jueves, 19 de diciembre de 2013

Tuyo



Tuyo
(por Emilio Nicolás)




Ya no lo soy



Me adentro a campo abierto sobre un colectivo
sentado a la izquierda, casi al final
sobre una única hilera
callado y lascivo

Desvía su ruta y sumerge sus llantas
ahora el pastizal me cubre y me ahoga
las hojas filosas me cortan la piel
la voz, la garganta

Ahora todo es verde
oscuro, muy oscuro
y vuelvo a subir, esta vez solo
el vehículo queda en el fondo
solo, inmaduro

Con el rostro sin gesto doy
los primeros pasos
La enredadera se suelta
atrás
no, abajo
queda el romanticismo

y me robé su libertad

pero ahora me siento preso

la naturaleza me recibe con brazos abiertos
estrangula, la circulación corta
me coagula
y caigo en un grito sordo

pues mis ojos ya no hablan
y mi boca no toca más la tuya
que niega y niega
y nunca escucha


Adiós, adiós joven tallo
adiós joven capullo

De ahora en más
yo siempre solo
yo nunca tuyo






lunes, 16 de diciembre de 2013

Arenas



Arenas
(por Emilio Nicolás)






En las arenas de todo lo que alguna vez me enseñaste, se esconden en los millones de granos minúsculos los mega universos infinitos e inmortales, convirtiéndolo todo en un sin fin de esferas donde en cada una la vida nace y se desarrolla incansablemente nunca deseando morir. Sumerjo un pie hasta levantarlo a la fuerza, ya que no puedo tocar fondo y repito el mecanismo con el otro pie, y luego vuelvo a hacer lo mismo con el anterior, y me escabullo entre las pequeñas bolas que saltan y flotan en el espacio sin gravedad, empujadas, colisionándose por el impetuoso aunque algo lento movimiento de mis pasos agónicos y forzados en arenas movedizas. El oscuro azul del cielo parece continuar en el suelo y todo se confundiría en una misma masa de no ser porque el grumoso arenal se mancha con algunas esferas de agua turquesa y otras de aurora púrpura, como si en otros universos el tiempo fuera otro, como si algunos estuvieran más desarrollados que otros.

En las arenas de todo lo que alguna vez me enseñaste eso quedó, un desierto helado donde cada portada se desenvuelve, se divide y sus divisiones se dividen y el resultado de estas se vuelve a dividir y todo estalla silenciosamente como Rafflesias abriéndose a la luz de una luna titánica, revelando cada una en cada uno de sus pétalos una nueva constelación infinita. 

Yo contemplo todo, mas otra cosa no puedo hacer, todo lo que me es permitido es sacar un pie cuando siento que ya mi rodilla está siendo tragada y volver a hundir el otro pie, que se hace pierna, que se hace muslo. A lo lejos un horizonte blanco me recuerda con cada día que pasa que quizás adelante haya algo pero vos y yo sabemos que no queda más que esto, un sinfín de recuerdos tan vivos como yo acá y vos andá a saber dónde.

Las constelaciones arriba y abajo dibujan a una chica en rollers, o a un joven que se vuelve invisible cada vez que se siente solo, por eso las estrellas se borran cuando miro para otro lado. Y así todo, todo es un espejo de cada universo proyectando sus colores en lo alto. En lo infinito.

En las arenas de todo lo que alguna vez me enseñaste contemplo una vez más la explosión de los gélidos matices que una vez trajiste antes de marcharte al archipiélago y ahora paro de luchar y no forcejeo más. Me dejo hundir y veo pasar todo de abajo a arriba. Los universos ascienden. O soy yo descendiendo. 

He de confesar que algunos pequeños puñados de universos he metido en mis bolsillos. Lo demás puede quedarse donde está. Donde sea que esté. Donde sea que estés.






martes, 10 de diciembre de 2013

Raíces




Raíces
(por Emilio Nicolás)




Te arranco, no sé hasta cuándo, no sé hasta dónde, no sé si del tallo o la raíz. Nunca sé. ¿Para qué pienso en cuándo o cómo o dónde? Te arranco y camino las calles de tierra bajo el sendero de nubes y del otro lado estoy yo esperándome. Ser vos es el veneno, no es el hecho de no llamarte más y dejar que los trenes sigan pasando y verte corriéndolos sin que me tiemble la espalda y se caiga mi ropa. Olvidé mi nombre y ahora lo encuentro debajo de una piedra. A vos te arranco pero a mi nombre no puedo sacarlo del arraigo, se aferra a los hilos de la tierra y las cuerdas suenan al viento y no quiere desprenderse y los dedos se cortan, me sangran y caigo al suelo y levanto una cortina de polvo que grita por libertad y se pierde en el azul. Me quedo mirándolo todo y te vuelvo a arrancar, pero a mi nombre no. Mis rodillas están sucias y mi pelo ya está largo y desarreglado. 






lunes, 9 de diciembre de 2013

¿Quién está equivocado?



