martes, 11 de octubre de 2011

Imperfecto



Imperfecto
(por Emilio Nicolás)





Te dibujé imperfecto
Te dibujé imperfecto porque me convencí a mí mismo
de que sos de carne y hueso

Te dibujé imperfecto
porque si te hago un superhéroe
me pondría en peligro mil veces
para que salieses a mi encuentro

Te dibujé imperfecto
quizás más de lo que debería
pero aquí me ves, con los soñadores mártires
cuyos sueños no dejan de serlo

Te dibujé imperfecto
más defectuoso que correcto
y te miro las siluetas y me enojo
y te escondo en el cajón, después te suelto

Te dibujé imperfecto
te borroneo, te trazo de nuevo
te aborrezco, te contemplo
te vuelvo a guardar
Desespero

Y pasan los días y no te siento
te olvido
(por un momento)
y siento que de todos modos
desde que te conozco que no te tengo
estás siempre haciéndote presente
como el viento
que cuando extiendo mis brazos
y cierro los dedos
intento atraparlo
y se me escapa, invisible
y nunca más lo encuentro

Y te sigo odiando
(por pensarte todo el tiempo)
hasta que abro de nuevo
y ahí estás, inmóvil, tieso
me miro las arrugas en el espejo
y te veo a vos, igual que siempre
igual de imperfecto
más defectuoso
que correcto




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domingo, 9 de octubre de 2011

Ajeno




Ajeno
(por Emilio Nicolás)




Momento algo inoportuno para que aquella cosa vibrase en mis bolsillos, en aquellos bolsillos que no estaba acostumbrado a portar, y que quién sabe quién los había portado alguna vez. Aquella cosa se movía en un ritmo zumbante, casi laxante por su oportuna ubicación, cuya finalidad fue la de detener algún pensamiento que seguramente ocupaba enteramente mi pesada cabeza y por alguna razón luego de los primeros sacudones olvidé. Luego completó el proceso de distracción y comenzó a despertar en mí la curiosidad por saber qué contenía aquel mensaje, qué palabras estarían dibujadas dentro, qué tendrían para decir y de quién o quiénes vendrían. También me pregunté si era un momento oportuno para resolver el misterio. Alrededor mío todas las miradas apuntaban al suelo, y todas las bocas estaban selladas. Las manos, casi todas juntas, a la altura de la ingle, al centro del cuerpo, debajo del ombligo, rozando los genitales. Pero no era momento de pensar en genitales ¿O sí? No, no.

Metí la mano en aquel pantalón de vestir color oscuro que no era mío, y que me habían prestado para la ocasión. El sonido de alguien tosiendo en un pasillo rompió con el silencio. Las miradas al suelo también se distrajeron con el movimiento de mi mano levantándose y extrayendo el aparatejo que aún hacía brillar la pantalla naranja. Algunos cambiaron la expresión de su rostro, de congoja a desaprobación. No hice caso. Necesitaban una excusa para enojarse y no me importaba serlo.

Abrí la tapa y leí un saludo de alguien que parecía conocerme pero cuyo nombre no recordaba, ni recuerdo tampoco ahora, irónicamente. Pero por alguna razón ahí estaba. Miré las letras formando palabras que formaban frases una y otra vez. Leí su nombre varias veces. Fruncí mis cejas, exprimí mi memoria al máximo. Mis siempre delatadores gestos ahora se tornaban confusos, examinadores, introspectivos y algo burlones. Las miradas de reprobación seguían apuntándome cuando levanté la cabeza durante dos segundos. Me retiré del salón con el aparato en la mano aún, y antes de salir del todo me volteé a ver la expresión impávida de mi abuelo. No me ocasionaba absolutamente nada estar allí, de hecho sentía la ridiculez y el dramatismo en los sacos de todos aquellos hombres y en los vestidos avejentados de todas las mujeres, incluyendo las niñas que por primera vez actuaban la seriedad y en las ancianas que miraban a sus alrededores con aire de emperatriz. Por más que intentase alguno de esos tantos papeles que todos eligen antes de comenzar una obra de funeral decidí que lo mejor era salir de allí, con traje y todo, no había tiempo para mudarme de ropa.

Las miradas reprobadoras seguían por doquier, de hecho en la calle sentía que seguían presentes en los transeúntes que siquiera me conocían. Devolví todas y cada una de las miradas, sin importarme mucho, sin preocuparme por exagerar alguna reacción, sólo devolví. Y caminé más y más rápido mientras sentía las gotas de sudor bajando por mi acalorada frente. Y respiré el aire fresco del atardecer y sonreí ferozmente aunque mi traje indicaba que estaba de duelo. Mientras más lejos estaba, más mío me sentía.

Recorrí una por una las cuadras del que solía ser el vecindario donde pasábamos tardes enteras con mis primos, andando en bicicleta y corriendo con globos de agua mientras el abuelo dormía la siesta. Los árboles estaban por todos lados, no me hubiese sorprendido encontrar uno en medio de la calle. Las sombras se juntaban unas con otras y formaban brazos que me tocaban al pasar, como saludándome después de tantos años sin caminar por las mismas grietas y los mismos caracoles que se interponen en el camino húmedo.
Cerré los ojos sin dejar de caminar y pude oler el aroma a whisky y cigarro del viejo, levantándose temblorosamente y regañándonos con la poca voz que entonces le quedaba. Me pregunté qué sería del resto de mis familiares. Sabía que si me volteaba y hacía el mismo camino a la inversa tendría la oportunidad de verlos a todos reunidos allí y preguntarles sobre sus vidas, sin embargo no me era de urgencia. Estaba conmigo mismo, allí en ese sitio donde no había elegido crecer, pero que sin embargo con sus putrefactos olores y sus paisajes anaranjados me había vuelto un elemento más del escenario deprimente de aquella aldea que nada podía prometer. Absolutamente nada.

