lunes, 13 de diciembre de 2010

Hide and seek





Hide and seek
(por Emilio Nicolás)



Como quien le toma la mano al vértigo y le da la espalda al tiempo, que en ese entonces era muy poco, me volteé mientras los pasos apresurados hacían ruido pisando con fuerza la calle de piedra. Primero sus zapatos algo polvorientos, asomando de su vestido de muñeca de porcelana color durazno, también algo sucio. De sus puños asomaban sus pequeñas manos, como las mías, que presionaban el muro con fuerza mientras ella hundía su cabeza entre sus brazos y cerraba los ojos presionándolos como si una especie de juez estuviese a su lado para calificar su honor en el juego. Ni bien pude contemplarla los demás pequeños cuerpos, como el mío, se escabullían por todas partes y desaparecían en menos de lo que un relámpago sorprende a las calles. Algunas risas desafiantes hicieron eco en los muros del pasillo estrecho y en poco ya sólo se oía su cuenta regresiva y mortal, condenándonos a todos. Corrí.

Las veredas estaban tan pesadas como el aire, me quemaban los pies aún con el calzado, que recuerdo, era nuevo. Todo estaba infestado de transeúntes, obstáculos de mi circuito cuya extensión ignoraba. De hecho todo ignoraba en aquel momento, simplemente corría. Al saberme ya lo suficientemente lejos del perímetro donde se había pactado el punto de inicio de la búsqueda me sentí seguro de poder reír con fuerza sin peligro alguno de ser encontrado. Reí, pero no dejé de correr, empujando damas y señoras con sus bolsas llenas de mercancías o esquivando correas que llevaban cualquier variedad de perros. Mis pasos eran cada vez más presurosos, como si el suelo quemase tanto que dolía cada milisegundo en que estuviese pisándolo. Estaba volando, con los puños cerrados y el sudor bajando desde mi frente, humedeciendo mi flequillo, hasta bajar a mi cintura y producirme escalofríos.

No había punto final, no había límite. Volaba, esquivándolos a todos y a cada uno. En algún sitio muy lejano estarían buscándome, quizás detrás de un árbol, o en algún contenedor, de esos grandes donde colocan los desperdicios de una manzana entera. No se me ocurrían otros sitios donde podría estar escondido. Mi imaginación estaba tan limitada, tan fatigada, que no tuve mejor idea que hacer del mundo mi escondite y correr, correr riéndome de mí, riéndome de ellos. Dejándolos atrás, en su juego.




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sábado, 4 de diciembre de 2010

Los extranjeros




Los extranjeros
(por Emilio Nicolás)





- No es que ninguno de los dos esté contra el mundo - Le dije.
- El aire está más ligero aquí... - Respondió sin dejar de mirar hacia abajo.

Suspiré.

Me senté sobre el borde sin dejar de mirar al frente. La cúpula de aquel edificio siempre me había llamado la atención. Recordé aquellas épocas húmedas y de calor extremo cuando entonces la suerte no estaba de mi lado. Recorrer aquellas calles bajo el pisotón ardiente del sol amarillo parecía ser un círculo del que jamás podría liberarme y mi único respiro aparecía cuando me acercaba a la estación del subterráneo y entonces levantaba mi fatigaba cabeza y contemplaba aquella corona donde dos ángeles cuyos rostros mefistofélicos y algo nihilistas no expresaban más que la indiferencia pura hecha ojos, hecha labios, hecha perfiles mientras apenas tocaban las puntas de sus dedos como si en su afán de presentar al universo la soberanía indiscutible dibujada en sus ojos no fuesen capaces de ocultar su debilidad al reflejar sus miradas en la de otro similar.

- Ni los ángeles, ni los demonios, nacieron para vivir en soledad - Solté de mis labios sin siquiera pensar en mis palabras mientras no quitaba mi vista de aquellos seres, siempre quietos, siempre presentes.
- No soy un ángel, ni un demonio... - contestó dirigiendo su mirada a mí. No fui capaz de mirarlo.

Sentí que en su mirada había cierta preocupación por mi ubicación. O quizás eso fue lo que quise pensar. Me gustaba la idea de saberlo preocupado por mi integridad. Presioné mis uñas contra mis rodillas mientras las sujetaba entrecruzando los brazos y pensé para mis adentros que no había forma de que yo cayese en el juego en que a todos hace caer. Esa máscara de abulia hacia todo lo que lo rodea no podía mentirme. Comencé a preguntarme si era realmente así, si yo era capaz de leerlo más allá de aquella superficie negra que muestra al mundo o si sólo era una ilusión para sentirme diferente y único al resto de su universo. Volví a suspirar. No quise responder más. Me agobiaba él. Me agobiaba entero.

- ... sin embargo estoy aquí ahora - continuó.

Y tenía razón. Acababa de responder a mis inquietudes. Como si una vez más supiese leer en mis silencios a cada uno de mis miedos y preocupaciones. Él me dolía, porque había abandonado todo lo que me era propio para proponerme quedarme a su lado y luchar contra el mundo juntos y no había retroalimentación que me llenase. Una vez más me había confundido de término. En mis propios pensamientos cometí el error. Moví mis labios:

- No es que ninguno de los dos esté contra el mundo ¿Verdad?
- ¿A qué te refieres?
- A veces me confundo - Me paré sobre el borde y miré hacia abajo - Ambos caminamos por entre la gente pero nos sentimos diferentes, como si no hubiésemos nacido para ser parte de ellos, ¿No es así?
- Pero lo somos. No estás en ninguna novela - Respondió sin mirarme.

Cada vez me dolía más. No podía hacerle entender el sacrificio que había cometido, que jamás tomé como tal. No me había costado hacer a un lado, por lo menos aquella tarde, a todo lo que me era propio para quedarme en silencio, así, lejos de casa y lejos de todo, al lado suyo. Desde el primer momento en que mi mirada se cruzó con la suya jamás pude volver a dormir dignamente. Fue como si un espejo reflejando al sol de pronto se hubiese situado en mis pupilas. Necesitaba saber si gozaba de mi compañía como yo con la suya. Pero había algo que nos diferenciaba a ambos.

- Recuerdo la antipatía en tu rostro cuando te conocí... - me dijo de pronto.

Lo miré extrañado.

- ...jamás pensé que resultaras un mártir sensible y caprichoso - continuó.

Lo miré frunciendo el ceño. Sonrió exhalando un leve suspiro por sus fosas nasales. Algo soberbio.

- No es nada malo, al contrario - dijo moviéndose un poco y por fin mostrando algo de vida en su pálido cuerpo.

El viento parecía más fuerte donde estábamos. Pero discreto a la vez. Helaba pero no soplaba intensamente sobre nosotros. Como si de manera minuciosa estuviese actuando sobre nuestros cuerpos para helarlos hasta dejarlos duros.

