domingo, 6 de diciembre de 2009

Rojo, como el mar

Rojo, como el mar
(por Emilio Nicolás)




Nunca pensé que quienes vivían en las grandes urbes tenían peores problemas que los nuestros. Pensamiento un poco ingenuo e ignorante, el mío, pero debo reconocer que bajo las condiciones en las que vivíamos cualquiera que pudiese caminar por una calle empedrada para mí ya era un Dios entre las nubes. Nosotros estábamos acostumbrados a tener los pies pintados de tierra y las manos con olor a frambuesa, cuando llovía nos manejábamos con canoas hechas con los árboles que nos amuraban y no faltaban animales más grandes y pesados que nuestros cuerpos en los jardines (en la ciudad no vi un solo jardín, qué extraño). Como sea, esa misma tarde comprobé que había alguien aún más atrapado que nosotros, que creíamos que nos habían sacado de nuestras celdas para explorar las maravillas de la libre y ociosa burguesía.

Y es que realmente caminábamos como niños, señalando las grandes torres con relojes y los techos de teja, los vestidos caros y los zapatos brillantes. Yo apenas tenía unos pantalones cortos, boina, camisa grisácea (por el polvo) y estaba descalzo, por supuesto. Me perdí del grupo y con las pocas monedas de oro que tenía (y que nadie me pregunte cómo las conseguí) compré unas barras de chocolate. Sacrilegio como ese no me iban a perdonar, pero preferí objetar más tarde que se me habían caído a lo largo del viaje en carreta (tampoco me perdonarían eso, ¿pero qué más podrían hacer? de seguro volverían por el camino a buscarlas, lo que me daría más tiempo a estirar los brazos al cielo azul). Y me perdí entre los puestos y madres con sus hijos amamantando en plena calle, entre los perros bien entrenados y atrayentes (como los jóvenes uno más bello que el otro).

Nadie parecía asombrado con nuestra presencia y en ningún momento me sentí distinto, porque directamente nos ignoraban. A lo alto veía rostros con sus miradas firmes al derecho, marchando como soldados dirigiéndose a sus quehaceres rutinarios y ninguno se detenía a mirar hacia abajo, donde estaba yo con mis barras de chocolate, (debilidad que, confieso, me podría llevar hasta a matar) esperando a que alguien se digne a cruzar unas palabras con este extranjero de cuerpo diminuto.

Nadie entonces...

Pero bueno, como dije, nunca pensé que quienes vivían en estos sitios tenían problemas iguales o peores a los nuestros. Esto cambió cuando me hablaron de la existencia de un puerto en las cercanías, jamás se me iba a ocurrir que habíamos viajado tanto, estábamos tan cerca del mar que no pude resistir, me perdí de los demás y siquiera vacilé en mirar hacia atrás. Allá quedaban, buscando precios en los locales de verduras e intercambiando con transeúntes y ladrones algunas monedas o animales por algo de carne fresca y utensilios que allá no existían (y me pregunto para qué los compraban, si algo que nos gusta en mi pueblo es construir cada elemento que nos hace falta -yo mismo hice mi cama-)

Como sea, en cuestión de minutos estaba corriendo por las calles y preguntando por doquier en dónde estaba el puerto, tironeé de muchos vestidos y pantalones de hombres vistosos, y con un poco de suerte una dama me dijo que el puerto estaba a tres horas de viaje. Tan iluso fui al creer (de uno de mis lentos compañeros) que se encontraba a pocos pasos, la realidad era distinta, el puerto estaba a tres horas de viaje en tren o... ¡vaya uno a saber cuántas a carreta! Suspiré y pensé que la ilusión era demasiado grande como para dejarla pasar así, fácilmente. Necesitaba ir.

Entre sollozos y lágrimas de cocodrilo en la estación (y valiéndome de mi rostro vendedor) me las ingenié para que me dejaran subir, con la condición de que en la primera estación debía bajar, y así lo hice. La estación en la que me dejaron tenía un aspecto algo abandonado y no sé si fue suerte o qué pero enseguida arrancaba otro tren que se dirigía al mismo puerto, en una vía paralela. Estaba completamente vacío por doquier así que no me costó subir y acurrucarme debajo del vestido de una dama rechoncha para que nadie me vea jugando al intruso.

En poco estaba en el puerto, corrí hacia las blancas arenas y retrocedí cuando un abrazo de agua me dio la bienvenida. Sentí miedo, la sensación de que el agua entera me iba a chupar y a arrastrar hasta el fondo sin dejarme emerger nunca más. Se me mojaron los ojos pero no de emoción sino de tristeza por temer a algo que sabía yo era seguro y hasta digno de disfrutar. Entonces me alcé de valor y me tiré sin pensarlo más. Mis brazos se movían para todos lados, como si supiesen nadar, pero no hacía más que pasar el ridículo, aunque no había nadie más. Eso pensé.

