lunes, 30 de agosto de 2010

Prisión






Prisión
(por Emilio Nicolás)




Nuestras prisiones eran distintas, sin embargo parecían iguales desde adentro. Es gracioso que diga esto, jamás creí que tendría la oportunidad de entrar al menos un día. Desde afuera la mía es totalmente transparente, y por momentos me duele tanta exposición. No hay de mí que no se esconda a la mirada de los otros. Cuando duermo, cuando lloro y hasta cuando siento se puede percibir desde lo lejos. De todos modos con el tiempo me acostumbré a tanta exhibición. Aprendí que así es la composición de los ingredientes con que me amasaron y me dieron forma. Las flores desde la reja que dejaban mis amigos venían con recomendaciones del tipo "coloca unas cortinas" o "al menos tapa la mitad" y siempre les di la razón, pero por alguna razón me daba pereza buscar unas cortinas dentro de esta enorme prisión. Me pregunto si las habrá.
Lo bueno es que desde adentro yo podía ver el exterior y, aunque no podía ver del todo a otras personas a menos que se acerquen demasiado, tenía de consuelo el cielo nocturno para tirarme espalda al cristal y quedarme dormido así. Diferente era su jaula, que desde afuera no se veía muy bien, parecía sólida, de gris adulto y de piedra dura. Aunque admito que tenía algunos huecos desde los que podía vérselo siempre distraído,siempre entretenido y siempre de un extremo a otro. O estaba completamente alienado con su trabajo, contestando llamados y tecleando sin cesar, o estaba totalmente ebrio y desorientado como un niño que no sabe a dónde ir. Desde mi prisión podía verlo y a veces me quedaba noches enteras con la panza al suelo y los puños cerrados en las mejillas, preguntándome qué clase de pensamientos correrán por su cabeza tan extraña.

Mi capa azul, la había perdido hace tiempo, no porque quiera perderla, sino porque a menudo dejaba entrar a una pareja de roedores que tenían la costumbre de llevarse cosas cálidas para su madriguera y con frecuencia se los veía empujando algunas de mis ropas hacia afuera de la prisión y con una sonrisa la veía partir. Me gustaba pensar que al menos una parte de mí salía hacia afuera y servía de algo. Permanecería la eternidad como un nido que abrigaría quizás a muchas generaciones de pequeños roedores. No podía negarles tal honor.
Sin dar lugar a digresiones, mi prisión prácticamente se había metido en su prisión desde aquel día en que se hizo rotación y se amontonaron cerca algunas prisiones de desconocidos. Una, recuerdo, estaba hecha como un gran fuerte elevado y la primera noche que la vi intenté subirme a lo más alto de la mía para poder ver al menos quién se refugiaba del otro lado. No hubo oportunidad. Y sufrí mucho no sé si por aquel o aquella recluido o recluida, quizás mi curiosidad insatisfecha era motivo de un llanto caprichoso entre sábanas mientras detrás de mi espalda se elevaba tal fortaleza. Claro que esa clase de berrinches se iban con el tiempo y olvidaba aquellas figuras que imaginaba tan aprisionadas como yo, con sus pensamientos y sus miedos ocultos tras cuatro paredes. Por dentro quería alguien a quien no olvidar, alguien con su prisión tan transparente como la mía y que me permitiese ver más allá de los paredones, y creí que había encontrado al indicado cuando me incliné para espiar por el espacio que había detrás de esas gruesas paredes que lo dejaban mostrarse en su plenitud, tan lleno de carne y de huesos y de sangre. Algunos vellos en el rostro y otro tanto sobre la cabeza. Mirada fuerte y decidida. Ojos redondos y negros y piel morena y saludable. Verlo era un placer, espiarlo me divertía y soñar con él me hacía feliz. De hecho siempre fui feliz con tan poco. Despertaba en medio de la mañana imaginándonos caminando por las calles infestadas de gente que va y que viene sin mirar más que para adelante. Y lo imaginé cuidando mis pasos para que sean acorde a los suyos. Claro que fueron nada más que sueños. Una mirada tan adulta como la suya no haría más que caminar hasta la esquina y voltear hacia atrás esperando a que lo alcance para poder cruzar. No eran más que sueños los míos, nada más.

Y fue así como una mañana me descubrió mirándolo. Era mañana de fin de semana, estaba algo ebrio y con la mirada perdida, supuse que no notaría que estaba allí espiándolo y mágicamente de nuevo sucedió la rotación y nuestras prisiones quedaron una junto a la otra. Corrí al espacio que había entre la suya y la mía y extendí mi mano. Con algo de fuerzas tomó la mía pero jamás sonrió. Sonreí como niño y la solté. No era conveniente permanecer sí, algo de miedo infundía en mí. No sé si eran sus ojos, o su miedo el miedo que cubría el cuarto entero. No sé, pero una vez el párroco en una de sus visitas me dijo que yo era como una esponja que absorbía todo alrededor. Si percibía ira era ira lo que devolvía, y si percibía miedo, sería miedo el que se dibuje en mi rostro. Aún así, nunca quise soltarlo.

