viernes, 8 de agosto de 2014

Los cobardes



Los cobardes
(por Emilio Nicolás)







¡Qué payasos!

Alzando nuestras lanzas y escondiendo los escudos, como si no tuviéramos nada que ocultar.
Enfrentando al enemigo, juntos, como si nos cupieran las etiquetas heroicas.

¡Qué payasos!

A toda prisa en la misma dirección, sin saber que estamos escapando.

¡Mi payaso favorito!

He aquí lo que nos diferencia…
Yo miro a los ojos a mi tragedia

Y río mientras ella misma me patea.



.

lunes, 4 de agosto de 2014

La otra cara de la luna


La otra cara de la luna
(por Emilio Nicolás)





-        -  No te rías, de verdad te digo. Todavía no conocés ni la otra mitad.
-         - Ah, pero sos un buen pibe y con eso alcanza.

Como si no tuviéramos nada que hacer, la tarde estaba en nuestras manos, y apenas podíamos sentir el aroma de la primavera a punto de llegar.

Las últimas hojas de los viejos, pero no tan grandes árboles de la ciudad caían a nuestros pies y nosotros las pateábamos, con una caja de leche chocolatada individual en cada mano derecha.

Como si los años no hubiesen pasado por sobre nosotros.

Los transeúntes no parecían importar mucho. Quizás a él sí, sobre todo si se trataba de alguna ejemplar con cuerpo llamativo. Era inevitable que perdiese la mirada y de pronto se cortaran las risas, al menos por un segundo.
-     
      - ¿Y qué? ¿Sos un asesino encubierto, entonces?

Las risas volvieron en un pestañeo. Quizás naturales, quizás forzadas.

Mientras cruzábamos la calle fría, algunos autos pasaron antes que nosotros y levantaron una cortina de hojas secas que, como olas cruzándose en nuestro camino, se pegaron en los pantalones y hubo que removerlas con algunas sacudidas, usando las manos. Arriba el sol calentaba las últimas horas antes de que la oscuridad cayera y las luces destellaran en cada punto de aquel paisaje de centro de pequeña ciudad.

Cuando las risas y los vicios hubieron terminado y la soledad también me encontré mirándolo y él a mí, cerrando la puerta. Yo presioné fuerte, cerrando mis puños, las cintas de la mochila que cargaba hacía unos meses, desde que la había comprado y emprendí el viaje, un poco caminando, un poco sobre ruedas.

A medida que avanzaba hacia casa la oscuridad caía muy despacio sobre mí y sobre todos. Yo avanzaba en línea recta y ella… bueno, se entiende. De a poco los fulgores encendían uno a uno, para combatirla. De a poco cobraba magia el entorno entero. O quizás yo era quien podía ver lo mágico en todos lados. Los pequeños fuegos centelleantes. El azul volviéndose violeta, volviéndose negro.

En el último asiento a la derecha, como siempre, me veía sentado, pero como si durmiese sobre una cama junto a una ventana de una imaginaria casa móvil, tan rápida que me obligaba a poner atención para captar cada momento, a cada elemento del que parecía estar escapando... o demostrando libertad.

Más y más transeúntes, niños corriendo, gatos cruzando a toda prisa, pájaros volando a la par, nubes como brazos extendidos, bien violetas, bien brillantes, y edificios roncando muy suave sus últimos susurros antes de que el frío los haga despertar de la siesta.

Yo no quería despertar. Nadie quiere despertar cuando se duerme tan bien. Supuse que él tampoco.

Dejé las zapatillas junto a la puerta, del lado interior de la casa y caminé sobre el suelo con las medias algo húmedas. Me recosté sobre la cama más grande de la habitación y contemplé a las astas del ventilador moverse hasta dejarme en un ensueño.

-     -     No te rías. De verdad, te digo, no conocés ni siquiera la otra mitad.

Me despertó el sonido del celular, pero lo primero en mis ojos fue la luna llena, tan redonda, tan pálida, tan brillante. Mi rostro, dormido, se había dirigido hacia el ventanal. Entrecerré los ojos, fijé mi atención en su pálido costado y traté de imaginar el otro. El olvidado.

-        -  ¿Llegaste bien che?
-        
        - Uh, sí. Disculpá. Colgué en avisar. Me quedé dormido. Mejor me apuro a preparar la cena la cena. Abrazo.

