domingo, 20 de diciembre de 2009

Esta mañana creció una azucena en la vereda de casa

Esta mañana creció una azucena en la vereda de casa
(por Emilio Nicolás)




Tenía el mismo color. Lo tenía. El mismo graffiti en la misma pared el mismo fin de semana mirándolo por la misma ventanilla. No podía decir lo mismo del vehículo, la verdad es que no llevo la cuenta de dónde me subo y de quién es el que conduce. Y pensar que en algún punto mi vida depende de él, pero se supone está calificado para llevarme a mí y a tantos más pese a la humedad de la mañana y al calor (sé que no tiene coherencia lo que digo) Algunas gotas cayeron cuando estaba comenzando a subirme y puse el pie en el primer escalón. Miré al cielo completamente gris y me metí del todo.

Y entonces una vez más el lugar parecía tener mi nombre escrito en uno de sus cojines. siempre el mismo. En el lapso de uno o dos segundos hasta que me siento encontré una gorda edición de obras completas de Edgar Allan Poe siendo leída por un joven, bastante atractivo, por cierto, con un camisa blanca cubriéndole el torso y con la mirada clavada en cada una de las letras, deslizándose entre ellas una por una sin despegarse de su recorrido. Sonreí. Y sí, con un poco de esperanzas creí que me miraría notando mi llamado con los ojos, pero estaba tan concentrado que apenas llegó a notar que había alguien junto a él.

Sin embargo el recorrido parece cambiar a medida que lo transito, me refiero a... todos los recorridos que hago, que son iguales, pero en días distintos... bueno no, son el mismo día, sábado, pero no un mismo sábado, espero estar explicándome bien.

No lo estoy haciendo.

Entre sábado y sábado esa sensación acrecienta más y más. ¿De qué manera puedo explicarla? No encuentro ahora mismo una suseción de palabras que sepan definirla correctamente, sólo puedo decir que las casas no eran las mismas, los negocios tampoco, ni los árboles. El graffiti... yo pensé que sí, que era el mismo, pero estaba mintiéndome aquella vez.

Estaba hecho de una figura rosada en una esquina vaya uno a saber dónde, y la figura tenía grandes ojos rosados y expresión perdida. Aún así con la más ingenua de las miradas yo sabía que estaba burlándose de mí, lo sabía. Es esa la sensación que tengo con cada viaje, me siento más y más satirizado, me siento objeto de burlas, motivo de risas, esa es la sensación.

Entonces cuando lo descubrí después de ver la inocente expresión de ese bicho chillando en mi cara me recliné sobre el asiento y con los dedos toqué la ventanilla, desafiando a su presencia. ¿Para qué escapar de él? Así iba a suceder cada fin de semana, y no me es fácil ignorar sus ojos tan grandes buscándome al pasar.

Miré mis zapatillas manchadas y aún no había retirado los dedos del vidrio. La criatura esa ya no estaba más, había quedado atrás, pero la desesperación había llegado en su lugar y me oprimía el pecho tan fuerte que me obligó a doblar los dedos y a acercar el rostro a la ventanilla. Me mordí el labio inferior y pretendí escapar, como si el vehículo entero estuviese por explotar. Pero no tenía sentido, ¿de qué iba a servir?

Una y otra vez con los pies cansados, la mirada perdida, los reflejos muertos y Morfeo dando vueltas a mi alrededor volvería a pasar semana tras semana. El mismo vehículo o no, con el mismo chofer o no, con el mismo asiento, eso sí, y con el mismo graffiti riéndose, y las mismas casas y la misma sensación. Árboles bailando y riendo.

El asiento para uno, mis labios cerrados, mis pensamientos hablando por mí y mis ojos yendo de un lado para el otro. ¿Qué caso tenía si miraba para otro lado? ¿si cerraba mis ojos? Seguramente podría escucharlo hablar a mis espaldas aunque ya me hubiese alejado de él. ¿Y tendría que saltar por la ventana de mi casa también? La misma me espera cada fin de semana respirando por la puerta con una nube de vapor caliente que me da la bienvenida al infierno. Y hará tanto calor que, en medio del silencio una vez más me veré arrastrando los pies hasta la ducha y allí seguramente sujetaré mis rodillas actuando para un público invisible.

