No fue difícil imaginarlo
(por Emilio Nicolás)
(por Emilio Nicolás)
Imaginarlo en ese momento no fue difícil. El ventilador sobre la silla junto a su hermana sobre la cual me sentaba todas las noches bajo el encanto de la música en línea, y alineada, bien recta como las vías de un tren que lleva a ninguna parte pero cuyo viaje tiene su encanto perfecto en su eterna duración, nunca para nunca para. El ventilador movía sus paletas en la más baja de las velocidades pero aún así helaba el brazo derecho que intentaba expresar unas palabras ahogadas en soledad. Pero no fue difícil imaginarlo entonces, así pequeño como me había dicho que era.
Imaginarlo en ese momento no fue difícil, me había dicho que su pecho tenía muchos más vellos que el mío. Corrí por la sala de estar mientras en los muros blancos (con una cruz de yeso donde descansaba el rey de corazones) se dibujaba mi sombra con los brazos abiertos y el torso más delgado de lo común. Me dejé llevar por el impulso, pues tenía medias, y comencé a resbalar por la cerámica del suelo hasta deshacerme contra el ventanal que reflejaba a la luna más pálida que nunca, pero cortada a la mitad. Y como estaba con ropas cómodas así me sentí, cómodo, y me recosté sobre el suelo y así sentí sus vellos rozando mi pecho desnudo. Sentí su brazo rodeando mi nuca y sus ojos clavándose en los míos, dejándome sin salida. Entonces riendo di un giro sobre mi cuerpo intentando escapar (aunque secretamente no quería hacerlo) y reí solo en la oscuridad. Su brazo cedió enseguida, pues era tanta la autoridad que a veces mi persona imponía que difícilmente podía contradecirme. Aún así le había dicho cientos de veces que me encanta cuando muestran rebeldía a mis decisiones, y al parecer lo recordó en el momento porque volvió a tomarme y esta vez con más fuerza me liberé de sus brazos (ahora eran los dos, los que me tomaban y me retenían contra el suelo). Ambos reímos sin parar, o más bien yo reí solo en la oscuridad, mientras la sombra en la pared proyectaba mi única figura cansada y sin ganas de levantarse. Al lado tenía el ventanal, tan alto como mi estatura y aún más ancho que diez veces mi cuerpo.
La gran vidriera comenzaba a pocos centímetros del suelo, entonces sentándome sobre el mismo tenía a la noche entera dividida por una lámina de vidrio. Apoyé los codos sobre el borde y contemplé el oscuro cielo mientras él apoyaba su pera pesada sobre mi hombro. Sentí su insoportable calor en mi oreja y de un movimiento lo alejé de mi cuerpo. Volví a contemplar la noche en silencio, ansiando que vuelva a molestarme, pero no insistió.
Imaginé que era la noche de navidad, ya todos estaban en sus camas y yo, como todos los años desde que tengo memoria, había pasado la tarde y la cena en casa de mi abuela. Agradecí tanto haberlo conocido ese año, pues era el primero que pasaba las fiestas en mi ciudad, a no muchos metros de la casa donde yo cenaba con familiares que apenas veía una vez al año. No pude esperar a que pase de medianoche para cumplir con el protocolo y correr a través de la calle casi desolada bajo un cielo predominantemente oscuro, pero de muchos colores. Rojo, rosa, verde, celeste, amarillo y globos brillantes acompañaban mi trecho hasta donde se encontraba. Entonces lo vi salir tan bien vestido (siempre me gustó prestar atención en ese detalle, en nochebuena y navidad todos vestimos bien). No podría tomarme el atrevimiento de describirlo, puede que mi imaginación no coincida con el modo de vestir del pequeño, pequeño mono. Pero así como lo ví ansié tenerlo en mis brazos, era imposible, su familia estricta apenas conocía los motivos por los que estaba parado sobre su umbral mirándolo poseído por mil demonios. Entró y volvió a salir. Permiso en mano, pasaríamos la noche venciendo al sueño junto al ventanal de mi casa, mirando a las luces apagarse conforme el sol arrastraba su cuerpo hasta lo más alto.