No sé por qué lo hizo, no sé si estaba aburrido o si se sentía tan solo como yo, pese a que nunca se lo veía solo, siempre estaba con algún amigo o quien sea. Ignoro, ignoro por completo. Pero con frecuencia se asomaba al espacio que lo dejaba ver hacia afuera y, como yo era transparencia pura, me veía siempre hacer lo que sea que estaba haciendo, ya sea durmiendo o cantando alguna canción sin prestar atención al mundo o intentando cocinar. A veces sonreía y me declaraba sus deseos de cruzar para hacerme compañía. Yo sonreía y sabía que eso era imposible. Dicen que el último paso antes de que nos liberen es convertir la prisión en una celda de vidrio, a la suya le faltaba un poco más que a la mía. Sin embargo yo, que peco de ingenuo y que por eso aún no puedo salir de mi celda, tomé sus expresiones de deseo como deseos de proyectos y así fue como cada vez que me iba a dormir no lo hacía sin antes dejarle un beso en la frente. Jamás supe que estaba pensando demasiado en su prisión y había descuidado un poco la mía. Y discutí con un ave que me vino a visitar la mañana siguiente, cuando espié y lo vi concentrado en otras cosas y lejos de querer conversar conmigo. El ave no dejaba de llamarme iluso, tonto, descuidado, ingenuo y enamoradizo. Me senté sobre la cama y vi con tristeza que el espacio ahora era piedra. El ave antes de volar, me susurró en el oído que lo deje descansar, que la razón por la que mi celda sigue siendo una celda es porque aún me cuesta tolerar. Los corazones no son todos iguales y algunos se mueven a diferente velocidad. Algunos tienen más miedos que otros. Otros confían más. Quizás que me diera la mano en la calle hubiera sido mucho soñar. Que me devuelva más que silencios se acercaba un poco más a lo ¿normal? Pero si dentro de mi cordura la locura es no soportar, que no todos son iguales y que no todos podemos coordinar. Mil lágrimas brotaron esa noche mientras la piedra seguía en su lugar. Deseé que asome de vuelta, que suelte el miedo que lo obligaba a construir ese paredón tan frío y que salga a la vereda a conversar. Quizás los dos, sobre el cordón y con la luna sobre nosotros podríamos llegar a algún acuerdo, algo que pactar, alguien que deba esperar, una promesa que con paciencia se llegaría a concretar, pero no obtuve más que el silencio de la noche y aunque no creo en dioses recé para que pueda superar aquella prisión dentro de su prisión, que no era mas que su propia mente atormentada que le impedía ver en mí aquel niño que no quería más que acompañarlo a atravesar lo que quisiera que quiera atravesar. Las ganas se metieron por mi chimenea como los espíritus del polvo que bajan en forma de lluvia y así me quedé con ellas, deseando que las cosas fueran distintas y nada más. Le dejé mil mensajes, no directos, porque nunca lo quise molestar. Este es uno de ellos, de hecho, para que sepa que, aunque me duele su frialdad y ver su frío paredón de piedra cuando le quiero hablar, en algo estoy fallando y por eso mi celda sigue en su lugar. Si en algún momento quisiera asomarse y conversar... no habría resentimientos. No más. Sólo espero que otra rotación no nos sorprenda y no nos vaya a alejar.







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viernes, 27 de agosto de 2010

Cruzar la barrera





Cruzar la barrera
(por Emilio Nicolás)




Cuando uno es nuevo en muchos campos lo primero que va a pedir es tolerancia, consigo mismo y con el ambiente que lo rodea. Uno o dos errores son aceptables y el terreno es casi virgen. Los pies lo están pisando por primera vez y es natural que algún que otro balanceo al caminar desvíe la atención hacia el objetivo y despierte más dudas tanto en el participante como en el observante que dan lugar a inevitables prejuicios sobre la base de un "todo" que jamás va a darse a conocer del todo en las primeras intervenciones.

Algunos cayeron muy rápido, dolió ver cómo mi compañera a quien creo capaz en muchos ámbitos (en otros no la conozco) tuvo que abandonar la meta para volver a intentarlo el año siguiente. La abracé, me acuerdo, entre cigarrillos a la noche y camperas porque hacía frío. Y caminamos hacia la estación y una vez más, cuando se fue con su pelo siempre liso y su sonrisa a todo (a todo) miré mis propios zapatos, lustrados y negros y me volví a concentrar en mi camino.

Ser docente no es fácil, lo sería si siguiésemos todos el ineficiente método conductista o el reproductor que constan ambos respectivamente del clásico acción/reacción o el de asumir un papel de parlante que se limita a repetir mecánicamente los contenidos que previamente se bajan como corresponde según la trasposición didáctica.

Ser docente no siempre es ser docente. Al estar horas y horas como el centro de atención de treinta chicos en pleno proceso en algún momento se desbarata. Quizás en una tarde soleada se me da por mirar por la ventana mientras todos copian y miro a la alumna que tengo más cerca y le digo "qué ganas de salir por ahí" o "¡Cómo me dormiría una siesta!" y una sonrisa cómplice de "Yo también quisiera salir" alivia un poco la sensación de querer equilibrar más la balanza para el lado de la persona y dejar al menos un ratito, que descanse al profesor.

Y no estoy a favor de que la balanza esté de un lado o de otro, al contrario, el buen docente sabe equilibrar ambas para que los contenidos sean aprendidos, y sean procesados y sean transmitidos de la forma adecuada para que una mentalidad completamente distinta a la del docente pueda adaptarla según sus experiencias y sus parámetros de aprehensión y así llegar al entendimiento. No es fácil, pero la clave está en el vínculo.

Los alumnos no son cabezas una detrás de otra en pupitres, ni son apellidos en una lista ni son calificaciones. En estas semanas que llevo como practicante no sólo a mi profesora sino a mí también me asombró la habilidad con la que encontré a cada uno de los treinta y uno a una persona en particular, que tiene sus deficiencias y sus puntos fuertes y que tiene cada uno de ellos una manera diferente de acceder al conocimiento. Con algunos no cuesta nada. Antes de que termine el concepto las chicas "de adelante" ya se apresuraron a decirlo antes que yo. Y me miran sonriendo, orgullosas de su atención y de mis ojos que las animan a seguir así.

Están también "los de atrás" (increíble que en casi todos los casos el cliché nunca cambia) que charlan y se levantan pero que en algún momento te llaman tímidamente al banco para que les expliques de manera personal. No tengo problema, lo que quiero es que aprendan, sé que no es lo ideal, pero con animarlos a que participen más a veces funciona.

Los del medio tienen lo suyo, algunos trabajan, otros charlan sin detenerse y a veces tengo que "amenazarlos" para que me miren asombrados y me den pie a hacer algún chiste que los relaje. Casi siempre trato de asomar por la ventana un costado distinto. Reírme de mí mismo es una de las formas, cuando me confundo de nombres o cuando se burlan porque me obligan a quitarme los piercings para entrar al aula. La risa es sana y siempre es bienvenida y si contribuye a un clima más solidario no veo por qué evitarla. Al contrario. De esa forma me regalan más de una sonrisa cuando salgo a la calle y ya no me dicen "Profesor", sino "Emilio". Y mi trabajo está hecho.
Pero he aquí el problema. ¿Qué sucede cuando el alumno requiere más a la persona que al profesor?

