viernes, 23 de agosto de 2013

La loba y la máscara trágica

La loba y la máscara trágica
(por Emilio Nicolás)





- Juraría que me dijiste una vez que no fumabas.

- No sé de dónde sacaste eso, seguro algún otro te lo dijo.

Así me dijo con media boca sujetando el cigarrillo y con la otra libre para dirigirme esas palabras lanzando pequeñas nubes grises un tanto desdeñosas hacia arriba. El pobre no sabía que su costado débil estaba abriéndose como una costra de pegamento avejentado justo frente a mis narices, mientras descuidaba su lado rudo, reteniendo el cigarrillo que tanto se preocupaba por sostener.

- De todos modos, siempre te vi cara de fumador.

- ¿Y cómo es una cara de fumador?

- Qué se yo, te veo cara de fumador.

La habitación estaba tan oscura como silenciada. Siempre supe que no es igual lo silencioso que lo silenciado. Tenía ganas de quedarme, a pesar del espacio cerrado y pequeño, de las humaredas arriba, en una atmósfera que parecía tener un segundo techo de nubes que bajaban cada vez más y más pretendiendo cubrirnos, pretendiendo ahogarnos. No sé por qué se lo dije, supongo que me impulsó la intrepidez de querer romper con sus reglas, de pretender hacerle notar que por muy tosco que siempre se haya mostrado conmigo, por muy prepotente, gritón o dictador de las leyes de la relación (que nos unía entonces) pretendiese ser, yo siempre estaba atento a sus costados más débiles que me mantenían ahí firme y me hacían pensar que de algún modo u otro, él dependía de mí tanto como yo dependía de él.

- ¿Y qué te quedás pensando, que no decís nada?

- Pensé que no tenías ganas de hablar.

- Qué se yo, decí algo.

Ahí estaba una vez más. Podía expresar mi incomodidad y marcharme, pero aquello lo destrozaría. La ventana, es decir, la persiana estaba cerrada por completo. Afuera el mundo seguía su curso y parecía ser que él no tenía ganas de criticarlo hoy. No se asomó a hablar mal de las pequeñas hormigas moviéndose hacia un lado y otro abajo. Se quedó fumando, con las rodillas desnudas y todavía algo enrojecidas, asomando de entre las sábanas. Con los pies fríos reposando sobre el suelo. Con el codo apoyado en una entrepierna y la mirada puesta en el cigarrillo. Aquello lo hacía ver un poco bizco, tonto, pero fascinante. Su nariz también estaba algo rosada, rígida, y sus cejas se ennegrecían aún más con la luz tenue. Parecía un dios que detestaba serlo.

- No me gusta cuando me piden que diga algo, es como forzar una situación – lancé - 

- ¿Y no es lo que venimos haciendo desde hace años?

- No lo había pensado de esa forma.

- ¿Qué te trae entonces?

- No sé.

- Si no sabés ¿Por qué lo hacés?

Apagó el cigarrillo, que al parecer, estrelló su extremidad con alguna gota de cerveza derramada sobre la mesa de luz. El sonido de extinción sabía simular un opaco trueno a lo lejos que anticipa el avecinamiento de un fuerte temporal. Lo noté en sus ojos, ahora inquietos, en sus cejas cada vez más duras, a punto de estallar. 

Las nubes de tabaco se revolvían bajo el techo, sobre nuestras cabezas. Formaban espirales que se batían cada vez más  rápido y murmuraban gravemente. Levanté la cabeza y pude sentir el aroma a lluvia, no sobre el cielo, sino sobre nosotros, dentro de la habitación.

- ¿Qué mirás el techo? ¿Hay algo?

- No, no - reí -

- ¿Y qué te causa gracia? ¿Te pregunté por qué lo hacés?

No esperaba que se quitase la piel justo en este preciso momento. Es decir, lo sabía un cachorro solitario con disfraz de loba mostrando sus fauces. Pero ¿A qué punto habría llegado en su mundo interior para decidir, casi sin saberlo, quitarse la máscara por completo delante de mí, que siempre estuve a sus órdenes simulando creer en él como su vivo personaje?

Es posible que mi máscara también se me haya salido...








miércoles, 21 de agosto de 2013

Big Bang


Big bang
(por Emilio Nicolás)





Con la camisa todavía abierta, como si a propósito no quisiese abrocharla en lugar de parecer que simplemente se había olvidado de hacerlo, se acercó a la ventana y sin mirar hacia ella encendió uno de esos cigarrillos fuertes que hacen que la marca de los que fumo luzca como la de unos chupetines. 

Cuando el fuego del fósforo lo hubo encendido mientras lo sostenía firmemente entre sus labios gruesos, con los ojos atentos al extremo, de un sacudón hizo extinguir la llama. Guardó el fósforo apagado en la cajita. Lo vi, bien negro, desaparecer entre los demás. Bien pudo pedirme fuego, pero al parecer prefirió acercarse hasta la mesa de luz donde se hallaban sus pertenencias, incluida la cajita, incluidos los cigarrillos.

