viernes, 26 de febrero de 2010

Uno más

Uno más
(por Emilio Nicolás)




Era otro de tantos, como me había dicho el día en que lo conocí. Y tenía razón, era otro de tantos. Ya con el inicio de nuestra primera conversación, en ese jardín de esa amiga que supuestamente teníamos en común (jamás fue mi amiga, sólo estaba aburrido y no sabía dónde morir -no literalmente, pero sí, morir-) Me dijo lo que tantos otros me dijeron tantas veces desde que tengo memoria (y la seguiré teniendo pese a que mis años serán más largos ahora)

Me dijo que ante sus ojos se dibujaba la figura de un niño de porcelana que necesitaba de protección, y la sola idea de desamparo lo tentaba mucho. Ya es demasiado tarde para ruborizarme; recordé cuando realmente era un niño y cada halago me obligaba a esconderme entre las mangas largas de mis ropas. Puede que la imagen haya permanecido, puede que desde que bebí de ese elixir en el templo del gato el tiempo se paralizó para mi cuerpo, pero no, ya es tarde para ruborizarme y tarde para creerlo.

Aún así le seguí el juego, no quise contarle de mi verdadera edad ni de mi hazaña a los trece años cuando crucé el desierto de Atacama con las ropas aviejadas y la juventud en las venas, motivado por los rumores de aquel templo en medio del infierno amarillo cuyas aguas violetas detenían el paso del tiempo en el cuerpo que se atreva a sumergirse en ellas. Sonreí. Sonrió. Su sonrisa era otra de la misma categoría de sonrisas que tanto me atrapan. Son esas sonrisas torcidas, que se inclinan hacia un lado y no hacia el otro, que no terminan de cerrarse, y que si se combinan con una buena mirada de picardía, crean la perfecta imagen de un demonio orgulloso de serlo. Y ahí estaba él, era uno más, sí, uno de tantos demonios que no tienen miedo de salir a volar con sus alas peladas filtrándose con la oscuridad de las ciudades repletas de pecado y desconsuelo.

Estaba mirándome, con su sonrisa común, pero cautivante, demasiado cautivante. En sus ojos pude sentir el puntiagudo sabor de la seguridad y del orgullo. La sangre en mi cuerpo comenzó a correr mucho más fuerte y sentí el calambre extendiéndose hasta las puntas de mis dedos. La sentí arder en mis ojos. Levanté la mirada, mis cejas también. Con la pequeña brisa de ese jardín se ondulaban sus rulos, tan vivos y tan rojizos (aún así eran principalmente castaños) Tenía una esfera de olas en su cabeza, una esfera de olas que iban hacia todas las direcciones, se inclinaban al sur, al este, en diagonal, a todas, y millones de olas minúsculas, grandes, medianas, agrupadas, enredadas. Su cabello era un oleaje que toma miles de direcciones a la vez, que no está perdido sino que sabe que va hacia todas partes.

Bajé de nuevo a su mirada que se clavaba en la mía de la forma más violenta. Pero me sentí en casa.

En mi pecho no ardía otra advertencia que la de alejarme, era obvio, era evidente, no tenía salvación en sus manos, no podía caer en sus brazos, era el ser en el que menos podía confiar, mi cuerpo se haría trizas, mi corazón sería devorado y mis esperanzas de ser amado caerían al suelo hasta evaporarse. Pero no me moví.

De su dulce voz sin sonido salieron las palabras más sinceras. Sabía de mi anomalía en el cuerpo, sabía que no era natural, sabía que por mis venas corría sangre violeta, podía verla, podía sentirla, podía olerla. En aquel momento no supe cómo fue que pudo adivinar cada detalle de mi estado. Pero era evidente. En cuestión de segundos me estaba revelando sin escrúpulos su identidad de cazador de sangre. Era un vampiro.

¿Cómo se atevió a revelarlo tan a la ligera con un extraño como yo?

Suspiré de felicidad, esa tarde necesitaba morir, y en el fondo sabía que lo quería literal. Esa misma tarde quería caer en los brazos del ser menos fiable y dejar que me haga trizas ¿qué mejor que un vampiro? y este no era cualquier vampiro. Aunque fue lo primero que dijo, soy uno más. Al sol ardía su piel en cuyo pecho relucían vellos ondulados como los de su cabeza y su mirada era la más atrevida que había visto en mis años de existencia. No era uno más. No lo era.