No, no tiene sentido, es lo mismo, la libertad corre por mis venas y se pierde por cada una de mis heridas y fluye y no deja de fluír, es tanta que no puedo con ella, y porque me la han dibujado de tal forma que la relaciono con la soledad. Libertad, soledad, soledad, libertad. No, no es lo mismo. ¿Qué hice mal entonces?

El graffiti ya se fue, debería pensar en otra cosa.

Esta mañana creció una azucena en la vereda de casa.




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domingo, 6 de diciembre de 2009

Rojo, como el mar

Rojo, como el mar
(por Emilio Nicolás)




Nunca pensé que quienes vivían en las grandes urbes tenían peores problemas que los nuestros. Pensamiento un poco ingenuo e ignorante, el mío, pero debo reconocer que bajo las condiciones en las que vivíamos cualquiera que pudiese caminar por una calle empedrada para mí ya era un Dios entre las nubes. Nosotros estábamos acostumbrados a tener los pies pintados de tierra y las manos con olor a frambuesa, cuando llovía nos manejábamos con canoas hechas con los árboles que nos amuraban y no faltaban animales más grandes y pesados que nuestros cuerpos en los jardines (en la ciudad no vi un solo jardín, qué extraño). Como sea, esa misma tarde comprobé que había alguien aún más atrapado que nosotros, que creíamos que nos habían sacado de nuestras celdas para explorar las maravillas de la libre y ociosa burguesía.

Y es que realmente caminábamos como niños, señalando las grandes torres con relojes y los techos de teja, los vestidos caros y los zapatos brillantes. Yo apenas tenía unos pantalones cortos, boina, camisa grisácea (por el polvo) y estaba descalzo, por supuesto. Me perdí del grupo y con las pocas monedas de oro que tenía (y que nadie me pregunte cómo las conseguí) compré unas barras de chocolate. Sacrilegio como ese no me iban a perdonar, pero preferí objetar más tarde que se me habían caído a lo largo del viaje en carreta (tampoco me perdonarían eso, ¿pero qué más podrían hacer? de seguro volverían por el camino a buscarlas, lo que me daría más tiempo a estirar los brazos al cielo azul). Y me perdí entre los puestos y madres con sus hijos amamantando en plena calle, entre los perros bien entrenados y atrayentes (como los jóvenes uno más bello que el otro).

Nadie parecía asombrado con nuestra presencia y en ningún momento me sentí distinto, porque directamente nos ignoraban. A lo alto veía rostros con sus miradas firmes al derecho, marchando como soldados dirigiéndose a sus quehaceres rutinarios y ninguno se detenía a mirar hacia abajo, donde estaba yo con mis barras de chocolate, (debilidad que, confieso, me podría llevar hasta a matar) esperando a que alguien se digne a cruzar unas palabras con este extranjero de cuerpo diminuto.

Nadie entonces...

Pero bueno, como dije, nunca pensé que quienes vivían en estos sitios tenían problemas iguales o peores a los nuestros. Esto cambió cuando me hablaron de la existencia de un puerto en las cercanías, jamás se me iba a ocurrir que habíamos viajado tanto, estábamos tan cerca del mar que no pude resistir, me perdí de los demás y siquiera vacilé en mirar hacia atrás. Allá quedaban, buscando precios en los locales de verduras e intercambiando con transeúntes y ladrones algunas monedas o animales por algo de carne fresca y utensilios que allá no existían (y me pregunto para qué los compraban, si algo que nos gusta en mi pueblo es construir cada elemento que nos hace falta -yo mismo hice mi cama-)

Como sea, en cuestión de minutos estaba corriendo por las calles y preguntando por doquier en dónde estaba el puerto, tironeé de muchos vestidos y pantalones de hombres vistosos, y con un poco de suerte una dama me dijo que el puerto estaba a tres horas de viaje. Tan iluso fui al creer (de uno de mis lentos compañeros) que se encontraba a pocos pasos, la realidad era distinta, el puerto estaba a tres horas de viaje en tren o... ¡vaya uno a saber cuántas a carreta! Suspiré y pensé que la ilusión era demasiado grande como para dejarla pasar así, fácilmente. Necesitaba ir.