Pobrecitos. Estrella y Nube, no dejaron de dar vueltas por toda la casa, esperando a que despierte. Ninguno  se atrevió a maullar. No es que yo sea un peligro cuando me obligan a levantarme, supongo que es el afecto, que los lleva a esperar pacientes. Bueno, no tanto. Tarde o temprano, saben, se llena de comida el plato.

Una vez satisfechos calenté lo que había preparado al mediodía. No había ganas. Ni tiempo.

De la noche poco y nada sé. La conocí bajo techos, varios. A la luna siempre la contemplé desde diferentes ventanas, a diferentes alturas.  Pero solo a la cara que deja ver.

Esa noche no sería la excepción a la regla. A la noche la conocía bajo techos.

Varios.
.
Me preguntó a media mañana si podía ayudarlo a terminar un trabajo. Digo a media mañana, porque para mí la mañana es el mediodía. Me sorprende lo poco que duerme ¿De verdad no disfruta del buen dormir?

¡Qué más da! Tenía que responder. Pero solo hablaba mi cabeza:

“Dibujo líneas ahora, sobre el aire, esperando a que salga de mis labios o de mis dedos alguna respuesta. Dibujo rulos y dibujo círculos que se expanden y se expanden y toman formas violáceas. Dibujo lápices, dibujo hojas, dibujo agujas, muchas agujas. Pero no sale ninguna respuesta.”

No repregunta, él.

Su orgullo no se lo permite.

Finalmente le digo que sí, pero no era lo que quería. Cuando el mar de hojas sabe que volveremos a pasar al día siguiente, no se sacude de la misma forma. Y las calles de pronto no son tan mágicas.

Y así fue. Él trabajaba y yo ayudaba con los detalles.
-      
        -    Me quedé pensando eso de que no te conozco ni la otra mitad ¿tan grave es?
-       -   Te estaba jodiendo, ¿qué tanto puede uno conocer de todo?
-        -  No tanto como uno quisiera, sí.
-        -  A veces no ayuda mucho ser taaaan curioso.
-        -  ¡Andá, misterio! A mí me gusta saber todo.

El trabajo se concluyó en silencio y por la noche, dicho y hecho. La ciudad no era la misma y el asiento al fondo a la derecha del colectivo no era tan cómodo. Realmente no pude ver lo que ocurría del otro lado de la ventana y cuando llegué a casa dejé las zapatillas junto a la puerta y no me recosté nada. Solo me metí bajo la ducha, dormido pero despierto, y dejé que el agua caliente hiciera lo suyo.
.
Desde un primer piso la luna se ve apenas un poquito más grande que desde casa. O tal vez me engañaba a mí mismo.

Me quedé mirándola cuando aquél me dijo que volviera a la habitación, que iba a enfermarme.
-      
 -          - Como si te fuera importante, jaja.
-          - Bueno, igual. Más que nada no quiero que te vea nadie.
-          - Eso sí te creo.

Me cubrió con sus brazos y me impregnó, a pesar de que hacía poco me había bañado, de su aroma a perfume barato. Conocidísimo. Respondí con besos a mitad del pecho y pensé: Cuando llegue a casa voy a volver a bañarme.

Entonces se cubrió con las sábanas blancas, que estaban cubiertas por el acolchado y a mí me cubrió con su pesado cuerpo, por lo que éramos entonces una suerte de capas y capas que resguardaban alguna suerte de cosa pequeña y frágil en el centro, donde estaba yo.

Después del sofocante calor, de su transpiración en mi sien y de la puja rítmica de costumbre mi bestia silenciosa comenzaba a tranquilizarse. Quizás por un par de horas, pero comenzaba a tranquilizarse. Y aquél también.
-      
-         - ¿Querés un pucho?
-        -  Bueno ¿Pero no te importa si me lo fumo mientras camino a casa?
-        -  ¿No vas a querer que te lleve, che?
-        -  Nah
-        -  Bueno, pero salí rápido.
-        -  Sale y vale.
-        -  ¿Eh?
-        -.  Dije que bueno – Respondí riendo -

Me alegra no compartir códigos con esa cosa.
.
Algo que amo: La soledad de las calles durante la madrugada. Si olvido los peligros que podría conllevar ponerse a caminar solo cuando no hay un alma, o si interpreto seriamente eso de que no hay un alma (salvo la mía) no hay motivos para temer. Todo es mío: Los edificios, las jaurías de perros que pasean y disfrutan con la misma inocencia, los papeles de volantes que arrastra el viento hasta donde puede. Los miles de carteles allá, en lo alto. Todo, todo es mío y nadie más está ahí.


Aunque quisiera.

.

Algo que no amo: La lluvia con frío.
.