Me tomó por los brazos y me dijo que huya, me dijo que era la peor opción quedarme junto a él, se confesó el ser más despreciable y más cruel. Me dijo que yo era su víctima perfecta, tan dulce, tan pequeña, tan tierna, y que no quería caer en la tentación (¿por qué no caer?)

Me dijo que su situación era complicada, que ya se encontraba con un compañero con quién compartir la eternidad que lo aguardaba (apreté mis puños fuerte a la altura de sus pantalones cortos y desvié la mirada al verde césped) sentí el calor de su pecho obstruyendo el aire que exhalaban mis narices. Sentí su aroma a flores secas.

Pero aún así no quitó sus ojos de los míos, y de mi cuello, volvió a sonreír y volvió a apretar mis brazos, sé que quería morderme, lo sé. Quédate o vete para siempre, juega o no sabrás qué fue predestinado para nosotros, pensé. Sabía que algunos vampiros tienen la habilidad de leer la mente de los mortales. ¿Pero en qué me convertía ser un eterno niño? ¿Había dejado de ser un mortal ya?

Como sea, estábamos mirándonos bajo el sol y estaba sujetando mis brazos, pidiéndome que huya, que lo deje a solas y que corra, pero él mismo sabía que jamás iba a encontrar tal víctima. Yo era el mejor de los corderos que podía haber encontrado en toda una eternidad, y él era el mejor de los asesinos que podía terminar con tal eterno dolor que me convertía en un muerto en vida. No es fácil ser un niño por siempre. Sé que pudo leer mi mente y los pecados en mí, sé que mientras me miraba a los ojos se sumergió en ellos y descubrió que detrás del niño no había inocencia sino oscuridad y lujuria vacía. Completo vacío en realidad.

Su sonrisa se desvaneció levemente, y lo miré y sonreí esta vez yo, de la misma forma. Supo en ese momento que yo ya estaba enterado de su descubrimiento. Yo no era tan indefenso y tan inocente. En mi haber un tejido de mil hilos de inseguridad y de ira se extendía por mis brazos y apretaba mis dedos. Aún así nunca negué mi situación, indefenso y temeroso, masoquista. No podía caer en mejores manos que del vampiro más cruel y despiadado. Dejó de importarme que tuviese un compañero, de todos modos yo no quería eternidad. Dejó de importarme que quisiera tomar mi corazón y destrozarlo después de haber abusado de mi cuerpo.

Todo dejó de importarme.

En ese momento no creí que fuese uno más, sus rulos se desenvolvían con el viento de la forma en la que cada noche soñé con el más perfecto de los mares en los que me hundía hasta terminar con el eterno cuento. Con los ojos abiertos soñaba. El agua en mis pulmones. Las burbujas elevándose. Y sus ojos dolían tanto como las mil agujas que alguna vez soñé atravesarían mi pecho hasta hacerme caer. Era algo similar.

Ahí se quedó, mirándome. Lo imaginé destrozando mi piel tierna de un zarpazo.
Lo imaginé en toda la crueldad que él mismo había dibujado a su alrededor.
Cerré los ojos y cuando los abrí, ya no estaba más.

No, no era uno más.






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martes, 16 de febrero de 2010

Hoja en blanco

Hoja en blanco
(por Emilio Nicolás)





La gata estaba recostada sobre mi pierna izquierda, no quise molestarla, no quise decirle que debía dejar de escribir y entregarme al sueño. Los ojos me pesaban, mis manos ya dejaban de moverse con la misma agilidad con la que había comenzado a escribir hacía días y días. El cuarto estaba empapelado con bosquejos, intentos, modelos, nada concreto. Líneas y líneas se dibujaban en el suelo, sobre la cama, algunas habían volado por la ventana y colgaban de los árboles del jardín, otras líneas más curvas se habían acurrucado sobre el alto armario (no me pregunto cómo llegaron) y otras no tan curvas estaban cobijando mis pies que colgaban de la silla de roble.