Entre sollozos y lágrimas de cocodrilo en la estación (y valiéndome de mi rostro vendedor) me las ingenié para que me dejaran subir, con la condición de que en la primera estación debía bajar, y así lo hice. La estación en la que me dejaron tenía un aspecto algo abandonado y no sé si fue suerte o qué pero enseguida arrancaba otro tren que se dirigía al mismo puerto, en una vía paralela. Estaba completamente vacío por doquier así que no me costó subir y acurrucarme debajo del vestido de una dama rechoncha para que nadie me vea jugando al intruso.

En poco estaba en el puerto, corrí hacia las blancas arenas y retrocedí cuando un abrazo de agua me dio la bienvenida. Sentí miedo, la sensación de que el agua entera me iba a chupar y a arrastrar hasta el fondo sin dejarme emerger nunca más. Se me mojaron los ojos pero no de emoción sino de tristeza por temer a algo que sabía yo era seguro y hasta digno de disfrutar. Entonces me alcé de valor y me tiré sin pensarlo más. Mis brazos se movían para todos lados, como si supiesen nadar, pero no hacía más que pasar el ridículo, aunque no había nadie más. Eso pensé.

Parado en la orilla del mar, un joven de más o menos mi edad (unos veintidós o veintitrés) miraba fijo a sus pies (limpios, era de la ciudad, claro) como si fuese lo único que querría ver. Su vista parecía perdida, más bien lo estaba, lo aseguro, no se movía para nada y fue cuestión de segundos hasta que su tristeza se le salió de los poros y se metió en los míos para hacerme sentirla de la misma forma. Comencé a preguntarme con qué objetivo había alejádome de tanto y tantos sólo para meterme en agua que ni siquiera se puede beber. La fantasía con la que veo al mundo enseguida se opacó. La presencia de ese joven perturbaba toda mi alegría y me hacía enmudecer. No pude reír más hasta que me acerqué. Divisé los vellos de sus piernas, finitos y mojados, pegados a la piel, pero aún así brillando con la luz del sol; cubriendo el resto de sus piernas aparecía un pantalón corto de color azul eléctrico, medio mojado también, secándose con el calor; su pecho tan pálido parecía no haber sido afectado por el sol que quema la piel; sus brazos tenían algo de vello también, eran finos como las venas violetas que de ellos se podía ver; sus manos… no pude encontrarlas pues estaban dentro de los bolsillos. Tenía barba en la cara, roja como el fuego y que también brillaba a la luz. Los ojos negros, redondos y en medio una nariz puntiaguda. Pero lo que más me maravilló fue su cabello, tan despeinado y tan poblado, tan rojo, rojo como el mar a su alrededor, rojo como la sangre que en su cuerpo luchaba por correr una vez más. Se estaba yendo despacio y lo pude notar. Estaba deseando la muerte más que nadie en el lugar (estábamos nosotros dos). No pude evitar sentir que sus cabellos se expandían por todo el escenario cubriendo arena, cielo y mar; invadiendo todo de tristeza y yo dejándome llevar.

Entonces me miró y con esos ojos tan afligidos y fulminantes mi fantasía se terminó por acabar. Ya no era más un viajero de pueblos remotos que conocía por primera vez el mar. Mis ropas rústicas se fueron y vi mi pantalón de marca rojo (como el mar) en su lugar. No estaba más la boina sino el pañuelo negro que atado a mi cabeza suelo llevar y no era más el aldeano aventurero sino que era el turista que fue a pasar sus vacaciones cerca del mar. ¿Cómo fue capaz de arruinar así mi historia? Estaba por contar que los jóvenes de las urbes sufren las mismas cicatrices que tenemos los campesinos… pero ya no tiene gracia seguir mientras esté aquí esa mirada bajo esos cabellos tan rojos como el mar. Lo miré tan furioso y no me atreví a despegar mis ojos de los suyos. Entonces olvidé mi egoísta deseo de continuar con mi propia historia y me acerqué hacia su lugar. Seguía sin moverse y esta vez era a mí a quien no dejaba de mirar.

A medida que me acercaba la sensación de vacío se intensificaba más, sus brazos colgando se dejaban mecer por el viento y lo único que tenía movimiento era su pelo, su pelo como una llama roja ardiendo por encima de su cabeza tan roja como el mar.
No necesité más, vi el dolor, vi la desesperación, vi la soledad y vi las ganas de dejar de soñar. Pero también vi el deseo de disfrutar con mi energía una tarde en el mar. Me contempló minutos antes nadar jocosamente y sé que lo quiso hacer igual. Me escuchó inventar historias y supe que él quería escribir las mismas también. Deseaba salir, anhelaba escapar.