Tengo una alumna distinta a las demás, son veinte en total. Me reservo el nombre porque no es importante, ¿Acaso la rosa dejaría de ser una rosa si dejamos de llamarla así? Esta pequeña de menos de un metro se hizo notar desde el primer día. Querida por todos y por todas, con un carisma impresionante y una chispa admirable. Siempre riendo, siempre hablando, siempre activa, con su pelo largo y lacio y su cara que le quita tantos años que parece de primaria.

El docente no sólo tiene que hacer equilibrio entre su rol de persona y de profesor, también existe un equilibrio a la hora de evaluar a un alumno. ¿Qué sucede cuando un alumno participa y no entrega trabajos? ¿Y qué pasa si sucede al revés? En la primaria, en la secundaria y aún en el terciario yo fui (y soy) de los que no participan en la clase ni por casualidad. Sólo miro por la ventana y pienso en volver a casa. Pero llega la hora de dictar consignas y poner una fecha de entrega y los mejores trabajos salen de mis dedos. Felicitaciones y ánimos a participar más y listo, el profesor no pide más.
Pero claro, se pide cuando el caso es el contrario. Esta alumna no entrega un solo trabajo, pero participa y lee y opina.

Luego viene cabizbaja a mi escritorio y me muestra la nota de su trimestre. Un cuatro. Le pregunto por qué, si es tan participativa y tan despierta.

"Por que no entregué ningún trabajo"

Y entonces la pregunta que no sabía que tenía que temer decir: "¿Por qué no entregaste ningún trabajo?" -le dije con una sonrisa. Y ella aún mirando al piso respondió: "Porque me la paso llorando..."

Y en ese segundo es cuando ves en los ojos que ni siquiera te están mirando, que está pidiendo ayuda, que necesita a Emilio y no al profe. Y entonces uno entra en una especie de pseudo pánico interno. ¿Qué hago? No puedo no preguntarle. Me está pidiendo que le pregunte. Me está pidiendo que la escuche. Tiene algo que decir y ¡andá a saber si lo cuenta, si se descarga, si alguien la ayuda a reflexionar!
Entonces sale sin pensarlo: ¿Por qué llorás?
Acto seguido no mira más al piso frío del aula, pero tampoco busca mis ojos, sino hacia un costado suyo. Mientras explica que su papá la abandonó hace más de un año. Que fue su cumpleaños hace poco. Que él no estuvo. Que lo odia. Que lo extraña. Que no deja de pensar.

Silencio entre los dos, no mucho. Porque soy compulsivo, porque digo lo que pienso, porque nunca dije que pienso correctamente, porque cometo errores todo el tiempo por ser así, transparente, pero así como transparente temeroso y torpe. Existen quienes me han agarrado la mano y dicho "No tengas miedo, tonto" y quienes jamás supieron entender y me dieron la espalda. Y mi padre fue uno de ellos.

Ah... Miguel... intento no pensarte- pensé. - Pero la situación lo requiere, no te sientas orgulloso, siempre que te menciono no es para tirarte flores.

Y la miré a los ojos buscando que los suyos encuentren los míos y le dije: -Mi papá me hizo lo mismo.

Emilio estaba en el aula y el profesor ahora miraba del otro lado de la ventana. Ella me miró y me preguntó: - ¿En serio?
Sonreí por dentro, creí que era el único desconfiado que necesita que lo abracen para sentirse seguro. Recordé cuando era chico y tenía la costumbre de imaginar que un viejo harapiento entraba por el cuarto en medio de la noche. Entonces corría a la cama de mis padres y les decía, textualmente "¿Me cuidan?"
Uno de ellos me abrazaba y así podía dormir tranquilo. Hoy la profesora orientadora y la legítima de los chicos contó cómo muchas cosas que nos suceden de pequeños quedan latentes en el inconciente y siguen vigentes aunque los años pasen.
Ella, con sus cincuenta y tantos años, quizás sesenta, tiene afición por los zapatos. No hay zapatería en cuya vidriera no se detenga a mirar detenidamente cada uno de los zapatos. Recuerdo que esta tarde lo contaba con sus mejillas enrojecidas y los ojos brillantes. Los chicos la miraban atentos y la escuchaban y sentían a Dora y no a la profesora. Era la persona, que contaba que de pequeña sus padres no tenían dinero para comprarle zapatos. En aquel momento usar zapatillas era motivo de burlas en la escuela, y ella, tan pequeña que era, se vio obligada a dar una lección frente al resto de sus compañeros, intentando esconder sin éxito sus zapatillas que evidenciaban que ella era distinta a los demás.
Pero nunca se lo dijo a la madre, primaba el deseo de cuidarla y de cuidar su integridad que sus anhelos de "ser parte". Y cuando hoy lo contaba sonreí. Por un momento pensé "quisiera encender mi celular" pero me distraje y seguí escuchando atento su anécdota. Era la persona y a ella los chicos la escuchaban más, creo, que a la profesora.