- ¿Me hubieses preferido así? - le dije con miedo, con los labios temblando. Me escandalizaba la idea de perderlo. Tenía miedo de saberme en un juego de estrategias en el que debía cuidar cada una de mis palabras si quería mantenerlo junto a mí. No era justo.

- Estoy a esta hora, en este día, en este lugar, y no estoy solo - me respondió. Pero sin mirarme.

Tan distante. Tan antipático también. Eso era lo que nos diferenciaba. Yo supe mostrar mi rostro detrás del miedo. Él no sabía liberarse de los suyos. Lo aterraba tanto la idea de sentir que ni con el más paciente de los niños era capaz de abrir sus puertas de una vez. Suspiré una vez más.

- ¿Recuerdas esa tarde ventosa, cuando pasamos por ese camino asfaltado a cuyos costados se extendían dos hileras de cerezos?
- Como si fuese ayer.
- Aquella lluvia, distinta... No estábamos en ninguna novela idílica - Sonreí. Me gustaba contradecirlo. Él sabía que no era con malas intenciones. Era mi forma de acariciarlo sin que se sienta incómodo.
- No, no lo estábamos - Dijo sonriendo.
- Entonces ninguno de los dos está contra el mundo, ¿Cierto?
- Me gusta mucho el mundo.
- Entonces son ellos, ¿No es así?
- La mayor parte...
- ¿Qué quieres hacer?
- Huir no tendría sentido.
Abajo todo parecía una cinta en movimiento que terminaba y volvía a comenzar. Nada variaba, nada rompía con ese movimiento constante y aletargante que se repetía una y otra vez. Arriba estábamos bien. Él y yo. En silencio. Abrazarlo hubiese sido letal. Hubiese sido demostrarle que no estoy a su nivel de insensibilidad. Demostrarle que temo a la humanidad, lejos de serme indiferente, y que su compañía me es necesaria. Permanecí quieto. Miré sus ojos celestes, casi grises. Una vez más me volví a resistir a la posibilidad de que se haya convertido en un jóven de piedra. Su mirada parecía vacía pero no lo era. Parecía.

Nuestra forma de aceptarnos como humanos era completamente distinta. Pero ¿qué más daba? Él estaba ahí, en ese momento, en ese lugar. Y yo estaba ahí, en ese mismo momento, en ese mismo lugar.





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miércoles, 1 de diciembre de 2010

¡Qué bueno que no me excitas tanto!



¡Qué bueno que no me excitas tanto!
(por Emilio Nicolás)



Qué bueno que no me excitas (tanto)
¿Por qué me miras así? Estás sentado sobre el extremo de la cama, con tu delicada y larga espalda pálida arqueada iluminándose con la luz de la noche y las manos juntas en medio de tus rodillas. Suspiras mientras tu mechón ya algo crecido intenta tomar vuelo por sobre tus ojos y vuelve a bajar cuando el aliento se va. Te ves algo frustrado y quizás temas a que nos alejemos pero créeme, que considero una suerte que no me excites (tanto)

De tanto en tanto se me da por pensar que nací sólo para fornicar. Si supieses cuántos cuerpos se han convertido en mi posesión durante escasos minutos que golpearon la puerta y salieron corriendo como niños jugando a la hora de la siesta. Mi sed insaciable y descontrolada me llevó por malos caminos que nunca tuve problema alguno en recorrer. Ante la furtiva mirada de los escandalosos me vi en medio y ahora te escucho quejarte cuando alguien te dice algo por tu forma de vestir. Si tan sólo te hubieses metido en mi piel condenada.

Una especie de sucubo, o de incubo o lo que sea, ¿existe eso? De haber existido alguno o no, al menos se le ha puesto nombre a esa hambruna infatigable de entrelazar el cuerpo de uno con otro y hacerlo transpirar hasta la última gota. Después de un par de suspiros para recobrar el aliento el deseo se duerme al menos unos instantes y ya no quieres saber noticia alguna de aquel mortal que acaba de cumplir con su papel de esclavo, de alimento, de goce de tu satisfacción egoísta y despiadada.

Contigo podría pasar horas conversando en la oscuridad, o en silencio, tal vez. Desnudos los dos, inmersos en la negrura respirando a la vez. La bestia jamás notó tu pacífica y sensible presencia de niño que sólo necesita afecto. Y tienes toda mi atención y mi espíritu. Te noto frustrado, sentado en el extremo de la cama y te abrazo. Tienes el atrevimiento de considerarlo una desgracia para ambos. ¡Qué bueno que no me excitas tanto!




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martes, 30 de noviembre de 2010

Karotte




Karotte
(por Emilio Nicolás)





Llegó un momento en que no distinguía si la negrura a su alrededor era el cuarto mismo o si sus ojos se habían cerrado en realidad.

- Karotte... - dijo de golpe, asustado. Se aseguró de abrir los ojos en el momento, aunque no se notase la diferencia.
- Rosig... - le contestó el otro desde quién sabe dónde, pues no se podía ver nada.
- ¿Estás despierto? - Le dijo con temor a ser el último sonido que sus pequeños oídos escuchasen en toda su corta vida.
- ... sí -contestó el otro, algo fastidioso.

Efectivamente sus ojos habían estado cerrados, si esforzaba un poco la vista podía divisar el contorno de aquella figura de madera con la forma de un gato que reposaba junto a la ventana, la cual tenía las persianas muy levemente abiertas.
Sabía que si se levantaba a corroborar que estaba despierto probablemente alguna de las criaturas de la noche aparecería desde las tinieblas para llevárselo quién sabe a dónde. La consigna era fácil, pero a la vez tan difícil de sostener. Debía permanecer quieto hasta que el sueño lo venciese. ¿Pero qué sucedía si lo vencía definitivamente? ¿Y si jamás volviese a despertar?

- Karotte ... ¿tienes sueño? - le dijo sin dejar de mirar el contorno de aquel gato cuya sonrisa brillante parecía dirigirse hacia él, burlona.
- Sí tengo - se escuchó.

Tenía miedo de confesar su miedo, tenía pavor de que Karotte se enterase de lo que son capaces las criaturas de la noche si uno se atreve a desafiarlas poniendo un pie afuera de la cama. Tenía la certeza de que él ignoraba tal peligro y sabía firmemente que si le contaba, su reacción sería tan escandalosa que los llevaría a los dos a una muerte segura. Si se agudizaba el oído concentrándose bien, podían oírse los gruñidos que provenían de abajo de las camas, de adentro de los armarios e incluso desde el jardín trasero donde aguardaban a cualquier ser humano digno de salir de su casa en plena madrugada.
¿Pero cómo salvarlo de una muerte segura y espantosa? Tampoco era pertinente cerrar los ojos. Por ahí, cerca del centro donde se reúnen todos los mercaderes, había escuchado que últimamente muchos pueblerinos jamás regresaban del sueño, y no había quien pudiese conseguir que abran de nuevo sus ojos a la luz. Una lágrima corrió de su pequeño rostro ingenuo, pero manteniéndose firme y fingiendo no tener preocupaciones volvió a romper el silencio.