Sobre el escritorio quedaba ya la última hoja de todos los paquetes llenos de hojas blancas que había sobre la mesa aquel día en el que me senté. Una única hoja, totalmente blanca, mirándome, y los lápices gastados, las lapiceras casi sin tinta, los sacapuntas ya sin filo, los dedos temblando. La miré fijo, la miré como pude, pues como dije, mi vista estaba cada vez más nublada, los mareos me dominaban, me mecían despacio, invitándome a dormir. Cerré los ojos y tomé aire, lo vi a él, lo vi a él aquella mañana saliendo y vi sus jeans azul oscuro, siempre amé ese color. Lo vi y me vi, viviendo en la luna, soñando sin detenerme, sabiendo que estrello y estrello y estrello. Lo vi en la luz de la mañana, completamente sumergido en ella, abrigado y con el rostro iluminado. Sus cabellos estaban mojados, ¿de dónde saldría? Lo vi, y ahora que tenía los ojos cerrados, lo vi de nuevo.

Me encontré a mí mismo, corriendo por las calles después de haberlo visto, me vi escapando de no se qué, por las calles, recordando que lo vi, que lo vi con su sonrisa medio chueca, medio inventada, con su mano derecha sosteniendo su morral, que colgaba de costado. Me vi sonriendo hasta a los pájaros que pasaban sobre mi cabeza, me vi descubriendo mi reflejo en el charco de la lluvia que acababa de irse, y me vi mirando el cielo despejándose, las nubes viajando hacia no sé dónde el sol insistiendo en reaparecer. Soy... soy como todos, él nunca lo supo. Nunca supe cómo empezar, por eso ahí estaba yo, con los ojos cerrados, sin poder abrirlos, Morfeo me los tenía agarrados y me miraba enfurecido. Burlo a la noche, burlo a las leyes humanas, burlo a la oscuridad y bailo en ella. “Morfeo, abre mis ojos, me estoy quedando dormido”. Lo veo en todas partes, lo veo saliendo y caminando, admiro hasta el sonido de sus pasos al andar. En realidad no lo admiro a él, admiro lo que él provoca en mí. Porque lo miro y miro todo a mi alrededor, y todo cambia de color. Los edificios se convierten en señores durmientes que respiran tan despacio que sólo cuando lo veo (sólo cuando lo veo) los puedo escuchar. Suspiros y suspiros por toda la ciudad, la respiración emite vientos que me hacen los pelos volar. Me vi viéndolo andar y viendo todo de la forma más anormal, las calles eran ríos y los vehículos eran criaturas marinas enormes que me invitaban a nadar. Me vi girando sobre mí mismo en medio de las calles y los gritos de los transeúntes que se convirtieron en cantos de sirenas al pasar. Fue difícil abrir los ojos, pero de alguna forma sabía que la hoja en blanco seguía ahí, esperándome, y yo estaba escapado de ella. No me importó.

Imaginé los pastos altos y me vi escondiéndome en ellos, para verlo pasar. Las frías gotas del rocío acariciaban mis mejillas. Sonreí. Y recordando que sonreí lo volví a hacer. El peso de la gata me durmió la pierna. Yo estaba quedando dormido en realidad. Abrí los ojos. La paz estaba en el cuarto, las hojas estaban roncando. Desde la ventana los murmullos de la ciudad en la noche me incitaron a recordar que existe otra vida cuando el sol se pone y me asomé para mirar. Las luces que en el día no existen por la noche se hacen notar. Esferas amarillas en medio de la oscuridad, en la otra cuadra y a lo lejos y por donde pueda mirar. Volteé hacia la hoja y la miré reposar. Nada que pueda escribir, nada que pueda dibujar. ¿Qué acaso es esto lo que causa en mí? Tantos colores, tantos matices en mi cabeza y tantas melodías que nadie llegó a escuchar. Sin embargo me siento y lo quiero expresar y nada sale ¡nada!

Tambaleé sobre el marco de la ventana sobre el que me estaba apoyando con ambas manos y me sujeté la cara. Estaba dejándome vencer. Ni una palabra, sólo líneas, líneas que se unían unas con otras y dibujaban un laberinto por todo el cuarto, y por la vereda de casa, por las calles, por los demás edificios y más allá. Caí al suelo sentado. La gata enojada se había acurrucado sobre una hoja en la que estaba dibujado uno de sus ojos. Junté mis manos, miré al ventilador, sobre el que bailaban a su ritmo otras hojas en las que estaban sus rodillas y un par de uñas y algo más. Me quedé hipnotizado por el movimiento, como si un hechizo fuese puesto en práctica automáticamente al mirar. Otra vez estaba ahí, sonriendo en el colectivo en los pocos días que tomó el mismo en el que suelo viajar. Su morral siempre sigue tan negro y sus camisas siempre son a cuadrillé escocés. Sus manos son tan pálidas y su cuerpo un poco más alto que el mío. Me pregunto de dónde vendrá. Me pregunto hacia dónde irá.

