sábado, 31 de julio de 2010

Musique





Musique
(por Emilio Nicolás)





Una vez, hace mucho tiempo, dos semanas o una quizás, conocí a un joven en las orillas de una playa en la que jamás estuve. Recuerdo que, al parecer, el calor podía más que la fuerza de su cuerpo y se lo veía fatigado y con dolor en la mirada. Lo vi con los pies tapados por agua y los ojos clavados en la continuidad del mar que no podía alcanzar a ver. Perlas de sudor gordas descendían adormecidas de su frente reflejando el sol y encegueciendo mi vista. Me costaba mirarlo, pero durante los segundos que podía percatarme de su figura me centraba en su expresión tan cansada y de bajo perfil.

Parecía perdido, parecía estar desubicado de esta tierra y deseando fervientemente estar en otro lugar. Me quedé mucho tiempo mirándolo, contemplando el naranja de sus ropas y el celeste del cielo, el fuego bailando en el agua tan tranquila. Tan tranquila.

Tardé muchísimo tiempo en decidirme a hablarle, quizás fueron dos horas o más, pero más o menos fue durante ese lapso. Y sufrí y me maldije a mí mismo hasta que tomé la decisión de tirar la primera palabra. Recuerdo que la tomé y quise que diera contra su cuerpo pero en lugar de hacerlo cayó al mar rompiendo con su lineal figura quieta. La palabra salpicó a una de sus piernas rizadas y creó unas ondas que chocaron con las mismas, una tras otra. No se inmutó. Y la palabra se hundió en la orilla y quedó sobre la arena debajo del agua. Algunos cangrejos caminaban sobre ella, curiosos de saber qué decía la misma. Pero él no. Él seguía quieto, mirando melancólicamente como si estuviese esperando el enrojecido atardecer acorde a sus ropas y al amarillento suelo sobre el que estábamos los dos. Me senté frustrado a mirarlo una vez más, preguntándome qué habría detrás de su figura de estatua además de mí, sentado detrás de él. Me pregunté si se había percatado de mi presencia o si quizás habría pensado que lo que había caído era una palabra perdida que venía viajando desde hace mucho tiempo. Lo cierto es que la palabra acababa de nacer y era especialmente para él. Me pregunto si se habrá dado cuenta de eso después de todo lo que sucedió. Aún hoy me lo pregunto.

La noche nunca llegó. La esperé junto con él durante horas, días, y nada, nunca apareció. El sol seguía brillando sobre nuestras cabezas y él seguía desparramando gotas de sudor interminables que jamás terminaban de desprenderse de su cuerpo anaranjado. Lo deseé. Lo deseé como nunca antes había deseado alguien hasta aquel momento. Pero también me maravillaba su figura quieta, serena, dolorosa. Me asombraba todo a su alrededor. Me pasmaba la idealización que nacía de mi cabeza cuando lo miraba ahí en medio del mar.

Jamás supo lo mucho que me dolió seguir lanzando palabras y errar en todos los disparos. Era como si yo mismo me estuviese burlando de mí. Salían de mis labios como globos de goma de mascar y tomaban una velocidad a veces fuerte, otras aún más fuerte y se dirigían directo a su cuerpo pero doblaban antes de llegar y caían al mar, una detrás de otra, provocando gran cantidad de ondas que chocaban entre sí y revolvían al mar haciendo espuma que besaba sus piernas aún rizadas. Lloré y deseé que mis lágrimas se mezclasen con el agua de mar y besasen su cuerpo para hacerle sentir lo mucho que me preocupaba la situación. Pero no fue posible. Mi cuerpo estaba aún sobre la arena, no me sentía lo suficientemente digno de acercarme a él, tan majestuoso. El día seguía golpeándolo con su calor soporífero. Yo temblaba de frío, sentía los truenos detrás de mí golpear el suelo con tanta fuerza y me agarraba los codos mientras lo miraba, deseando que fuese él quien me estuviese abrazando. No había forma de que me diese un poco de calor, de que me librase de la tormenta que me helaba hasta los pies y tampoco había forma de que me acercase a su territorio.