- ¿Qué harás mañana, Karotte? - le dijo con la esperanza de escuchar algo convincente que lo alivie de la incertidumbre.
- Dormir... - le dijo el otro, casi sin voz.
- Karotte, ¿Por qué dices eso? - dijo el pequeño entre lágrimas que lo ahogaban y lo hundían cada vez más en la condena que tanto temía.
- Porque no me dejas dormir ahora, Rosig - dijo el otro, saliéndose con cada palabra un poco más del mundo de los sueños.

Permaneció en silencio. Miró el techo, que se veía algo negro, algo azulado. Quizás la luz del día estaba asomando ¿Qué hora sería? Pensó que quizás si movía levemente su cabeza las criaturas no se darían cuenta y se giró en torno a Karotte.
Podía ver, como ocurría con la figura del gato, el contorno de su cuerpo alumbrado por una luz algo azulada, algo violeta, dibujando la curva de su nariz pequeña que bajaba y volcaba en sus labios algo rellenos y entreabiertos. El mentón se movía muy despacio, si se concentraba fijamente la mirada y el pecho desnudo subía y bajaba con un ritmo casi imperceptible. Tenía los ojos cerrados y las sábanas lo cubrían desde el ombligo hacia abajo. Sintió deseos de deslizarse hacia él y sostenerlo pero la parálisis podía más.

- Karotte... - volvió a decir.
- Sí...
- ¿Recuerdas cuando nos conocimos? - le dijo, sonriendo en la oscuridad.
- Sí, Rosig... - le respondió aquel, ya casi entregado al mundo de los sueños, pero por alguna razón dejando un poco de sí mismo en la lucidez. El pequeño ignoraba el esfuerzo de este.
- ¿Aún quieres cuidar de mí, Karotte?
- Sí...
- ¿Mañana qué haremos?
- Ehm...

Se hizo silencio entre los dos. La respuesta jamás llegó. ¿Qué tal si lo perdía? ¿Qué tal si no volviese a verlo? El aire se ponía denso y su cuerpo más y más pesado. No sabía qué preguntar ahora para mantenerlo con él. No quería quedarse solo.

- Karotte...
- Sí...
- Dime, ¿Qué haremos?
- ...

Bostezó en silencio.

- Karotte ¿Recuerdas cuando me perdí en el bosque?
- Sí...
- ¿Cómo supiste que estaba bajo ese, ese preciso árbol entre los miles de árboles que había?
Se debilitaba a medida que mencionaba cada palabra.
- Tú sabes...
- No sé...

Sus respuestas eran cortas. No estaba seguro Rosig. Tenía ganas de llorar pero en lugar de amanecer pareciera que la noche se encerrase aún más en ambos. Temió perderlo. Era un temor inútil e infundado, pero lo tenía. Lo sentía respirar a su lado, cada vez más débil y lejos. Se iba. Pronto dejaría de contestar. Pronto no estaría más.

- Karotte...
- ...
- Karot...

Él también se estaba yendo, no quería pero se estaba yendo. De a poco lo único que seguía haciendo era respirar despacio, cada vez más despacio. Se preguntó a dónde iría y si Karotte estaría con él a donde fuese.
Su cuerpo sucumbía en el silencio, en la oscuridad y en la soledad aunque bien supiese que no estaba solo. El sueño lo envolvía con sus brazos ni cálidos ni fríos. Sintió un cosquilleo en su mano derecha. Muy, muy despacio, acariciándolo apenas, los dedos de Karotte abrían camino entre los suyos hasta abarcar espacio y cerrarse levemente. Rosig sonrió.





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lunes, 22 de noviembre de 2010

Frágil





Frágil
(por Emilio Nicolás)





Lo último que se escuchó habrá sido el sonido de sus propias espaldas golpeando el suelo de piedra de aquella plaza abandonada. Se habrá escuchado con los oídos zumbando y con el ambiente distorsionado. Quizás sus ojos estaban abiertos, mirándome a mí con los míos cerrados. No lo sé. Retiré de un tirón hacia arriba lo único que nos unía y lo escuché caer. No me atreví a mirar de nuevo. Si tenía que darme un golpe lo sentiría, si tenía que empujarme también lo haría, si tenía que maldecirme antes de partir pues recibiría encantado su descargo, pero con los ojos cerrados.

Nada sucedió.

Se oyó el revoloteo de un grupo de aves, quizás temerosas de ser testigos de aquella atrocidad, que se alejaba velozmente y se debilitaba en pocos segundos. De haber tenido el oído más agudo seguramente sus latidos se hubiesen acoplado a ese sonido que veloz y gradualmente se apagó. Bajé mis brazos y aflojé los dedos. Sin querer la punta tocó mi rodilla izquierda. Sentí la humedad. Me producía placer sentirla. Era la primera prueba de mi fechoría. Era el comprobante de que todo estaba hecho. Pero necesitaba más. Tenía ganas de sonreír, de reír un buen rato. Abrí los ojos y ahí estaba el desgraciado, ahora una inútil estatua. Había muerto mirándome fijo. No me asustaron sus ojos fijos a mi rostro, de hecho sonreí como si aún estuviese presente en cuerpo y alma. Lo miré desafiante y me puse serio al instante. Serio pero amenazante, me paré sin dejar de mirarlo y me sostuve de su carnosa entrepierna para hacer equilibro.
Pasé una mano por mi flequillo y miré a mi alrededor. Nadie había. Y supe que nadie lloraría su muerte, eso me dejaba en paz conmigo mismo. Ya no volvería a perseguirme, no volvería a ver su pesado cuerpo pisando mis talones ni lo sentiría empujar sobre mí con esa fuerza que lo caracterizaba. Caminé hacia casa. Debía acostarme temprano, pues unos amigos me esperaban al día siguiente para pasar el día juntos.

La calle estaba tan abandonada y el aire... ¡Ah! el aire era lo mejor, acababa de llover así que no hace falta describirlo, el lector bien sabrá cómo es el aire después que llueve. Besaba fríamente cada centímetro de mi cuerpo y me conducía despacio con cada paso por mi camino. La brisa por momentos me acariciaba el cabello. Pensé que me detendría o que miraría hacia atrás para verlo durmiendo sobre el suelo de piedra, pero reconozco que en varias ocasiones había olvidado de dónde venía. Alcanzaba con ver la mancha turbia en mi rodilla para recordar que acababa de terminar con él. Pero era evidente, había vuelto el tiempo atrás, a cuando no lo conocía, a cuando él y yo éramos completos anónimos. Nada sucedió en mi universo. El momento se borró.