Y así debe pasar en cualquier caso. Porque ahí estaba, carismática y extrovertida, pero insegura y temerosa, preguntándome si de verdad me había ocurrido lo mismo.
Le volví a afirmar que sí, que mi papá nos dejó, sin un solo peso. Que aprendí a valorar más a mi verdadera familia, que siempre fue mi mamá, que siempre fue mi hermana. Él no. Él volvía de trabajar y me preguntaba cómo se llama mi carrera todos los días. Luego, cuando aprobaba un final, me preguntaba cuánto me faltaba para recibirme.
"A mí tampoco me dejó nada", me dijo "me corresponden dos televisores y la computadora, pero no, se las llevó, es una m..." y es textual, porque ni siquiera se animó a llamarlo "mierda". Por el afecto que seguramente aún conserva. Porque imagino que con mis veintidós años me llevó tiempo asumirlo y decirme a mí mismo "ahora no tengo más un papá, no lo tengo más" ¿Entonces qué queda para una cosa tan chiquita como ella?
El padre que estuvo durante años seguramente llenándola de regalos y de cuidados ahora no estaba más. ¡Y en plena adolescencia! Momento en que el niño no tan niño olvida su cuerpo de niño, olvida su rol de niño y olvida el rol de sus padres como "los protectores y dueños de la verdad"
Pero olvidar a un padre por completo a esa edad debe ser otra cosa. Seguramente lo sea. ¿Será una fuga? Por ahora en ella no parece serlo. Recuerdo cuando estudiamos las famosas fugas, aquellos acontecimientos fuertes para la vida de un adolescente que lo obligan a convertirse en un adulto de un día para el otro. Como quedar embarazada en plena adolescencia, por ejemplo.
Sin embargo ella parece tan despierta y tan niña, poniéndose a llorar de emoción cuando cuento historias. Hoy les conté la historia de Nievecita, la muñeca de nieve que cobra vida y muere en el fuego por querer hacer amigas nuevas. Todos quedaron en silencio, aterrados por el final, pero ella ahí estaba, con sus lágrimas y su risa nerviosa. Siempre niña y siempre sensible.

"¿Sabés una cosa?" seguí "La familia no siempre está definida por la sangre, es algo que aprendí hace poco y que me alegra haberlo hecho para decírtelo hoy. La familia la integran los que están con vos, los que quieren verte bien, los que luchan todos los días al lado tuyo. Seguramente tu mamá hace eso..."

Casi se pone a llorar, no era mi intención, pero me dijo un "Sí" fuerte y claro. En ella, de hecho, hay fuerza, la reconozco, la veo cuando llega y me saluda con un beso en la mejilla que hasta me la golpea. Las lágrimas vienen y se van. Las lágrimas son buenas, la fuerza es lo que importa. Es lo que importa tener. Y a ella lo sobra.
El profesor golpeó la ventana cuando vi que estaba en el aula y no en otro lugar. Así que lo dejé entrar y dije:

"Hagamos una cosa... la semana que viene, sabés, tomo una evaluación.... Quiero que estudies, quiero que aprendas todo lo que estamos viendo que no te cuesta, porque pariticipás y con ganas, y entendés todo. Entonces quiero que estudies y que apruebes.... y si te sacás una buena nota... yo me olvido de que no me entregaste los trabajos..."

Nos quedamos en silencio los dos. ¿Haré mal? ¿Haré bien? ¿Mi trabajo se limita a decir: VOS TENÉS UN UNO, VOS UN DIEZ? ¿No puedo preguntarme por qué? ¿No puedo preguntarles por qué? ¿Qué los hace perder la concentración? ¿En qué ocupan más tiempo pensando?
Me dijo que sí. Y de paso se le dibujó una sonrisa...

Sonreí también.

Me dijo "Mi papá dice que mi mamá y yo somos unas buenas para nada, pero le voy a demostrar que no es así"

"Así se habla" le dije. Y unas compañeras que miraban de lejos corrieron a abrazarla.
Me dolía la cara. Eso suele pasarme cuando tengo ganas de llorar y tengo que aguantar.



Paciencia. Tolerancia. Oídos. Labios. Humildad. Corazón. Comprensión.
En el aula, en donde sea, tenemos que saber que todos somos quienes somos por alguna razón. El repertorio de experiencias no es el mismo en nadie. Y eso nos forma. Y no todos somos iguales. Y si no nos escuchamos, no nos toleramos y no nos ayudamos a cambiar, va a ser difícil avanzar.



Ella se fue, del brazo de sus amigas.


Y yo me fui.
Solo, pero feliz.











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miércoles, 11 de agosto de 2010

Children



Children

(por Emilio Nicolás)



Había dejado de ser aburrida la tarea desde el primer día en que lo vi. Todo era igual en la estancia de mi padre hasta ese entonces, creo que tenía tres años y debía levantarme de mi cama apenas asomaba el sol. Recuerdo que para ese entonces era verano y no costaba tanto salir de la cama. Sólo un par de sábanas me cubrían y deshacerse de ambas era fácil de un solo manotazo crudo y veloz, para evitar flojera. Segundos después, no muchos, pues no quería perder el tiempo, me sujetaba fuerte del borde de algarrobo de la cama y con un poco de paciencia conseguía que mis pies toquen el frío suelo de piedra. Era reconfortante sentir el fresco bajo mis cálidos pies rojos. Luego seguía un desayuno veloz de leche y queso y con suerte algo de pan y enseguida comenzaba la jornada laboral.

En la mayoría de las casas del pueblo las familias eran numerosas, cuando salía con mi enterito puesto y mi sombrero de paja, para protegerme del sol fuerte del verano, ya se veían otros niños de mi edad o un poco más grandes que habían comenzado a trabajar desde hacía varios minutos. En algunas familias se veía a lo lejos cinco o seis figuras pequeñas encargándose todas de alguna tarea en particular: una mancha celeste ordeñaba las vacas, una por una, mientras otra manchita amarilla quitaba la paja vieja y la cambiaba por otra recientemente recolectada. A veces otra figura pequeñita cuyo color no recuerdo el nombre cortaba leños en la entrada de su estancia y así con muchas de las familias cerca de donde vivía la nuestra. A mí, en cambio, me tocaba realizar casi todas las tareas, pues era hijo único. Mi padre siempre dijo que no quería más de un descendiente, que eso implicaría competencias y recelos entre otros pecados. También lo oí decir una mañana que como el primer hijo de mi madre fue un varón ya no había necesidad de parir de nuevo. Supongo que pude llegar a tener una hermana mayor, pero tampoco me quejaba mucho, me agradaba la soledad y la tranquilidad que me habían albergado en esos primeros tres años de mi vida. También supuse que mi sexo tenía que ver con la mantención del apellido en los siguientes linajes. Pobre de mi padre.

