viernes, 29 de octubre de 2010

Viento




Viento
(por Emilio Nicolás)





Desde mis brazos hasta la punta de mis dedos corría. Como si se materializaran mis deseos y me volvieran una masa de energía ferviente. La cortina me acariciaba el pelo, se apoyaba en mi hombro y me rozaba apenas por el brazo y la cintura derechos. Abrí grandes los ojos y ahí estaba el cielo oscuro; estaba la calle desolada de tierra en la que se hacían remolinos de polvo; estaban los árboles altos que comenzaban a agitarse fuerte y a retorcerse y estaban las luces de la calle, tan... anaranjadas.
Los paredones se iluminaban y las hojas pasaban presurosas. Se escuchaba el rugido venir de oeste a este haciendo murmurar a las ventanas, a los árboles, al polvo.
La corriente se elevaba cada vez más y más y yo apretaba la yema de mis dedos contra el ventanal. La casa estaba en silencio, algunos soplos leves de aire frío se infiltraban desde los orificios de las ventanas pero aún así permanecía la calma. La ansiedad se apoderaba de mi estómago provocándome más y más hambruna. Abrí aún más mis ojos y tragué saliva. Allí estaba la bestia pasando una y otra vez, interminable. Sonreí levemente. Apoyé mi rodilla derecha sobre el sillón junto al ventanal y me dejé caer sobre él, entero. Coloqué ambas manos, juntas sobre mi pecho y sentí las pequeñas filtraciones de aire frío acariciando mi piel caliente. Tomé el aire nuevo y permanecí en silencio. Las lámparas arriba, pendiendo del elevado techo se movían muy, muy despacio, de modo que sólo se podía notar su movimiento si se las miraba con atención durante varios segundos. Las cortinas también se mecían casi imperceptibles.
Cerré los ojos procurando no quedarme dormido. Recordé aquella tarde en la que decidimos recorrer la ciudad y de pronto se desató una tormenta en medio de la noche, cuando estábamos a punto de volver a casa para competir a ver quién de los dos terminaba de leer primero alguna novela que encontrásemos por ahí, perdida entre la tierra de tu vieja biblioteca. Te hice señas para apurarnos y me tomaste del brazo haciéndome detener. Y como si el tiempo se hubiese congelado para nosotros dos, dejamos nuestros cuerpos inmóviles y permanecimos mirándonos durante varios minutos, mientras a nuestro alrededor no había más que personas corriendo a cualquier refugio cercano. De pronto sentía un pequeño toque húmedo en mi hombro, y otro en mis cabellos, y otro en la punta de mi nariz. Otro corría por mi mano, que permanecía a medio extender con la tuya sujetándome por el brazo. Y más y más gotas que se hacían cada vez más largas y más húmedas comenzaban a caer y nosotros sin quitar nuestras miradas el uno del otro, como si no nos importase el caos a nuestro alrededor, como si fuésemos ajenos al universo entero, como nosotros fuésemos un universo apartado.
En cuestión de segundos ya no quedaba nadie en aquel puerto. Los pasos dejaron de oírse y los rumores y las risas y los gritos cada vez que algún rayo luminoso pisaba el suelo con fuerza. Existíamos sólo tú y yo, en soledad y empapados. Entonces, recuerdo, sonreíste sin dejar de mirarme. Tus ojos llevaban consigo aquella seguridad y complicidad en la que ya no hacían falta palabras. Ambos estábamos sonriendo porque estábamos solos, y porque estábamos mojados pero, por fin, estábamos solos. Nadie alrededor, nadie más que el agua y el viento frío. Mi brazo comenzaba a temblar pero seguía sujetado por tu puño fuerte. Me abrazaste y sentí tu mejilla deslizarse por la mía con el agua en medio. Tus cabellos mojados, pesados y helados congelaban aún más mi cabeza y tu ropa fría traspasaba la mía, húmeda, llegando a mi piel. Nadie cerca. Pensar que hacía pocos minutos me hubiese dado pudor darte la mano o besarte la mejilla cerrando los ojos, pensé, y así de repente, después del cielo ennegrecido, después de los rugidos, después de las cascadas, el universo era nuestro y así permanecimos.
Abrí los ojos y sonreí. Me pregunté dónde estarías en aquel momento y una lágrima intentó salir, pero ya conoces mi historia, no podrías esperar una lágrima de mí aunque la merecieras. Sobre lo alto del techo había algunas telarañas. Las primeras gotas habían dibujado manchas sobre el suelo del jardín. Volví a sujetar la ventana como si pudiese traspasarla y volví a pensarte. Me mordí el labio inferior. No podía esconderme cada vez que el viento comenzaba a volverse más violento, no podía volver a huir de tu partida.
Me temblaban las manos pero conseguí girar la llave y pisar descalzo el cerámico suelo del jardín. Algunos pastos acariciaron mis piernas y seguí avanzando hasta pisar la tierra húmeda. Volvió tu aroma. Di otro paso y apreté el puño. Tu voz sonaba con el viento, la oí reír y la oí regañarme por no ponerme calzado una vez más. No retrocedí, pues sabes que cuando comienzo algo me gusta terminarlo. Di otro paso más y vi tu fantasma atravesando la parte de la calle donde la luz no llega. Allí te ibas. Avancé hasta abrir la puerta hacia afuera de la casa y me quedé en medio de la tierra. Los pies me dolían. El faro me iluminaba directo desde arriba y tu fantasma seguía allí, dando vueltas y sonriendo.