Jamás alguien dudó de mí, pues no había registros de mí en su vida, su contacto conmigo siempre fue clandestino y su soledad en la vida lo convertía en un muerto viviente que alguien tenía que desterrar de donde no merecía estar. Me sentí un elegido, un enviado para cumplir con una misión: Semejante bestia no podía vivir.

Pensé, ahora aquel joven que tantos halagos me venía dedicando hacía meses tendría el camino libre hacia mí y no correría peligro alguno. Todo sería perfecto. Sonreí y las estrellas empalideciéndose con la mortecina luz del día asomando sonrieron conmigo. Di unos cuantos pasos más con seguridad cuando una ráfaga me enfrentó de frente. Me quedé paralizado en medio de la calle como si un mensajero hubiese atravesado el universo entero para recordar mi esencia. Yo no era ningún héroe.

Tampoco fui ni soy ningún fuerte, al contrario. Él jamás sería capaz de venir hacia mí ahora que el otro había muerto. De alguna u otra forma encontraría la manera de dañarme y tendría la misma suerte. Una mentira piadosa, un olvido, una mirada seductora y fugaz hacia otro, quizás una marca de egoismo, o de soberbia ¡Quién sabe! Ni él ni nadie saben de dónde vengo ni a dónde voy. Yo no soy como todos estos que caminan por las mismas calles que yo, que van para adelante o van para atrás, creyéndose tan conformes y tapándose los oídos a las mentiras que bailan como niños en círculo a su alrededor. Soy frágil. soy horrendamente frágil.

Me tomé por los codos y caminé seguro e iracundo. Todo a mi alrededor era el enemigo, todo merecía ser desgarrado hasta desangrarse. Soy frágil, nadie ha cuidado de mí y nadie se ha propuesto hacerlo. Ya se habló alguna vez en este planeta de la desesperación y el terror a la soledad que anida en cada uno que los obliga a tantear por todos lados sin importar lo que agarren con tal de tener algo en las manos. Todos y cada uno me duelen y no puedo más que caminar mirando hacia abajo. Soy frágil, soy de papel. Para cuidar de mí hace falta un entrenamiento especial en la honestidad y en la cortesía, en la pureza misma de un alma desnuda que no pretende disfrazarse a los demás.

Imágenes, todos viven de imágenes. Pues les diré lo que hago yo: Yo me elevo sobre mi propio cuerpo durmiendo sobre el viento y cerrando los ojos para no mirar. Lo único que siento es el sonido del viento, despeinando mis cabellos y entrando a mis pulmones hasta llenarlos. Yo salgo por las calles y no soy uno más. Soy enemigo de las raíces y no de lo superficial. Y es por eso que tanto temo, porque he de mirar lo que nadie se dispone a buscar. Temo al temor mismo y doy vueltas sobre mi eje en cualquier sitio hasta caer sobre mis rodillas y esperar. Sé que hay alguien más. Sé que alguno me cuidará de esta masa negra que me obliga a presionar el filo hasta sentir que yo mismo comienzo a desangrar. Entonces calmo mi mano, calmo mis nervios y vuelvo a casa alerta y consciente. Puedo cuidar de mí mismo, pero ¿a quién quiero engañar? Soy tan fragil que si pronto no aparece la excepción al universo me terminaré por congelar.





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lunes, 15 de noviembre de 2010

Y quisiera conocerte



Y quisiera conocerte
(por Emilio Nicolás)




Y quisiera conocerte, aunque te rías
aunque tu cuerpo tome esa postura que tanto detesto
cuando llevas tus dedos índice y pulgar
a tus cejas y suspiras e irónicamente te ríes y me miras
¿Qué harás conmigo? Pensarás
y yo, con las manos juntas donde mi espalda comienza a levantarse
Nunca aprendí a crecer en muchos aspectos, pero en otros me siento volar por encima
de tantas cabezas...

Y es que quisiera conocerte, aunque te rías
porque hayan pasado ¿Cuántos años? Desde que te vi por primera vez perdí la cuenta
Siempre fuiste un compañero, un aliado, un oído y un cuerpo sudando
El mar envidiaría nuestras olas en tus sábanas color frambuesa
y miles de idiotas abrirían sus bocas al vernos besando nuestros cansados cuerpos a mitad del escenario
¿Qué nos importaba? Somos jóvenes y estamos sanos
(quiero decir, al menos tenemos pies y manos)

Y creí que volaba contigo pero aún cuando mis labios permanecían así,
quietos pegados a los tuyos un buen rato
jamás te sentí al lado, ni atrás ni adelante ni en ningún costado
Es que mi cuerpo ha soltado mi alma y aquella siempre está viajando
Incluso se aleja y no me avisa dónde se ha ido
y es por eso que me miras con los ojos entrecerrados y sonriendo, tan enamorado
y yo reacciono como niño que recién se ha despertado
como quien olvida qué día es, o qué hora o en dónde está parado

Quisiera conocerte, de veras
Pero siquiera me he encontrado





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viernes, 5 de noviembre de 2010

Pareces olvidar de dónde vengo





Pareces olvidar de dónde vengo
(por Emilio Nicolás)



Pero ¡Ah! Pareces olvidar de dónde vengo. La primera vez que me viste, a tus palabras era un niño que se rehusaba a crecer, era una cabeza mucho más abajo de donde estaban todas las de esa enorme multitud mientras se llevaba a cabo el festival en el pueblo. Supongo que como habías subido a la terraza para ver a las odaliscas desde un mejor panorama fuiste el único que me vio en aquella calurosa tarde en el desértico pueblo de suelo de piedra al norte de Asyü. Debo confesar que no noté tu presencia, pues estaba muy distraído esquivando los sudados muros blancos que se movían a mi alrededor, cerrándose a veces sobre mí.
Aún así, difícil era que en aquel momento imagines mi destreza para arrastrarme cual serpiente de escamas violetas, brillando al sol cada vez que me aproximaba a esos puntos luminosos entre las sombras sobre la tierra arenosa. Levantando el polvo me escabullí para salir de la muchedumbre y buscar refugio en la soledad de algún callejón desolado. Pero me viste y olvidaste los movimientos ondulantes y encantadores de aquellas sirenas de dos piernas y de piel reseca. No comprendo por qué, no comprendo por qué según tus palabras bajaste a toda prisa pisando fuerte con tus pies descalzos las escaleras de mármol para levantar polvo con fuerza al arribar al suelo y correr a mi presencia. Atrás quedaron los hechizos femeninos sobre los que bien te habían instruido. Tu piel quemada y tus ojos de agua supieron encontrar el camino a mi guarida, a mi nido y caer presa de mi hambruna. Hubiese preferido otra de tantas víctimas, fácilmente accesible en el cuerpo andrajoso de cualquiera de aquellos peones inútiles, aplaudiendo, silbando y gritando incoherencias a las pobres damas, víctimas de su bestialidad carente de alma alguna.
En tu serenidad estaba mi paz. En tu silencio totalmente necesario y en tus ojos clavados en los míos estaba mi escape, mi oportunidad. Y no pude resistir el ardor de tus aguas posándose sobre mi piel caliente y aparté la mirada y me tomé de mis rodillas mientras mi espalda bajaba con mi cuerpo entero, arrastrándose contra el paredón. Debiste alertarte, debiste suponer aquella señal y volver al sitio de dónde venías. ¿No te diste cuenta acaso? Pareces olvidar de dónde vengo y aún así te entiendo. Me miras como si ahora tú estuvieses en mi cuerpo y yo fuese un cerdo, un envase vacío pues te equivocas, yo vengo del mismísimo infierno y no cualquiera puede cruzar las puertas sin tener algo de cerebro. Allí donde Cerberos guarda con recelo el candado que sella tu mundo con el nuestro, y donde Eurydice y Orfeo se abrazan estirándose y retorciéndose, intentando volver el tiempo. Claro que te equivocas, yo no soy como esos que aplauden y gritan a un espectáculo de carne y de huesos. Pero heme aquí, y lo reconozco, soy presa del miedo.