En fin, todo era monótono, mi vida era mecánica y había absorbido hasta mis pensamientos y sentimientos. No tenía tiempo de quejarme, no había momento de detenerme a pensar si ese era el estilo de vida que quería llevar los siguientes noventa y tantos años que me esperaban. Al ver allá a lo lejos a los otros niños realizando las mismas tareas que yo me hice la idea de que no estaba tan solo y que no era el único que quizás, en algún segundo o dos de tiempo libre, se hacía esas preguntas. Los veía como yo, cargando paja por la mañana y ordeñando después, para cortar leña luego y cazar liebres antes de caer el sol y así preparar la cena en la noche para que sus padres puedan cenar después de un arduo día de trabajo y puedan dormir. Si alcanzaba para los hijos entonces ellos también tenían la suerte de acostarse con algo en el estómago.

Las noches prácticamente no existían para nosotros, apenas apoyábamos las cabezas en nuestras duras almohadas perdíamos la conciencia y la recobrábamos al instante en que la luz comenzaba a molestar a través de nuestros ojos. Y otro día comenzaba. Al menos eso pensé en aquella mañana que cambió mi manera de ver las cosas, cuando me dirigí medio somnoliento al jardín delantero de la casa para regar las flores y vi un pequeño niño, de casi tres años aproximadamente, corriendo por las afueras de la estancia sin rumbo aparente. Se lo veía jocoso, despistado de todo a su alrededor, casi tonto, pero feliz, demasiado feliz para ser un niño. Me acerqué, no sin antes mirar para ambos costados y cerciorarme de que no había nadie cerca y le pregunté por qué no estaba trabajando como los demás niños. Detuvo su marcha en círculos a los trotes y me miró un largo rato, sin dejar de sonreír. Volví a preguntarle, esta vez elevando más el tono de voz, pero no hubo caso alguno, seguía congelado, con una sonrisa inquietante y las pupilas fijadas en las mías. Sentí nervios y curiosidad, algo de excitación quizás y un poco de gracia me daba aquella escena, pero no dejé de mirarlo con el ceño fruncido y los labios achicados. Volví a mirar hacia mi izquierda, mi derecha, hacia atrás de mis espaldas y una vez que supe que no había nadie evidentemente, me abalancé hacia la puerta y la crucé con las piernas temblándome. Me puse frente a él.

Estábamos así los dos, uno frente a otro. Yo irritado, en mi mente no se admitía una sola falta de respeto y eso de mirarme fijo sin contestar a mi pregunta no podía permitirlo. El aire afuera era distinto, o al menos eso me hice saber. Los árboles se veían más cálidos y silvestres, ninguno tenía una rama podada y las frutas caían al suelo y nadie las recogía. El viento acariciaba cada parte de mi cuerpo y las sombras dibujaban figuras en el suelo. De tanto observar a mi alrededor había olvidado al pequeño maleducado y volví a mirarlo fijo. No pude terminar de colocar mis ojos sobre los suyos que enseguida sentí sus ensalivados labios chocando contra los míos. Por un segundo en el que abrí los ojos tanto como pude sentí que había llegado demasiado lejos y sin haber producido palabra alguna. Me sonrojé y estuve a punto de pegarle, pero la violencia no era una de las materias que se enseñaba en mi hogar. En lugar de contestar lo miré aún más enfadado de lo que estaba y corrí a casa. El resto del día me fue imposible realizar correctamente mis tareas sin dejar de pensar en aquello. Los leños se caían de mis brazos y mis puños tensos herían las ubres de las vacas. Pedí disculpas a mi padre y por primera vez supe lo que era la noche, pues no pude descansar sino hasta después de dar más de una centena de vueltas sobre la cama.

Disimulé la discreción más sobria posible la mañana siguiente, aunque los primeros pasos después de la cama fueron algo torpes y desequilibrados. Agradecí que mis padres no estuvieran allí para verme cansado y distraído. Caí al suelo una vez más antes de llegar a la puerta y herí una de mis rodillas. Me puse de pie y me llevé los dedos índice y mayor de mi mano derecha a mi labio inferior. Permanecí un rato así. Desperté del trance inmediatamente y corrí a realizar mis tareas.

Casi había olvidado aquel suceso para cuando la tarde caía. Afortunadamente había conseguido realizar todas mis actividades correctamente pero por dentro no ansiaba más que mi dura y congelada cama. Mi madre, siempre tan cálida y atenta conmigo, reparó en mi estado débil y me ordenó salir de la estancia a la pequeña laguna cerca del valle a refrescarme un poco. Supongo que intuyó que el calor me estaba afectando. No creo que haya sido el mismo, siempre fui fuerte ante cualquier temperatura extrema. Lo bueno era que ese día hacía más calor que nunca y probablemente había pensado aquello.

Sucedió que de nuevo encontré al pequeño, al que menos esperaba encontrar y al que más quería encontrar. No fue sino hasta que me quité mis ropas y me metí al agua introduciendo primero una de mis piernas para luego la otra cuando lo vi saltar bárbaramente hecho una bolita, salpicándome por completo. Se puso a nadar en dirección opuesta a mí mientras en sus ojos se dibujaba un arco de alegría en cada uno y esa irritante sonrisa seguía tatuada en la parte inferior de su bello rostro juvenil. De nuevo enfurecí, una vez más quise correr lejos, sin embargo me quedé contemplándolo, moviéndose tan familiarmente como si aquella laguna fuese suya, con tal ímpetu de romper sus aguas y crear ondas y ondas que iban de un lado a otro al igual que él, sin rumbo alguno mientras sus brazos cortaban las aguas una y otra vez, vejándolas y sus pies mutilaban cada parte de la superficie y se metían en las profundidades.

Nadó hacia mí y sin abrir los ojos dirigió su rostro al mío. Tenía su pelo rizado, color castaño, mientras que el mío era más bien negro. Su piel estaba algo tostada, a diferencia de la palidez que la mía que ningún sol conseguía quemar. Y tenía una pequeña barriga redonda que indicaba que ese niño seguramente comía mejor que yo.

Me incliné para mirarlo de cerca hasta que nuestros rostros quedaron a la misma altura y me quedé mirándolo. Era evidente mi casual postura, como si estuviese casi diciéndole que aquel beso repentino había rondado por mi cabeza toda la noche anterior y que ansiaba fervientemente otro más, esta vez con gusto a laguna. Sin embargo no sucedió, en lugar de eso rió, y su voz era tan dulce como la mía, tan suave y fina, tan inocente y divertida, que provocó la mía, y por unos cuantos segundos ambos estábamos riendo.