Corrí de árbol en árbol y me refugié como en los viejos tiempos bajo todos y cada uno de los puentes. Sin embargo me faltaba aquel puente que estaba en la parte más alta, y que no nos tenían permitido cruzar. Nos cuidaban tanto que nos enseñaban que el mundo estaba lleno de restricciones y de reglas y de negaciones. Me pregunté si en mis primos había causado el mismo efecto que había nacido en el centro de mi corazón y se había expandido despacio por mis venas a lo largo de todos estos años. No me interesaba conocer la respuesta. Todo era absolutamente nada. Quería atravesar espejos y caminar por sobre las aguas, quería nadar en los cielos y volar en los océanos, y aún lo anhelo. Reí, casi maliciosamente, mientras el viejo puente asomaba a lo lejos, llamando mi nombre, gritándolo, suspirándolo, gimiéndolo con el mismo deseo ferviente que ardía en mi cara enrojecida.

Encendí uno de aquellos regalos que no recuerdo quién me había dado y dejé que penetrasen por mi camino bifurcado aquellas ondas que parecían ser las únicas que en aquel momento podían entenderme. De mis dedos a mis labios, y de mis labios hacia abajo. Y luego partiéndose en dos brazos que se extendían hacia ambas rutas. Hacia el paraíso, hacia el infierno, y bailando dentro. Corrí, corrí como nunca y como nadie saltando de piedra en piedra, volando a la par de las aves cada vez más y más arriba hacia el viejo puente, que no se cansaba de llamarme con su voz gruesa y avejentada.

Durante años me había esperado y yo a él. Ya no había fuerzas opresoras, no había brazos más fuertes que los míos, ni voces que no pudiera tapar con mis gritos, no había miradas más seguras que la mía y no había argumento que no pudiera enfrentar.

El último salto y estaba ya parado en medio de él, balanceándome y sin expresión alguna. Las emociones estaban dentro mío y en ningún otro lugar. Pero aquel mensaje no dejaba de perturbar mi universo que entonces estaba de fiesta. No recordar de quién era no dejaba de molestarme. No recordar más nombres, no recordar más rostros no dejaba de molestarme.

Tomé aquel aparato y presioné sobre su nombre. Del otro lado algo lo llamaba y una voz que no reconocí volvió a preguntarme cómo me encontraba. Su sonido no despertó mi memoria en lo absoluto, pero no me impedía expresarle mi felicidad entera, mi libertad suprema. Las aves se acoplaban con su voz entrecortada. Me sujeté con una mano sobre el borde áspero del puente y con la otra presioné el aparato contra mi oreja, para escucharlo mejor, para recordarlo mejor. Nada. Me preguntó a qué se debía mi regocijo y le contesté que la libertad misma estaba frente a mi vista y estaba bailando para mí. Rió y dijo que yo nunca cambiaré. Nos quedamos en silencio, ambos.

Le pregunté quién era.

Me preguntó si hablaba en serio.

Le dije que sí.

Me mencionó... creo que cinco o seis anécdotas cuyos personajes protagonistas éramos él y yo. Me mencionó la caminata nocturna por la reserva ecológica, me recordó el museo de bellas artes, me recordó el salón interminable con videojuegos de todo género, me recordó la cumbre del edificio más alto de toda la ciudad y nos recordó a ambos extendiendo los brazos y besándonos incontroladamente.

Aquellos eran acontecimientos que nunca había olvidado, de hecho fueron experiencias que sé que atesoraré por el resto de mi vida. Nunca olvidaré los susurros de los árboles cuando todos duermen y el viento los balancea, ni olvidaré los gritos, los llantos, los orgasmos y los silencios que los miles de ojos en las miles de pinturas solían llamarme al pasar. Ni olvidaré la felicidad durante el Tumblepop, con la mochila cargada de fantasmas y el botón rojo presionado frenéticamente por mi dedo ansioso una y otra vez al ritmo de las risas incontenibles.

Pero a él no lo podía recordar.

Me dijo que debía tratarse de una broma.

Le dije que no, que comenzaba a recordar nuestras conversaciones. Que comenzaba a recordar que él era un muchacho que vivía en el medio de la ciudad y que estudiaba algo relacionado a la medicina. Le dije que me había contado que tenía un hermano y dos hermanas.

Me respondió que casi todo estaba acertado, que es hijo único.

Me quedé en silencio. La desesperación opacó todo la situación. Ese aparato la arruinó, con sus vibraciones cancerígenas y su fulgor anaranjado, quemándonos los ojos. Y mi memoria, y mi memoria que no era capaz de retener más rostros, ni más nombres, ni más citas, ni más sentimientos. Todo era nada. Nada era todo. Y ahora estaba despertando.

Como si el puente estuviera haciéndome un favor, se hizo añicos bajo mis pies y abajo me esperaba el rostro uniforme del espejo, esperándome con la boca abierta y los ojos acongojados.

Todos dicen que mi memoria sufrió tales daños que ahora no soy más que un muñeco inerte y egocéntrico, incapaz de recordar a nadie que haya sido parte de mi historia en el pasado. La verdad es que nadie sabe que la caída no tuvo nada que ver.



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