Me miras y sonríes levemente, tienes razón. Pero a mí me sobran varias aunque las desconozca. Es este instinto de viajero que me obliga a llorar en tus brazos, desconsolado, y clavar mis garras en tus espaldas y alimentarme de tu propia sangre para volver a mi encierro. No eres más que un objeto temporal, uno de mis tantos muñecos. Te tomaré para que escuches mis lamentos y me veas bailar al viento, mientras la tormenta sobre nuestras cabezas en el oscuro cielo forma círculos en el desierto y me ves girando y girando, formando un tornado que se lleva todo para adentro. Y me detengo y sigues allí, después de verlo todo destruido después de aquel acto violento, ¿Qué haces aún despierto? Hace tiempo que estoy dormido y cuando me tomo un recreo para contemplar este mundo, lleno de utopías y de desconsuelo no hago más que abrir los ojos y allí te encuentro. O has de estar muy aburrido o eso que ustedes llaman amor en tu alma encontró su sustento. Pero pareces olvidar de dónde vengo.

Te miro y me pregunto si eres capaz de ser la excepción de aquello que alguna vez di por hecho. Esa humanidad que tanto desprecio. Sé que abriré los ojos durante siete días y siete noches y no estarás allí, pero transcurrirán otros siete con sus lunas correspondientes y me sorprenderás, sentado en mi cama, sabiendo que te había estado esperando en secreto. Ay, pobre de tí, y pobre de mí, que me creo inmortal por haberme declarado acabado después de salir del infierno. No quiero pensar que has llegado para avisarme que en el fondo algo más espero. Quiero mostrarte lo peor de mí, para que huyas como todos lo hacen y no vuelvas a pisar en mis adentros. Sonríes y crees conocer el alma del niño que se esconde adentro de mí, muy adentro (y quizás esté en lo cierto) pero será mejor que huyas, pues pareces olvidar de dónde vengo.




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viernes, 29 de octubre de 2010

Viento




Viento
(por Emilio Nicolás)





Desde mis brazos hasta la punta de mis dedos corría. Como si se materializaran mis deseos y me volvieran una masa de energía ferviente. La cortina me acariciaba el pelo, se apoyaba en mi hombro y me rozaba apenas por el brazo y la cintura derechos. Abrí grandes los ojos y ahí estaba el cielo oscuro; estaba la calle desolada de tierra en la que se hacían remolinos de polvo; estaban los árboles altos que comenzaban a agitarse fuerte y a retorcerse y estaban las luces de la calle, tan... anaranjadas.
Los paredones se iluminaban y las hojas pasaban presurosas. Se escuchaba el rugido venir de oeste a este haciendo murmurar a las ventanas, a los árboles, al polvo.
La corriente se elevaba cada vez más y más y yo apretaba la yema de mis dedos contra el ventanal. La casa estaba en silencio, algunos soplos leves de aire frío se infiltraban desde los orificios de las ventanas pero aún así permanecía la calma. La ansiedad se apoderaba de mi estómago provocándome más y más hambruna. Abrí aún más mis ojos y tragué saliva. Allí estaba la bestia pasando una y otra vez, interminable. Sonreí levemente. Apoyé mi rodilla derecha sobre el sillón junto al ventanal y me dejé caer sobre él, entero. Coloqué ambas manos, juntas sobre mi pecho y sentí las pequeñas filtraciones de aire frío acariciando mi piel caliente. Tomé el aire nuevo y permanecí en silencio. Las lámparas arriba, pendiendo del elevado techo se movían muy, muy despacio, de modo que sólo se podía notar su movimiento si se las miraba con atención durante varios segundos. Las cortinas también se mecían casi imperceptibles.
Cerré los ojos procurando no quedarme dormido. Recordé aquella tarde en la que decidimos recorrer la ciudad y de pronto se desató una tormenta en medio de la noche, cuando estábamos a punto de volver a casa para competir a ver quién de los dos terminaba de leer primero alguna novela que encontrásemos por ahí, perdida entre la tierra de tu vieja biblioteca. Te hice señas para apurarnos y me tomaste del brazo haciéndome detener. Y como si el tiempo se hubiese congelado para nosotros dos, dejamos nuestros cuerpos inmóviles y permanecimos mirándonos durante varios minutos, mientras a nuestro alrededor no había más que personas corriendo a cualquier refugio cercano. De pronto sentía un pequeño toque húmedo en mi hombro, y otro en mis cabellos, y otro en la punta de mi nariz. Otro corría por mi mano, que permanecía a medio extender con la tuya sujetándome por el brazo. Y más y más gotas que se hacían cada vez más largas y más húmedas comenzaban a caer y nosotros sin quitar nuestras miradas el uno del otro, como si no nos importase el caos a nuestro alrededor, como si fuésemos ajenos al universo entero, como nosotros fuésemos un universo apartado.
En cuestión de segundos ya no quedaba nadie en aquel puerto. Los pasos dejaron de oírse y los rumores y las risas y los gritos cada vez que algún rayo luminoso pisaba el suelo con fuerza. Existíamos sólo tú y yo, en soledad y empapados. Entonces, recuerdo, sonreíste sin dejar de mirarme. Tus ojos llevaban consigo aquella seguridad y complicidad en la que ya no hacían falta palabras. Ambos estábamos sonriendo porque estábamos solos, y porque estábamos mojados pero, por fin, estábamos solos. Nadie alrededor, nadie más que el agua y el viento frío. Mi brazo comenzaba a temblar pero seguía sujetado por tu puño fuerte. Me abrazaste y sentí tu mejilla deslizarse por la mía con el agua en medio. Tus cabellos mojados, pesados y helados congelaban aún más mi cabeza y tu ropa fría traspasaba la mía, húmeda, llegando a mi piel. Nadie cerca. Pensar que hacía pocos minutos me hubiese dado pudor darte la mano o besarte la mejilla cerrando los ojos, pensé, y así de repente, después del cielo ennegrecido, después de los rugidos, después de las cascadas, el universo era nuestro y así permanecimos.
Abrí los ojos y sonreí. Me pregunté dónde estarías en aquel momento y una lágrima intentó salir, pero ya conoces mi historia, no podrías esperar una lágrima de mí aunque la merecieras. Sobre lo alto del techo había algunas telarañas. Las primeras gotas habían dibujado manchas sobre el suelo del jardín. Volví a sujetar la ventana como si pudiese traspasarla y volví a pensarte. Me mordí el labio inferior. No podía esconderme cada vez que el viento comenzaba a volverse más violento, no podía volver a huir de tu partida.
Me temblaban las manos pero conseguí girar la llave y pisar descalzo el cerámico suelo del jardín. Algunos pastos acariciaron mis piernas y seguí avanzando hasta pisar la tierra húmeda. Volvió tu aroma. Di otro paso y apreté el puño. Tu voz sonaba con el viento, la oí reír y la oí regañarme por no ponerme calzado una vez más. No retrocedí, pues sabes que cuando comienzo algo me gusta terminarlo. Di otro paso más y vi tu fantasma atravesando la parte de la calle donde la luz no llega. Allí te ibas. Avancé hasta abrir la puerta hacia afuera de la casa y me quedé en medio de la tierra. Los pies me dolían. El faro me iluminaba directo desde arriba y tu fantasma seguía allí, dando vueltas y sonriendo.

