rápido hacia donde se encontraba mi destino. La noche nos envolvía a los pasajeros como las madres cubren a sus niños para protegerlos de las sombras. Nosotros, en cambio, estábamos cubiertos por ella.
El viento hacía figuras en el aire. No estaba apurado. ¿Para qué? no era necesario. Mis ojos se entrecerraban cuando dejaba de pensar y mis cabellos bailaban al ritmo de la velocidad. "No tiene sentido bajar ahora. El miedo y el silencio están danzando juntos ahí afuera".

Y divisar desde la ventanilla esas figuras corriendo a la par de nosotros. Decenas de cabezas paralelas a las nuestras, mirándonos fijo y haciendo los mismos movimientos. No tenía miedo de centrarme en sus ojos fluorescentes en lo oscuro, pero aún así algo me inquietaba.

No me estaba mirando a mí, se estaba mirando al espejo

Entonces mis pies, cual los de un niño, comenzaron a patalear en el aire como si estuviese flotando. La noche me impedía huír al medio de la nada pero la ansiedad estaba tentándome.

Quería bajar.

Del otro lado del parlante sus voces llamándome, preocupándose por alguien de quien jamás hubo que (y no valdrá la rebundancia)

Comencé a cuestionar mis actitudes, mis pensamientos y mis instintos. Luego sus quejidos y los gestos en sus rostros que me daban a entender que sólo yo me entiendo. Ellos no saben que no les estoy pidiendo lo mismo.

Libre de elegir y no tener que dar explicaciones pero aún así hoy estaba huyendo y nadie lo sabía, porque no interesaba que me retengan ni que me empujen a la ruta. Estoy conmigo.


Entonces anhelé la calidez de una cama y los ojos cerrados... los ojos cerrados, el cuerpo estrechándose en la suavidad, los sueños al amanecer.

Pero los kilómetros ya estaban recorridos y aún faltaban más por atravesar. La noche seguía envolviéndonos a todos y el miedo seguía caminando entre las filas de asientos.

¿Por qué estoy acá? ¿Qué es lo que estoy buscando? Decidí dejar de hacerme preguntas y disfrutar el viaje. Un perro muerto, un vagón vacío, un árbol bailando solo, un cielo violeta e iracundo.

Miré al suelo y luego a un par de ojos que estaban esperando lo mismo. ¿De dónde vendrá? ¿Cuáles serán sus razones para huír? ¿Serán las mismas que las mías?
De nuevo estaba haciéndome preguntas y no era pertinente hacerlo allí, donde hasta las pupilas leen las palabras que sólo la mente sabe dibujar.

Entonces me obligué a calmarme, a respirar profundo y a volver a mirar a través de la ventanilla.


La noche.

Los ojos que busco y que no encuentro.

La cama cálida que extraño y en la que nunca estuve.

El asiento vacío junto al mío.

Mi frente transpirada.

Mis labios mordidos.




De nuevo la noche.


De nuevo el silencio.



De nuevo las sombras y los bailes.



El viaje que no termina más.



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El Veneno

El veneno
(por Emilio Nicolás)




Y ni siquiera el sonido constante que taladra mis oídos esta vez despertaría en esta noche a mis sentidos. Quizás un alma que viajó mientras su cuerpo dormía y no supo encontrar el camino de vuelta ahora condena al envase a ser eso, un envase.

Pero de una u otra forma lo hizo, volvió. Y si me hubiese dado la oportunidad de hablar con ella, hubiese estado de rodillas rogándole que no vuelva. De todos modos ya era tarde.

Amanecer cuando el astro hace rato que está durmiendo. Amanecer cuando la noche reina y reinará hasta que el vapor helado ascienda de nuevo como nubes que todo secan.

Y así, con los ojos abiertos y el resto del cuerpo entumecido, permanezco. Está sonando esa música oriental de nuevo pero soy incapaz de acudir a ella. Estoy paralizado y empapado de sudor.

El frío se funde con las gotas en mi cuerpo y lo convierten en una jaula, en una bomba de tiempo que amenaza con sentar raíces tan gélidas como la sensación de ser un personaje secundario de una novela de la que no quise nunca participar.

Y se arrastra desde mi sién, y recuerdo la suya, su sién y mi risa ingenua. Se arrastra hasta ramificarse y clavarse en mi cerebro desde miles de entradas. Tengo frío, tengo miedo, o bien estoy sufriendo las consecuencias de su propio veneno.

Amor en cuentagotas. Acto de presencia. Estoy de alguna forma. No estoy por completo. Quisiera estar, pero no puedo. Quisiera estar, pero no quiero. Quisiera, pero no te lo digo.
Mientras tanto la música de disuelve mientras el líquido frío se expande por todo mi cuerpo. Estoy llorando pero no hay lágrimas cayendo.

Y las horas pasan y estoy muriendo por pedirte que lo abandones todo y vengas, pero ni siquiera soy capaz de mover mis labios, soy una estatua de hielo. Ya falta poco, el veneno está llegando a mi centro. ¿Qué puedo decirte que no sepas? Tanto...

Pero ya me ves, o no me ves, tan gélido como siempre quise serlo cada vez que tus artificiales ojos se posaban sobre los míos, adormecidos y asustados. Cansados, avergonzados, arrepentidos.
Aún así, ya es tarde para digresiones, para quejas y arrepentimientos. Lo hecho ha quedado marcado y si no me crees mira mi cuerpo.

El veneno termina de llegar, temo a morir sin haberte dicho que soltar esas cadenas hubiese sido la salvación de ambos. Pero lo que nunca supe fue que el único que necesitaba ser salvado era yo.
Y ahora no lo encuentro, y ahora no te encuentro. No hay héroe en esta novela. Soy un personaje secundario. Soy... soy una sombra.

Ya llega, no puedo moverme, la música dejó de repiquetear en mis oídos, ya no hay forma de escucharte.


El veneno...


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jueves, 26 de noviembre de 2009

El segundo fantasma

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El segundo fantasma
(por Emilio Nicolás)



Dicen que los secretos que él alguna vez escondió y sólo reveló a mí, en algún momento saldrán a la luz y se mezclarán con los brillos del sol atardeciendo sobre el mural donde lo vieron por última vez, reluciendo sus perlas blancas, como siempre, a quien sea que lo salude al pasar.

Por momentos intenté buscar una forma de acurrucarlo en mis brazos y decirle que no había nada que temer, pero estrechaba mis brazos al cielo y me parecían tan cortos. Luego iba al teléfono y no estaba su voz del otro lado. Pero bastaban breves momentos en los que olvidaba su presencia para que apareciese como un fantasma, como el segundo fantasma que alguna vez apareció cruzando las paredes de mi castillo.

Nunca quise decirle que no confío en ellos, el primero que conocí sólo consiguió dejarme varias noches sin dormir. Sin embargo él era aún más suave que el anterior. Jamás me pidió más que un poco de contención y de risas, sobretodo risas, el otro venía a llorar conmigo y a hacerme llorar.