Pero no duró mucho, enseguida recordé que no conocía las intenciones de aquel pequeño, que no me parecía adecuado que arrebatadamente me diera un beso que según los mayores no es aceptable entre dos niños y tampoco era muy educado de su parte que viniese como si nada a la laguna que usa mi familia para armar escándalo con su forma de nadar tan salvaje. No, no podía reír con él. Lo abofeteé.

Pero parecía que no le importaba mi enojo, al contrario, si llegaba a darse la ocasión de importarle entonces no era de manera negativa, porque la sonrisa nunca se le fue y su cuerpo esta vez estaba aún más cerca que el mío, podía sentir las gotas que se desprendían de su mentón y caían en mis piernas. Volví a sonrojarme y sentí tanto calor que me sumergí en el agua sin decir una sola palabra y lleno de vergüenza. Para cuando salí a la superficie ni vi más que su cuerpecito corriendo lejos, moviendo las piernas abiertamente como si quisiese librarse de las millones de gotas que lo empapaban aún. Desapareció con el sol.

Una vez más no pude dormir. La luna había asomado hacía varias horas ya y yo seguía sonrojado en la cama, pensando en aquel beso y en aquella sonrisa, y enojado por su silencio, enfurecido con su alegría constante y con la falta de comunicación entre ambos. En mi vida había tratado con otro niño, deseaba con pasión que entre ambos exista algún tipo de lazo, algo que nos convirtiese en confidentes, en amigos, en lo que sea pero algo más que meras sonrisas, besos y cachetadas. Me di la vuelta hacia la ventana y su rostro estaba allí.

Fue tal el susto que casi caigo de la cama, no entendía qué hacía aquel pequeño a altas horas de la noche en mi estancia y cómo sabía que mi cama estaba a la altura de la ventana y cómo sabía también que aquella era mi habitación.

Mis padres me habían comentado en muchas oportunidades en las que estudiamos los motivos por los cuales un niño no puede permanecer despierto durante la noche, que es el momento ideal para las travesuras de los espíritus y los demonios que aprovechan la oscuridad y la carencia de gente en las calles para salir a cometer travesuras. Dicen que les hacen cosquillas a las vacas de aquellas estancias con hijos que no saben trabajar, para que den leche agria y que también se comen a aquellos pequeños que se atreven a huir de sus casas al caer la noche. Una de las habilidades de estos seres era que podían convertirse en lo que ellos quisieran. Seguramente un demonio se había enterado que mis ojos permanecían abiertos a pesar de las altas horas y venía a castigarme, a comerme de un bocado y a escupir mis huesos sobre el lecho de mis padres. ¡Qué vergüenza!

Le rogué que no me devore y le prometí entre sollozos que iba a trabajar con más dedicación, que no quería morir tan joven y respondió con más risas, igualitas a las de la tarde anterior en la laguna. Abrió sus ojos redondos como los míos y por primera vez habló, me dijo que no crea en esas historias tontas y luego tendió su mano hacia mí. Sentí miedo. No, no era miedo, era terror, un profundo terror de ver su mano extendida hacia mi cuerpo, esperando que la tomase y aún sonriendo. Todo estaba entendido, él era un demonio y venía a llevarme, ya no había salvación para mí.

Evidentemente no pude trabajar aquella mañana, enfermé y la fiebre había invadido mi cuerpo. Ahora sí estaba seguro de que los minutos estaban contados para mí, estaba despidiéndome de mi corta vida y miraba con cariño a mi madre mientras ésta colocaba sobre mi frente un paño mojado casi helado. Mientras tanto mi padre realizaba mis labores entre quejas e insultos al cielo. Cada tanto lo escuchaba preguntar si mi temperatura había vuelto a la normalidad, para que vuelva a trabajar. Mi madre le pedía el resto del día para que me reponga de manera óptima. Tan santa.

Para la hora de la cena me sirvieron caldo de pollo y mientras lo comí sin fuerza alguna le pregunté con lágrimas en los ojos si los demonios aquellos en verdad existían. Le dije que vi uno durante el día y que seguramente el mismo me había enfermado para luego llevarme a los infiernos. No le conté nada más, no le dije de su figura de niño ni de su beso sorpresivo ni tampoco que lo había visto nadando en nuestra laguna. Ella sonrió y me dijo con la voz baja que los demonios no salen durante el día, y que no tenía nada que temer.

Al día siguiente la fiebre seguía, pero mi cuerpo estaba un poco mejor. Me limité a salir al jardín un momento con mi madre a regar las flores. Ella me sostenía por las espaldas mientras yo sujetaba el balde y con paciencia lo inclinaba levemente para dejar caer el agua sobre la tierra. Ella me sostenía en lo alto cuando de pronto al bajar lo vi otra vez. Estaba parado frente a la puerta del jardín, tal y como lo encontré la primera vez de nuestro choque. Tenía un enterito similar al mío y de nuevo sonreía sin parar, mirándonos a mi madre y a mí. Pegué un leve salto sobre las manos de mi madre agarrándome y ella me dijo suavemente que no tenga miedo, que aquél era un niño más como cualquier otro, como si se tratase de la primera vez que mis ojos viesen alguien más de cuerpo similar al mío, con la mismos pocos centímetros y cabellos vírgenes. Le pregunté tartamudeando por qué no estaba trabajando y me dijo que aquel niño había nacido diferente de los demás. Me explicó que nadie sabía si se trataba de un maldición gitana o si era alguna enfermedad diabólica, como sea, el niño no podía realizar labores ni obedecer ningún tipo de orden, de hacerlo se deprimía enormemente y comenzaba a agonizar. Una vez que se lo dejaba libre de tareas y de mandatos, volvía la vida a su cuerpo y comenzaba a correr sin rumbo hacia cualquier sitio. Sus padres lo dejaban corretear libre durante el día y tenían la certeza de que por la noche volvía a su cama a dormitar, a veces temprano, otras no tanto. Eso lo explicaba todo.