Parado en la orilla del mar, un joven de más o menos mi edad (unos veintidós o veintitrés) miraba fijo a sus pies (limpios, era de la ciudad, claro) como si fuese lo único que querría ver. Su vista parecía perdida, más bien lo estaba, lo aseguro, no se movía para nada y fue cuestión de segundos hasta que su tristeza se le salió de los poros y se metió en los míos para hacerme sentirla de la misma forma. Comencé a preguntarme con qué objetivo había alejádome de tanto y tantos sólo para meterme en agua que ni siquiera se puede beber. La fantasía con la que veo al mundo enseguida se opacó. La presencia de ese joven perturbaba toda mi alegría y me hacía enmudecer. No pude reír más hasta que me acerqué. Divisé los vellos de sus piernas, finitos y mojados, pegados a la piel, pero aún así brillando con la luz del sol; cubriendo el resto de sus piernas aparecía un pantalón corto de color azul eléctrico, medio mojado también, secándose con el calor; su pecho tan pálido parecía no haber sido afectado por el sol que quema la piel; sus brazos tenían algo de vello también, eran finos como las venas violetas que de ellos se podía ver; sus manos… no pude encontrarlas pues estaban dentro de los bolsillos. Tenía barba en la cara, roja como el fuego y que también brillaba a la luz. Los ojos negros, redondos y en medio una nariz puntiaguda. Pero lo que más me maravilló fue su cabello, tan despeinado y tan poblado, tan rojo, rojo como el mar a su alrededor, rojo como la sangre que en su cuerpo luchaba por correr una vez más. Se estaba yendo despacio y lo pude notar. Estaba deseando la muerte más que nadie en el lugar (estábamos nosotros dos). No pude evitar sentir que sus cabellos se expandían por todo el escenario cubriendo arena, cielo y mar; invadiendo todo de tristeza y yo dejándome llevar.

Entonces me miró y con esos ojos tan afligidos y fulminantes mi fantasía se terminó por acabar. Ya no era más un viajero de pueblos remotos que conocía por primera vez el mar. Mis ropas rústicas se fueron y vi mi pantalón de marca rojo (como el mar) en su lugar. No estaba más la boina sino el pañuelo negro que atado a mi cabeza suelo llevar y no era más el aldeano aventurero sino que era el turista que fue a pasar sus vacaciones cerca del mar. ¿Cómo fue capaz de arruinar así mi historia? Estaba por contar que los jóvenes de las urbes sufren las mismas cicatrices que tenemos los campesinos… pero ya no tiene gracia seguir mientras esté aquí esa mirada bajo esos cabellos tan rojos como el mar. Lo miré tan furioso y no me atreví a despegar mis ojos de los suyos. Entonces olvidé mi egoísta deseo de continuar con mi propia historia y me acerqué hacia su lugar. Seguía sin moverse y esta vez era a mí a quien no dejaba de mirar.

A medida que me acercaba la sensación de vacío se intensificaba más, sus brazos colgando se dejaban mecer por el viento y lo único que tenía movimiento era su pelo, su pelo como una llama roja ardiendo por encima de su cabeza tan roja como el mar.
No necesité más, vi el dolor, vi la desesperación, vi la soledad y vi las ganas de dejar de soñar. Pero también vi el deseo de disfrutar con mi energía una tarde en el mar. Me contempló minutos antes nadar jocosamente y sé que lo quiso hacer igual. Me escuchó inventar historias y supe que él quería escribir las mismas también. Deseaba salir, anhelaba escapar.

Con mis ojos le dije que era fácil, que tenía que dejarse llevar. Entonces pestañeó por primera vez, y mientras cerraba sus ojos yo me volví a concentrar en sus cabellos tan rojos como el mar. Los abrió de nuevo y una vez más yo era un pueblerino que apenas se animaba a viajar y él era el príncipe que se había fugado de su hogar. En el reino no entendían (de él) tantas cosas que ni él podía explicar y no había oro que lo pudiera salvar. Entonces pensó en algo que sea libre e imaginó al mar, rompiendo rocas con sus olas que así como tranquilas, pueden ocasionar un golpe letal. Quiso ser como ellas y moverse sin cadenas que lo pudiesen atar. Y escapó esa mañana del castillo y se encontró con un joven emocionado que no dejaba de chapotear. La libertad no estaba en el agua sino en ese cuerpo que tenía más vida de la que podía aparentar. No obstante el pequeño vio en su simple cabellera, moviéndose con el viento y tan roja como el mar, la sensación de libertad que había salido a buscar.

Es la mejor de las llaves imaginar, es el mejor escape cuando todo no resulta como uno lo quiere que sea en verdad. Que los escenarios cambien con tanta facilidad, que la música dibuje líneas donde no están, es tan fácil moverse por donde uno quisiera estar. Pero su cabello rojo era tan perfecto que ni yo lo podría mejorar. Desvié mi mirada a sus ojos que me pedían auxilio hasta más no poder aguantar. Besé sus labios tan rojos, rojos como el fuego de sus cabellos que eran rojos como el mar. Los cerró junto con los míos y así, sin más, no había más nada que inventar.



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