Pese al mal comienzo, no sé cómo hice para llegar a él, no lo recuerdo, intento pensar en aquello pero la mente se nubla y vuelven a aparecer los rayos. Pero estoy seguro de que hablamos, estoy seguro de que lo hicimos porque recuerdo las cosas que me contó, y recuerdo que debía arrancarle las palabras de su boca de una manera sinuosa y cuidadosa para no deteriorarlo. Su figura era tan frágil que, pese a que quería saberlo todo de él, debía cuidar mi boca y mis oídos cuando estábamos juntos. A veces me sentía obligado a retirarme y a dejarlo con su tranquilidad, otras veces le preguntaba si le molestaba mi presencia y me lo negaba moviendo la cabeza. Aún así yo sentía la carga que seguramente ejercía mi hiperactiva presencia sobre la suya, tan ausente, tan inactiva.

No sé si pasaron días, o quizás fueron años, no lo recuerdo. Pero recuerdo que de a poco fuimos ganando confianza el uno del otro. De pronto conocí su risa, saliendo de sus gordos labios como pequeñas plumas que besaban delicadamente el agua del mar y no provocaban ni la más mínima onda en ella. Pude ver su mirada al sonreír, achicándosele un poco los ojos y engordándole los pómulos y pude sentir el aroma a canela a su alrededor. Me sentí feliz de sentirlo parte de mi mundo y de imaginarme parte del suyo. Corría con la capucha y los dos pares de medias puestos a las aguas para verlo una vez más, con su cuerpo débil y sus gotas de sudor siempre pegadas a su cuerpo y me sentaba a mirarlo temblando de frío.

Con el tiempo supe más y más cosas de él. Supe su origen, me había contado que provenía de una familia de pintores que solían buscar representar aquello que ningún otro pintor haya enseñado antes del mundo, y tanto él como sus parientes pasaban horas, días, meses, años mirando a sus alrededores y pensando en la forma ideal y perfecta de plasmarlo en una hoja. Pero yo siempre pensé que aquella era una excusa, sus ojos no estaban buscando plasmar, sus ojos estaban buscando entrar, lo sé, estoy convencido, no puede parecerme otra cosa. En fin, la duda quedará por siempre dentro de mí, pero mi balanza está más de mi lado, eso seguro.

También recuerdo que me había dicho que viajaba por el mundo buscando la belleza del mismo en la gente y en los cielos, en las texturas del suelo y en las noches que nunca llegaban. Cuando terminó de decir aquellas palabras miré para arriba y un fuerte celeste se imponía sobre nosotros. Luego, estando sentado junto a él miré hacia atrás y me pregunté si él vería el mismo cielo negro si se dignase a darse la vuelta como lo había hecho yo... es otra duda que quedará dentro de mí hasta el fin de mis días.

Cuando se quedaba mirando al mar fijamente y no contestaba más a mis preguntas (siempre tenía para hacerle) sabía que era mi momento de retirarme, sabía que estaba abusando de la confianza que arbitrariamente le había arrebatado y que no podía continuar con aquello. Entonces lo dejaba solo y me preparaba para caminar bajo la lluvia, de regreso a casa.

Era entonces cuando llegaba y me recostaba en mi cama a mirar el estrellado cielo haciendo contraste con su siempre día allá bien lejos donde comienza el mar. Desde la ventana de mi cuarto no podía verlos, ni a él ni al mar. Si corría al baño de mi casa y me trepaba a la pequeña ventana en lo alto casi besando el techo, tampoco podía verlo. Y si se me daba por ir al cuarto de mi madre a mi izquierda y me asomaba por su amplio ventanal tampoco había mar, y tampoco estaban sus ojos perdidos en él, ni sus gotas de sudor ni sus rulos oscuros. Entonces atravesaba el pasillo para buscar el living de casa y su otro ventanal, el más grande todos. El resultado era el mismo. Y mirar por la ventana de la cocina era más de lo de siempre. Allí no estaba. Sin embargo en el corazón de la casa, bien al medio había una ventana desde la que podía verlo y treparme por ella y salir a su encuentro. Si esa ventana se rompía de seguro me lo iba a lamentar.