Tal vez lo único que tenía de malo es que todo quedaba entre nosotros. A veces las doncellas tocaban la puerta para pasar a saludar y cuando las dejaba entrar él ya no estaba más. Durante un tiempo pensé que era tímido... o que le daban vergüenza esas bellas damas que siempre recorrían mi castillo entre risas y dientes blancos, como los suyos. Pero no fue hasta una tarde en la que salí desolado a caminar por la cordillera cuando lo vi rodeado de jovencitas que lo adulaban al pasar y él contestaba de la misma forma. Tengo que reconocer que no me provocó la más grata sensación, pero ¿qué podía hacer? es un fantasma dueño de sí mismo y de hacer lo que quiera con él y su alrededor. Lo que me molestaba era que, por las noches, cuando casi todas descansaban y yo aún estaba despierto, (porque vivo de noche y descanso la mayor parte de la jornada del sol) sin avisar, sin golpear, asomaba su cabeza por la pared y preguntaba por mí. Me decía que había estado llamándome y que no encontraba mi presencia así que salía a buscarme. Dentro de mí no quería otra cosa que preguntarle por qué me iba a buscar, qué veía en mí que lo hacía levantarse a medianoche y arrastrarse hasta donde estaba, como un imán, pero sabía que una pregunta así lo asustaría y lo alejaría de mí. Me gustaba su compañía pese al misterio, pese a los silencios, pese al miedo que pululaba a su alrededor.

Aún así, aún con una mueca de inseguridad en mis ojos, no podía dejar de deslumbrarme con los suyos tan brillosos como sus perlas mientras se sentaba como indio en la punta de mi cama y me obligaba a hacerlo reír. Digo obligaba porque, con hablarme me provocaba gracia, y con causarme gracia a mí, causaba gracia en él. Era una cadena interminable de regocijo y afabilidad. Me pregunté si con las otras doncellas pasaba lo mismo. Me pregunté si yo era el único, si era especial, si era distinto. También me pregunté por qué salía a buscarme todas las noches, una vez más, pero dejé que las preguntas mueran en mi garganta y me limité a reír y a hacerlo reír.

Solíamos jugar a inventar personajes, tal como lo hacía con el anterior fantasma. ¿Por qué les gusta tanto el drama a estos errantes? ¿Será que perdieron su esencia y juegan a tener una? ¿y por qué siempre me invitan a mí? ¿Será por mi desbordante imaginación y mi talento para contar cuentos cuando nadie quiere dormir? Con el primer fantasma éramos un amante agonizando y otro en el lecho, acompañándolo hasta que la muerte los vuelva a unir, atado a un mausoleo desde el cuál tan sólo podía ver el sol al amanecer pintando el cementerio; pero con el segundo era distinto, completamente distinto, la obra era una comedia que nos costaba interpretar porque ambos reíamos al unísono mientras intentábamos leer las líneas que improvisábamos. Las leíamos en el aire al mismo tiempo que surgían de nuestras creativas mentes. Eran incontables las veces que nos encontrábamos extasiados, ebrios de risas entre ironías y picardías entre almohadas y una luna amarilla y gigante asomando por la ventana.

- Guarda silencio, ríe en voz baja - me decía aún sin dejar de reír
- Imposible, no puedo más - le respondía yo mientras me tapaba la cara con la amohada.

Entonces por un momento la obra desvariaba por completo. Pasábamos de lacayos y servidores a amos azotadores y zombies enfrentándose a sirvientas (las cuales se defendían con porras de trapeadores) ¿Por qué? No sé, pero era muy divertido y cuando él se marchaba atravesándo las paredes me dejaba una sonrisa y también dejaba sus secretos esparcidos por el suelo, como millones de gotas infinitas perfumando mi lecho y haciéndome dormir con plenitud y tranquilidad. ¡Era un sueño tan ligero!

Al otro día sentía que había dormido siglos y que podía vivir siglos más, pero él no estaba, y de sus secretos no quedaba rastro alguno, todos evaporados con el rocío de la mañana. Por eso otros fantasmas de otros castillos que he visitado han visto la amargura en mí en aquellas reuniones a las que estoy obligado a ir. Recuerdo que una vez nos sentamos en una larga mesa mientras la Condesa Jezebel nos presentaba a sus hijos. Eran tres y el tercero tenía mi edad. Era bastante guapo y apenas lo vi entrar supe que pertenecía a la misma clase que la mía, si saben a lo que me refiero. Por un momento casi olvido mis problemas nocturnos, sobretodo cuando el joven se dispuso a hablarme, pero fue hasta que penetraron desde lo alto del techo tres fantasmas iracundos burlándose de nosotros y gimiendo en un vano intento de asustarnos como si viviésemos en Canterville. Así como llegaron se fueron, cruzando a la otra habitación, y abandoné los ojos de zafiro del hijo de la Condesa y de un portazo fui en su búsqueda. Ellos inmediatamente leyeron mis pensamientos y se limitaron a decir que sus secretos no podían vivir por siempre en mi cuarto, y que en algún momento se fundirían con las particulas de luz del atardecer, justo en el momento en que tocan e iluminan ese muro donde siempre lo veo pasar. Pedí perdón por mi ingenuidad y mi ignorancia en el tema y me atreví a preguntarles si él era un fantasma. Sabían a quién me refería, rieron estrepitosamente y contestaron que no, que sólo era un joven muy especial, y que de tan especial que era mis ojos lo hacían ver como se ve a un espíritu. Mi idilio persistente le daba una calidad de fantasma que pocos cuerdos podrían darle.

Me ruboricé, no por sentirme ya perdido en las pesadas y oscuras cadenas del amor, sino por mi falta de coherencia... ¿Estaba ya perdiendo la razón? Como sea, mi mente no hacía otra cosa que reproducir sus ojos en los ojos de todos, y su sonrisa hasta en el arrugado rostro de la sirvienta más vieja y con menos dientes. Era incurable, inconcebible y pecaminoso, pero ¿Qué podía hacer? Como dije, las cadenas son oscuras, gruesas, pesadas y fantásticas.

Entonces corrí feliz entre las plantaciones de girasol de la Condesa y por un momento me perdí entre ellos. El amo de llaves me buscaba desesperado pero sabía en el fondo que yo no quería ser encontrado. Estaba bajo los efectos de su droga insostenible, estaba dando vueltas, escalando girasoles que se abrían y cerraban con mis risas. El tercer hijo de la Condesa apareció de entre ellos y con aire de victoria, se avalanzó sobre mí en un acto de supuesto amor pasional y secreto mutuo entre dos jóvenes que tienen que dar una imagen moralmente ejemplar y deben conformarse con revolcarse entre flores altas que oculten sus verdaderas pasiones antes de salir de cacería por la mañana junto a los demás hombres. Lamentablemente su propio idilio terminó ahí cuando de un empujón lo devolví al barro del que estaba hecho. Y volví a mi estado de trance del que nadie podía sacarme ya.