Una tarde lo vi en la fuente, tomando agua mineral. Me escondí tras una señora que conversaba sin parar y me quedé mirándolo hasta que dejó el lugar. De nuevo todo tomó un color de forma sobrenatural, el cielo se volvió rosa aquella tarde y del mismo caían gotas verdes, si no recuerdo mal. Ah, del camino amarillo que se formó bajo nuestros pies, que me dio tantas ganas de caminar pero jamás de ir a la dirección que me llevaba a donde estaba él. Abrí los ojos de nuevo, la hoja me esperaba y me empezaba a apurar. Su nombre latía en las paredes de mi habitación, aunque no lo supe, jamás. Las notas de la melodía que en mi cabeza comienza a sonar cuando su rostro se dibuja se hicieron realidad, y flotaban en el aire, tan azules, tan sin gravedad. Me levanté y miré la hoja, miré a la gata que ya estaba completamente dormida. Miré las hojas que comenzaron a elevarse con las notas y empezaron a bailar. ¡Ah, del chico que veo siempre que paso por esa esquina cuando voy a trabajar! Si supiera todo lo que provoca en mí, la forma en la que recarga mi voluntad para soñar. Pero heme aquí, intentando decírselo de alguna forma y llegando a fracasar. La hoja en blanco sigue quieta y me está mirando, y sé que pasarán los minutos, él al pasar, y sé que pasarán las horas, él no me va a saludar, sé que pasarán los días, y la inocencia, sé que pasarán las semanas, la inconciencia, y pasarán los meses, y la hoja en blanco en su lugar seguirá.


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lunes, 8 de febrero de 2010

Movie Scene

Movie Scene
(por Emilio Nicolás)



De todas las mañanas en las que había tomado protagonismo siempre en el mismo lugar, junto a la misma ventana con las mismas rejas y las mismas gotas de rocío sin moverse en el mismo alto, alto pastizal. Esta era una distinta.

No me quise percatar de las ojeras que en ese momento de seguro tenía mi mirada cansada, pero pensé en ese detalle y luego dejé que el pensamiento se vaya, no sé por qué. Y me senté sobre la vereda de un barrio completamente distinto del mío. Mamá estaba lejos, seguramente despertándose para un día más de búsqueda y búsqueda de alguna ruta que tomar con la pequeña y conmigo. Completamente solos.

Pero hoy no estaba con ellas.

Descubrí esa mañana fría que me estaba olvidando de mí y de mi juventud, tantos días intentando crecer me habían agotado y necesitaba un descanso de manera urgente. No sabía bien dónde estaba, sabía que era algún barrio de la capital a muchos, muchos kilómetros de casa. En mi monedero repiqueteaban algunas monedas que no sabía si eran suficientes para volver, lo sostuve y lo agité haciéndolas sonar y pensando en eso mismo, que quizás no tendría con qué volver, pero luego dejé al monedero en el bolsillo de atrás donde descansaba antes y le sonreí levantando la cabeza.

Él vivía cerca, supuestamente, habíamos arribado a aquella parte hacía unos cinco minutos y sin decir una palabra se detuvo, se sentó en la calle completamente aislada y se agarró las puntas de los pies con ambas manos (muy grandes manos, por cierto) no reproché, puesto a que no sabía para qué estaba, simplemente dejaba que me lleve el viento, que me lleve el mar, que me lleve a donde sea. Me senté sobre el cordón de la vereda desde donde sólo podía ver un árbol a cada costado de él y su espalda, con algo de vello asomando a través de su remera blanca. Se sentaba como un niño esperando a su maestra, obediente, fiel a alguna ley superior, él estaba esperando al sol, a que terminase de salir. Cosa nueva para mí, que soy más bien un hijo de la noche que del alba, pero me dijo Buenas mañanas y las palabras quedaron resonando en mi cabeza. ¿Qué significaba tener una buena mañana? La escena lo justificaba: estaba él, conmigo pero sin estar conmigo, mirando a las nubes que despacio se movían alejándose y llevándose consigo la tormenta, mientras en un agua como de mar, anaranjada, medio rosa se preparaba a hacer asomar al sol. Él estaba ausente aunque presente, pero yo sabía que si me levantaba y me iba, lo iba a notar, por lo que me preocupé por quedarme, quedarme y nada más.