>>No hay nadie<<>

Y sonreí contigo y tumbé mis rodillas sobre la tierra. Algo punzante atravesó una de ellas, pues no le di importancia. Lloré como si no hubiese llorado por años, como si tú no fueses la única razón por la que desparramar aquel torrente, como si cada uno de los dolores que durante tantos años guardé ahora volviesen para desprenderse de mi espíritu. Seguías mirándome y sonriendo mientras el viento se volvía más y más fuerte en la oscuridad.
Miré mi rodilla herida mientras más y más gotas comenzaban a mojarme y retomé mi mirada hacia el punto donde estabas. Una vez más te habías ido. Y el viento se hacía más y más fuerte.




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lunes, 25 de octubre de 2010

Colectivo






Colectivo
(por Emilio Nicolás)






Y cuando me pregunté a quién quería engañar me di cuenta que jamás existió traición alguna. La costumbre hace al hábito y el hábito hace a uno perder la sensibilidad. Mientras más repites la rutina menos dolor o menos alegría produce, te conviertes en un robot que poco a poco olvida cómo valorar un momento, porque ya lo hizo una y dos y tres veces. Entonces siempre, por las tardes de invierno me decía exactamente lo mismo, mientras me sostenía del respaldar de alguno de los asientos y miraba fijo por la ventanilla intentando mantener el equilibrio y tanteando con la mano izquierda cada tanto mi mochila. Caminaba por las calles y me sentía dueño del universo, de las terrazas y de los cordones, era yo mismo, conmigo y con nadie más, y el resto se veía gris al pasar. Y a veces, por las mañanas, cuando volvía algo cansado y el sol comenzaba a asomar, la única compañía eran las aves, quienes me veían avanzar cortando el aire que tan estático estaba debajo de donde hacían sus nidos. Entonces ahí estaba yo, una vez más dueño del mundo entero sonriéndoles al pasar. Eso era felicidad, estoy seguro. No había algo que me emocione más que sentirme libre de hacer lo que mi corazón me dictase.