Con mis ojos le dije que era fácil, que tenía que dejarse llevar. Entonces pestañeó por primera vez, y mientras cerraba sus ojos yo me volví a concentrar en sus cabellos tan rojos como el mar. Los abrió de nuevo y una vez más yo era un pueblerino que apenas se animaba a viajar y él era el príncipe que se había fugado de su hogar. En el reino no entendían (de él) tantas cosas que ni él podía explicar y no había oro que lo pudiera salvar. Entonces pensó en algo que sea libre e imaginó al mar, rompiendo rocas con sus olas que así como tranquilas, pueden ocasionar un golpe letal. Quiso ser como ellas y moverse sin cadenas que lo pudiesen atar. Y escapó esa mañana del castillo y se encontró con un joven emocionado que no dejaba de chapotear. La libertad no estaba en el agua sino en ese cuerpo que tenía más vida de la que podía aparentar. No obstante el pequeño vio en su simple cabellera, moviéndose con el viento y tan roja como el mar, la sensación de libertad que había salido a buscar.

Es la mejor de las llaves imaginar, es el mejor escape cuando todo no resulta como uno lo quiere que sea en verdad. Que los escenarios cambien con tanta facilidad, que la música dibuje líneas donde no están, es tan fácil moverse por donde uno quisiera estar. Pero su cabello rojo era tan perfecto que ni yo lo podría mejorar. Desvié mi mirada a sus ojos que me pedían auxilio hasta más no poder aguantar. Besé sus labios tan rojos, rojos como el fuego de sus cabellos que eran rojos como el mar. Los cerró junto con los míos y así, sin más, no había más nada que inventar.



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jueves, 3 de diciembre de 2009

El fugitivo del campo y el que no me atrevo a nombrar



El fugitivo del campo y el que no puedo nombrar
(por Emilio Nicolás)




Y todos están mirando ahora sin saber. La situación se revirtió. ¿En dónde está lo que estaba por esconder? Estaba entre sus palmas de buen ladrón que en un segundo está y al otro no. Movimientos de leopardo.

Y todos están mirando ahora sin saber. Quiero gritar pero hay un pinchazón en mi garganta que me hace enmudecer.

Y todos están mirando ahora sin saber. Hablan entre ellos, se ríen y me llevan a enloquecer (la vieja ópera, el viejo televisor, shh...)

El niño del campo se obliga a recibir el amanecer en medio de una gran ciudad que se mueve casi tan torpe como él.

Y después de tantos empujones en medio de la oscuridad envuelta por ese sonido chirriante, las manos persistentes.

El balcón de Julieta.

- ¿Alguna vez te has detenido a sentir el fresco aire de la mañana?
- Jamás antes.

En lugar de gacelas que, presurosas intentan al sol alcanzar, un centenar de automóviles que se contradicen en el paso y no avisan ni a dónde van.


- No está mal. Me sentiría perdido si tuviese a dónde ir ( y si no estuviese el nativo aquí conmigo)
- Guarda silencio si quieres escuchar


Con tantas flechas que cortan el aire por aquí y por allá.
De no ser por su presencia no me atrevería a cruzar.

- ¿Me ayudas? Después de todo no fui yo quien te mandó a llamar.

Me miró atónito aquel medio ebrio (y no del medioevo) que siquiera con un nombre lo podía mencionar.
Pero no me importaba. La rosa, si no se llamase rosa seguiría siendo rosa igual

¿Qué estoy haciendo acá?

Y a los otros, que los dejé atrás, no me molesté en llamar. Hoy no quiero volver de la mano. Hoy soy libre de ir a donde el viento me quiera arrastrar.

Pero dijeron por ahí que si muy fuerte te pones a recitar, alguien va a escuchar.
Entonces yo, que buscaba algo de soledad (y no le digas a nadie, en realidad buscaba alguien con quién hablar) en los ojos de un "sin nombre" me vengo a posar.






- No es extraño que ante la miel que se abandona en medio del campo un millón de hormigas viniese a desayunar.

- Hay tres cosas que quiero aclarar.

