viernes, 28 de enero de 2011

Ratas en la ciudad



Ratas en la ciudad
(por Emilio Nicolás)



Olvidar mi nombre a veces es difícil, en otras ocasiones lo siento desprenderse de mi pecho con facilidad y elevarse como una hoja al viento, moviéndose hacia un lado y hacia otro, meciéndose como si no supiese qué camino tomar. Al final descubro que nunca estuvo buscando uno. Mi nombre sólo detenía el funcionamiento de cada uno de sus músculos, cerraba sus ojos y dejaba que los demás sentidos percibiesen el destino.

Hubiese podido hacerlo sin problema alguno de haber estado solo. Solo todo es tan fácil. Pero él sabía los límites que yo mismo me imponía cuando se acercaba a mi territorio y me motivaba a cerrar los ojos y a imaginar que su presencia era en realidad su ausencia. Me costaba. Entre suspiros le hacía saber que olvidaba su respiración casi imperceptible. Pero en secreto la notaba, y aún más fuerte que la mía.
Pero me concentraba, eso seguro. Y tomaba aire e imaginaba a mi corto nombre una vez más, saliéndose de mi pecho con sus millones de brazos y millones de manos con millones de dedos que se aferraban a mi piel y despacito la iban soltando, abandonando sus fuerzas como si muchos pequeños niños de meses de edad estuviesen sosteniéndome hasta cansarse. No abrí mis ojos, pero lo vi elevarse en la ciudad, más oscura que nunca aquella noche (totalmente negra, en realidad) y fundirse con la oscuridad hasta desaparecer por completo.

Su nombre hacía rato que se había ido. La destreza con que había abandonado su alto y huesudo cuerpo superaba ampliamente la mía, tanto que había olvidado las letras de su esqueleto, los sonidos que formaban, los colores... quise llamarlo pero en su lugar sólo me quedé con el sonido de alguna letra cortado en la garganta. Me miró sonriendo. No sentí que el dibujo en su rostro fuera cómplice. Lo sentí burlón. Me sentí solo. De inmediato sentí que perdía tiempo. Sentí presión en la quijada, como si un llanto infantil e injustificado estuviese por desprenderse sin mi autorización. Lo sostuve y sentí el dolor punzante. Me miró. Me pregunté por qué había misterio en sus ojos y en el interior de su enorme cabeza. Jamás supe si existió alguna clase de cariño, de afecto, de complicidad desde su lado. Desde el mío, estaba más que evidente. Apreté el puño. La no reciprocidad me atormentaba.

El silencio se hizo cada vez más y más grande entre nosotros. No era la clase de silencio que no molesta. Sentía la necesidad de hablar pero sin conocer su nombre era imposible comenzar. Debía empezar por ahí y me tenía atrapado al habernos despojado de nuestras identidades. Lo supe un extraño al fin y al cabo y la soledad se intensificó. Si lo abrazaba, probablemente terminaba de firmar mi debilidad y acabaría por perderlo. La quijada dolió más. La negrura del cielo era impresionante, se extendía desde nuestras cabezas hacia el infinito sin terminar jamás. La estaba mirando. Hice lo mismo. Edificios y edificios, uno más alto que otro, nadando bajo ella. Negro arriba. Ni una estrella. Abajo algo de niebla en el suelo, moviéndose por hileras, hileras ondulantes que avanzaban despacio y brisas que movían papeles, hojas. Y los sonidos de sus movimientos andantes en la medianoche eran lo único que cortaba con ese silencio del que quería escapar a toda costa. Los humanos dormían, dormían apaciblemente y él y yo éramos los dueños de la calle, de la ciudad. Y yo pensando. Buscándolo mientras lo tenía frente a mí. Me sentí un desperdicio.

Comenzó a correr con la velocidad de un leopardo, saltando entre edificios, elevándose cada vez más. Lo seguí. Mis pasos eran torpes. Él no me esperaba. Yo me apresuraba y me esforzaba para que su figura no se volviese cada vez más y más pequeña hasta desaparecer como lo había hecho mi nombre segundos atrás. Había pagado por el momento. No podía terminar con las manos vacías.
Ahora las tenía doliendo, con cada movimiento que me obligaba a sostenerme de los empedrados y me raspaba la piel de las palmas. Las piernas comenzaban a doler y mi respiración se agitaba cada vez más. Sudor frío. Consistencia. Él corriendo. Él libre. Mi corazón a prisa. Yo prisionero.
Dejé de correr. Él desapareció en la negrura, como supe que lo haría si no se detenía a mirar hacia atrás. Apoyé mi espalda en un enorme roble y mi respiración comenzó a estabilizarse lentamente. Me sequé el sudor con la manga de mi abrigo y volví a mirar hacia arriba. Todo seguía completamente negro. Las piedras de los edificios roncaban muy despacio si uno dejaba de respirar y se detenía a escuchar con agudeza. Sus pasos habían dejado de sonar hacía segundos. ¿Quién sabe dónde estaría ahora? Yo estaba conmigo y sin mi nombre, agarrándome de mis rodillas y a punto de caer al suelo. De hecho lo hice poco después. Golpeé el pavimento tan fuerte con ambas rodillas que pensé que terminaría por romperlas. Exhalé fuerte, como si en realidad se hubiese tratado de un grito tímido que hacía tiempo tenía ganas de soltar de mis pulmones. A mi alrededor, nada. El cuerpo me dolía entero. Su sonrisa burlona. Sus pasos veloces. La complicidad que había soñado y mi nombre haciéndose cada vez más invisible. Cerré los ojos con la mayor fuerza posible, como si temiese a volver a abrirlos. No estoy seguro de si una lágrima corrió o no, pues aún caían gotas de sudor de mi frente.

Me maldije una y otra vez por creer. Me maldije una y otra vez por observar cada detalle, cada gesto y prever lo que muchos niegan prever. Hasta ahora nadie me había dado una razón para seguir creyendo en la humanidad. Él era. Yo era. Éramos ratas en la ciudad, corriendo en la negrura. Comencé a llorar sabiéndome solo. Me detuve de pronto, porque alguien estaba atrás mío.




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