Entonces me ví a mí mismo aquel día en que realmente comenzaba la primavera y pensé si estaba traicionando a mi propia naturaleza, a mi libertad y a mi rutina, a mis espacios, míos y de nadie más. Miré al cielo. Un grupo de palomas lo atravesaba, osado. Reí. La gente seguía pasando y algunos me golpeaban los hombros. Seguro que estorbaba en la entrada de aquel túnel que conectaba una parte de la ciudad con la otra. Me tomé la frente y me regañé a mí mismo por hacerme esa clase de preguntas. La costumbre, cuando se instala en uno es difícil de quitar, pero no había por qué dudar. Tenía la fuerza necesaria para decir No más. Jamás me había quejado de mi rutina interior pero por algo... por algo estaba en ese momento y en ese lugar.
Ya no tenía sentido negar.

Y miles de preguntas volvieron a aparecer desde el momento en que lo vi llegar, sonriendo aún sin alcanzar el sitio donde estaba y con su voz tan segura y su paso al caminar, pero cada una de ellas fue rechazada antes de poderme alcanzar. No, no me molesten, que me importa él y nadie más. Estoy bien cuando estoy con él y no tengo más que pensar.

Aún así, no hizo falta seguir haciendo caso a cuanto cuestionamiento existencialista se presentase en mi cabeza conforme pasaban las horas. Las respuestas se presentaron igual. Ahí estábamos él y yo en silencio pero con mil y un ruidos a nuestro alrededor. Yo me sostenía fuertemente con el respaldar de un asiento donde una mujer mayor reposaba con su rostro tan sereno, y él hacía lo mismo colocando su mano junto a la mía, para que de alguna forma se estuviesen tocando durante el viaje. Cada vez que sentía su calidez más fuerte me tomaba el atrevimiento de mirarlo a los ojos y en ese preciso momento hacía lo mismo y no podía evitar sonreir. Detestaba hacerlo pero no había forma de impedirlo. A él le sucedía lo mismo y sé que ambos nos sentíamos ridículos en aquel momento; dos extraños, dos invasores en una tierra que jamás pudimos comprender y de la que jamás podremos participar tanto como otros quisieran hacerlo. Miré por la ventanilla una vez más, aunque esta vez seguro de saberlo junto a mí, aunque ambos estuviésemos ocupados haciendo equilibrio cada vez que al colectivo se le diese por acelerar. No, no era el único en este mundo que se sentía así de preso y así de libre al caminar. A él le sucedía exactamente lo mismo y allí estábamos, compartiendo nuestras libertades, nuestras soledades, ambos juntos y sin decirle a nadie que ahora no nos concebíamos el uno sin el otro y que avergonzaba a nuestro espíritu el decirlo a los cuatro vientos al pasar. Ya eso no importaba más. Sin tenerlo tan cerca como pudiese sentía que me estaba protegiendo y aún más, cuando conseguía algún asiento libre y me recostaba sobre el respaldar y él se colocaba cerca mío y sentía el calor de su ombligo acariciando mi oreja y dándome la seguridad de que en aquel momento era inmune a todo, que nada me podía pasar. Muchas veces quise levantar la cabeza y mirarlo pero sabía que no hacía falta. Ambos nos entendíamos así, nada más.

Y se ponía mejor con las mañanas, bien temprano, cuando el sol recién comenzaba a asomar. Las calles estaban completamente desoladas. Antes de pisarlas, a veces nos quedábamos dormidos en los asientos de atrás. En aquellos horarios casi nadie viaja así que teníamos todo el colectivo para nosotros y para nadie más. Apoyaba mi cabeza en su hombro y él colocaba la suya sobre la mía y, no me pregunten cómo, siempre nos despertábamos en el mismo lugar, para bajarnos segundos más tarde y sentir esa libertad que se siente cuando no hay nadie más en la calle, como si el mundo hubiese acabado y no quedase más vida humana que soportar. Solos él y yo. Nadie más. Me subía a sus espaldas y él comenzaba a correr y reíamos a pesar del cansancio aún con miedo de que alguien nos llegase a encontrar. Jamás pudimos ser del todo libres, siempre la paranoia nos venía a atacar. Pero eso ya no importaba. Jamás nos vió nadie más que las aves, que a esa hora sienten esa misma clase de libertad y hasta en lugar de volar caminan y corren por la tierra tan seguras, como niños que salen a jugar. El sol se sentía tan cálido como su cuerpo y antes de quedarme dormido, más tarde en casa, él hacía lo mismo, no me podía esperar.

