sábado, 3 de septiembre de 2011

El corazón humano





El corazón humano
(por Emilio Nicolás)





"Es así como funciona el corazón humano" fueron las primeras siete palabras con que se dirigió a mí la primera vez que dejó de ser una simple figura que a veces aparecía silenciosa en su jardín trasero, o sobre el pegajoso suelo de la vereda, con las piernas cruzadas, fumando un cigarrillo que parecía interminable.

"¿Qué?" fue lo que le respondí, ansioso por la interacción que durante tanto tiempo, desde que se había mudado a la casa junto a la nuestra, había esperado.

Creo que desde el momento de su llegada hasta el día en que comenzamos a acercarnos había pasado un año, o apenas un poco menos. Fue bastante tiempo, pero todas aquellas noches que llegaba a casa algo cansado y lo veía con su cabeza gacha, escondiéndose del universo, supe que el día estaba ineludiblemente marcado en algún calendario oculto, escrito por alguna mano divina, materializada o no. Siempre que levantaba levemente la cabeza para chocar sus ojos ahogados en los míos podía leer la misma expresión de pedido de auxilio que los míos proyectaban cada vez que salían a pasear. No había forma de que no nos cruzásemos.

Y también había sido fácil darme cuenta de su largo historial de frustraciones mundanas. Supongo que a él tampoco le costó mucho, de otro modo esas siete palabras no habrían estado tan bien elegidas para entablar una primera conversación. ¿Quién se tomaría el riesgo de dar por sentado que ya existían conclusiones acerca de uno sin un previo diálogo? Si mal no recuerdo mi respuesta fue una sonrisa, o una mueca que intentó serlo. Y creo que su devolución fue puro silencio. Lo demás no puedo evocarlo ahora, siempre que intento imaginarlo se me vienen a la mente sensaciones de pesadez y de turbiedad. Nuestra relación siempre estuvo marcada por los mismos escenarios.
Y es que fue aquel cansancio y pesimismo el puente que nos ubicó en el medio a ambos y nos dio a elegir uno de los extremos. Allí nos quedamos.
Las noches se convirtieron, entonces, en reuniones eternas e infinitas en las que el tiempo y los espacios eran nuestros, pero nos dábamos el lujo de permanecer quietos, y de contemplar a las criaturas de la noche asomar temerosas sin mover un solo dedo.

Conversábamos y conversábamos, siempre acompañados de humos que comenzaban siendo meras nubes que se perdían en el cielo negro, y culminaban como risas de colores, algo débiles y con sueño, que resonaban en el blanco abierto y se expandían hasta ser arrastradas bien lejos con el viento.

Ambos habíamos llegado a las mismas conclusiones, los mismos días a las mismas horas. Nos fascinaba la cantidad de coincidencias en nuestras historias, en nuestras respuestas, en nuestras emociones. Supongo que a él le sorprendía tanto como a mí no saberme el único con aquella decepción, aquel peso de la humanidad alrededor, en todos lados, tomándolo a uno y volviéndolo pequeño.
Durante el verano entero, mientras todos dormían, nosotros permanecíamos recostados en el concreto de aquella vereda pegajosa, con los ojos abiertos. A veces nos quedábamos en silencio, leyéndonos las mentes, otras veces planificábamos algún golpe maestro.

Las noches más fuertes eran aquellas en que diferíamos, cuando intentábamos descifrar de qué estaba hecho el corazón humano. Enfurecía si yo mostraba desacuerdo cuando se refería a sí mismo como un ser proveniente de otro punto del universo. Le respondía que ambos éramos parte de aquella especie por la que sentíamos desprecio, que por alguna razón éramos distintos, éramos el blanco perfecto. Le describí aquellas situaciones de nuestros historiales que nos habían ubicado en el mismo bando. Le recordé los pasos presurosos de la gente en la ciudad. Las miradas furtivas. La irresponsabilidad sobre el otro. La rapidez de las relaciones. Los falsos intereses. Él se tapaba los oídos y entonces, como si pudiese rever mi historia como una película a la que se da reversa, me recordaba aquellos que habían hecho de mí quién soy, un villano en pleno nacimiento.

Pero ambos lo éramos, por mucho que discutiésemos, por mucho que nos enfrentásemos. Ambos éramos lo que había dejado la marea sobre una playa abandonada en que solían habitar los seres que solían ser los más simples, pero que ahora son los más complejos.
Cuando intentaba abrazarlo me empujaba al suelo. Y entonces yo entendía que quizás algo había en él que lo hacía diferente a mí. Pero no había forma de que fuese de otro lugar del universo. En cambio cuando a él se le ocurría amarme lo hacía, y de la forma más suave y cuidadosa, como un niño que siente las primeras caricias de la mano de su padre viejo.