En la familia este suceso significaba la última gota del vaso que venían llenando con sospechas e ideas que en cualquier familia de los de mi clase puedan surgir. Pero increíblemente no les importaba. Pensé que me esperarían meses de encierro en alguna escuela correccional o algo por el estilo. Pero se limitaron a pedirme que sea cauteloso con mis actos, sobretodo en las reuniones con gente de la alta sociedad. Quédense tranquilos, pensé, estoy enamorado de un fantasma que no es fantasma y que también tiene que mentir, aunque ya es grave... porque se miente a él mismo. En fin... pobre el hijo de la Condesa, nunca más fue visto por esos lados. ¿Lo habrán convertido? ¡Eso es imposible!

Busqué su sonrisa en el viento esa misma noche de verano. Las doncellas molestas aún daban vueltas haciéndose ver por todos los hombres del reino, quienes no se privaban de entregarles las más osadas palabras al pasar. Entre ellos estaba él, el segundo "fantasma", entre amigos, riendo y mostrando su hombría a más no poder. Me asomé por la puerta y dejé a mi murciélago dar una vuelta por los jardines. En mi mente estaba lanzándole una mirada efusiva y amenazante, pero en mi rostro se dibujaba simplemente indiferencia, la nada. Imaginé un cielo poblado de nubarrones negros mezclándose entre sí y fundiéndose con el viento arremolinado. Volví a entrar. Enseguida entró él, no sé cómo lo hizo, puesto que no es un fantasma después de todo, pero lo hizo.



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martes, 24 de noviembre de 2009

El Desierto Laberinto

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El desierto laberinto
(por Emilio Nicolás)




Cuales quieran hayan sido los motivos esa mañana para haberlo hecho, la única realidad es que existían y el impulso estaba tomando dominio de mi cuerpo. Instintivamente miré hacia el horizonte que parecía extenderse aún más y más en el infinito y por un momento creí que mis ojos terminarían por cerrarse y sucumbir el resto de mi cuerpo consigo. Pero aún así otra fuerza me mantuvo de pie para contemplar el desierto agrandándose pies y pies en la lejanía bajo un cielo completamente blanco y dejando inconcluso el capítulo que, había creído yo, era el decisivo en mi historia.

Las fuerzas se me terminaban, habíamos pasado días enteros sin alimentarnos más que con nuestras miradas famélicas llenándonos de una falsa energía que de placebo tenía tanto como él de voluntad. Claro que eso lo descubriría más adelante.

No recuerdo bien cuándo partimos, recuerdo que por las noches entre nosotros volaban las palomas mensajeras de una torre a otra. Nuestros rostros eran invisibles y nuestras voces mudas, las palabras eran garabatos en el viento desplazándose silenciosas en la noche. Entonces las ansias de libertad y de explorar nuevos universos terminaron por comer nuestros respectivos cerebros y, empujados por los latidos en nuestros corazones cada vez que llegaba un mensaje nuevo, decidimos partir.

Le dije que no había mucho que perder, que de seguro vería su rostro por primera vez y ya sería combustible suficiente para cruzar el mundo entero. No sé por qué se lo dije, tiendo a ser algo impetuoso pero algo en él me hacía creer que nada era imposible. Su forma de ver al mundo como un laberinto sin salida lleno de trampas en cada corredizo era similar a mi visión del mundo, un jardín de enredaderas espinosas escoltadas por rosas cuyos pétalos dejaban un rastro rosáceo en el camino, mezclándose con la sangre de los caminantes que se atrevían a cruzar adónde no estaba permitido. La diferencia entre ambos mundos, es que en el mío había un centro en el cual no había rastro de espinas, había una meta, una forma de huír... en su laberinto jamás hubo una salida.

Tan iluso fui al animarlo, al decirle que siempre fuimos dos niños perdidos reclutados en nuestros pensamientos y en nuestras confortables camas de seda, el ardiente deseo de explorar junglas y cruzar los mares estaba impulsándome fuera de la torre y sin pensarlo aniquilé a la última paloma suya de un flechazo en pleno vuelo. Ya no había forma de comunicarnos. Era todo o nada. Era salir u olvidarnos de nuestra pseudo compañía a lo largo de las largas y sentenciosas madrugadas. Me pregunté por qué tanto anhelábamos la soledad si al unísono estábamos maldiciendo al vacío de nuestras almohadas al despertar. Encontré en mí la fuerza para revertirlo todo y partir, sacrificando los caprichos satisfechos y los viajes a corta distancia. Quería explorarlo todo y quería hacerlo con él, con el único capaz de entender mi forma de soñar, de idealizar.

No muy convencido mandó una última paloma, casi moribunda, la cual anunciaba fecha y hora del encuentro, en la entrada del desierto Ojo de dragón. Se lo llamaba así porque desde arriba parecía un gigantesco ojo con sus suelos áridos y de tierra en el centro, evocando a la pupila de un ojo de dragón, siempre tan amarillento y asesino.

Entonces temblando tomé mis cosas y allí estuve a primera hora del alba, mientras el firmamento pintaba mi pálido rostro de anaranjado.

Nunca se dijo de mí que sea el más agraciado de los príncipes en aquella época, era el más desafortunado, a decir verdad. Vivía reclutado en mi torre, rodeado de mis sirvientes que procuraban que jamás me faltase algo. Tenía los mejores alimentos y jugos de cualquier tipo. El ocio también ocupaba gran parte de mi rutina, pues no había mucho que hacer allí. Y los libros eran mi debilidad, tenía novelas y libros teóricos de toda clase. A él le ocurría lo mismo en su reino, salvo que él era muy bello, tenía una sonrisa que podía seducir a cualquier jinete y una mirada tierna que emblandecería el corazón de cualquier ogro si es que aquellos tienen. Yo no era bello, mi rostro era redondo y siempre con ojos tristes, poco animosos y desconfiados.

Por eso fue tal mi sorpresa al verlo que por un momento dudé en continuar con el viaje. Estaba tan bien vestido, llevaba capucha en lugar de capa, creí que tenía los mismos anhelos de ser un mago en lugar de ser un guerrero, éramos tan diferentes del resto... llegó imponente y seguro, aunque en sus ojos se reflejaba el mayor de los miedos y el autoestima aún arañando el subsuelo. Pero creí en él, leí en él (y muy mal) el mismo fervor de dejarlo todo atrás para empezar a buscar alguna forma de hacer aquellas risas un hecho real. Sonreí al verlo pero jamás me animé siquiera a estrecharle la mano. Ambos estábamos arriba de nuestros potrillos y mirándonos al mismo tiempo comenzamos a caminar.