Dejé de pensar en el monedero, dejé de preocuparme por cómo me las ingeniaría para volver a mi cama, dejé de depender de mi puerta, de mis ropas y de mi cama, dejé de depender y me convertí en un hijo del planeta. Las calles eran mi casa, mis pies eran mi transporte y mi cabeza era mi gasolina. Cerré los ojos, lo supe delante mío, los cerré pero con miedo a abrirlos y no verlo más. Los abrí y él estaba en paz. Me concentré en sus cabello negros, algo enrulados, con un corte tan disparejo, tan extraño. Su aroma a vino y flores. Y su piel tan pálida (piel pálida, vellos negros, ¡Ah! podría morir extasiado)

Quiero sus manos grandes, pensé, pero no son mías, no lo son, ahora mismo soy presa de él, y él lo sabe. Siempre, en una relación de dos, no es fácil que haya equilibrio, siempre uno se subordina a otro, de alguna u otra forma, y yo ahora estaba completamente dispuesto a sus pies, a sus caprichos, a sus órdenes. Él era conciente. Pudo correr lejos y dejarme solo, solo en medio de la ciudad, llorando por un camino para volver, a su vez que mi madre hacía lo mismo, a muchos, muchos kilómetros de casa. Recordé su abrazo. Recordé el momento en que lo conocí.

Esperá que me arreglo, ansié decirle, estaba muy transpirado y con el cuerpo tan pegajoso. La situación no fue la mejor, no no... desée encerrarme en una burbuja que me dejase como nuevo y que luego explote para reaparecer yo, al menos un escalón más arriba, ya que él también estaba con el cuerpo mojado de transpiración. No recuerdo de qué me habló esa noche, recuerdo la palabra recital, y recuerdo a su supuesto dueño (¿es esa la palabra para alguien tan libre?), y me recuerdo alejándome para verlo de lejos. También me recuerdo viviendo situaciones como esas una y otra vez, y recuerdo a Ariel diciéndome que siempre seré un eterno adolescente afligido, persiguiendo lo que sé que me va a costar. Entonces siempre termina igual, me rindo.

¡Qué sabio, mi hermano!

Ahora la situación estaba algo revertida, esta vez era yo quien estaba con él (pero ¿en condición de qué?) y ahora yo estaba un escalón arriba de él (de todos modos siempre me sentí abajo) Y su mirada, que siempre fue lo que más me atrajo de él, esquivaba la mía cada tanto, mientras soplaba aire presionando sus rechonchos labios, como si supiese que está jugando conmigo y una fuerza estuviese empujándolo a arrepentirse. No le hables si sabes que esperará de tí palabras que jamás vas a decir. Y ahí es cuando suspiraba culposo. ¡Ay, de existir esas voces! En fin, un poco de culpa la tenía yo, el masoquista que estaba dejando a un lado su siempre cuidado orgullo para perderse en la ciudad con un completo extraño. Los edificios, aún así, habían quedado a lo lejos, pero las casas eran tan altas que junto a mi pequeño pueblo parecía realmente una ciudad. No me sentí parte de eso, pero me agradó la idea de sentirme un intruso.

