miércoles, 16 de marzo de 2011

Soulmates





Soulmates (never die)
(por Emilio Nicolás)






- Sabía que eras especial...

Cuando me encontró, o cuando lo encontré, yo estaba tendido en el suelo en medio de la oscuridad de aquel túnel. Aún los escombros caían, lloviendo pesadamente sobre mí, y sobre los demás invisibles. Pero ya no había forma de temer. Estaba tendido en el suelo con ojos entreabiertos, o entrecerrados, aún con pereza en el cuerpo, como quien recién despierta y no se anima a levantarse de la cama, como si temiese a lo que le espera del día. No sabía realmente lo que había adelante, sólo me quedé contemplando las rocas pasando por a través de mis manos sin tocarlas, y retumbando casi musicalmente.

- Sabía que eras especial... - volvió a sonar entre la orquesta ruidosa.

No había cambiado esa manía de hacer creer que no escucho. Casi siempre solían juzgar que se trataba de alguna respuesta altanera, incluso yo lo habría creído. Pero con esta pequeñez que siempre fui, ¿A quién quería impresionar? No se trataba de otra cosa que timidez, aquella misma que tanto me había bloqueado y me había hecho perder tanto. Y así de pequeño como soy no fui capaz de evadir la situación. Allí estaba yo, creyéndome semitransparente, pero aún sintiendo el frío suelo rozando mi espalda. Volví a escucharlo, con esa voz incapaz de reconocer, pero capaz de conquistarme con su tono ni muy grave, ni muy agudo, y con las palabras perfectamente pronunciadas. Si podía romper con el sonido de la lluvia de rocas de seguro era especial.

Apoyé mis manos llenas de tierra sobre el suelo y me senté, reposando contra la pared de piedra del mismo túnel en que me hallaba. Apenas pude ver a algunos de los demás, casi invisibles, también, mirando hacia todos lados, como niños recién nacidos.

Ninguno emitía sonido alguno, ni siquiera yo. Me pregunté si aquella voz iba dirigida a todos o si era enviada solamente a mí. Suspiré y cerré los ojos. Aparté la vista del escenario, pero a mis costados sólo había cerrazón. Algunos se animaban a cruzar, pero no se los veía volver. Otros permanecían en silencio y quietos, igual que yo. Ninguno hablaba con otro, como si todos fuésemos invisibles los uno de los otros. Quise acercarme a hablar con alguno de ellos, pero la pereza era más fuerte, no quería moverme de allí. De alguna forma disfrutaba más que cualquier otro momento de mi... vida todo lo que había a mi alrededor. Pero me sentía esperando por algo o alguien sin saber con exactitud qué era. Mientras tanto me entretenía. El sonido de las rocas, las partículas de polvo flotando y bailando con las pequeñas ráfagas de viento que causaba aquella lluvia. También caían algunas gotas que formaban charcos de barro que sepultaban a algunos, y todo era doblado con un eco que se repetía en todo el túnel y se perdía en la oscuridad. Nunca me había sentido tan maravillado, ni tan vivo.

- Sabía que eras especial, mírate, manteniendo la calma. Siempre aprendiendo tarde - escuché esta vez.

- Al menos aprendo... - dije sonriendo, y suspirando a la vez. Aquello había dolido. No pude evitar comenzar a sollozar. Llevé mi mano a mi nariz y bajé la cabeza. La paz se había roto con sus palabras y comenzaba a preguntarme dónde demonios estaba y qué sería de mí. Comencé a temblar.

Levanté la mirada y allí estaba él.
Su rostro me parecía familiar, pero no tenía la certeza de haberlo visto con anterioridad. Sus rasgos eran totalmente nuevos para mí, sus grandes de pupilas avellana, su cabello corto y muy oscuro... La palidez de su piel era aún más fuerte que la mía y sus labios de niño repetían la misma frase con el mismo tono de voz que me había estado molestando los últimos segundos de mi... vida.
Le pregunté quién era, y me pidió que lo recuerde.

- Pues no sé. ¿Estudiaste conmigo alguna vez? ¿Te conocí por Internet? ¿Te crucé en alguna salida nocturna? ¿Acaso me quedé mirándote sobre algún tren? ¿Quién eres?

Sonrió, como si mis palabras fuesen tan ingenuas como desinteresadas y descuidadas. Negó con la cabeza mientras su mano agarraba lánguidamente la mía.