¿Quién está equivocado?
(Por Emilio Nicolás)







Desde todos lados las manos me hacen grande. Desde todos lados
Pero desde este, sobre el que planto los pies y tanteo con las mías, intentando encontrar tu nombre
No veo más que espejos que me revelan chico, chico.

Abro las ventanas de mi casa para que veas lo que hay dentro
Pero ni bien te acercas, contemplas tu reflejo.













Cadena


Cadena
(por Emilio Nicolás)





Si de cortar se trata, no puedo
mis dedos tiemblan con la sola idea
y pierdo la  fuerza

Soy de los que se esconden atrás de una cortina
y giran hacia el ventanal a mirar a los pájaros
con la espalda sensible, a la espera

Y nada pasa

Mis pies se descubren si hacia abajo mira la cámara
mis pies descalzos y enrojecidos
El suelo rojo que jamás voy a pisar
el auto que pasa y mis ojos clavados en él
a la espera


Los lunes se hacen largos y la cadena aprieta
si de cortarla se trata, no puedo
mis dedos tiemblan con la sola idea
y pierdo la fuerza







miércoles, 4 de diciembre de 2013

La araña cuelga de un solo hilo





La araña cuelga de un solo hilo
(por Emilio Nicolás)







Desde lo frío se ve tan alto el techo
La araña cuelga de solo un hilo, de solo uno
y se balancea

El silencio es una burbuja gigante 
que esta mañana no revienta
se queda ahí, se queda y no respiro

Ella respira por mí

Del otro lado el candado bloquea la entrada al sitio donde siempre quise estar
que no es el paraíso, y nunca lo sería

Es el desorden
es tu desorden
ese que tanto me marea y me inunda de cosas
filosas

Y yo doy vueltas con los brazos abiertos
y las dejo punzar una y otra vez

pero solo en mi cabeza

Porque hoy, desde el suelo
desde el frío
se ve tan alto el techo

La araña cuelga de un solo hilo, uno solo
y se balancea 






lunes, 2 de diciembre de 2013

Inseguro



INSEGURO
(por Emilio Nicolás)











Para Alejandra








De modo que es imposible a fin de cuentas, librarme de esta libertad que hoy golpea mi puerta. No estoy solo esta noche, afuera hay tormenta. El viento violeta con gritos de lobo amenaza con extinguir la vela. Afuera se abre la noche eterna. Adentro mis sombras dibujan casi por completo una soledad que no se cierra. Adentro estoy casi solo. En una esquina del cuarto y bajo telarañas, mi maestra me mira la espalda y tiembla.

Me es imposible mirarla u oír su canto silencioso, yo solo veo su silueta doblarse sobre mis paredes y dibujar las letras. La luz de la vela parpadea llorando y no miro al espejo, porque se deforma y se agrieta.

De modo que es imposible, a fin de cuentas. Por más que lo intente el viento violeta entra, se filtra por la persiana entreabierta y grita y gime y aúlla y espanta a los gatos y revolea las hojas y apaga la vela.

Mi maestra de huesos de pájaro sigue allí, quieta. Me dice que así es la libertad. O mejor dicho, se lamenta. En la oscuridad estamos yo y ella y una soledad que se cierra.










martes, 26 de noviembre de 2013

Amor al margen

Amor al margen
(por Emilio Nicolás)





Y yo que nací para sentirlo en la sangre
con ojos de vidrio
con manos y llagas
con cuellos adoloridos
con soles que nacen

Los párpados me pesan
espinas en mi cabeza
pego y despego 
una y otra vez
tu imagen

Al amor hay que
mantenerlo al margen







domingo, 10 de noviembre de 2013

Buscando mi nombre


Buscando mi nombre
(por Emilio Nicolás)