Las arenas del desierto poco a poco quemaban los cascos de nuestros animales, que progresivamente fueron enflaqueciendo a medida que la ruta invisible avanzaba. Los áridos suelos parecían derretir todo aquello que pasaba por encima y fue cuestión de días hasta que nuestros caballos sucumbieron en el suelo, desnutridos y muertos de sed. Fue triste verlos como manchas en el camino que, a medida que nos alejábamos, se hacían más y más pequeñas. Algunas aves rapaces asomaban el pico esperando a que seamos los siguientes. Pero atravesando hasta donde el sol termina de derretirse besando el suelo, imponente, anaranjado y contrariamente fatigado, dejamos de ver forma de vida alguna.

El cielo, como dije antes, estaba completamente pálido; el suelo, amarillo; sus ojos, cansados; mis labios, resecos; nuestro paso, lento, muy lento. No salían palabras, sólo había silencio. Recordé que aún no conocía su voz, pese a que habíamos pasado días enteros vagando y vagando, perdiéndonos por completo. Me pregunté por qué lo habíamos hecho, cuál era el motivo de salir buscando tierras nuevas que quizás siquiera existían. ¿Nos considerábamos a salvo en cualquier sitio que no sea dentro de nosotros mismos? Entonces lo miré y comprendí la razón. Recordé las risas y los comentarios irónicos, para nosotros divertidos. Recordé su pesimismo excusado de realismo y su fragilidad. Lo vi tan pequeño, tan asustado y con tantas ganas de vivir, pero éstas no eran mayores a su miedo a morir en el esfuerzo. La seguridad de un hogar certero era más seductora que la búsqueda de nuevas tierras que achicharraban el cuerpo, hacían pajoso al pelo y arrugaban todos los dedos. Claro, el esfuerzo, la lucha, todo era imaginario y no real. Los motivos no existían, no en él, sí en mí.

Fue cuestión de segundos hasta no verlo más, era una mancha negra al igual que aquellos corceles, salvo que yo no estaba moviéndome al verlo desaparecer, yo estaba inmóvil mirándolo avanzar, hacia atrás, de vuelta a la ciudad, dejándome solo con mi sueño de alguna vez conquistar algo que no sea la soledad.

Cuales quieran hayan sido los motivos esa mañana para haberlo hecho, la única realidad es que existían y el impulso estaba tomando dominio de mi cuerpo. Instintivamente miré hacia el horizonte que parecía extenderse aún más y más en el infinito y por un momento creí que mis ojos terminarían por cerrarse y sucumbir el resto de mi cuerpo consigo. Pero aún así otra fuerza me mantuvo de pie para contemplar el desierto agrandándose pies y pies en la lejanía bajo un cielo completamente blanco y dejando inconcluso el capítulo que, había creído yo, era el decisivo en mi historia. Realmente creí que esa vez iba a triunfar, realmente lo creí de mi lado hasta envejecer y sucumbir en el silencio de una noche invernal.

Me equivoqué, dije. Y entonces miré al horizonte de nuevo, impidiéndome avanzar, no iba a conquistar nuevas tierras yo solo. ¿Quién se iba a enorgullecer de mí? El recuerdo quedaría en mi memoria y allí moriría, alimentando gusanos bajo la tierra. No tenía caso, la derrota había triunfado, él se había marchado y ahora a mí me tocaba hacer lo propio, sin su alma a mi lado.


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lunes, 23 de noviembre de 2009

Cuando te encuentre te haré pedazos

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Cuando te encuentre te haré pedazos
(por Emilio Nicolás)






Como dos niños que apenas conocen el mundo estaremos los dos, el día en que te encuentre. Porque no sabes aún que estoy en tu búsqueda, revisando cada espacio que me quede por espiar, entre los árboles más espesos y petrificados y con el rostro helado. Como dos niños seremos que no entenderán nada, y sonreiré vilmente pues mi hazaña estará hecha, y sonreirás de la misma manera para verme enojado.

Entonces te tomaré debajo de los brazos y si la fuerza me ayuda, te daré vueltas. Si no puedo lograrlo, lo haremos a la inversa, y giraré sobre tu eje sin dejar de clavar mis pupilas en tus ojos, tan profundos y alterados. Entonces caeré al suelo y el colchón de hojas muertas se desarmará, y de pronto el silencio entre nosotros se hará notar. No quedará por decir, si todo lo que habríamos de contar ya dicho habrá estado.

Aún así querré oírte, y perdón si me quedo dormido en medio de tu relato, es que estaré tan cansado. Pero me bastará con mirarte mover los labios y desencajarme del espacio, permitiré que mis oídos se ensordezcan y en un ensueño te diré que sí a todo sin entender de qué estás hablando. El mundo se acelerará bajo nuestros pies, o girará despacio, no lo sé, pero cambiará cuando nuestros cuerpos hayan colapsado. Te golpearé fuerte por tanto haberte esperado, si sangras lameré tu herida y te abrazaré fuerte si te quedas mareado.

Por las noches nuestra manta será el cielo estrellado, pero quisiera que llueva fuerte y poder verte empapado, no es que quiera verte enfermo o a lo sumo resfriado, quiero saber qué se siente beber de la lluvia cuando sale de tus labios. Y reiré si estornudas y me quedaré a tu lado.
Te haré conocer cada una de mis locuras y haré que te acostumbres a ellas. Bailaré en los momentos tristes y cantaré fuerte si tienes que hablar de algo importante. Quiero ser tu amante y quiero que seas el mío, quiero que veas la magia que en mí tanto he reservado, y correr lejos de ti cuando te hayas quedado dormido y volver a acurrucarme en tu cabeza antes de que te hayas despertado.

Decirte que estuve allí toda la noche sin pegar un ojo por verte descansando. Desconfiarás de mí y aprenderás mi dulce estado. Me creas o no, cuando te encuentre estaré enamorado, y no miraré más que tus ojos y tu cuerpo cansado. No habrá alguien más que me provoque tal estado, de querer volar alto y robarte un avión privado, sólo me iré por las noches para bailar desenfrenado, a celebrar con la luna y con el silencio que por fin te he encontrado.

¿Por qué desconfías así? De no quererte conmigo ya te habría desechado, pero es que así como te amo, la libertad me han regalado, y soy libre de escapar para pensar en ti a solas, y volver a donde yaces y repetirte que te amo. Cuando te encuentre, envolveré este poema en el más recóndito de los jardines espinados, para decirte que lo busques y luego verte ensangrentado. Y cuando lo leas huiré de nuevo hasta que lo hayas terminado (sabrás que soy tímido y que no querré que lo leas a menos que me haya marchado)

Pero no te preocupes, y no sé para qué lo digo, sabés que volveré, siempre vuelvo, es la libertad de quererte la que me hace desafiar mis alas y marcar el camino hacia donde te he encontrado.

Es mi forma de amar la que me ha marcado, miles de plebeyos de mí han escapado, y sus huellas en el barro con el tiempo se borraron. ¿Crees que lloré por ellos? Te mentiría si no lo hubiese hecho, pero es que siempre supe que el más alocado de los caballeros vendría aquí para competir locura con locura, mano con mano.