Algún que otro auto atravesaba la calle, pero a él no le importaba quedarse ahí. Recordé a alguien que una vez me dijo: sos demasiado especial como para compartirte con alguien, hoy es tan facil no estar solo, agarras a alguien que te atraiga físicamente y que no tenga nada interesante que decir, mientras puedan compartir un par de cosas y mientras esté a tu disposición no hay más de qué quejarse, es fácil tener novio. Recordé al mío, ¿qué estaría haciendo en este momento? No quise saberlo, todo se había vuelto tan banal con él, la comunicación de a poco desaparecía, los temas de conversación desaparecían, él seguía ahí para mí, pero mi sed de más crecía y crecía. Entonces sus palabras de nuevo, demasiado especial para compartirte con alguien, demasiado pretencioso, diría yo, demasiado inconformista, quizás, o tal vez soy yo el que cree que es demasiado y soy tan común como (o más que) los demás, quizás. Algo malo ocurre conmigo, nada me parece suficiente, nada me lleva a alcanzar la paz. Me encuentro ahí, esperando a que se dé vuelta y que me invite a algún lado a desayunar pero no se mueve de su sitio, tan confiado de saber que se volteará y que me va a encontrar. Soy un perseguidor de lo que sé que no puedo alcanzar. Me causo gracia a mí mismo, me río y le rompo el silencio que con tanto esmero se dedicó a armar, en mis narices a armar. Pobre de él que no sabe que soy un parlante dispuesto a gritar, ¡Ay, del mar! ¡quiero el mar!

Se puso de pie, al fin, y me miró, con esa misma sonrisa medio chueca (esa sonrisa que te hace pensar: la tiene clara, sabe lo que hace, sabe lo que pensás) y la mirada tan segura. Lo ví como el humano más bello de todos, como el hombre más perfecto ahora y acá. No sé si había más, pero hasta sus regordetas piernas asomando de sus pantalones cortos me parecían sensacionales. La calle se bifurcaba justo donde estábamos nosotros parados. pero a nuestras espaldas había un camino más, uno que iba directo hacia abajo en picada, a una calle que desconozco, realmente.

Pasó por donde estaba yo, obligándome a darme vuelta para vigilar qué iba a hacer ahora. Se puso en medio de la calle, esa que iba hacia abajo y se echó a correr. Me quedé parado mirándolo y caminé en dirección hacia donde estaba él. Recordé mis pies planos, cansados y algo viejos y cuando había hecho ya unas cuadras me lancé (soy algo lento para decidir, sí)
Al principio corrí vagamente, los pies me dolían, no había forma de que inmediatamente tomase la velocidad que él, pese a su gran cuerpo, era capaz de manipular. Sentía a las monedas chillando en mi bolsillo y tuve miedo de perderlas, luego no lo sentí más (al miedo -a las monedas sí, hasta el final-) Corrí y corrí como nunca, recordé las clases de educación física en mi infancia, esas que tanto me hacían sentir mal. Pero al ver su espalda cada vez más cerca de mi vista, su espalda transpirada, velluda e inquieta, me motivaba a avanzar, a aumentar más y más la velocidad.

Quería alcanzarlo, no quería ser uno más, vaya uno a saber cuántos chicos tenía a sus pies, queriéndolo alcanzar, yo no era uno más, no no, no en vano me dijeron que era especial, que no pretendía lo mismo que los otros con la misma facilidad. Vas a ver, te voy a alcanzar.

Tropecé en medio de la calle y caí y comencé a rodar, pero él no se detuvo, me golpée una rodilla como hacía años no lo hacía y me sentí vivo de nuevo. Me levanté en cuestión de segundos y corrí y corrí una vez más, las piernas me ardían, las sentía hecho fuego mismo doliendo, haciendo explotar la sangre adentro y por explotar, pero sin detenerme jamás. ¿Qué me importaba? ahora sólo estaba él, él y nadie más. Me volví a sentir vivo, vivo y libre, corriendo en una calle que desconocía, a muchos, muchos kilómetros de casa, arriba mío el cielo era una pintura modeviza de nubes que corrían conmigo a la par, y el aire de la mañana era más fresco de lo que podía recordar. Bebí un poco de ese aire como si fuese agua de mar (qué tonto yo, no sabía que esa agua no se puede tomar) y pegué un salto para adelantarme más y más. Los pulmones estaban por estallarme y el corazón no podía latir a mayor velocidad, nunca lo había hecho trabajar tanto, estaba jugando con los límites, estaba a punto de despegar.

¡Ah, volar!