Sí, cuando quería amarme lo hacía, de la forma en que nadie más podía hacerlo. Pero en ese entonces recordaba sus siete primeras palabras, "Es así como el corazón humano funciona…", y yo continuaba aquella frase en mis pensamientos "…mientras más débil te ve, mientras más sensible y más expuesto, más se aleja, más se va, por el otro extremo" y entonces lo soltaba, de la misma forma que él, cuando intentaba abrazarlo, se desprendía de mi cuerpo.

Así nos manteníamos cerca, a través de la distancia, a través del juego. Ambos teníamos tanto miedo sobre nuestras espaldas que sabíamos que si uno de los dos se entregaba por completo, entonces el otro se iría para siempre. Era tan triste pensarlo así. Tantas veces me reprimí de besarlo, o de secuestrarlo y llevarlo lejos, donde nunca más padeciese lo que hoy nos dolía hasta los huesos. Pero callaba y así quedábamos, pasando las noches calurosas leyendo al pobre Werther y riendo, imaginándolo reviviendo en este mundo de estos tiempos, y suicidándose de nuevo en cuestión de horas.

Recuerdo aquella vez que reímos con eso, que dije murmurando al espacio abierto: "Los corazones de los románticos ya se extinguieron". Él me miró y me dijo que no estaba seguro, entonces mis ojos brillaron y se posaron en los suyos. Pensé que por fin ocurriría, que leería mi mente aquella noche más que nunca y que yo podría leer la suya, pero su respuesta fue diferente. En lugar de ayudar a mi sueño de un idealista cuento, me propuso conocer un corazón verdadero, un corazón humano por dentro. Le pregunté de qué forma podríamos hacerlo.

El verano estaba por terminar. Para ese entonces yo había vivido un par más de aquellos intentos en que salgo de mi refugio y exploro la capital de la ciudad, siempre con algún candidato a amante que no resulta ser (al final) más que cualquier guía para cualquier viajero, pues el paseo es uno solo y no hay próximo encuentro. La verdad es que tenía tantas heridas de la misma forma, el mismo color y la misma textura que ya no importaba qué tan dibujado estaba mi cuerpo. Llegué a casa con muchas ampollas en los pies y más ira que angustia, acumulada toda creo que en el pecho.

Cené rápidamente y salí a la vereda cuando todos ya estaban durmiendo. Él estaba sonriente, seguramente en mis ojos había visto una vez más la decepción, la misma que había visto el día que me conoció. Pero esta vez había más resentimiento acumulado, y creo que aquello le hizo pensar que era la oportunidad, el mejor momento. Ambos por fin dejamos de estar tirados en el suelo para caminar juntos en la madrugada, rompiendo el silencio con nuestros pasos presurosos. Su andar era tan nervioso y obsesivo como el mío, era un saco de nervios contaminando todo a su alrededor, y yo estaba a su acecho.
Se podía sentir que el frío llegaba, mis mejillas estaban rojas y mi nariz comenzaba a enfriarse. Por primera vez fue él quien me abrazó y a modo de regaño me pidió que deje de temblar. Él sabía que de alguna forma su mente ahora era para mí un libro abierto.

"Al primero que veamos" me dijo.
"Sí" respondí.

Nos infiltramos entre las sombras como dos demonios que exploran una ciudad mundana por primera vez. Nos mirábamos entre nosotros, como niños jugando a las escondidas, riendo, sintiendo la emoción corriendo por nuestros gélidos cuerpos. Estábamos más vivos que nunca, llevando a cabo el plan maestro.

Nunca supimos quién era, en realidad sí, porque llevaba consigo sus documentos. Del resto poco y nada. Apenas llevaba dinero. Estaba algo ya abrigado a pesar de seguir en verano. Me pregunto por qué saldría de madrugada en soledad. Tenía pinta de ser hombre de bien, con alguna familia esperándolo. Quizás volvía de trabajar. Me pregunté si tendría esposa o hijos que estuviesen sentados junto a la mesa esperando a verlo llegar.

Pues el pobre nunca lo hizo. Fue para nosotros el mártir, el chivo expiatorio, el ejemplar que necesitábamos para corroborar nuestra experimentación. Él hizo uso de su cuerpo fornido para tomarlo por las espaldas y yo, con mi pequeña estatura di el golpe filoso necesario para tumbarlo al suelo. Cuando se hubo calmado ahí estábamos los dos, subidos encima de él como leones sobre una gacela gigante y vieja. Atravesamos el pecho del espécimen y arrancamos del mismo el famoso corazón del que tanto habíamos discutido el verano entero.

Allí estaba, en sus manos, después en las mías. Tan inútil, tan negro, perdiendo tanto líquido y aún latiendo. Sentí desprecio, algo de decepción. Esa cosa no llegaba ni a parecerse a aquello que los románticos tanto aludían. Me miró y lo miré, y con sus ojos aprobatorios me dio la orden. Arrojé aquel pedazo de carne lejos.


"¿Y ahora qué?" le dije
"Si antes no entendía, ahora entiendo menos"





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