Levantó la mirada para dirigir su atención a lo que sea que estuviese del otro lado de la ventana. No recuerdo bien haberme asomado alguna vez por aquel hueco, pero, haciendo uso de sentido común, desde un cuarto piso supongo que puede verse a gran parte de la ciudad moviéndose continuamente, quizás como una acuarela de diferentes colores mezclados (pero incapaces de fundirse) que no terminan de secarse y se escurren para un lugar y para otro, serpenteantes. 

El sol pegaba directo en su barba de dos días y la encendía igual que a su cigarrillo. Naranja. Parecía que la misma luz naciese del fulgor de sus ojos disgustados, dirigidos al resto del mundo, encendiese su rostro entero y avanzara lenta y disimuladamente descendiendo por su cuello algo velludo, para explotar en su pecho apretado, sembrado de cientos de enrulados y revueltos rayos luminosos (o iluminados) dirigidos a diestra y siniestra.

De aquel busto macizo la llamarada continuaba su camino. Bajaba, tomando la forma de una serpiente prendida fuego que se tambaleaba enérgicamente y se bifurcaba al encontrar el ombligo, convirtiéndose ahora en una de dos cabezas que volvían a unirse después de atravesarlo. 

Junto con las otras estrellas, sus millones y casi imperceptibles pecas rojas esparcidas por todo el torso, parecían formar una galaxia que estaba naciendo a partir de alguna explosión. 

Todo parecía culminar en una detonación superior, mucho mayor que las que le precedían, una que constaba de miles de rayos gruesos, duros, rebeldes, que se dirigían hacia todos sitios y que se revolvían unos con otros y que eran tantos, que parecían una sola llama, un solo cuerpo ardiendo, contorsionándose sobre sí mismo, luchando por llegar bien alto. La melena de un león al sol del mediodía. 

Pero todo estaba cubierto por el minúsculo calzoncillo que lo dejaba todo en un misterio que, si bien pude haber resuelto minutos atrás, probablemente no había prestado atención entonces a aquello. 

Me quedé contemplando los restos de aquella gran explosión, aquel espléndido espectáculo que me perdí por culpa de sus calzones. Al parecer, la gran ira escondida se apaciguaba en una fina lluvia de hilos dorados que comenzaba  a vislumbrarse por los extremos inferiores de su ropa interior, que parecía un gran colador por el que el fulgor descendía por ambas piernas, ambas iluminadas en la parte superior, pero con una luz que comenzaba a opacarse a medida que se bajaba la mirada. La fina llovizna dorada resaltaba entre el negro que aparecía de a poco, como garras ensombrecidas que lo devoraban desde abajo, arañando el cuerpo, hasta que terminaba por consumirlo todo en dos pies oscurecidos, incapaces de contemplar. 

- ¿Qué me mirás así, como un pelotudo?

Me di cuenta de que tenía la boca abierta. Subí de inmediato, como rebobinando toda la revolución universal hasta volver a su inicio, sus ojos, que seguían tan furiosos como al principio. Me dirigió una mirada fría, que contrastaba por completo con el fuego de su mirada. Y con el fervor de sus cejas, severas. Aquella tristeza, aquel fuego, aquella barrera.

Creo que no pasaron más de dos minutos y ya estaba abajo, justo en medio del cuadro de acuarelas. Mis colores eran fríos, celestes, violetas. Miré hacia la ventana arriba y ahí estaba  aún su fulgor enardecido, apuntando, tan vivo como muerto.





martes, 6 de agosto de 2013

Ella sale del laberinto






Ella sale del laberinto
(por Emilio Nicolás)




De modo que, si nos metíamos en su cabeza en ese preciso instante de ese mismo día de ese mes y año, lo único que hubiera podido vislumbrarse como método de redención de lo que consideraba el laberíntico espacio (y tiempo) sobre el que, desde que tenía memoria, estaba parada, quizás detenida, quizás moviéndose sin sentido, era eso. 

Y no sé los demás, pero yo lo hubiera justificado y hasta hubiera tomado la misma medida. Uno sabe que, a fin de cuentas, la verdadera libertad está en el propio espíritu, nunca compartido, nunca comparado con ningún otro. La libertad en la locura individual, personal, en soledad.

Y ella lo sabía mejor que nadie, mejor que cualquiera de nosotros. Y miró alrededor la cantidad de imaginarios ladrillos superpuestos a los de concreto, que se apilaban uno sobre otro en los cuatro muros que la mantenían cautiva. Ni una sola ventana. Pilares, uno junto a otro,  de gruesos y pesados libros que habían sido su única compañía y acaso los responsables del resultado de su incomprensible inteligencia, al punto de que, si era incapaz de comprender sus propios pensamientos puramente abstractos ¿Quién más lo haría? Puede que el conocimiento que la había alimentado desde que tenía memoria haya resultado no solo la llave para la clave de muchas preguntas que pocos humanos son capaces de cuestionar, sino acaso también un camino angosto que ella sola habría de recorrer. Y nadie más.