Pero por las noches mientras él seguía esperando yo me las ingeniaba para buscar una forma de no aburrirlo, o de no fatigarlo con mis palabras, como bombas cayendo al agua y explotando en sus piernas. Di vueltas y vueltas noche tras noche, semana tras semana y comencé a repasar lo que sabía de él y lo que no. Supe que le gustaba comer mariscos y que su color favorito era el amarillo. Supe que tenía una madre igual de silenciosa que él y que su padre estaba bajo la tierra. Supe que a su hermana le encanta preparar galletas y supe que, tanto como a mí le fascinaban los cuentos rusos. Pero jamás supe qué música le gustaba escuchar.

Me lo imaginé cerrando los ojos y dejándose llevar con música clásica, quizás con el sonido de los violines o de alguna que otra arpa mientras el agua del mar seguía calma. Lo imaginé recostado sobre la orilla dejando que sus oídos se tapen del resto de los ruidos y que sólo la música debajo del mar llegue a sus sentidos. Sus labios relajados harían algún movimiento delicado e involuntario y luego quedaría sumiso en un profundo sueño de días o quizás años luego de tanto esperar. Aún así la duda no se iría hasta preguntarle, y estratégicamente armé un listado con otras preguntas de menor importancia, preguntas simples que podían responderse de manera sencilla y escueta. La última sería la pensada, aquella que merece una tarde entera de palabras y palabras, o de ritmos y tonos que seguramente antes no se habían escuchado de sus labios ni de los míos.

Los días transcurrieron y ya sentía vergüenza por los temas que tocábamos, eran ridículos y sin sentido. Él me contaba lo que había hecho en toda la tarde ("pues... estuve aquí parado" me decía) o me que prefería el blanco al negro o las sandalias a las zapatillas. Mi frustración se hizo cada vez más grande al igual que mi listado de preguntas. No quería más que elegir el momento apropiado para la última y mejor pregunta, la que nos llevaría a nuestras almas y abriría las puertas de ambos. Fantaseé con aquel momento durante noches enteras en las que llenaba de frazadas mi cama y me envolvía sonriendo, pensando en su abrazo, imaginándolo. Despertaba de buen humor, me bañaba cantando y practicando para entonarle las canciones que más me gustan y luego acudía a su encuentro con mi listado de preguntas insulsas.

Una tarde hice lo de siempre. Recuerdo que desperté y estaba nevando, hacía más frío que nunca. La nieve no es común en esta ciudad, así que era síntoma de que el día estaba verdaderamente helado. Me bañé echándome al cuerpo jarras y jarras de agua hirviendo para evitar la hipotermia y me vestí mientras cantaba: "Hey, Dr. Strangeluv, so sad, isn't it true? / Hey, Dr. Strangeluv, so bad, isn't that true?" el espejo reflejaba la misma melancolía de sus ojos en los míos. Me pregunté si estaba dejándome invadir por su tristeza, mi cuerpo parecía el suyo y sentía su rostro detrás del mío en el espejo. Quizás era él, verdaderamente, quizás no. No lo supe nunca. Sólo sé que corrí a la ventana y la atravesé casi corriendo, con más ansiedad que nunca. Por un momento creí que la ventana iba a romperse en mil pedazos bañándome de vidrios, pero no fue así. Mientras caminaba a paso ligero por la playa me decidí a preguntarle qué música le gusta, así sin más, sin siquiera saludarlo, era el momento de saberlo y de reír toda la tarde para volver a casa con el corazón cálido y rebosante de alegría. Cuando llegué a su sitio no estaba allí. Ni lo estuvo al día siguiente. Ni a la semana siguiente. Ni al año...





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domingo, 25 de julio de 2010

Juego






Juego
(por Emilio Nicolás)





Cuando se me dio por ver el reloj me di cuenta de que habían pasado años. Sin embargo no sentía mi cuerpo acalambrado, ni entumecido, ni sentía hambre, ni cansancio. Pero apenas me percaté del tiempo que había perdido el peso cayó sobre mi cuerpo y lo dominó por completo. Sentí sueño, mucho sueño.