- Las quiero escuchar

- La primera es... que no soy miel, soy un pez (ahora pescado) que tomó la corriente equivocada cuando la corriente empezó a cambiar.

- Ahá.

- La segunda es que no veo un millón de hormigas. Eres el único que vino acá.

- Las otras no conocen las virtudes del pescado. Y por el aroma de la miel se dejaron llevar.

- La tercera es que no he desayunado, estoy en otro lado y con esa palabra a mi pobre cerebro hiciste reaccionar

- No es el cerebro lo que oigo ahora, niño de campo. Vamos a otro lugar.









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No fue difícil imaginarlo

No fue difícil imaginarlo
(por Emilio Nicolás)




Imaginarlo en ese momento no fue difícil. El ventilador sobre la silla junto a su hermana sobre la cual me sentaba todas las noches bajo el encanto de la música en línea, y alineada, bien recta como las vías de un tren que lleva a ninguna parte pero cuyo viaje tiene su encanto perfecto en su eterna duración, nunca para nunca para. El ventilador movía sus paletas en la más baja de las velocidades pero aún así helaba el brazo derecho que intentaba expresar unas palabras ahogadas en soledad. Pero no fue difícil imaginarlo entonces, así pequeño como me había dicho que era.

Imaginarlo en ese momento no fue difícil, me había dicho que su pecho tenía muchos más vellos que el mío. Corrí por la sala de estar mientras en los muros blancos (con una cruz de yeso donde descansaba el rey de corazones) se dibujaba mi sombra con los brazos abiertos y el torso más delgado de lo común. Me dejé llevar por el impulso, pues tenía medias, y comencé a resbalar por la cerámica del suelo hasta deshacerme contra el ventanal que reflejaba a la luna más pálida que nunca, pero cortada a la mitad. Y como estaba con ropas cómodas así me sentí, cómodo, y me recosté sobre el suelo y así sentí sus vellos rozando mi pecho desnudo. Sentí su brazo rodeando mi nuca y sus ojos clavándose en los míos, dejándome sin salida. Entonces riendo di un giro sobre mi cuerpo intentando escapar (aunque secretamente no quería hacerlo) y reí solo en la oscuridad. Su brazo cedió enseguida, pues era tanta la autoridad que a veces mi persona imponía que difícilmente podía contradecirme. Aún así le había dicho cientos de veces que me encanta cuando muestran rebeldía a mis decisiones, y al parecer lo recordó en el momento porque volvió a tomarme y esta vez con más fuerza me liberé de sus brazos (ahora eran los dos, los que me tomaban y me retenían contra el suelo). Ambos reímos sin parar, o más bien yo reí solo en la oscuridad, mientras la sombra en la pared proyectaba mi única figura cansada y sin ganas de levantarse. Al lado tenía el ventanal, tan alto como mi estatura y aún más ancho que diez veces mi cuerpo.

La gran vidriera comenzaba a pocos centímetros del suelo, entonces sentándome sobre el mismo tenía a la noche entera dividida por una lámina de vidrio. Apoyé los codos sobre el borde y contemplé el oscuro cielo mientras él apoyaba su pera pesada sobre mi hombro. Sentí su insoportable calor en mi oreja y de un movimiento lo alejé de mi cuerpo. Volví a contemplar la noche en silencio, ansiando que vuelva a molestarme, pero no insistió.

Imaginé que era la noche de navidad, ya todos estaban en sus camas y yo, como todos los años desde que tengo memoria, había pasado la tarde y la cena en casa de mi abuela. Agradecí tanto haberlo conocido ese año, pues era el primero que pasaba las fiestas en mi ciudad, a no muchos metros de la casa donde yo cenaba con familiares que apenas veía una vez al año. No pude esperar a que pase de medianoche para cumplir con el protocolo y correr a través de la calle casi desolada bajo un cielo predominantemente oscuro, pero de muchos colores. Rojo, rosa, verde, celeste, amarillo y globos brillantes acompañaban mi trecho hasta donde se encontraba. Entonces lo vi salir tan bien vestido (siempre me gustó prestar atención en ese detalle, en nochebuena y navidad todos vestimos bien). No podría tomarme el atrevimiento de describirlo, puede que mi imaginación no coincida con el modo de vestir del pequeño, pequeño mono. Pero así como lo ví ansié tenerlo en mis brazos, era imposible, su familia estricta apenas conocía los motivos por los que estaba parado sobre su umbral mirándolo poseído por mil demonios. Entró y volvió a salir. Permiso en mano, pasaríamos la noche venciendo al sueño junto al ventanal de mi casa, mirando a las luces apagarse conforme el sol arrastraba su cuerpo hasta lo más alto.