Antes de salir revolví la mochila mil veces. Hice  bailar todo dentro de ella, creé un remolino que dio vueltas, arrastrando consigo libros, celulares, borradores, hojas sueltas, anotadores, tarjetas, billetes, tizas que arañaban las paredes, monederos tintineando, dedos de fantasmas, secretos invisibles, cartucheras esqueléticas, dibujos de niños,  recibos de sueldo, notas musicales, un par de auriculares a medio funcionar, videojuegos apenas estrenados, polvos para disimular las cicatrices en el rostro, fotos de una bebita, planillas y más planillas, trabajos sin corregir, caramelos de menta con frutilla y de menta con miel, pastillas de hace dos años, cigarrillos y varios encendedores (uno violeta, uno amarillo, uno rojo), lágrimas, miles de lágrimas que se pegan en mis dedos, cremas antibacteriales, gotas para los ojos, linternas, llaveros (dos, uno para entrar y otro para salir), perfumes para niños, desodorantes, cepillos de dientes que ya no voy a necesitar, pomada para narices resfriadas, teléfonos de amigos, banditas para las heridas, etiquetas para útiles, manuales de literatura, Fahrenheit 451 a medio quemar, oraciones medio analizadas, uñas arrancadas, alfajores aplastados y cajitas vacías que alguna vez contuvieron leche chocolatada.
Todo giraba, todo daba vueltas y todo era acariciado por mis manos, que se movían frenéticamente buscando mi nombre.





miércoles, 30 de octubre de 2013

Una bestia me está buscando



Una bestia me está buscando
(por Emilio Nicolás)




Una bestia me está buscando
No puedo verla, pero la siento ahí

Siento las bocanadas de aire que roba de mis alrededores
y me quema el óxido hirviendo 
que expulsa de sus fauces 
con el rugido del viento 
que me golpea por la espalda

Miro hacia todos lados 
y es madrugada, 
la calidez de mi hogar 
ya no se entiende como un refugio

Afuera los árboles 
se sacuden, violentos

Una bestia me está buscando

Las paredes retumban 
si de pronto dejo todo 
en silencio

Sutil

Acumulando ira

Vibra la tierra, 
el vidrio se raja, 
casi imperceptible

Acumulando ira
en silencio

Los gatos duermen, 
pero lo perciben, 
lo sé

uno abre los ojos, 
sin alarmarse, 
los vuelve a cerrar

La puerta cerrada, en mi mente se abre

Corro sin mesura, 
descalzo

Me paro en medio de la calle
el viento me golpea desde todos lados

Una bestia me está buscando

soy hijo de la noche, 
que me cubre, 
que me resguarda

El cielo negro me mira, 
allá abajo

La bestia sigue aguardando

Acumulando ira

Y yo corro, sin testigo despierto
con el viento arrastrando
lo poco que llevo

El sudor se desprende
las piernas fervientes
talones rasgados

Una bestia me está buscando




Esperando





Esperando
(por Emilio Nicolás)




Me refugio, todo el tiempo me refugio. Voy en silencio, simplemente mirando, buscando con los ojos un lugar donde esconderme, o una mirada en la que meterme. Me escabullo con la cabeza baja, mientras miro a mis pies subir los escalones del colectivo, ascender hacia el aula, que me espera vacía. 


Practico los personajes, todos contentos, los ensayo frente al cristal de la ventana que ahora proyecta un gato subiéndose a un techo. Me doy vuelta y sonrío, a todo el mundo sonrío, estoy siendo hipócrita conmigo mismo y me meto, saltando, de una mirada en otra, y bromeo, y camino al sol y vuelvo a tomar el colectivo. En casa me espera la cama donde me meto y doy vueltas hasta quedarme dormido. Me pierdo en el sueño y te veo de nuevo. Despierto y solo pasaron diez minutos, y se repite lo mismo. El ventilador no deja de funcionar y yo me enciendo y me apago, me enciendo y me apago, siempre en silencio, siempre dormido. 



Cuando estoy por llegar a la hora acordada para poner los pies sobre el suelo, siento que un grito avanza veloz desde adentro mío y justo antes de llegar a mi garganta, lo ahogo. Entonces me estremezco y me siento sobre la cama. Repito lo mismo. 



Afuera, la noche pesada me cuenta de todo. Yo permanezco en silencio, aún actuando, y me veo en el humo, descubierto por la luz en la calle. Me veo suspendido, flotando en el aire, esperando algo más de vos que silencio, silencio y ausencia. Te miro, aunque no estás. Te miro. Y no hay nada.