Los días pasaron y casi estaba recuperado, aún así no podía dejar de soñar con aquel beso y cada tarde lo buscaba con la mirada para pedirle otro más, realmente lo necesitaba. A él no parecía importarle de la misma forma que a mí me importaba verlo correr cerca de mí, pues no lo vi.

Aún así una noche volvió a colocar su rostro casi paralizado frente a mi ventana para invitarme a salir con él. Me dijo que si cruzaba la ventana me prometía salir del pueblo, ser dos pequeños monitos libres correteando por los prados y los bosques y dormir en cuevas, alimentarnos de frutas silvestres y de pequeños animales que encontremos muertos en el camino. Lo miré y reí, le dije que eso era imposible, que jamás podría dejar mi vida y mis tareas, mis padres y mi cama dura. Me dijo que en dos noches pasaba a buscarme y que no aceptaba una negación.

Comencé a preguntarme si el enfermo era él o si éramos todos los demás niños del pueblo, que despertábamos para realizar las mismas tareas una y otra vez repetitivamente por el resto de nuestras vidas. Luego procrearíamos y tendríamos hijos que apenas pudieran ponerse de pie estarían haciendo lo mismo que nosotros y la cadena seguiría repitiéndose sucesivamente hasta el fin de los tiempos. Desperté sudado, tenía fiebre de nuevo. No quise hacerlo notar a mis padres, me castigarían sin piedad de saberlo. Aún así no pude trabajar, nada tenía sentido para mí, los leños eran iguales a los leños del día anterior y la vaca ni siquiera oponía resistencia a mis manos, ella también estaba acostumbrada a que todo se repitiese con exactitud minuto a minuto. Las flores también conocían mi nombre y predecían mi vida a la perfección. Con una cubeta de leche en cada mano miré el cielo anochecer y caí sobre la tierra.

Desperté sobre la cama, con un paño mojado sobre la frente. Seguramente mis padres no habían velado tanto por mí, ya que eso les quitaría horas de sueño y así no podrían trabajar correctamente al día siguiente. Desperté con su dedo punzante sobre mi hombro. Abrí los ojos y corrí mi cara hacia la ventana sin despegar la cabeza de la almohada. La noche estaba en silencio, la luna iluminaba su rostro como ningún otro velador podría hacerlo y sus ojos brillaban contra los míos. Su sonrisa esta vez no era tan exagerada, era leve y comprensiva. Sonreí, una lágrima cayó sobre mi rostro y caí en la cuenta de que todo era su culpa. Aquel beso me había contagiado, había transmitido su enfermedad, maldición, lo que sea a mi cuerpo y había envenenado cada una de mis venas corriendo por mi sangre sin nada que lo pudiera detener. Ahora era como él, ahora por mis vasos corría el espíritu indómito y no había remedio para aquello. Supe con claridad que volver a mi vida corriente no sería lo mismo nunca más y que no tenía opción. Limpió el rastro de la lágrima que dibujaba una línea en mi mejilla y aún con el silencio reinando entre nosotros hundió sus acolchonados labios sobre los míos. Me levanté de la cama y atravesé la ventana junto a él. Nadie más, hasta el día de hoy que escribo estas líneas, llegó a saber lo que sucedió conmigo y nunca más se supo qué fue de nosotros. Tampoco lo sabrán.





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martes, 10 de agosto de 2010

Utopía de nuevo





Utopía de nuevo
(por Emilio Nicolás)



Me había citado hacía dos días en el banco que está en la estación de tren de la ciudad en la que él vivía. Le dije ese jueves que conocía bien aquel lugar, que pasaba cada mañana cuando me dirigía al trabajo, pero que atravesaba aquel banco tan velozmente que era sólo una imagen de un segundo en mi memoria. Luego se desvanecía. Me arrancaban cada mañana del lugar que entonces ocupó mi mente durante el día y durante la noche también. Recuerdo que el viernes intenté detener el tiempo justo en el momento en que mis ojos se enfrentaban a los ojos invisibles de aquel banco, que siempre estaba ocupado por alguien. Ese día creo que no, no lo recuerdo bien, evidentemente no pude detener el tiempo y el vistazo fue fugaz.
La madrugada del viernes me costó dormir más que de costumbre, sólo pensaba en él, el chico de pocas y muchas palabras (y me salía con naturalidad decir que era un chico porque tenía la misma particularidad que cargo sobre mis espaldas desde que tengo memoria) Parecía un niño, no tanto como yo, pero parecía un niño. En mí siempre fue molesto. Mi baja estatura, mi voz refinada, mis amplias mejillas y la mano ajena siempre, siempre sobre mis cabellos, haciéndome sentir poco importante, poco serio. En él no existía ese efecto: por fotografías (casi siempre sacadas desde arriba) daba la impresión de ser un niño que aún no salía de la secundaria, pero personalmente su edad salía a la luz, todo se veía diferente: era alto, tenía piernas gruesas que había erigido luego de tanto deporte y una voz algo tosca y cruda que sólo sabía hablar de viajes, deportes y chicos. La cara de ángel se desvanecía cuando lo veías llegar. La figura madura caminando segura también desaparecía cuando lo oías hablar, más allá de su gruesa voz.

Nunca supe qué fue lo que me atrajo de él, quizás el misterio que lo rodeaba, la particularidad con la que todo a su alrededor parecía no pertenecerle, su afición al deporte, su carácter manso y poco hostil, su siempre dibujada risa, su supuesta humildad, todo parecía desencajar con la imagen de niño perfecto, que podría estar en una portada de revista de modas o bien ganando algún partido de fútbol ¿quién podría resistirse? Nadie... menos yo, que siempre estuve preparado para lo peor, que me mentalizo cada día de mi vida que jamás seré capaz de conquistar alguien tan completo, con tanta vida y con tantos kilómetros recorridos ¿quién soy sino un metro sesenta? suspiré cuando me senté por primera vez en aquel banco porque precisamente en ese momento fue cuando lo recordé y me pregunté para qué estaba allí. No se trata de ser optimista, conozco estos campos, me he movido por ellos y he saboreado tantos gustos, aunque mi piel diga lo contrario tengo mucho recorrido, quizás precozmente, quizás de una forma en que nadie me comprenderá y seguirán diciendo que aún no he vivido. Pero creo saber demasiado sobre este pequeño mundo en el que me supe moviéndome cuando me hice adolescente y sobre el cual me tomé muchas de mis horas para estudiarlo detenidamente. Y nunca quise hacerlo. Pero lo hice. Con cada experiencia y cada par de labios, con cada pretensión egoísta y cada exigencia de cuerpos bien formados; con cada piel pegada con piel y olor sudor goteando bajo la cama y cayendo al suelo de cerámica; con cada perversión repulsiva y cada mano sobre mi cabeza; sí, sí lo viví y sí lo sufrí, y sí lo sufro y sí lo estuve sufriendo cuando me senté aquel sábado en aquel banco.