Comencé a reír como un niño al mismo tiempo que lograba alcanzarlo. Pude ver sus nalgas presionándose mientras daba pasos agigantados, y sus brazos, firmes, moviéndose hacia adelante y hacia atrás con los puños cerrados. Pude ver su cintura firme, sosteniendo el resto de su torso y pude ver su espalda transpirada, su mirada fija en la nada y su gesto de preocupación por querer llegar (aunque de seguro él no sabía a dónde quería llegar) Por fin quedó atrás, quedó atrás corriendo y yo estaba adelante, adelante de él y de nadie más. Me sentí libre de nuevo, nada me podía atar, o sí. Seguí corriendo y me sentí como él, libre, vivo, sin ataduras, obligando a alguien a pretenderme alcanzar. Me sentí mal.

Me detuve en medio de la calle hasta que él me alcanzó, y siguió corriendo, y corrió más, y más, y más. De pronto se convirtió en una figura lejos, lejos en el horizonte, corriendo sin ir a algún lugar. Desapareció. Me sentí mal. Agradecí el momento de libertad. Pero no agradecí a él, él fue un instrumento y nada más. El universo conspiró para que se llevase a cabo la situación. Él era un egoísta, un amante de su propia libertad. Y yo era uno más. O al menos eso creo. No, yo no era eso. Porque aprecié ese momento sin cadenas desde el principio hasta el final. Pero me quedé mirando al horizonte, esperando a que se diera vuelta y a que vuelva por mí. Nunca más.

Me senté en la vereda, agitado, con el pecho a punto de salirse por mis poros y con grandes gotas de sudor cayéndome por la frente. El calor se me pegaba a la sangre. Tenía el pelo mojado, la cara roja, el corazón latiéndome frenéticamente y me reí (porque en las mismas condiciones estaba cuando lo conocí) ¡Qué irónico! Miré a mi izquierda una, dos, trescientas veces esperando a verlo volver por mí, al menos a acompañarme a alguna terminal. Nunca apareció. Me reí.

No, yo disfruté de ese momento de libertad. No. Pero no, no iba a contradecirme, estuve todo el tiempo esperando algo de él que confiaba que lo iba a obtener. Me reí una vez más. Afortunadamente el monedero seguía en su lugar. Era cuestión de preguntar y de llamar a algún conocido que me pudiese ayudar. El sol ya había salido. Había desaparecido ese mar. Miré por encima de las nubes y me pregunté si había alguien, en algún lugar, que sea igual a él, pero que en lugar de irse y dejarme solo, corriendo, volviese por mí y me invitase a desayunar. Faltaba para conocer la respuesta. Ahora alcanzaba con volver a casa, con pocas monedas, para ayudar a mamá.



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jueves, 4 de febrero de 2010

Dijo el Vampiro

Dijo el vampiro
(por Emilio Nicolás)




Escapémonos, escapémos entonces, dijo el vampiro.

El azul de sus ojos se hizo más y más celeste mientras de sus labios asomaban filosas sus filas de dientes.
Una expresión entre peligrosa y sensual, que me producía escalofríos y a su vez me hacía ebullir la sangre me hizo sonrojar y lo miré, y me miró, y mi mano derecha apretó mi antebrazo izquierdo y de inmediato mis ojos se fueron al suelo.

Escapémonos, si no crees que puedas con esto vámonos, dijo el vampiro.

Un ráfaga de pocos segundos le siguió al instante que cayaron sus palabras. Algunas hojas algo secas, algo verdes pasaron por en medio de ambos. Miré al cielo negro.
Entre nosotros los edificios viejos de una ciudad que estaba durmiendo. Pocos autos asomaban por las calles de piedra, las ventanas estaban cerradas y los perros en silencio.

Escapémonos, no lo pienses más, yo tampoco puedo con esto, dijo el vampiro con tanto miedo.

Volví a ver sus ojos, ahora casi blancos, que me dejaron tieso. Me miraba tan triste, pero tan decidido, tan enamorado. ¿Lo estaba yo también?
Me mordí el labio de abajo y me pregunté si de tener colmillos me haría daño a mí mismo. Todo quedaría decidido después de que yo hable, pero no podía oír más que el rugido del viento, que se volvía más y más violento, y su respiración tan agitada, de nuevo con pavor por desconocer lo que siento.

Y es que mi garganta estaba seca, mientras que la suya estaba sedienta. Me miré las zapatillas llenas de barro, había llovido toda la noche y enseguida busqué charcos de agua en el parque al costado de la calle, bajo los árboles, pequeños claros, lagunas para insectos, quería sumergirme en ese mismo momento.