Quisiera buscarte, decirte que ya pasó todo, que no hay dolor, que no te extraño más, que estoy bien conmigo mismo, pero sigo encontrándome por la mitad, en la vereda de una solitaria cuadra, mirando hacia arriba, buscando algo que no guiña en el cielo. Ni una estrella, ni un destello. Nada.



Me pregunto por qué este silencio, por qué este vacío. Hoy no apareciste y quiero entrar en tu mente, saber si estuviste como yo, mirando a la pantalla a cada momento, esperando al menos un “¿Cómo estás?” Entonces caigo en la cuenta de que ya no hay conexión, ya no puedo presentir tus pensamientos, ya no puedo leerte como antes, ya no puedo saber si me esperabas, como yo a vos o si terminó por ganarte el orgullo, las ganas de estar con vos mismo. Ya no es lo mismo.



Estoy actuando, caminando sobre espinas, manteniéndome oculto bajo una máscara que parece de piedra, pero que se hace trizas con un simple “¿Y? ¿Te llamó hoy?” 



Quiero llorar y no puedo, quiero gritar y no puedo. Quiero decirle a alguien ¡A quien sea! Lo mucho que me está doliendo ¡Y no puedo! ¿Por qué? ¿Por qué? Me escondo, nada más me escondo, susceptible, frágil, suspendido en el aire, esperando al destello, o esperando al exilio. 






martes, 15 de octubre de 2013

Lo miro





Lo miro
(por Emilio Nicolás)




Lo miro
El mismo día
de la misma semana
Lo miro

Bajo el mismo cielo
la misma mañana
Lo miro

Por diversión y nada más
por burlarme de él
por incomodar
de puro aburrido

Siempre el mismo pino
siempre la vereda empedrada
siempre ella, de la mano
siempre la perra que los acompaña

Le clavo los ojos
no los quito por nada
él traga saliva
yo aprieto la mirada
Ella me ve, después lo mira
desconfiada, gira su cuello
preocupada, casi desnucada

Y yo río
y muy por dentro
hablo conmigo
¿En qué pensará
cuando lo miro?

No sé quién es
(ni quiero saber)
De dónde viene
A dónde va
a la misma hora
el mismo día
de la misma semana
bajo el mismo cielo
la misma mañana
con el mismo pino
la misma vereda
empedrada 
la misma perrita
que los acompaña
hasta cierto punto
después vuelve
abandonada

Y con la misma mano
de ella, la misma siempre
que me teme, se espanta
me ve mirarlo
piensa
se extraña
y le clava los ojos
y él traga saliva
y se atraganta

y tose fuerte
y ella frunce el ceño
y yo sigo mirando
y caminando
y riendo






jueves, 5 de septiembre de 2013

Aprisa

¿Por qué caminas tan aprisa?
(por Emilio Nicolás)






¿Por qué caminas tan aprisa?

Hoy es día de semana, el centro de la ciudad está tan avivado. Los rostros sobre torsos me quieren atravesar, como flechas de fuego. Y soy pequeño.

Y vos los pasás como si nada, los embestís, los esquivás, tenés la altura de un Dios al que no le importa más que el camino delante de sus ojos.

Y yo no miro adelante, te miro la espalda, y con la mano derecha, suave sin ser torpe, me hago espacio entre gente y gente. Empujo puertas corredizas (movedizas) dibujo senderos, los bifurco, los ramifico, apuro los pasos, no te pido que me esperes, no te pido nada

¿Por qué caminas tan aprisa?



viernes, 23 de agosto de 2013

La loba y la máscara trágica

La loba y la máscara trágica
(por Emilio Nicolás)





- Juraría que me dijiste una vez que no fumabas.

- No sé de dónde sacaste eso, seguro algún otro te lo dijo.

Así me dijo con media boca sujetando el cigarrillo y con la otra libre para dirigirme esas palabras lanzando pequeñas nubes grises un tanto desdeñosas hacia arriba. El pobre no sabía que su costado débil estaba abriéndose como una costra de pegamento avejentado justo frente a mis narices, mientras descuidaba su lado rudo, reteniendo el cigarrillo que tanto se preocupaba por sostener.

- De todos modos, siempre te vi cara de fumador.

- ¿Y cómo es una cara de fumador?

- Qué se yo, te veo cara de fumador.