No es para mí. No por no quererlo, al contrario, estaba ansioso, nervioso, temblando, con los pies apenas rozando el suelo y con los labios entumecidos, con la frente mojada y con los ojos desviándose hacia todos lados. Estaba realmente nervioso. Ese era síntoma de que de verdad temía perderlo antes de encontrarlo. Una vez más me equivocaba en el juego sin siquiera haberme movido al primer casillero. No aprendo más, me dije. No aprendo más. Y suspiré riendo e intenté quitarme ese estado vergonzoso, mezcla de nervios e inexperiencia con un poco de inseguridad y subordinación total. Subordinación que se hizo más evidente cuando lo vi llegar caminando relajado y sonriente y saludarme sin siquiera titubear con sus palabras. Yo, sin embargo, no pude emitir palabra, tenía la garganta seca.

¿Por qué soy así? me pregunté una vez más mientras me quedé contemplando sus encías perfectas y su cara juvenil; sus piernas una vez más grandes flexionadas sobre el banco y aplastándolo con fuerza. Su gorra y sus cejas. Sus manos y sus pupilas. Y yo, tan chiquito y tan simple, jamás me moví de mi casa si no fue para estudiar, para hacer mi trabajo o para pasear, si quedaba tiempo, no tan lejos de la ciudad. ¿Qué caso tenía oírlo con todas esas historias y esos caminos recorridos si no podía más que escuchar? ¿Quién sabe la cantidad de hombres que estuvieron y están a su disposición, que son más interesantes y tienen más dinero, que son más bellos y que tienen cuerpos tan bien formados? Miré mi pequeña barriga e inhalé aire para hacerla desaparecer. Creo que lo notó porque lo escuché reír mientras reían también sus abdominales y no pude evitar mirar a un costado. Me tocó la cabeza. Otro más que lo hace.

Hice una mueca que intentó ser una sonrisa y lo imaginé de la manera en que él me decía que era, lo imaginé sencillo, lo imaginé llegando a su casa y sacando a pasear a su sobrina a la plaza tal y como me lo había contado una vez. Lo imaginé riendo con sus amigos y comiendo comida chatarra y no lo imaginé seduciendo a ningún hombre ni aceptando halagos; no lo imaginé teniendo sexo con su cuerpo perfecto pegado a otro símil, tocándose y admirándose mutuamente.

Tampoco lo imaginé enamorándose, pues me había dicho en una oportunidad que no creía en esas cosas, pero que era conciente de que la vida podía sorprenderlo. Es gracioso cómo esa aclaración fue suficiente para tenerme ahí, a sus pies, esperando ser la excepción, tan egoístamente. Si su discurso hubiera terminado ahí, pensé mientras lo seguía escuchando hablar (pero no interpretando una sola palabra de lo que decía), si allí hubiese terminado su lista de pretensiones, si tan sólo quisiese conocerme por conocerme, por gastar su tiempo, por divertirse un rato, yo no hubiese estado una hora bajo la ducha cantando alguna canción jubilosa, para luego perfumarme con aquella fragancia que sólo guardo para ocasiones especiales ni me habría puesto la camisa que más me gusta, aquella que parece de leñador escocés. Era esa mínima aclaración final, esa ventana que tenía abierta a enamorarse pese a su fatiga y a su pesimismo lo que me había movilizado a tal punto de tenerme ahí, idealizándolo y pensándolo diferente, y sobre todo pensándolo capaz de ver en mí lo que me hacía diferente a todos los demás, lo que me hacía especial, la sencillez que me convertía en el pequeño metro sesenta sensible y frágil que se levantaba cada mañana para trabajar y luego llegar y echarse en la cama junto al gato para dormir la siesta. Y que luego de despertar se encargaba del resto de los animales procurando que no les falte ningún capricho y así después cenar algo simple y sentarse frente a un monitor a buscar ridículamente el amor. Y lo seguí viendo mover los labios y volví a ver la perfección en él, y volví a ver el mundo que seguramente esperaba con brazos abiertos que vuelva a explorarlo y ¡Oh! la gran cantidad de hombres bellos que de seguro estarán a su disposición. Sonreí. Pero no sonreí de felicidad. Sonreí porque descubrí el destino (recordé a la baronesa Blixen) sonreí porque me supe en vano, me supe débil ante la gran cantidad de luchas internas que tendría si de sus labios no salían inmediatamente palabras de seguridad, de confort y de aliento para que siga sentado allí, para que apueste a algo mutuo.

Mutuo.

No.

Era simplemente mi anhelo, mi sueño, mi proyecto. No estaba en su cabeza lo mismo que en la mía. Me miró dulcemente, como si estuviese a punto de besarme. Acercó sus labios a los míos, no sin antes procurar que nadie camine cerca. Me levanté estrepitosamente y no pude evitar, como siempre, que de mis ojos estallase un par de lágrimas. Lo miré fijo y le dije que me fascinaba su forma de ser, pero que yo sería incapaz de soportar tanto. Algo en mí me hacía sentirme poco merecedor, poco capaz. No. Imposible. El tren que se dirige a mi ciudad justo abría sus puertas automáticamente a mí, invitándome a lo que debí hacer en un principio, celebrando la aceptación que nacía dentro mío. Crucé el banco y me subí. Me miró atónito. Las puertas se cerraron. Lagrimeé de nuevo. El tren se fue.








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