Entre los dos nos haremos caras y desafiaremos al más osado, a que aguante un segundo en medio de nosotros, peleando.

Cuando te encuentre, así como yo, como te he soñado, cuando te encuentre, repito, te golpearé tanto...


¿Por qué me haces esperar? ¿Acaso te hice algo malo?





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domingo, 22 de noviembre de 2009

Contrato de amor

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Contrato de amor
(por Emilio Nicolás)




Entonces las rojas puertas se abrieron de par en par y a medida que los lentos y adormecidos pasos avanzaban las tortuosas melodías quedaban atrás, apagándose de a poco.

Lo primero que hice fue cerrar los ojos, pues el cielo ya había aclarado y al parecer iba a ser un día agradable. Con paciencia el canto de las aves iba superponiéndose al ruido.


Bajé unos escalones aún con el rostro fruncido y voltée hacia los demás, que también parecían estar cegados por la luz del sol. A él le sucedía lo mismo pero lo disimulaba con una sobriedad fingida, a propósito muy bien interpretada. Sus ojos estaban perdidos y yo temí.

Entonces algunos de mis hermanos hicieron comentarios acerca de nuestra posible futura y ficticia conversión a vampiros que viven sobre la base de alcohol y no de sangre humana. Otro a lo lejos, mientras se colocaba tórpemente el abrigo dijo que no le importaría beber sangre y otras sustancias para sobrevivir y todos explotaron en risas. Él no.


Será que es su primera vez aquí con nosotros, pensé, y volví a mirarlo, pero sus ojos jamás se posaron en mí. Una sonrisa tímida apareció de la mano de una mirada fugaz que se desvió a las nubes y de inmediato pensé en lo monstruoso que debo verme a la luz del sol después de una noche en el abrigo de la plena oscuridad.


En todos se notaban las ojeras bien marcadas y violetas, las pupilas rodeadas de pequeñas venas rojas y los ojos lacrimosos anhelando por una cama. Verlos no me animó mucho, rápidamente pensé en caminar por delante de él y que de esa forma no vea mi rostro demacrado, pero entonces, pensé, de seguro malinterpretaría todo y creería que no me agradó la primera noche en su compañía. La realidad era que había superado mis expectativas pero ¿cómo hacérselo saber? ya sabe uno que en estas tierras alcanza con mostrar una sonrisa para que te crean un esclavo dispuesto a entregar el corazón al verdugo. Debía ser inteligente y cauteloso, debía demostrar interés desinteresado, o algo así. Entonces lo tomé del brazo y todas mis reflexiones se burlaron de mí (y por dentro lloraban)

Mis pasos parecían marchosos, si es que existe la palabra, de todos modos se entiende. A lo que voy es, caminaba como un androide, y temía estar arrastrándolo conmigo en mi... llámese timidez, nerviosismo, eso que me hace actuar como no soy realmente y que me hace odiarme a medida que pasan los segundos. Las manos me sudan y la sonrisa tímida se escapa entre palabra y palabra (sin hablar de la risa nerviosa, lo peor en esas situaciones)


Su postura era la de un niño perdido en una ciudad y caminando con los turistas para descubrir hacia dónde estaban yendo, pero sin dejar de encerrar en su frasco todo el temor, toda la desconfianza y el anhelo evasivo de querer estar a salvo en casa. Pobre, realmente lo estaba torturando pero, ¿acaso lo había elegido? tenía tantos deseos de preguntarle si se sentía cómodo, si disfrutaba caminar junto a mí tanto como yo creía que lo estaba haciendo, si realmente quería venir o si por dentro no quería otra cosa que correr lejos de mí a los gritos moviendo los brazos.


Tantas ideas pasaron por mi cabeza que detuve el paso y suspiré. El pobre me miró extrañado y una vez más no tuve más remedio que reír de mi evidente poca experiencia en el amor.


Me sentía expuesto a la mirada de los demás, que de seguro además de pensar en sus almohadas esponjosas también estaban suponiendo las emociones que en ese instante atravesaban mi columna vertebral... ¿se habrán reído entre ellos de mi patética escena? ¿habrán sentido lástima? los quiero pero en ese momento me hubiese encantado que se fueran por distintos caminos y me dejen respirar. En realidad ellos no eran, era él, si claro, él era el que me hacía actuar así, pero no quería que se fuera, no no, al contrario.


Una vez sentados en el transporte que de a poco nos iría acercando a todos a nuestros cálidos hogares (con ventanas filosas) las conversaciones fueron permitiendo que él suelte alguna que otra palabra y aflojara la lengua; y yo, atento, lo escuché hablar con los demás sobre banalidades del momento. Me gustaba verlo socializar y me pregunté si es bueno o malo presentar a quien te desvela todas las noches a tus compañeros de vida. ¿Qué sucedería más adelante? Podría pasar cualquier cosa que no quiero ni escribir porque siempre tuve temor al abandono. Y en ese momento se notaba que estaba depositando todas mis esperanzas de vida en un completo extraño que había pasado toda la noche sentado junto a mí en la barra, bebiendo sin parar y riendo de los demás al pasar. ¡Qué perdedor!


Me miró.

Me sonrió.

No temí tanto.

Eran nervios, quizás.


Se irían pronto, quizás...


Para cuando pasó más de una hora y estuvimos solos en otro vehículo similar que estaba aún más cerca de casa lo vi muy impaciente. Sé que odiaba viajar, me lo había dicho una y mil veces, pero era necesario el sacrificio si de verdad quería compartir conmigo el resto de nuestros días (eso suena tan feo que ahora mismo me estoy arrepintiendo mientras se me nubla la vista -es tan temprano en la mañana y debería estar durmiendo-)

Como sea, ambos habíamos pactado eso y no había vuelta atrás. Él mataría a su soledad escuchándome cantar y recitar poemas en bares poco transitados y yo me sentaría en sus rodillas a comer frituras mientras él derrotaba a uno o dos demonios vagando en el monitor.


La mañana era larga, el viaje era largo, su cara era larga. Realmente odiaba estar ahí y eso me hacía entristecer...


Por un momento comencé una palabra que se transformó en un gemido corto, estaba por preguntarle si tenía ganas de volver. Pero desistí. Él ya es grande, pensé, supongo que si algo le molesta se levantará y se irá.

¿Pero si tiene miedo de herirme y lo hace de caballero que es?

No creo que sea tan caballero, a veces pierde los modales conmigo así como yo pierdo los míos cuando tarda minutos y minutos en contestar por culpa de ese desgraciado videojuego.

Sus pupilas revoloteaban sin parar, nerviosas, exhaustas y a punto de sucumbir en la desesperación.
Le tomé la mano, reclinó su cabeza y la apoyó cómodamente en mi hombro. Sonreí y me alivié de no tener que hacer más un intercambio de miradas que provocaría el nacimiento de mil conjeturas más. Alabado sea el cansancio.