Entonces él se quedaría dormido en el suelo, antes, por supuesto, y yo lo seguiría recostándome junto a él, acariciando su nariz con la mía.

Imaginarlo en ese momento no fue difícil. Yo estaba en trance, poseído, completamente loco, perdido en la ficción, dando vueltas en el suelo a medianoche mientras la cruz de yeso en la que descansaba el rey de corazones era mi único testigo.



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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Me alegra haberte conocido

Me alegra haberte conocido
(por Emilio Nicolás)


Se refirieron a mí como al pequeño orgulloso cuya antipatía por las ideas que difieran de las propias despertarían tormentas en el día más soleado. Como el pequeño cuyo carácter de serpiente en alerta impide que cualquier hombre asome la punta de su dedo a la boca por miedo a sufrir un tarascón. Se refirieron como el pequeño tierno y abrazable que se disfraza de perra madre que protege a sus cachorros y que enseguida se pone a ladrar.

Sí, los oí, estaban conversando acerca de los amigos en común que tenían hasta que mi nombre apareció. ¿Pequeño? ambos eran menores que yo, no entiendo cómo se atreven a tal atrocidad sólo porque mis ojos no alcanzan la altura en la que los suyos reposan con tanta facilidad. ¡Ah, nadie puede alterar a gusto la genética!

Me costaba creer que semejante envase pequeño contuviese más conocimientos que mi botellón de tres litros. Comencé a reír mirando al cordón de la vereda.

Sus dientes salieron de la barba negra como la noche y me pregunté a qué se debía esa risa de presumido. Yo mismo lo oí decirlo aquella mañana, ahora me debía una explicación.

¿Qué podía decirle? Es inevitable, por más conocimientos que sus hermosos labios expresen no dejará de serlo. Mírenlo ahora cómo se cruza de brazos y me contempla reír. Desvío la mirada en microsegundos sólo para deleitarme con tal escena, luego vuelvo a centrar los ojos en el agua que corre hasta la alcantarilla e intento retener en mi memoria tal imagen de una criatura tan tierna y berrinchosa (¿existirá esa palabra?)

Por un momento mi brazo casi se mueve por inercia y golpea con la palma de mi mano esas rechonchas mejillas que cubre con tanto pelo. Porque estoy seguro de que esa es la razón por la que se deja crecer la barba, no debe soportar tener una cara tan redonda e inflada y cree que con esos hermosos vellos azabaches la cara se le achatará un poco más. Pues a mí no se me escapa, a mí no se me escapa ese detalle, te imagino sin barba y exploto de risa de la misma forma en que te estás riendo ahora sin decirme el por qué. Pero no puedo atreverme a hacer lo mismo, se supone que ahora debo estar serio y firme.

No recuerdo bien cómo lo conocí, pero agradezco tanto este momento. La tarde está desvaneciéndose muy despacio a medida que la humedad también disminuye. Llovió mucho anoche, se lo voy a preguntar a ver si admira de la misma forma que yo las manifestaciones de la naturaleza. Además sé que a esas altas horas de la noche siempre está moviéndose por algún lugar. Es tan inquieto en verdad.

¿Por qué me pregunta eso? Está desviando el tema, está esquivando mi mirada y mi pregunta, está evadiéndome.... sí claro que recuerdo la lluvia de anoche, fue tan leve y tan serena, apenas se podía escuchar (si tenías oído de vampiro). Salí al patio alrededor de las 5 de la mañana y el cielo, que insistía en amanecer pero que se rendía a la tormenta que lo llegaba a tapar, se había vuelto de color bordó medio magenta. Sobre mí estaba el árbol imponente desprendiendo pedazos de una especie de algodón como si estuviese nevando. Debajo de mí el suelo verde y blanco y mis pies descalzos pisándolo. La tranquilidad de la noche era incomparable (¡Ah, ese silencio!) y las pequeñas gotas depositándose en mis dedos, brazos, mejillas, pelo, eran como caricias para invitarme a dormir. Pero ya todos saben como soy, obstinado y rebelde hasta con los horarios para dormir. ¿Por qué tengo que hacerlo cuando todos lo hacen? ¡Uy! Lo dije en voz alta