>>No hay nadie<<>

Y sonreí contigo y tumbé mis rodillas sobre la tierra. Algo punzante atravesó una de ellas, pues no le di importancia. Lloré como si no hubiese llorado por años, como si tú no fueses la única razón por la que desparramar aquel torrente, como si cada uno de los dolores que durante tantos años guardé ahora volviesen para desprenderse de mi espíritu. Seguías mirándome y sonriendo mientras el viento se volvía más y más fuerte en la oscuridad.
Miré mi rodilla herida mientras más y más gotas comenzaban a mojarme y retomé mi mirada hacia el punto donde estabas. Una vez más te habías ido. Y el viento se hacía más y más fuerte.




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lunes, 25 de octubre de 2010

Colectivo






Colectivo
(por Emilio Nicolás)






Y cuando me pregunté a quién quería engañar me di cuenta que jamás existió traición alguna. La costumbre hace al hábito y el hábito hace a uno perder la sensibilidad. Mientras más repites la rutina menos dolor o menos alegría produce, te conviertes en un robot que poco a poco olvida cómo valorar un momento, porque ya lo hizo una y dos y tres veces. Entonces siempre, por las tardes de invierno me decía exactamente lo mismo, mientras me sostenía del respaldar de alguno de los asientos y miraba fijo por la ventanilla intentando mantener el equilibrio y tanteando con la mano izquierda cada tanto mi mochila. Caminaba por las calles y me sentía dueño del universo, de las terrazas y de los cordones, era yo mismo, conmigo y con nadie más, y el resto se veía gris al pasar. Y a veces, por las mañanas, cuando volvía algo cansado y el sol comenzaba a asomar, la única compañía eran las aves, quienes me veían avanzar cortando el aire que tan estático estaba debajo de donde hacían sus nidos. Entonces ahí estaba yo, una vez más dueño del mundo entero sonriéndoles al pasar. Eso era felicidad, estoy seguro. No había algo que me emocione más que sentirme libre de hacer lo que mi corazón me dictase.

Entonces me ví a mí mismo aquel día en que realmente comenzaba la primavera y pensé si estaba traicionando a mi propia naturaleza, a mi libertad y a mi rutina, a mis espacios, míos y de nadie más. Miré al cielo. Un grupo de palomas lo atravesaba, osado. Reí. La gente seguía pasando y algunos me golpeaban los hombros. Seguro que estorbaba en la entrada de aquel túnel que conectaba una parte de la ciudad con la otra. Me tomé la frente y me regañé a mí mismo por hacerme esa clase de preguntas. La costumbre, cuando se instala en uno es difícil de quitar, pero no había por qué dudar. Tenía la fuerza necesaria para decir No más. Jamás me había quejado de mi rutina interior pero por algo... por algo estaba en ese momento y en ese lugar.
Ya no tenía sentido negar.

Y miles de preguntas volvieron a aparecer desde el momento en que lo vi llegar, sonriendo aún sin alcanzar el sitio donde estaba y con su voz tan segura y su paso al caminar, pero cada una de ellas fue rechazada antes de poderme alcanzar. No, no me molesten, que me importa él y nadie más. Estoy bien cuando estoy con él y no tengo más que pensar.

Aún así, no hizo falta seguir haciendo caso a cuanto cuestionamiento existencialista se presentase en mi cabeza conforme pasaban las horas. Las respuestas se presentaron igual. Ahí estábamos él y yo en silencio pero con mil y un ruidos a nuestro alrededor. Yo me sostenía fuertemente con el respaldar de un asiento donde una mujer mayor reposaba con su rostro tan sereno, y él hacía lo mismo colocando su mano junto a la mía, para que de alguna forma se estuviesen tocando durante el viaje. Cada vez que sentía su calidez más fuerte me tomaba el atrevimiento de mirarlo a los ojos y en ese preciso momento hacía lo mismo y no podía evitar sonreir. Detestaba hacerlo pero no había forma de impedirlo. A él le sucedía lo mismo y sé que ambos nos sentíamos ridículos en aquel momento; dos extraños, dos invasores en una tierra que jamás pudimos comprender y de la que jamás podremos participar tanto como otros quisieran hacerlo. Miré por la ventanilla una vez más, aunque esta vez seguro de saberlo junto a mí, aunque ambos estuviésemos ocupados haciendo equilibrio cada vez que al colectivo se le diese por acelerar. No, no era el único en este mundo que se sentía así de preso y así de libre al caminar. A él le sucedía exactamente lo mismo y allí estábamos, compartiendo nuestras libertades, nuestras soledades, ambos juntos y sin decirle a nadie que ahora no nos concebíamos el uno sin el otro y que avergonzaba a nuestro espíritu el decirlo a los cuatro vientos al pasar. Ya eso no importaba más. Sin tenerlo tan cerca como pudiese sentía que me estaba protegiendo y aún más, cuando conseguía algún asiento libre y me recostaba sobre el respaldar y él se colocaba cerca mío y sentía el calor de su ombligo acariciando mi oreja y dándome la seguridad de que en aquel momento era inmune a todo, que nada me podía pasar. Muchas veces quise levantar la cabeza y mirarlo pero sabía que no hacía falta. Ambos nos entendíamos así, nada más.