Entonces él se quedaría dormido en el suelo, antes, por supuesto, y yo lo seguiría recostándome junto a él, acariciando su nariz con la mía.
Imaginarlo en ese momento no fue difícil. Yo estaba en trance, poseído, completamente loco, perdido en la ficción, dando vueltas en el suelo a medianoche mientras la cruz de yeso en la que descansaba el rey de corazones era mi único testigo.
Imaginarlo en ese momento no fue difícil, me había dicho que su pecho tenía muchos más vellos que el mío. Corrí por la sala de estar mientras en los muros blancos (con una cruz de yeso donde descansaba el rey de corazones) se dibujaba mi sombra con los brazos abiertos y el torso más delgado de lo común. Me dejé llevar por el impulso, pues tenía medias, y comencé a resbalar por la cerámica del suelo hasta deshacerme contra el ventanal que reflejaba a la luna más pálida que nunca, pero cortada a la mitad. Y como estaba con ropas cómodas así me sentí, cómodo, y me recosté sobre el suelo y así sentí sus vellos rozando mi pecho desnudo. Sentí su brazo rodeando mi nuca y sus ojos clavándose en los míos, dejándome sin salida. Entonces riendo di un giro sobre mi cuerpo intentando escapar (aunque secretamente no quería hacerlo) y reí solo en la oscuridad. Su brazo cedió enseguida, pues era tanta la autoridad que a veces mi persona imponía que difícilmente podía contradecirme. Aún así le había dicho cientos de veces que me encanta cuando muestran rebeldía a mis decisiones, y al parecer lo recordó en el momento porque volvió a tomarme y esta vez con más fuerza me liberé de sus brazos (ahora eran los dos, los que me tomaban y me retenían contra el suelo). Ambos reímos sin parar, o más bien yo reí solo en la oscuridad, mientras la sombra en la pared proyectaba mi única figura cansada y sin ganas de levantarse. Al lado tenía el ventanal, tan alto como mi estatura y aún más ancho que diez veces mi cuerpo.
La gran vidriera comenzaba a pocos centímetros del suelo, entonces sentándome sobre el mismo tenía a la noche entera dividida por una lámina de vidrio. Apoyé los codos sobre el borde y contemplé el oscuro cielo mientras él apoyaba su pera pesada sobre mi hombro. Sentí su insoportable calor en mi oreja y de un movimiento lo alejé de mi cuerpo. Volví a contemplar la noche en silencio, ansiando que vuelva a molestarme, pero no insistió.
Imaginé que era la noche de navidad, ya todos estaban en sus camas y yo, como todos los años desde que tengo memoria, había pasado la tarde y la cena en casa de mi abuela. Agradecí tanto haberlo conocido ese año, pues era el primero que pasaba las fiestas en mi ciudad, a no muchos metros de la casa donde yo cenaba con familiares que apenas veía una vez al año. No pude esperar a que pase de medianoche para cumplir con el protocolo y correr a través de la calle casi desolada bajo un cielo predominantemente oscuro, pero de muchos colores. Rojo, rosa, verde, celeste, amarillo y globos brillantes acompañaban mi trecho hasta donde se encontraba. Entonces lo vi salir tan bien vestido (siempre me gustó prestar atención en ese detalle, en nochebuena y navidad todos vestimos bien). No podría tomarme el atrevimiento de describirlo, puede que mi imaginación no coincida con el modo de vestir del pequeño, pequeño mono. Pero así como lo ví ansié tenerlo en mis brazos, era imposible, su familia estricta apenas conocía los motivos por los que estaba parado sobre su umbral mirándolo poseído por mil demonios. Entró y volvió a salir. Permiso en mano, pasaríamos la noche venciendo al sueño junto al ventanal de mi casa, mirando a las luces apagarse conforme el sol arrastraba su cuerpo hasta lo más alto.
Entonces él se quedaría dormido en el suelo, antes, por supuesto, y yo lo seguiría recostándome junto a él, acariciando su nariz con la mía.
Imaginarlo en ese momento no fue difícil. Yo estaba en trance, poseído, completamente loco, perdido en la ficción, dando vueltas en el suelo a medianoche mientras la cruz de yeso en la que descansaba el rey de corazones era mi único testigo.
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