Te conozco, aunque es estúpido que lo diga, ¿cuántas veces cruzamos palabras? Contadas con las dos manos, pero por alguna razón te conozco, te veo a los ojos mientras intentas disimular la risa que está despertando al ver la mía y es como si te hubiese visto durante años. No sé qué hago acá y ahora con vos, prácticamente somos dos extraños, pero la tarde está terminando y no quiero recibir a la noche en soledad, al menos tu compañía haría menos leve al silencio que me envuelve cuando vuelvo a casa a paso lento y mirando a la gente pasar, en dirección contraria a mi camino. Es preferible oír tus berrinches y tu capacidad para ser tan verbórragico que en nadie más encontré. ¡Y con tanto atrevimiento hablas en la forma en que hablas! Como un mocoso a quien poco le importa la autoridad. La cara se le transforma de nuevo.

Se sigue riendo y sigo sin saber por qué, por un momento casi caigo en su trampa de querer hacerme reír, pero si no conozco los motivos ¿por qué habría de imitarlo? No tiene sentido. Ahora sí estoy serio de verdad. Los escuché, los escuché a ambos, que son menores a mí en edad, decir que yo soy un pequeño. ¿Pequeño dónde? Tengo en mi haber más experiencias que uste... bueno eso no es cierto, quizás fui un poco malcriado y no conozco el mundo de la misma forma que ellos, pero eso no quita los años que llevo de vida. Mientras yo aprendía a caminar esos dos inútiles estaban saliendo al mundo, chillando y empapados en sangre. ¿Dónde está lo pequeño?

Insiste con explicaciones que ni yo puedo inventar. Es lógico que con su metro y medio nos dejemos seducir por las confusiones. Sabemos que no son más que eso pero de todos modos optamos por ignorar. La forma en que camina, la voz chillona que sale de su garganta, las risas de diablillo perverso ideando un plan infantil e inmoral. Esos impulsos con los que tomas sus decisiones y ¡ah...! tus berrinches, pequeño, tus inconstantes berrinches, como el de ahora. ¿Te hace bien escuchar de mis labios reconocer que eres mayor que yo? Te haré el favor entonces, pero cuando abrazo tu pequeño cuerpo, mis grandes y fuertes brazos están abrazando a un niño que aún tiene mucho que aprender… y que todavía no me pasa en estatura. Y por momentos pienso "ya crecerá y me alcanzará" Luego reparo en que naciste antes que yo y que así te quedarás, y entonces me pongo a reír y ahí estás, mirándome tan mal.

¿Qué puedo hacer contra eso? No hay forma de que me tomes en serio si es eso lo que vas a pensar. También me sale barba, tengo gente a mi cargo y... bueno ¿Para qué me voy a molestar? Diga lo que diga siempre seré un niño para ti y nada más. No verás al hombre que hay en mí y que tanto desea poder amar. Lo mejor será que me dé la vuelta y que me ponga a caminar, no le das la importancia que yo le tengo a esta forma en la que me suelen mirar. Tu risa se convirtió en una mueca de incomodidad. Por fin me entendiste, pero ya es tarde para arreglarlo.

Quizás tenga razón, pero aún así esos ojos están delatando que aunque maduro se muestre, le falta mucho por pasar. Está bien, no más bromas por hoy y cuando vea a mi amigo le recordaré tu edad. Sus ojos están mojados, ¿ya lo ves? Te esfuerzas por mostrarte como un hombre pero enseguida te largas a llorar. No voy a abrazarte porque sería consentirte y supuestamente de eso no querés más. Bah, no puedo evitarlo, lo voy a abrazar.

Qué cálido se siente, aunque huele un poco el sudor bajo sus brazos, no me importa, hago una mueca de asco total él no me ve. Bueno ya es suficiente, estoy actuando muy inmaduro, voy a rodear su rechoncho cuerpo con mis finos brazos y le voy a demostrar que... que caigo rendido a sus palabras porque dice la verdad. Los años no son nada, aún queda en mí el niño que tanto intento tapar. Y quizás eso le guste, quizás eso... ¿nada más?