Y se ponía mejor con las mañanas, bien temprano, cuando el sol recién comenzaba a asomar. Las calles estaban completamente desoladas. Antes de pisarlas, a veces nos quedábamos dormidos en los asientos de atrás. En aquellos horarios casi nadie viaja así que teníamos todo el colectivo para nosotros y para nadie más. Apoyaba mi cabeza en su hombro y él colocaba la suya sobre la mía y, no me pregunten cómo, siempre nos despertábamos en el mismo lugar, para bajarnos segundos más tarde y sentir esa libertad que se siente cuando no hay nadie más en la calle, como si el mundo hubiese acabado y no quedase más vida humana que soportar. Solos él y yo. Nadie más. Me subía a sus espaldas y él comenzaba a correr y reíamos a pesar del cansancio aún con miedo de que alguien nos llegase a encontrar. Jamás pudimos ser del todo libres, siempre la paranoia nos venía a atacar. Pero eso ya no importaba. Jamás nos vió nadie más que las aves, que a esa hora sienten esa misma clase de libertad y hasta en lugar de volar caminan y corren por la tierra tan seguras, como niños que salen a jugar. El sol se sentía tan cálido como su cuerpo y antes de quedarme dormido, más tarde en casa, él hacía lo mismo, no me podía esperar.

Alguna de tantas mañanas lo vi como a un niño, exhausto y con el día hecho. Y me miré a mí mismo y comprendí que sí, que a la rutina uno se puede acostumbrar, pero que esta era mejor que la anterior, y que jamás había perdido mi libertad, pues seguía haciendo lo que quería, y lo quería a él y a nadie más.





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viernes, 22 de octubre de 2010

¿Y cómo despertarte?

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¿Y cómo despertarte?
(por Emilio Nicolás)







Entré a tu cuarto, sigiloso
y te vi durmiendo, con el cuerpo temblando
y con los ojos cerrados fuerte
como si de una pesadilla fueses la víctima, impaciente
te vi transpirando, y pálido hasta la frente
Hacía frío en cada esquina
de aquella cárcel
en la que estabas
pero ausente
Y me pregunté cómo llegué a atravesarla
pobre de mí, que no me supe lejos de la entrada
era sólo un holograma
rodeando tu verdadera prisión,
tu alma

Y te encontré así, dormido
y así te encuentro
aunque no lo sepas
sigo dentro de tu cuarto
en la parte oscura
escondido
Y te veo aún soñando
quién sabe con qué sitios
con qué personas, con qué niños
Y a veces sonríes y crees estar volando
pero tus pies están tan quietos
tan quietos como los míos

Y me muerdo los labios y te miro
y reconozco que, aunque no me creas
me acerqué en varias ocasiones
a sacudirte así como estabas, dormido
abrí las ventanas y las cortinas al viento
acariciaban tus mejillas sudadas
tu cuerpo entumecido, una piedra, una tumba quieta
y yo, sin respiro
te juro que lo hice, y lloré por verte salir
por verte bajo el sol, conmigo
y golpeé las paredes preguntándome
dónde estará aquel botón que te dé un motivo
una razón, algo que te haga reaccionar
este mundo no es tan negro como te lo has creído

Y te pienso tan grande
y con tanto conocimiento ligero
que te lleva a lo que tú mismo crees que te llevará
a la nada, a la destruccción, al vacío
¿De qué te sirve vivir soñando, dar vueltas y vueltas sobre tí mismo?
Te juro que lo he intentado, que te recité mil y un poemas bajo las estrellas
y bajo la más fría de las tormentas
esperando a que reacciones a mis palabras, a que abras los ojos
a que comiences a creer que el destino no es un titiritero
y que tú no eres un juguete en las manos de un niño

Si volvieses sobre mis pasos
y conocieses mi camino
si supieras las mil y un razones que tengo
para hacer lo que tú
para quedarme dormido
para cerrar los ojos
en un lago de lirios
y como Ofelia hundirme en el idilio
en lo más fácil, en el ensueño
en la muerte cuyas manos me abrazarían
en lo infinito

Pero aquí me ves, con las manos llenas de tierra
y las alas rotas y los pies cansados
Haciendo mi propio camino
Paciente
Imperfecto
Pero con los ojos bien abiertos
y firmes en el ocaso
que se hunde como te hundes tú
a lo lejos, en el olvido

¿Y quién me manda a mí esta noche?
A dejar un rato aquel libro
dormir sobre la mesa
para decirte, pequeño gran niño
que me duele tu impaciencia
a dejarte caer al mismo frío
a convertirte en un mártir orgulloso
de sufrir ser su propio sacrificio
me duele que creas
y que digas nunca haber creído
Quien pudiera creer en tus palabras
pequeño
indefenso
dolido
(no tienes la culpa)
niño

¡Por favor, escúchame!
No me niegues
no desaproveches a este otro niño
que ha despertado hace tiempo
y que quiere ser quien te demuestre...
olvídalo, ya no tiene sentido

Esta noche te lloro
no por no poder tocarte
sino por verte dormido
¿Y cómo despertarte?
Si cada vez que te doy la espalda
entreabres los ojos y me ves
ahí contigo
me sabes aquí, esperándote
y te niegas a levantarte
¿Y cómo despertarte,
si había alguien más en este cuarto
que tu y yo
(el Miedo, en forma de sombra)
niño?




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martes, 12 de octubre de 2010

E.L






E.L
(Por Emilio Nicolás)






E.L
Como si no fuese suficiente con su nombre o un par de ellos
¿De qué me sirven si al final ahora lo busco y sólo encuentro silencio?
E.L, que se trepó sin ganas y sin aliento, por las paredes de mi castillo y llegó lejos
y que vino como en un sueño, como si nunca hubiese sido real
y ahora no hace más que mantenerme despierto

E.L
quien se acercó despacio y rompiendo las baldozas, sabiéndose débil y pequeño
y me río al pensar que quien debería mirar hacia arriba soy yo, cuando sueño conocerlo
Y ahora se borra mi silueta cuando lo pienso ausente y a lo lejos
Que no me deje con el anhelo, que no me deje, se lo ruego

Ni siquiera es una estrella que pudiese contemplar desde aquí abajo
pues no me quedó rastro de él que seguir, no hay caminos, no hay atajos
Lo pienso como un recuerdo no tan lejano pero enseguida me invade el miedo
No quiero que sea eso, no quiero que sea un fantasma igual que otros tantos

E.L, que ahora eres tú
No me dejes, sólo tú y yo sabemos lo que es la soledad
por más que el día sea soleado

Sólo tu y yo sabemos la crueldad de un mundo que nos deja torpes
y preguntándonos si mañana será suficiente o si será un círculo en movimiento
Has capturado mis sentidos hasta tenerme como un envase, que no tiene de qué conversar si no te encuentra detrás del espejo

No vayas a desaparecer, E.L, Tú, quién seas, no lo hagas
He guardado todas y cada una de mis pertenencias
y he dejado atrás lo que antes era mi cuarto
y aunque no lo creas, de mi propio dinero extraje dulces,
porque pienso en los otros caballeros
que alguna vez te cautivaron hace tiempo
y no quiero ser menos

Pero no te alejes, no me dejes en este sueño,
durmiendo con el correr de las horas para verte de nuevo
Y viajando entre calles que ahora son el vacío mismo sin espacio y sin tiempo
Me desespera no saber dónde buscarte, mirar al cielo, nuestro techo
y pensar en lo vasto que es el universo, y saberte en el centro
de este laberinto por el que me muevo
y no poder encontrarte

¡Ay! El dolor, E.L, Tú, quién seas, aunque suene absurdo
Te siento, y te lloro en silencio
¿Qué es lo que de mí has hecho?