La habitación estaba tan oscura como silenciada. Siempre supe que no es igual lo silencioso que lo silenciado. Tenía ganas de quedarme, a pesar del espacio cerrado y pequeño, de las humaredas arriba, en una atmósfera que parecía tener un segundo techo de nubes que bajaban cada vez más y más pretendiendo cubrirnos, pretendiendo ahogarnos. No sé por qué se lo dije, supongo que me impulsó la intrepidez de querer romper con sus reglas, de pretender hacerle notar que por muy tosco que siempre se haya mostrado conmigo, por muy prepotente, gritón o dictador de las leyes de la relación (que nos unía entonces) pretendiese ser, yo siempre estaba atento a sus costados más débiles que me mantenían ahí firme y me hacían pensar que de algún modo u otro, él dependía de mí tanto como yo dependía de él.

- ¿Y qué te quedás pensando, que no decís nada?

- Pensé que no tenías ganas de hablar.

- Qué se yo, decí algo.

Ahí estaba una vez más. Podía expresar mi incomodidad y marcharme, pero aquello lo destrozaría. La ventana, es decir, la persiana estaba cerrada por completo. Afuera el mundo seguía su curso y parecía ser que él no tenía ganas de criticarlo hoy. No se asomó a hablar mal de las pequeñas hormigas moviéndose hacia un lado y otro abajo. Se quedó fumando, con las rodillas desnudas y todavía algo enrojecidas, asomando de entre las sábanas. Con los pies fríos reposando sobre el suelo. Con el codo apoyado en una entrepierna y la mirada puesta en el cigarrillo. Aquello lo hacía ver un poco bizco, tonto, pero fascinante. Su nariz también estaba algo rosada, rígida, y sus cejas se ennegrecían aún más con la luz tenue. Parecía un dios que detestaba serlo.

- No me gusta cuando me piden que diga algo, es como forzar una situación – lancé - 

- ¿Y no es lo que venimos haciendo desde hace años?

- No lo había pensado de esa forma.

- ¿Qué te trae entonces?

- No sé.

- Si no sabés ¿Por qué lo hacés?

Apagó el cigarrillo, que al parecer, estrelló su extremidad con alguna gota de cerveza derramada sobre la mesa de luz. El sonido de extinción sabía simular un opaco trueno a lo lejos que anticipa el avecinamiento de un fuerte temporal. Lo noté en sus ojos, ahora inquietos, en sus cejas cada vez más duras, a punto de estallar. 

Las nubes de tabaco se revolvían bajo el techo, sobre nuestras cabezas. Formaban espirales que se batían cada vez más  rápido y murmuraban gravemente. Levanté la cabeza y pude sentir el aroma a lluvia, no sobre el cielo, sino sobre nosotros, dentro de la habitación.

- ¿Qué mirás el techo? ¿Hay algo?

- No, no - reí -

- ¿Y qué te causa gracia? ¿Te pregunté por qué lo hacés?

No esperaba que se quitase la piel justo en este preciso momento. Es decir, lo sabía un cachorro solitario con disfraz de loba mostrando sus fauces. Pero ¿A qué punto habría llegado en su mundo interior para decidir, casi sin saberlo, quitarse la máscara por completo delante de mí, que siempre estuve a sus órdenes simulando creer en él como su vivo personaje?

Es posible que mi máscara también se me haya salido...








miércoles, 21 de agosto de 2013

Big Bang


Big bang
(por Emilio Nicolás)





Con la camisa todavía abierta, como si a propósito no quisiese abrocharla en lugar de parecer que simplemente se había olvidado de hacerlo, se acercó a la ventana y sin mirar hacia ella encendió uno de esos cigarrillos fuertes que hacen que la marca de los que fumo luzca como la de unos chupetines. 

Cuando el fuego del fósforo lo hubo encendido mientras lo sostenía firmemente entre sus labios gruesos, con los ojos atentos al extremo, de un sacudón hizo extinguir la llama. Guardó el fósforo apagado en la cajita. Lo vi, bien negro, desaparecer entre los demás. Bien pudo pedirme fuego, pero al parecer prefirió acercarse hasta la mesa de luz donde se hallaban sus pertenencias, incluida la cajita, incluidos los cigarrillos.

Levantó la mirada para dirigir su atención a lo que sea que estuviese del otro lado de la ventana. No recuerdo bien haberme asomado alguna vez por aquel hueco, pero, haciendo uso de sentido común, desde un cuarto piso supongo que puede verse a gran parte de la ciudad moviéndose continuamente, quizás como una acuarela de diferentes colores mezclados (pero incapaces de fundirse) que no terminan de secarse y se escurren para un lugar y para otro, serpenteantes. 