Si supiera que veo en él más que un niño que por todo se pone a quejar. Aprendí tantas cosas de sus palabras coherentes (tiene más sentido común que cualquier viejo al pasar) pero si se lo digo no me va a creer. Sigo sin recordar cómo fue que lo conocí, quizás en un café, quizás bailando una noche, quizás por Internet, quizás lo conocí en un coche, en medio de la calle o viajando en tren. No puedo recordarlo y si se lo pregunto se va a enojar, pensará que no lo tengo en cuenta, pero es la verdad. ¿De dónde saldrá? Mi carácter fuerte enseguida se amansa cuando su cara pequeña se presenta en el mismo lugar. Mejor dejo de pensar, está por hablar.


- No me digas más pequeño, aunque lo sientas, no me lo digas más

- Está bien, ¿ya te vas a tu casa así sin más?



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martes, 1 de diciembre de 2009

La mañana

La mañana
(por Emilio Nicolás)


La hoja de un arbol se atascó en mi pie mientras estaba a la espera. La miré luchando contra el viento que la obligaba a seguir su camino, pero ahí estaba ella, inmovilizada por mi zapatilla. Miré al cielo tan gris esa mañana, me vi a mi mismo sentado esperando. Esperando un omnibus que me llevaría a casa. Esperando algo más que un omnibus que me llevase a casa.

La hoja de algún árbol se atascó en mi pie mientras estaba a la espera. La tomé con mi mano derecha y me quedé mirándola. Aún la lucidez bailaba en mi casa y pude contar diez puntas en ella. El viento la empujaba y la quería quitar de mi mano. La anciana que estaba a mi lado arrastró un poco su arrugada pierna y quitó de su bolso algunas monedas. Sobre nosotros el viento sacudía con vehemencia a un gran árbol (¿sería el dueño de la hoja?) y pude sentir su casi violenta caricia sobre mi rostro.

Me pregunté qué estaba haciendo allí y con los ojos entrecerrados. Me pregunté si podría estar en otro lado. Los primeros autos ya estaban circulando y una dama de rosa cruzó la calle a toda prisa. Algunos hombres la miraron mientras se perdía en el escenario. Dos caballeros más llegaron y se pusieron a mi lado, padre e hijo eran y estaban conversando ¿cuándo volvería yo a tener un momento de esos?. El silencio se quebraba con la brisa otoñal, (pese a que seguíamos en verano) que hacía estremecer mis brazos y me obligaba a desear aún más lo que no ha llegado.

Entonces las decoraciones... entonces las decoraciones me trajeron al pasado, que se movía picaresco arriba de un tejado. Y bajó por un rato a burlarse de mi presente, de verme así, tan ausente.

Y me pregunté si lo que hago no lo estoy haciendo en vano, si estoy haciendo un camino que lleva a ningun lado. Pensé en los intentos y en el fracaso tras fracaso. Me imaginé en diez años y cuando vi lo que en la vidrirera se había dibujado enseguida miré para otro lado.

No, no quiero (pero tengo que) seguir intentando. Me rindo, hay algo malo.

El cielo estaba gris y algunas gotas caían despacio. Una breve lluvia de verano y mis pensamientos ahí abajo, recibiendo de la misma el falso mensaje del cambio. Nada dejará de ser como es.

Y la búsqueda que hace poco dije, era un juego entretenido, es ahora cuando se vuelve una tragicomedia, porque de mí aún me río.

Y para huír de lo que mis ojos perciben, agrego al paisaje imaginarios elementos, la prueba invisble de que se acerca el momento. No quiero llegar a enloquecer, pero me veo, me veo y lo siento.

Y yo más que nadie lo siento, porque intento, intento, intento. Pero el resultado es el mismo y nunca estoy satisfecho.

No más caminos, se acabaron los recuerdos. No más salidas fáciles, voy a subirme a ese omnibus y a sentarme en el mismo lugar de siempre. Voy a mirar a través de la ventanilla y a hacer fuerza por mantener los ojos abiertos una vez por cada dos que vea a contraviento. Y voy a llegar y a fingir que estoy contento. A bañarme como siempre y a acostarme, vencido y a preguntarme si en algún sitio, está sintiendo lo mismo que siento.


El omnibus estaba llegando, di un paso atrás, dos adelante y subí.



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