- No creo que nos hallamos visto en años, en siglos quizás... - dijo sonriendo.

- No tengo tanta memoria... apenas recuerdo lo que hice el mes anterior - le respondí.

Rió con tanta vitalidad que no pude evitar hacer lo mismo, pero seriamente no entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Mi risa se detuvo al instante y lo miré fijamente, exigiendo alguna clase de explicación. Indiscutiblemente él sabía más que yo.
Aún así, sus ojos fijos en los míos, su postura en cuclillas, cerca de mí, atrayéndome a no tener ningún tipo de miedo era la respuesta que quería, pero no la que necesitaba.

- Siempre exigiendo explicaciones, no has cambiado en nada. Te apuesto a que has llevado toda una vida buscándome entre tanta contaminación - volvió a hablar, esta vez sonando casi tan soberbio como lo hubiese sonado yo alguna vez, si tuviera el valor.

- ¿Por qué hablas como si me conocieses? - Le dije esperando a que no desaparezca.

- Yo tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que te vi. Te busqué por años. En cada vida que tuve creí que te encontraría. Entonces llegaba lo inevitable y volvía a comenzar. Y volvía a fallar...

- ¿Durante cuántas vidas lo intentaste?

- No recuerdo...

- ¿Crees que hice lo mismo?

- Seguramente...

Se hizo silencio entre los dos. O quizás la lluvia de escombros seguía cayendo sobre nosotros y no fui capaz de percibirla. Su mano cálida seguía agarrando muy despacio la mía. Tanto así que podía quitármela de encima si hubiese querido. Pero tenía esa sensación familiar de estar con alguien que conocía desde hace años, o siglos, y que volvía a ver después de estar inconcientemente esperando aquel reencuentro. Sentí por primera vez la paz que durante toda mi vida fui incapaz de sentir.

Seguía en silencio y sonriendo. Me levanté, apretando su mano, como si de pronto, así de extraño como era, se convirtiese en mi incondicional dependencia. Le pregunté si podíamos salir de allí y eso hicimos. Me tomó de los hombros mientras caminábamos por la oscuridad, dejando atrás a los demás perdidos. Antes de adentrarme en la negrura, miré hacia atrás. Algunos estaban sentados, otros permanecían de pie o yacían jugando a estar muertos, pero no se movían, seguían mirando hacia todos lados, como buscando algo o a alguien. Sentí dolor por ellos, pero aquel extraño me acarició la mejilla, invitándome a mirar hacia delante, dejándolos atrás. Avancé con él, tanteando entre la oscuridad para encontrar la salida.

El cartel que indicaba el número de línea del subterráneo se veía al final de las escaleras, arriba. La música cambiaba por un insoportable y chillón cantar de sirenas. Afuera se acumulaban las personas como hormigas, como si todas quisiesen entrar. Pero nadie lo hacía. La tarde era ideal. Los autos iban y venían. Arriba estaba repleto de nubes de todas formas y tamaños que se movían en una sola dirección haciendo contraste con un cielo fuerte y azul. Y los edificios hacían fuerza por levantarse cada vez más cerca del sol. Algunos podían más que otros.
Sentí la brisa llenando cada uno de mis poros y suspiré. Mi cuerpo ya no tenía más polvo. Mis manos estaban tan limpias como las suyas, y él... a la luz del día se veía aún más perfecto y aún más familiar que antes. Me quedé mirándolo, pero una vez más, no encontraba respuesta. Lo conocía, pero no sabía de dónde, ni de cuándo.
Miré el edificio más alto y lo miré.

- No es muy difícil llegar - dijo

Sonreí, como si hubiese leído mi mente.

- Pero quiero ir por las escaleras. Mientras más se haga desear la azotea, más entretenido será - le respondí, como, si yo también pudiese leer su mente.

Sonrió y corrimos al edificio. Entramos por la puerta y pasamos por entre toda la gente que se arrimaba a los ventanales de vidrio para contemplar el espectáculo callejero improvisado.