No me hagas esperar, vení conmigo, empecemos de nuevo, dijo el vampiro.

Y una lágrima de sangre le corrió por la mejilla, otra incolora por la mía, y quise abrazarlo y fundir ambas gotas en un mismo líquido casi rosado, pero no podía.
Si lo abrazaba era decir que sí, dejar todo atrás, dejar a mi amiga...

Se conocieron hace pocos años, quién sabe dónde, quién sabe cómo, se conocieron hace un par de años.
Desde entonces ella tan alegre venía a tomar el té conmigo y con las muñecas que a las cinco en punto cobran vida.
Ambos nos quedábamos maravillados, viéndolas salir de las estanterías, y sentarse cada una en el mismo lugar cada día.
Entonces charlábamos mientras ellas revoleaban los ojos, de un lado a otro, desde el living hasta la cocina. No bebían de sus tazas, no lo necesitaban, sólo querían escuchar nuestras historias y nuestras risas.
Entonces, por aquellos días, no habría otro tema de conversación que el del jóven pálido que la visitaba cada vez que el sol se escondía.
Le dije que me parecía raro, que un ser común haga ese tipo de visitas. La muñeca de pelo negro me miró tan afligida, como si supiese más de lo que nuestras pobres mentes conocían.
Pero ella tan feliz no hacía caso omiso a mis advertencias. Ella sólo esperaba a que la luna asome redonda y amarilla para abrir la ventana de su cuarto y verlo arriba del árbol penetrar adentro hacia su cama.

Le hacía el amor como ninguno, de la forma más salvaje, de la forma más extraña. Se movían como dos serpientes, al ritmo de la más desconocida melodía que salía de una invisible flauta. Y siempre que podía, daba mordiscones a su cuello, pero sin abrirlo, ella decía.

Vamonos, ¿en qué estás pensando? está por asomar el día, me dijo el vampiro.

Volví a mirar a la casa de la que ella siempre salía, para venir a la mía, para contarme de su romance con alegría.
Las cartas que se escribían las desplegábamos sobre la mesa, y las leíamos una y mil veces hasta terminar tirados en la cama los dos sonrientes. Por fin mi amiga, tan inocente, tan pura, tan bella, tenía lo que quería.

¿Pero quién era este extraño ser, que sólo por las noches se daba a conocer? Imaginé una piel pálida por el sol no ver e imaginé ojos azules como el mar retorciéndose al moverse, mirando de la misma forma en la que miraba yo a la gente.
Imaginé al antisocial que en mis sueños dibujaba mi mente, con nariz algo pequeña y altura prominente. Lo imaginé vestido de negro acechando como depredador, acercándose sigilosamente.
Lo imaginé tocando el violín sobre la terraza de algún mausoleo y no tocando el piano como ella solía hacerlo. Lo imaginé vistiendo de seda y no de terciopelo como ella solía hacerlo.
Por lo que ella me contaba, era mi hombre perfecto, no era el suyo, y lamenté no poder conocerlo.
Pero claro, estas palabras las cargaría conmigo hasta después de muerto, cuando mi espíritu errante se le aparezca en sueños y se lo cuente llorando para tener un consuelo.

Pero no fue hasta que lo crucé en una noche de desvelo, en la que salí a caminar por las calles a comprobar si las estatuas cobran vida mientras todos están durmiendo.
Lo ví parado frente a la casa, mirando a la ventana algo desganado, como si de sus rulos amarillos ya estuviese cansado y quisiera otro corazón que hechizar hasta tenerlo bajo sus pies, a la tierra que pisa besando.

Se dio vuelta y sus ojos chocaron con los míos, su sonrisa traviesa se tornó una mueca seria y en menos de un segundo sobre mí se había avalanzado.
Fue amor, sí, amor de alguna otra vida, que ahora volvía como un trueno. Sé que lo conocí, sé que al escuchar esas palabras de ella a un conocido estaba recordando. Estaba de nuevo junto a él. ¿Dónde lo había encontrado?

No lo sé, y él tampoco, no hubo más que decir después de entonces. Estaba traicionando a mi hermana y él estaba a punto de convertirme en uno más de sus hermanos.
Ganaría o perdería, estaba todo en mis manos.

Escapémonos, escapémonos entonces, dijo el vampiro, deja de pensar, ¿nos vamos?


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