Y tampoco me gusta ir con paraguas por la calle, siento que cae sobre mí la responsabilidad de fijarme por dónde voy, o alguien podría perder un ojo y arruinar mi vida por haberlo hecho (aunque no haya sido intencional, claro) ¡Sí! Arruinar mi vida ¿Qué me importan a mí los ojos de las vidas de otros? Supongo que se puede vivir tuerto, pero yo con semejante culpa no podría.

Siempre fui así de culposo.

Pero ahí estaba, haciendo malabares sobre una cuerda imaginaria y tambaleando mi paraguas a la izquierda, a la derecha, ahora hacia arriba, ahora hacia esa señora ¡No! Esquivala, esquivala, uf…

Lo cerré. El escudo se disolvió y reveló su sonrisa detrás del vidrio. ¡Cuántos escudos! El paraguas y el vidrio y nosotros atrás de ambos. Ah… demasiada poesía para una tarde lluviosa. Espantosa tarde lluviosa.

Que fue nuestra.

Que fue de nuevas risas.

Que fue.

Y llegó la noche, esta vez desde un cuarto piso.

La luna se hubiera visto genial desde aquel ventanal pero… la lluvia. La maldita lluvia.

Y de nuevo el cuerpo encima. Esta vez no tan pesado. Un poco más sudado. Perfectamente aromatizado de manera no artificial y con la caricia de cientos de ásperos vellos. Y la puja y mi cabeza en otro lado. Y el calor, el sofocante calor a pesar del invierno crudo dando su último adiós. La picazón y el sueño eterno. El calor. El frío. La luna escondida por completo. Su sonrisa al cerrar el paraguas. El movimiento brusco. Mi gemido, esta vez no de placer. Su gemido, egoísta. Su sonrisa, su sonrisa. No. No aguanté.

Lo alejé como pude, como si él no fuese él. Lo alejé como pude, porque nunca tuve suficiente fuerza y a duras penas un cuerpo era menos fuerte que el mío. Este no sería la excepción pero tampoco era una mole.

Se enojó. No me importó. Quizás debió.

Una masa de, hasta entonces, impredecible violencia se me vino encima y esta vez no con fines placenteros. Mi bestia silenciosa, siempre necesariamente hambrienta, hoy ansiaba algo más. O quizás era otra bestia, otra olvidada, otra de otra cara.

Como sea, este metro sesenta sabe ingeniárselas y ya no estaba bajo el peso de bestias ajenas ni lidiando con la propia libido desencadenada, y ahora podía caminar libre, bajo la lluvia fría.

Porque no hubo tiempo para salvar al pobre paraguas.
.
La noche no termina. Y no quiere terminar.

¡Maldita!

Pero no todo es siempre oscuridad. La tormenta parece disiparse aunque todavía sigue llorando sobre la desolada ciudad que hoy sí, ni siquiera es de los perros. Ahora sí he de creer que no hay un alma ¿O me equivoco?

Una silueta sentada sobre uno de los bancos de la oscura y solitaria plaza. Bajo un enorme árbol.

¿Por qué me acerco? Suficiente violencia ajena tuve esta noche y quizás hoy me sienta lo suficientemente fuerte para provocar y resistir otra.

De eso se trató siempre mi itinerario.

La adrenalina, la necia adrenalina me lleva.
-      
           - Eh, ¿vos?
-         - ¿Qué hacés acá a esta hora? ¡Y con lluvia!
-         - Jaja, ¿qué no puede uno salir a caminar solo bajo la lluvia sin tener que dar explicaciones?
-         - Nah, no me hacen falta, pero es extraño.
-         - Sí, ¿vos qué onda? Cara larga, reíte un poco como yo.
-         - (no te creo la risa) Ah… ¿no dijiste que no hacía falta explicar?
-         - Tenés razón. Y en lo otro también.
-          - ¿En qué otro?
-          - No se puede conocer la otra mitad de las cosas.
-          - Ah… Triste ¿no?
-          - Nah, quizás es bueno un poco de misterio.

Y la noche se hizo día y ahí nos recibió, y con risas. Ah, de nuevo las malditas risas. Nunca explicaciones, nunca misterios revelados, nunca verdades que bailan en nuestras lenguas y ahí se quedan. Risas. Y su sonrisa.

Y tanto alarde que hice de que no pudieras acceder a la otra mitad de esta luna que soy yo y ahora yo me sigo preguntando, sin respuestas, qué carajo hacías solo a esa hora bajo la lluvia. ¡Qué ironía!