Extendí mi cabeza hacia abajo y la apoyé contra la suya. Éramos dos niños cansados de la soledad, cansados del dolor, de la decepción y de las camas por la mitad. Nuestras cabezas apoyadas en el silencio de la mañana. Miradas extrañas y furtivas, dos chicos de la mano ¡En el siglo XXI!


Estaba por sumerjirme en el más hermoso de los sueños, estaba por imaginar que él no estaba nervioso, que estaba completamente muerto por mí así como yo lo estaba por él. Estaba por soñar que él era más expresivo que esos ojos perdidos con los que me llena de dudas y de temores. Soñé que me declaraba su amor pese a sus miedos y que yo le decía que no había nada que temer.


Pero, aunque su cabeza estaba acariciando la mía, no podía leerla, no había forma de decodificarla.

Temí por el contrato.

Ansié tanto leer sus pensamientos.

Ansié tenerlo por completo.




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Atrapado en Invierno

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Atrapado en invierno
(por Emilio Nicolás)




Desde entonces supe que no había forma de volver. Sentía las invisibles telas de seda arrastrándose muy despacio por cada una de mis capas de piel al ritmo de una melodía clásica que sólo yo podía oír esa mañana tan, tan helada. Los paisajes iban alterándose constantemente mientras me movía sin moverme, a excepción de aquellos momentos en los que el vehículo saltaba por algún bache y me obligaba a despegarme de mi asiento durante unos instantes, instantes en los que muy levemente me sentía vivo. No podía despegar mis ojos de la ventanilla ni dejar de mirar el suelo blanco, cubierto de escarcha, así como ahora yo estaba siendo cubierto por una sedosa capa congelada, sí, fría, pero incapaz de robarme quejido alguno.

Desde entonces supe que no había forma de volver, estaba confirmado, lo que tanto dije ser ahora salía de su capullo y se preparaba para dejarse ver. Al lado mío, él dormía inquieto, triste, sabiendo que me tenía al lado, pero que ya no volvería a ser. Era nuestro último viaje juntos, él estaba durmiendo, yo estaba despertando.

Mis ojos, pese al sueño, pese al cansancio, no podían más que permanecer bien abiertos, atónitos ante las olas de pensamientos que me azotaban una y otra vez conforme pasaban los segundos. Miré al suelo, sentí el frío, las piernas congeladas que tanto me costaría mover minutos después cuando haya sido la hora de bajar, las manos insensibles con las que minutos antes había acariciado su rostro... su rostro que estaba a tan pocos centímetros de mí y que sabía, no iba a volver a acariciar.

Los paisajes iban transformándose, de a poco dejaron de hacerse ver los céspedes canosos y aparecieron los flamantes edificios, que mejor saben disimular el hielo que los cubre en cada mañana de invierno. Me pregunté si lo mismo pasaba conmigo, me pregunté si él había sido capaz en alguna oportunidad, de ver el hielo que de a poco se iba engendrando en mi piel, que con cada beso, con cada abrazo empezaba a nacer. Otra vez lo miré, con un sueño incómodo, difícil, cansado. Intenté mirarme y recordé esa mañana helada en la que sentía calor en el pecho, y un sudor frío en la espalda, luego le pedí que me preste un poco de frazada y dije a mis adentros que jamás había transpirado en una noche de invierno, bajo las tibias mantas, y que ser acariciado por el frío velo de la mañana mientras estando cubierto por sudor se siente tan letal como ese despertar que en el viaje fui viviendo.

Desde entonces supe que no había forma de volver, el verde canoso ya no estaba más y ahora era ruta, edificio, gente cansada, ojos tristes, ojos de rutina, pasos que me tendría que obligar a dar más adelante y ganas de no estar tan lejos de casa. Lo miré, lo vi durmiendo tan intranquilo y triste, seguramente soñando con ese instante en el que me sostuvo fuerte, quizás sin pensar que sería la última vez que lo haría, y con mis manos que antes lo habían acariciado, ahora sujetando las suyas y haciendo fuerza por soltarse. El velo estaba casi completo, déjame salir, pensé, déjame, que asegurándome tuyo no logras más que hacerme sufrir. Sí, soy extraño, soy arisco, soy una araña tejiendo su propio refugio y soy la mariposa que cae en él. Soy día y soy noche. Soy una tarde de verano en un muelle con niños saltando al agua tibia y verdosa, y soy el crudo invierno quemando a las plantas y ahogándolas con mi gélido abrazo.

Desde ese entonces... supe que no había forma de volver. El tiempo había transcurrido, las horas y los minutos que alguna vez, en forma de manecillas del reloj de mi cocina quise arrancar, ya habían corrido. Y digo que alguna vez los quise arrancar, porque existió un misterioso caballero en mi vida en otra época, que envenenó mis labios y como un fantasma se fugó en la niebla. Días y días pasé esperándolo, noche tras noche en la ventana con la esperanza de ver un destello en la oscuridad, un destello de su figura acercándose lentamente al grito (o susurro) de "aquí estoy". Entonces fue cuando corrí enfermo hacia el enorme reloj de roble que me asesinaba silenciosamente y antes de que termine con su progresiva tortura, arranqué del mismo las manecillas. Nunca más, dije, nunca más, y las ví caer al suelo. Entonces me recosté hechizado por la desesperación y dormí hasta soñar que volvía.

Y una vez volvió, volvió indulgente consigo mismo, con la noticia de que ahora su propio reloj estaba asesinándolo con cada segundo que lo azotaba. La enfermedad lo había obligado a marcharse, a marcharse con el propósito de no hacerme sufrir. Pero nunca supo que yo también estuve enfermo y que en ese entonces, el tiempo también era mi inquisidor. De todos modos ya era tarde... así como volvió... de nuevo desapareció, y esta vez para siempre.

(pero esa es otra historia)

Desde entonces el reloj, tan traicionero, tan amado, vive en mi comedor pero no me atrevo a mirarlo.

Desde entonces, como dije, supe que no había forma de volver. El tiempo había hecho lo suyo, su consejo de quedarnos en el refugio de casa no había sido escuchado por mí. ¿Para qué quedarnos? Si nos quedamos no habrá forma de que me veas y yo no podré verte, estaremos inmersos en la oscuridad, acariciándonos, haciendo el amor, pero no mirándonos a los ojos, porque la vergüenza, quieras o no, está al menos en mi cuerpo y lo invade constantemente, déjame salir, déjame demostrarte cómo soy cuando salimos del reconfortante hogar y déjame bailar bajo la lluvia en pleno invierno. Déjame, déjame.

Recordé el tren llegando con demora y burlándose, como si extendiera el tiempo para verme desesperar. "Esta será la última vez que ambos suban y peleen por el asiento junto a la ventanilla". Ya no más, ya no más, no sabes nada pero ya no más. Y así fue cómo el tiempo se encargó de hacerme saber que los últimos momentos habían pasado y nosotros sin saberlo. Yo, despertándome. Él, durmiendo.