Alguna de tantas mañanas lo vi como a un niño, exhausto y con el día hecho. Y me miré a mí mismo y comprendí que sí, que a la rutina uno se puede acostumbrar, pero que esta era mejor que la anterior, y que jamás había perdido mi libertad, pues seguía haciendo lo que quería, y lo quería a él y a nadie más.





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viernes, 22 de octubre de 2010

¿Y cómo despertarte?

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¿Y cómo despertarte?
(por Emilio Nicolás)







Entré a tu cuarto, sigiloso
y te vi durmiendo, con el cuerpo temblando
y con los ojos cerrados fuerte
como si de una pesadilla fueses la víctima, impaciente
te vi transpirando, y pálido hasta la frente
Hacía frío en cada esquina
de aquella cárcel
en la que estabas
pero ausente
Y me pregunté cómo llegué a atravesarla
pobre de mí, que no me supe lejos de la entrada
era sólo un holograma
rodeando tu verdadera prisión,
tu alma

Y te encontré así, dormido
y así te encuentro
aunque no lo sepas
sigo dentro de tu cuarto
en la parte oscura
escondido
Y te veo aún soñando
quién sabe con qué sitios
con qué personas, con qué niños
Y a veces sonríes y crees estar volando
pero tus pies están tan quietos
tan quietos como los míos

Y me muerdo los labios y te miro
y reconozco que, aunque no me creas
me acerqué en varias ocasiones
a sacudirte así como estabas, dormido
abrí las ventanas y las cortinas al viento
acariciaban tus mejillas sudadas
tu cuerpo entumecido, una piedra, una tumba quieta
y yo, sin respiro
te juro que lo hice, y lloré por verte salir
por verte bajo el sol, conmigo
y golpeé las paredes preguntándome
dónde estará aquel botón que te dé un motivo
una razón, algo que te haga reaccionar
este mundo no es tan negro como te lo has creído

Y te pienso tan grande
y con tanto conocimiento ligero
que te lleva a lo que tú mismo crees que te llevará
a la nada, a la destruccción, al vacío
¿De qué te sirve vivir soñando, dar vueltas y vueltas sobre tí mismo?
Te juro que lo he intentado, que te recité mil y un poemas bajo las estrellas
y bajo la más fría de las tormentas
esperando a que reacciones a mis palabras, a que abras los ojos
a que comiences a creer que el destino no es un titiritero
y que tú no eres un juguete en las manos de un niño

Si volvieses sobre mis pasos
y conocieses mi camino
si supieras las mil y un razones que tengo
para hacer lo que tú
para quedarme dormido
para cerrar los ojos
en un lago de lirios
y como Ofelia hundirme en el idilio
en lo más fácil, en el ensueño
en la muerte cuyas manos me abrazarían
en lo infinito

Pero aquí me ves, con las manos llenas de tierra
y las alas rotas y los pies cansados
Haciendo mi propio camino
Paciente
Imperfecto
Pero con los ojos bien abiertos
y firmes en el ocaso
que se hunde como te hundes tú
a lo lejos, en el olvido

¿Y quién me manda a mí esta noche?
A dejar un rato aquel libro
dormir sobre la mesa
para decirte, pequeño gran niño
que me duele tu impaciencia
a dejarte caer al mismo frío
a convertirte en un mártir orgulloso
de sufrir ser su propio sacrificio
me duele que creas
y que digas nunca haber creído
Quien pudiera creer en tus palabras
pequeño
indefenso
dolido
(no tienes la culpa)
niño

¡Por favor, escúchame!
No me niegues
no desaproveches a este otro niño
que ha despertado hace tiempo
y que quiere ser quien te demuestre...
olvídalo, ya no tiene sentido

Esta noche te lloro
no por no poder tocarte
sino por verte dormido
¿Y cómo despertarte?
Si cada vez que te doy la espalda
entreabres los ojos y me ves
ahí contigo
me sabes aquí, esperándote
y te niegas a levantarte
¿Y cómo despertarte,
si había alguien más en este cuarto
que tu y yo
(el Miedo, en forma de sombra)
niño?