Ahora sólo anhelo tu regreso
Sea como sea, no es necesario el tiempo
Pero lo sueño con cada segundo en que mi cuerpo se debilita de nuevo
cansado de ver rostros y rostros que entran y salen
pero ninguno es el tuyo y me causa sueño

E.L, o Tú, o quién seas
Aún no terminamos el prólogo, lo que sigue será más extenso
No nos hagas esto, ahora que sabemos
que tenemos con quien mirar el cielo
y quedarnos en silencio
No lo hagas

El mundo es tan grande
Y yo soy tan pequeño
Imagíname recorriendo estos espacios
y cansado, a casa volviendo
Regresa, por favor, regresa
Seré quien te quite el velo y quien te enseñe
que cuando son dos, el miedo no causa tanto miedo
Pero no podré hacer mucho
mientras te sigas escondiendo

¡Sal ahora, E.L, o tú, o quién seas!
Sal ahora, que yo te espero




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domingo, 26 de septiembre de 2010

Ocaso



Ocaso
(por Emilio Nicolás)



Y mientras el sol se ponía, nos sentamos en el cordón de la vereda y me preguntó qué sentía.
Nada más que el suspiro del viento pasando entre las ramas de los árboles nos acompañó en aquel entonces.
Y finalmente escuchó mis últimas palabras mientras el sol volvía a salir.

Ella dijo que no era solamente el más lindo de los abdómenes, sino que todo de él era ideal.
No me importó que sus palabras me despertasen, mi mejilla estaba contra el soporte de metal mientras el tren avanzaba con velocidad, y sonreí a sus palabras.

Ella, sin conocerme reconoció mi empatía, me miró y me sonrió. En ella estaba el amor y en mí estaba la aceptación. Algunos nacimos para siempre buscar más; el alma gemela es la meta y sin la meta se pierda la esencia. -Ella nunca va a aparecer- me dije, y mientras el tren se aproximaba al objetivo cerré los ojos y sonreí. Mi lugar en el mundo, aún no lo conozco, pero ¡Cómo quisiera ser ella!

Y en lugar de abrazar a aquellos brazos que siempre quise alrededor de mi cuerpo un lunes por la tarde con las rodillas de ambos sobre el colchón de la cama y nuestras orejas tocándose, estaba abrazando a una amiga mientras la ebriedad terminaba de irse y las lágrimas corrían como nunca creí que correrían (es cierto, el inconsciente despierta, y duele) Y me dije que uno muestra al mundo una especie de indiferencia, que más cerca se hace resignación, hasta que en realidad no se trata de otra cosa más que de miedos.

Nunca me sentí más seguro conmigo mismo, y nunca me sentí tan inseguro del ambiente a mi alrededor.

Ella me seguía abrazando pero jamás, ni ella ni nadie más, sería capaz de quitar la desesperación arraigada en mi cuerpo. No es fácil ser un mártir, no es fácil buscar lo que nunca aparecerá ni es fácil, por estas tierras áridas aprender a caminar cuando el objetivo es volar. Me sentí dichoso de ser yo mismo y a la vez deseé ser alguien más. Deseé ser de aquellos ingenuos que nunca preguntan por más y se conforman con el amor desde un sólo lado de la pared. Y deseé no ser aquel que lo sueña tan perfecto y tan ideal, que pide más de lo que la realidad le puede dar.

Sólo eso, una vereda, un sol poniéndose, un corazón que se abre y que tiene la llave para abrir otro, la sencillez que siempre soñé no fue más que una utopía en un mundo tan plástico como irreal. La lujuria se hizo sombra y me cubrió por completo hasta convertirme en un iluso más, aunque en el fondo sabía (y sé) que la esencia está ahí y no se va a marchar.

Entonces no queda más opción que volver a casa medio ebrio, caminando en zig zag, medio despierto, medio soñando, que en lugar de la ventanilla es su hombro donde me apoyo y que hay algo más que un colchón de una plaza y un silencio al despertar, cuando el sol se termina de ocultar.



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martes, 21 de septiembre de 2010

Tormenta


Tormenta
(por Emilio Nicolás)





Y el baile que tanto admiraban aquellos que venían a observar,
girando sobre mis propios pies se convirtió en un tornado
Y cientos de hojas llegaron para bailar conmigo y espantar a los espectadores,
que corrieron lejos cubriendo sus cabellos

Y aún con la velocidad con que me movía;
y aún con el silbido del viento
y aún con la tormenta iniciándome sobre mi cabeza
pude verlos, uno por uno, dejando la sala,
que ahora era cielo abierto y que ahora era lluvia,
todos y cada uno desapareciendo

Y quise detenerme
hice fuerza para girar al otro lado pero ya todos estaban lejos,
y yo seguía girando, más
y más rápido

Grité tan fuerte como pude,
pero los truenos opacaban mi voz con sus rugidos,
no había forma de escuchar un solo gemido
y llegada la noche muy despacio me detuve,
y caí sobre mis rodillas

Ya no había rastro de ninguno de aquellos que antes, se habían acercado a mi escenario
tan maravillados con la ternura que salía de mis ojos que solían cada tanto, brillar
y los invitaban a pasar una vez más
a mirarme bailar

Me mantuve en el suelo, apretando con mis manos temblorosas la tierra,
que ahora era barro

Y así me quedé hasta que pude recuperar la respiración

Pensé una y mil maneras de evitar esta tormenta,
pero era imposible pensar cuando todo lo que tenía en mente era mi soledad

No había nadie más
y no pude contener las lágrimas, ni encontrar una forma de cambiar
Cuando mi tormenta se acercaba el resto decidía partir
y no volvían más

Y pensé qué harían ellos en mi lugar, o qué haría yo en el suyo,
cuando nadie es lo suficientemente amable para hacerlos quedar,
o cuando alguien no es lo suficientemente tolerante para conocer de verdad





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