Desde entonces supe que no había forma de volver. Ya nos habíamos bajado y con nosotros subía el amanecer. La escarcha se hacía agua y el agua se hacía vapor que nublaba nuestros pies, sin embargo eran mis ojos los que no podían ver, cada vez que se arrimaba tu rostro tan herido mirando al mío tan cruel. La seda estaba completa y ahora... ahora estaba cubierto por un velo que te impedía volverme a ver.

Sin emitir una sola palabra nos envolvimos en frazadas, seguías inmóvil, distante, quizás ahora sí, ahora sí sabías que ésta sería la última vez. Me cubrí de mantas aunque jamás te dije que ya tenía otro velo cubriéndome. Esperé a que te duermas y te volví a ver. De nuevo tu sueño intranquilo, cada vez más fuerte, cada vez más doloroso y esa espina en la cintura que me hacía doler. Hice una mueca de rabia, por sentirme así, tan frío al decirte que contigo no podré volver, pero al menos sé que siento y que tu dolor se hará mío alguna vez, que me molesta tu molestia y que verte así me hace enmudecer...

Al fin de cuentas soy un ser humano, o eso intento ser. Lamento que desde ese entonces supe que no había forma de volver, que me descubrí a mí mismo como el frío ser que siempre temí ser, que soy libre, tan libre que estoy casi seguro que con nadie podré sentirme como quisiera que así pudiera ser. Soy tan soñador que al bajar a tierra me encuentro con algo que no es y no podrá ser, y no tienes la culpa, pequeño príncipe, ese soy yo, que desde entonces descubrí que mis sentimientos no siempre (casi nunca) se dejan ver, y que estoy cubierto de un velo, que ni tú ni nadie podrían romper.




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jueves, 19 de noviembre de 2009

Así la conocí

(primero las damas)




Así la conocí
por Emilio Nicolás







I.




Ella estaba sentada con alguien. Apenas notó mi presencia en la oscura noche y mi rostro se enredaba con otros.

Yo era una más.

No recuerdo cómo estaba vestida. Sólo la recuerdo sentada. Era tan bella como lo había imaginado. Su piel tan fresca, sus rodillas tan bien flexionadas en la vereda.

Pero aquello no era motivo de distracción para mí. En mi cabeza una serie de datos acerca de ella, fabricados por mí, daban vueltas y me hacían girar hacia el otro lado. No la quería cerca.

Su belleza... ah... su belleza superando las barreras de cualquier pixel a través de un pedazo de vidrio. Pocas veces me sucedía esto, pero aún así, no me urgía prestarle atención.

Fue entonces cuando la vi levantarse y la escuché hablar. Su voz tan... distinta a como la había imaginado. Me llevé una sorpresa. Recuerdo que mis mejillas se ruborizaron, pero en menos de lo que pasa un segundo...
Ya me estaba olvidando del tono de sus labios...

Su recelosa dueña estaba cerca, y juntas conversaban mientras caminaban a la par mío.
Se las veía... no sé si "bien" es la palabra, pero al menos se las veía.
Y ella... tan sobreprotectora... la cuidaba como a nadie. Los cuidados más inútiles e insignificantes le daba.

Por mi cabeza rondaban la ternura y la curiosidad. Pero ella era incapaz de voltearse a verme. Y si me veía, yo voltearía mi rostro también. No la quería cerca.

Y ella... tan desinteresada, tan acostumbrada a los cuidados de esa princesa caprichosa.
El humo que emanaban sus labios parecía tener otro color, otra forma. Pero no me interesaba.
Su voz se hacía eco en el cuarto mi cabeza, de inmediato abría la ventana.

Alguien por ahí me dijo emocionada... "¡Me saludó, me saludó!" mientras con sus puños histéricos me presionaba el cuello de la campera.
La miré con el rostro fruncido y le dije: "A mí también me saludó, pero no estoy saltando de la alegría"

¿Tan importante era ella?
¿Tanta era su belleza?

Mi mente la bloqueaba, de alguna forma no me dejaba ver lo que los demás veían en ella.

Aún así... todos esos pensamientos que yo tenía sobre su presencia, sabía, eran falsos. Los había creado yo, a partir de las lecturas escasas que tenía de su puño y letra.
No eran más que palabras sueltas en el aire que no formaban oraciones. No tenía sentido. Era tan poco lo que tenía a ciencia cierta.

De todos modos... lo poco que había sobre la mesa me dejaba un sabor amargo, superficial, más bien... inalcanzable... sí, para mí.

La noté un poco exaltada... un poco... ¿Hiperactiva? Quizás...
Lo repetiré... mi mente la bloqueaba, creaba un muro negro entre su persona y la mía.




Pero no era por ella.
Era por la otra.




Y en medio de la noche... pasadas algunas horas, pasados licores...
La vi decepcionada
¿Primera vez que le sucedía? ¿Segunda?
No sé, jamás la había conocido, ni quería hacerlo.
Incontables eran las veces en las que había hablado mal de ella y sin conocerla...

Pero ahí estaba
Esa figura de cristal que todos idolatraban...
Se estaba rompiendo en mil pedazos frente a mi presencia...
Tan inmortal... tan inmortal no era...




De nuevo Ella... ¡ELLA!




La odié sin conocerla... la odié por atreverse a romper esa figura que tan buena fama tenía...

Pero insisto... mi mente la bloqueaba.
El sol comenzaba a salir y ella corría detrás de su dueña, rogándole compañía, rogándole no la deje, acelerando sus piernas cortas...

Que la haga trizas, que la arroje al suelo, que la patee y le falte el respeto, pero que no la abandone... eso pedía...

Sentí tanta pena por ella... princesa histérica rogando compañía...

Pero no me importaba,
no había ido por ella
y no volvería pensando en ella...


De hecho...


Cuando regresé a casa...


Lo que menos tenía en mente era su figura deshecha.




II.


Siete días pasaron...

Siete días en los que... pocas veces su rostro se hizo imagen en mi universo.
No la necesito. No me interesa verla de nuevo.

Pero... aún así no dejo de pensar en lo que le habrá ocurrido aquella noche en la que la ví marcharse ya no como la Diosa que antes era.

Aquella noche en la que su figura se rompía frente a mis ojos. Y yo, tan indistinta a su destino, a su sufrimiento, retorné a mis sueños, sueños en los que ella no está ni estará jamás.

De todos modos... ¿Por qué a veces pienso en ella? Culpo a mi afán de querer curiosear a todo lo que me rodea, sin más propósito que el de saber.

Dicen que la curiosidad abre puertas cuyas llaves no estaban destinadas a estar en nuestras manos.


Pero... ¿Existe el destino?


Sea como sea... ella no es parte del mío. Ella pertenece a otro universo y yo ya tengo el mío. Ella no es nada para mí.


No ignoro que esta noche la veré. No lo ignoro. Saber su presencia no me conmueve ¿O sí? No...

Voces... del norte, del oeste... me han comunicado de su situación.
La supe atacada, perseguida. La supe del otro lado del teléfono, desesperada. La supe corriendo, huyendo asustada... de su amor...