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martes, 12 de octubre de 2010

E.L






E.L
(Por Emilio Nicolás)






E.L
Como si no fuese suficiente con su nombre o un par de ellos
¿De qué me sirven si al final ahora lo busco y sólo encuentro silencio?
E.L, que se trepó sin ganas y sin aliento, por las paredes de mi castillo y llegó lejos
y que vino como en un sueño, como si nunca hubiese sido real
y ahora no hace más que mantenerme despierto

E.L
quien se acercó despacio y rompiendo las baldozas, sabiéndose débil y pequeño
y me río al pensar que quien debería mirar hacia arriba soy yo, cuando sueño conocerlo
Y ahora se borra mi silueta cuando lo pienso ausente y a lo lejos
Que no me deje con el anhelo, que no me deje, se lo ruego

Ni siquiera es una estrella que pudiese contemplar desde aquí abajo
pues no me quedó rastro de él que seguir, no hay caminos, no hay atajos
Lo pienso como un recuerdo no tan lejano pero enseguida me invade el miedo
No quiero que sea eso, no quiero que sea un fantasma igual que otros tantos

E.L, que ahora eres tú
No me dejes, sólo tú y yo sabemos lo que es la soledad
por más que el día sea soleado

Sólo tu y yo sabemos la crueldad de un mundo que nos deja torpes
y preguntándonos si mañana será suficiente o si será un círculo en movimiento
Has capturado mis sentidos hasta tenerme como un envase, que no tiene de qué conversar si no te encuentra detrás del espejo

No vayas a desaparecer, E.L, Tú, quién seas, no lo hagas
He guardado todas y cada una de mis pertenencias
y he dejado atrás lo que antes era mi cuarto
y aunque no lo creas, de mi propio dinero extraje dulces,
porque pienso en los otros caballeros
que alguna vez te cautivaron hace tiempo
y no quiero ser menos

Pero no te alejes, no me dejes en este sueño,
durmiendo con el correr de las horas para verte de nuevo
Y viajando entre calles que ahora son el vacío mismo sin espacio y sin tiempo
Me desespera no saber dónde buscarte, mirar al cielo, nuestro techo
y pensar en lo vasto que es el universo, y saberte en el centro
de este laberinto por el que me muevo
y no poder encontrarte

¡Ay! El dolor, E.L, Tú, quién seas, aunque suene absurdo
Te siento, y te lloro en silencio
¿Qué es lo que de mí has hecho?

Ahora sólo anhelo tu regreso
Sea como sea, no es necesario el tiempo
Pero lo sueño con cada segundo en que mi cuerpo se debilita de nuevo
cansado de ver rostros y rostros que entran y salen
pero ninguno es el tuyo y me causa sueño

E.L, o Tú, o quién seas
Aún no terminamos el prólogo, lo que sigue será más extenso
No nos hagas esto, ahora que sabemos
que tenemos con quien mirar el cielo
y quedarnos en silencio
No lo hagas

El mundo es tan grande
Y yo soy tan pequeño
Imagíname recorriendo estos espacios
y cansado, a casa volviendo
Regresa, por favor, regresa
Seré quien te quite el velo y quien te enseñe
que cuando son dos, el miedo no causa tanto miedo
Pero no podré hacer mucho
mientras te sigas escondiendo

¡Sal ahora, E.L, o tú, o quién seas!
Sal ahora, que yo te espero




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