Yo también pienso igual, pienso que mientras más libertad uno ambiciona, más soledad encuentra. Es un precio que hay que pagar. ¿Acaso la perfección existe? La búsqueda del equilibrio resulta de una anomalía, un desperfecto, una carencia que se busca solventar, pero que, alguien como ella, con el conocimiento que poseía, era capaz de abstraerse de la misma búsqueda por un instante para detenerse y concluir que ese mismo proceso resultaba el sentido. De terminarse la expedición, ya no habría objetivo y la única opción, antes que la de zambullirse en el aburrimiento de los conformistas alienados, o de los inventores de necesidades banales, era la de entregarse a los brazos de la irremediable muerte.

De modo que, si nos metíamos en su cabeza en ese preciso instante de ese mismo día de ese mes y año, lo único que hubiera podido divisarse como método de redención de lo que consideraba el laberíntico espacio (y tiempo) sobre el que, desde que tenía memoria, estaba parada, era ese. Ese mismo. 

Miró a su alrededor. La madre tenía los codos apoyados sobre la mesa. Tenía el presentimiento de que los estaba presionando contra el frío roble. Estaban rosados. Sus manos envolvían la caliente taza que contenía el café. La mujer miraba el líquido, arrugando la frente, y sin quitar los ojos del negruzco brebaje, como poseída por remolinos que la revolvían más y más adentro. Su padre no estaba, ni siquiera sabía dónde.

La ventana estaba abierta y las cortinas ondulaban con el viento, se mecían suavemente, formando figuras encorvadas, danzantes. 

De pronto se movieron con más fuerza, como apuradas, como impacientes. Ella subió a su cuarto.

No pensó más. De tanto que había pensado, se había metido en ese laberinto de duros muros que nadie era capaz de atravesar. De modo que, si hubiésemos llegado justo a tiempo para meternos en su cabeza en ese preciso momento, hubiésemos podido conocer su plan, incrustado en su enredada mente durante un simple segundo. 

O acaso el misterio de cómo llevarlo a cabo.

Cerró los ojos y presionó sus manos, una contra otra, formando un hueco entre palma y palma, como si sostuviese algo. Las cortinas de la ventana ya dejaban de danzar, ahora tironeaban arrebatadamente hacia todas las direcciones, pretendiendo arrancarse de las argollas que las sujetaban, como si manos invisibles tirasen de ellas. 

La madre subió al cuarto, a paso lento, preguntando desganada qué era aquel estruendo.

No la halló en el cuarto.






La culpa es de la bruja



La culpa es de la bruja
(por Emilio Nicolás)




Puede sonar un poco inmaduro, pero es acertado. Estoy en condiciones de echar toda la culpa a esa brujita de metal que llevo en la cartuchera grande antigua
.
Podría culpar al oso de felpa que compramos en un día impar de un mes impar a una hora impar, pero no. El oso no es. Aún cuando sonríe malévolamente cada vez que alguno de los dos se enoja con el otro.

Podría culpar también a la maldición familiar que todos llevamos a cuestas. Todos y cada uno de los miembros. Es como si la reconociéramos sobre nuestros hombros y nuestras miserias se saludasen cuales dos viejas conocidas cada vez que una hace presencia frente a la miseria del otro.

Pero no, no. He sabido llevar la mía con tal orgullo, que creo que se ha cansado de  tentar mi paciencia.

Podría culpar a la maldición de tu familia, vestida con las sábanas blancas de una imitación burda y poco vivaz (qué irónico) de un fatigado y sumiso en patetismo Sir Simon. Pero creo que, con todo este tiempo que me ha visto dormir bajo los techos que cubrieron el vapor de su sangre, se ha acostumbrado al nuevo rostro, uno de seguro bastante familiar (o acogedoramente acoplado, si no) por el que, hasta me atrevería a decir que podría sentir pena, razón por la cual no se atrevería a cometer acto alguno en mi (o nuestra) contra.

Y casi podría culpar a tu pesimismo constante, que vomita y alimenta al mío en una simbiosis interminable de lamentos y frustraciones que ahora mismo hacen que mi espalda se quiebre en varios pedazos. Pero no.

Es esa brujita de chapa, con no sé cuántas inscripciones jeroglíficas atrás, que mi vieja compró para la “buena suerte” a alguna revista de esas que miran las mujeres para encontrar alguna necesidad con dejos místicos, en las peluquerías o confiterías anticuadas, ya sabés.

Cuando me la obsequió yo era adolescente y todo me salía mal (o quizás todo me salía mal porque era adolescente) y ni bien un día de rabia la miré, con su diente salido y el flequillo tapando esa vil mirada que goza del mal ajeno, la hice desaparecer.

¿Por qué se me dio por revisar a fondo mi cuarto, encontrarla y meterla en la cartuchera que llevo conmigo a todos lados? Puede sonar inmaduro, pero es acertado. La culpa es de la bruja