En cuestión de segundos éramos dos, y nada más que dos, subiendo las escaleras, corriendo a toda velocidad, jugando a las carreras, riendo y escuchando el eco de nuestras risas infantiles en aquel pasillo oscuro. Las veces que caía él se echaba a reír y yo dramatizaba la situación, quedándome sentado entre los escalones, cruzando los brazos, hasta que él bajaba y me animaba a seguir. Entonces aprovechaba para correr a mayor velocidad y dejarlo atrás.
Pero él anticipaba cada uno de mis actos y era capaz de superarlos. No había forma de ganarle, su velocidad y su astucia me sorprendían ampliamente. Me detuve.

Volvió hacia mí y me preguntó qué me sucedía.
Le dije que algo andaba mal, no debía estar ocurriéndome, era demasiado especial.
Yo no estaba acostumbrado a las correspondencias. Había optado por vivir en soledad e indignación. Y el plan se había llevado a cabo perfectamente a lo largo de toda mi vida.
Me tomó de las mejillas y me pidió paciencia. Con el tiempo recordaría todos y cada uno de los detalles y entonces ninguno de los dos estaría en ventaja con el otro. La reciprocidad sería posible. Sonreí.

Al instante estábamos en la terraza del edificio más alto de todos. Los autos se veían tan pequeños que eran puntos de colores moviéndose hacia todas direcciones. Reímos sin parar mientras nos tomamos una vez más las manos. Esta vez con más fuerza.
Sus cabellos cortos al viento, su piel blanca, la seguridad que me daba estar a su lado. No sabía nada de lo que estaba ocurriendo, pero me sentía en casa y la muerte entonces había dejado de ser preocupación para mí. Estábamos volando por sobre la ciudad entera, y aquello que siempre había buscado en realidad... sólo tenía que esperarlo.








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domingo, 6 de marzo de 2011

Círculo





Círculo
(por Emilio Nicolás)




Me gustaba creer que era distinto.
Los días pasaban, y se hacían meses y él seguía con su cabellera al viento, a la tormenta, intentando llevarse lo poco que quedaba de ella con la fuerza que yo mismo generaba.

Ahí estaba él, a un costado, como si nada le importase, ubicado cerca del centro, casi diciéndome: No tengo nada más que hacer que pararme aquí, nada más que eso. Pero a mí me gustaba creer que era distinto.

Ahí estaba yo, en medio, una vez más víctima de mi enfermedad y bufón mío, bufón de todos, bufón de él. Tomando mis brazos mientras mis cabellos iban a todas direcciones y generando una vez más aquella barrera familiar que automática y progresivamente se iba formando siempre que entraba en contacto con eso que me gustaba llamar atracción.

Había algo en mí que me convertía en una contradicción absoluta, un miedo superior, tan superior que era capaz de materializarse y generar estas ráfagas a mi alrededor, incapaces de ahuyentar a cualquier otro espécimen de mi propia raza salvo que sintiese alguna suerte de afecto especial o intención de profundizar. Me fui dando cuenta a medida que los iba viendo a todos, uno por uno, azotados con la misma fuerza que yo mismo generaba a partir de mis miedos, de mis inseguridades, de mis paranoias. ¿Por qué estaba tan presente el abandono? Tanto lo temía que yo mismo lo generaba y así terminaba, como una vez más lo estaba aquella vez.

Cerré los ojos esperando no encontrarlo al volver a abrirlos, como solía suceder siempre, pero lo hice y seguía ahí, no contento con el viento desparramando su cara hacia atrás y no contento con sus pies fuertemente sostenidos sobre la tierra intentando hacer equilibrio para no despegarse de ella. Quise preguntarle qué lo mantenía ahí, pero su rostro seguía diciendo: Estoy aquí porque no tengo otra cosa que hacer. Y arriba un nubarrón violeta giraba en torno a mí y dibujaba un rostro apuntando directo al mío y mirándolo agresivo. Jamás me sentí capaz de agradar a nadie. Jamás me sentí digno de interés, siempre fui el ridículo rogando a extraños que no lo abandonen. Y los extraños más coherentes buscaban la comodidad, cada vez más lejos de los huracanes y las tormentas.

¿Pero qué ocurría con él? Me seguía mirando, como si sintiese pena por mi desesperación, como si no creyese en mis verdaderas intenciones de parar de una vez por todas con este círculo que era el ojo del tornado. Tenía razón, y me pregunté si sería lo suficientemente paciente para ayudarme a escapar. Cerré mis ojos y me prometí detener el círculo a su momento y no volver a abrirlos hasta terminar...




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