Y volviendo a los brazos del mismo...

De nuevo, de nuevo Ella dominando su mente y su cuerpo.
Pobre muñequita de cristal controlada por el cegado sentimiento de... ¿de amar? no... de evadir la soledad. Sí...


Y me vi reflejada en ella...


La princesa que se cae y ve romperse su zapato de cristal, impidiendo que alguien se lo recogiese.
Y accidentalmente lo rompe al descender corriendo de las escaleras abrazando a la villana que le arrebató la posibilidad de elegir, de ser libre de buscar en lugar de encontrar.

Disfruta de su dolor. Lo disfruta.

Y yo, otra que espera sentada a que sean las doce, mirando fijo a un reloj que está detenido.
Que alguien me avise que tengo que comprar baterías...

Pero no pude verme del todo reflejada en ella. Aún no he visto sus ojos. Es que es tan inquieta...

No... no voy a pensar más en ella, es imposible, no me interesa.

En la estación donde las islas no se mueven con las aguas comencé mi camino. Sabía que estaría, sabía que iba de último momento. Las demás eran muchas y a la vez se veían en escala de grises. Era a ella a quien esperaba.

No, no puede ser, no la quiero ver, no puedo dejar de decírmelo. Maldito sea mi inconciente que me obliga a pensar en cosas que no debo. Vuelve a esconderte en tu casa de vidrio y déjame dormir.


Pero cuando dejé de pensar ahí estaba, acercándose hacia donde el peligro me distraía.


De nuevo... de nuevo el humo tomando color al salir de sus labios como figuras de inestable vapor de opio. De nuevo ella, pero esta vez... sola.


Me pregunté de nuevo si su dueña seguía siendo su dueña. Quién diría que más adelante descubriría que ambas estaban entrelazadas por una misma serpiente en la desesperación.


No pude conmigo misma. Le esquivé la mirada y la saludé por cortesía. Princesa perfecta... te envidio, quiero ser así, infelíz, pero fresca como el rocío de la mañana.

Sí, era eso, la envidiaba, envidiaba su forma de moverse, envidiaba su voz y sus ojos que ahora los estaba mirando... eran... de plástico a primera vista... pero no pude ver más, no en esa noche.

Emprendimos camino pero, aunque esta vez la tenía más cerca, mis pensamientos seguían hundidos en otros asuntos.
La ví sentarse cerca de mí, pero lo suficientemente lejos como para no dejarme seducir por su simple forma de moverse.

Me dormí con los ojos abiertos y me sumerjí en mis pensamientos. A dónde iría esa noche. Qué nuevos encuentros se pararían frente a mí. Cuántas nuevas experiencias estaba por vivir...
Esa noche yo era virgen, a diferencia de las demás. Mi cabeza estaba muy ocupada, ella no estaba dentro.

Por momentos se dirigía a mí, preguntaba indirectamente de dónde venía y cómo me había comportado antes. Hasta tuvo oportunidad de hacer notar mi caligrafía.
Me hubiese gustado ver mi rostro en ese momento. De seguro mis mejillas se habrían tornado a rojas ante la situación... Ella, tan poderosa, hablando de mí. Pero no podía verme ni en el reflejo del cristal a mi lado.

En menos de lo que se enciende una chispa ya me había olvidado de ella nuevamente.

Ya debajo de las aguas la perdí. Se fue por ahí. A mí no me importaba, tenía a las mías cerca y aunque, a veces celaba a alguna de ellas, no era motivo para alejarme. Al contrario, sentía un leve regocijo al hacerla enojar. Aún mis pensamientos sobre ella me dejaban un sabor amargo. Niña caprichosa que se quiere llevar al mundo por delante. Conmigo no podrás.

Tanto era su orgullo y su paradójico autoestima bajo fusionados, que en cuestión de instantes estabamos uniendo nuestras espaldas. El contraste. Lo divino y lo terrenal, lo eterno y lo mortal. Vi su derrota. Si sus cabellos no estuviesen tan erectos quizás habría ganado la contienda. Pero gané yo, pequeña.


En ese lugar estaba lo que buscaba. Lo nuevo. Lo inesperado.
Lo... lo inesperado.
No, esa caverna colorida no era lo inesperado...
Lo que no esperaba era que al darme vuelta nuestras miradas se cruzasen...


¿Por qué me miras?
¿Por qué te miro mientras te quitas la blusa?

¿Notaste algo?





No puedo permanecer indiferente a tus ojos... que ahora se ven distintos.




Adentro de aquel sitio la perdí de nuevo. No me importó.

Esta vez me volví a enfocar en mis ambiciones. De nuevo estaba bebiendo los más dulces encuentros hasta embriagarme de ellos.
La cabeza me daba vueltas y los fulgores se mezclaban con mis dedos. Ella no estaba, y no la quería.


De nuevo en medio de la noche se hizo notar. Su rostro, cual cara de niña caprichosa que no quiere jugar, y mi impulsivo brazo que la toma para hacerla salir de su escondite.


Pero los minutos, las horas transcurrieron y volví a perderla.



No recuerdo lo que hice en ese lapso. Pero luego la tenía cerca de mí, de nuevo.

Las demás damas se perdieron.


Subimos.
Supuestamente era parte del ritual que me correspondía ejercer.
Un ritual del cual no quería participar. Pero era necesario.


Le tomé la mano.


¿Por qué se la presioné?
No sé. No sé.
Pero se la presioné.
Y ella presionó la mía al instante.


Y en medio de la oscuridad, uní mi frente con la suya.
¿Por qué? el frenesí quizás...
Pero todo estaba oscuro y las manos aparecían por diestra y por siniestra.
Manos que buscaban otras manos, manos que buscaban otros miembros. Manos por doquier.
Estábamos en el infierno. Era Dante y ella mi Virgilio, mostrándome los más monstruosos placeres humanos y cuidándome de no caer en ellos.

Pero... su frente, y sus brazos rodeando los míos, o mi cintura. ¿Por qué no puedo recordar?
Porque la detestaba. Pero en ese preciso momento descubrí que no la conocía, no podía repudiarla.

Princesa... ¿Por qué estoy tocando tu cuerpo? Será mejor que me aleje...



Y de nuevo la vi por última vez al asomarse el sol
Me... me abrazó, pero no fue significativo, lo hizo con las demás señoritas.
Yo era una más.

Como en aquella noche en la que la vi sentada con su dueña.

Su dueña...

¿Qué sería de ella?
¿Qué estaría haciendo ahora?


Nuestras miradas antes de entrar, mientras el sol se ponía.
Nuestras frentes en la oscuridad.
Su abrazo al amanecer.

No. No puedo pensar en ella, se supone que la detesto, que no la quiero. Todas lo saben.
Todas saben que no la necesito, que su nombre me provoca náuseas.


Se fue así, rota como la vi.


Y entendí que no... no era envidia.



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