Y de pronto todo estaba moviéndose en cámara lenta, de repente mis ojos estaban fatigados de observar con atención cada rostro que se cruzaba al pasar. Estaba cansado de buscar, de llamar, de gritar en silencio. Sentí por primera vez en años el frío cerámico del borde de la fuente en la que estaba sentado y, como si de pronto mis oídos recuperasen los sentidos volví a sentir el agua que siempre había estado cayendo a mis espaldas en forma de cascada al cielo. Me vi las manos tomándose la una a la otra y me voltée para verme aún fresco en el reflejo cristalino. Pero enseguida volví a mirar a la gente pasar. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, que podría estar perdiéndolo ahora.

Me reí.

Me sentí víctima de mi propio juego, sin embargo en ningún momento quise abandonarlo. Me relamí los labios, que recién ahora sentía resecos y entrecerré los ojos. La sonrisa aún no se iba. Pero no era de esas sonrisas que todos imaginan cuando las miran.

Era como si la circular fuente sobre la que estaba sentado estuviese dando vueltas conmigo encima cuando en realidad eran ellos quienes desfilaban, uno tras otro, apurados buscándose los unos a los otros y corriendo a brazos extraños. Todos tan bellos, todos tan libres, todos tan perfectos. Se miraban entre sí y volvían juntos desapareciendo de mi vista. Abajo estaba yo. Y jamás en estos años que mi reloj había estado corriendo me había percatado de los momentos en que la noche se hizo noche y de nuevo esclarecía para contar un día más y otro y otro. Como si la oscuridad de pronto se hiciese parte de mí y me impidiese temer al frío o a la soledad. En esas altas horas nadie transitaba y yo sin embargo seguía girando mis ojos hacia uno y otro lugar como si siguiesen buscando sin detenerse y sin pensar. Fantasmas. Fantasmas y nada más.

Pero ahora el sol brillaba sobre el cielo aunque comenzaba a helar. Las manos, por más juntas que las tuviese se quebraban al menor movimiento y las mejillas me ardían de la fiebre que seguramente había estado controlándome todo este tiempo.

Pobre de mí, pobre de mí que era, como siempre, víctima una vez más. Pero esta vez no de ellos, no de ellos que pasaban solamente para saludar y cordialmente volverse a retirar, o a burlarse un rato para volver sus espaldas de nuevo hacia mí o invitarme a levantarme para arrepentirse cuando mis manos ya habían cambiado de posición y agarraban el borde de cerámica para empezarme a levantar. No, en esta oportunidad mis atacantes no eran aquellos androides hermosos y fríos que se reían al pasar. Esta vez yo era mi propio bufón y me estaba comenzando a gustar. Como si de pronto me conformase con inventar una figura ideal, que se adapte a lo poco que he pedido en estos años que me senté a esperar. Idealizarlo era mejor que salir a buscarlo y pensando que el amor lo conocemos mejor aquellos que lo soñamos y nunca quienes creen tenerlo en las palmas de sus manos. Vivir de estar forma, engañándome y feliz de hacerlo me convertía en un alienado que así terminaba, solo, sentado en el borde de la fuente viendo otra vida pasar, otra vida totalmente distinta y que jamás sabré qué tan real será en comparación con la que me gusta imaginar.

Miré al suelo y efectivamente era yo quien comenzaba a girar. Ninguno de ellos se percató pero no me importaba ya. Me gustaba pensar que en la cima de alguno de aquellos altísimos edificios alguien me miraba con algún binocular y esperaba a que caiga dormido de tanto esperar para despertarme después de bajar. Reí de nuevo. El sonido del agua me imitaba. Todo es irreal, el amor no existe más, pero existirá mientras lo recree en mi mente con cada historia que se dibuje en mi imaginación con cada rostro de belleza que se cruza al pasar. Estoy dando vueltas y cada vez me duele más. Estoy solo y nadie se da cuenta de mi fragilidad. La cerámica nunca se romperá, y la fuente seguirá tirando chorros hacia el cielo pretendiéndolo alcanzar. Estoy en este juego que no me lleva a ningún lado, pero que me gusta jugar.







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