El sol pegaba directo en su barba de dos días y la encendía igual que a su cigarrillo. Naranja. Parecía que la misma luz naciese del fulgor de sus ojos disgustados, dirigidos al resto del mundo, encendiese su rostro entero y avanzara lenta y disimuladamente descendiendo por su cuello algo velludo, para explotar en su pecho apretado, sembrado de cientos de enrulados y revueltos rayos luminosos (o iluminados) dirigidos a diestra y siniestra.

De aquel busto macizo la llamarada continuaba su camino. Bajaba, tomando la forma de una serpiente prendida fuego que se tambaleaba enérgicamente y se bifurcaba al encontrar el ombligo, convirtiéndose ahora en una de dos cabezas que volvían a unirse después de atravesarlo. 

Junto con las otras estrellas, sus millones y casi imperceptibles pecas rojas esparcidas por todo el torso, parecían formar una galaxia que estaba naciendo a partir de alguna explosión. 

Todo parecía culminar en una detonación superior, mucho mayor que las que le precedían, una que constaba de miles de rayos gruesos, duros, rebeldes, que se dirigían hacia todos sitios y que se revolvían unos con otros y que eran tantos, que parecían una sola llama, un solo cuerpo ardiendo, contorsionándose sobre sí mismo, luchando por llegar bien alto. La melena de un león al sol del mediodía. 

Pero todo estaba cubierto por el minúsculo calzoncillo que lo dejaba todo en un misterio que, si bien pude haber resuelto minutos atrás, probablemente no había prestado atención entonces a aquello. 

Me quedé contemplando los restos de aquella gran explosión, aquel espléndido espectáculo que me perdí por culpa de sus calzones. Al parecer, la gran ira escondida se apaciguaba en una fina lluvia de hilos dorados que comenzaba  a vislumbrarse por los extremos inferiores de su ropa interior, que parecía un gran colador por el que el fulgor descendía por ambas piernas, ambas iluminadas en la parte superior, pero con una luz que comenzaba a opacarse a medida que se bajaba la mirada. La fina llovizna dorada resaltaba entre el negro que aparecía de a poco, como garras ensombrecidas que lo devoraban desde abajo, arañando el cuerpo, hasta que terminaba por consumirlo todo en dos pies oscurecidos, incapaces de contemplar. 

- ¿Qué me mirás así, como un pelotudo?

Me di cuenta de que tenía la boca abierta. Subí de inmediato, como rebobinando toda la revolución universal hasta volver a su inicio, sus ojos, que seguían tan furiosos como al principio. Me dirigió una mirada fría, que contrastaba por completo con el fuego de su mirada. Y con el fervor de sus cejas, severas. Aquella tristeza, aquel fuego, aquella barrera.

Creo que no pasaron más de dos minutos y ya estaba abajo, justo en medio del cuadro de acuarelas. Mis colores eran fríos, celestes, violetas. Miré hacia la ventana arriba y ahí estaba  aún su fulgor enardecido, apuntando, tan vivo como muerto.





martes, 6 de agosto de 2013

Ella sale del laberinto






Ella sale del laberinto
(por Emilio Nicolás)




De modo que, si nos metíamos en su cabeza en ese preciso instante de ese mismo día de ese mes y año, lo único que hubiera podido vislumbrarse como método de redención de lo que consideraba el laberíntico espacio (y tiempo) sobre el que, desde que tenía memoria, estaba parada, quizás detenida, quizás moviéndose sin sentido, era eso. 

Y no sé los demás, pero yo lo hubiera justificado y hasta hubiera tomado la misma medida. Uno sabe que, a fin de cuentas, la verdadera libertad está en el propio espíritu, nunca compartido, nunca comparado con ningún otro. La libertad en la locura individual, personal, en soledad.

Y ella lo sabía mejor que nadie, mejor que cualquiera de nosotros. Y miró alrededor la cantidad de imaginarios ladrillos superpuestos a los de concreto, que se apilaban uno sobre otro en los cuatro muros que la mantenían cautiva. Ni una sola ventana. Pilares, uno junto a otro,  de gruesos y pesados libros que habían sido su única compañía y acaso los responsables del resultado de su incomprensible inteligencia, al punto de que, si era incapaz de comprender sus propios pensamientos puramente abstractos ¿Quién más lo haría? Puede que el conocimiento que la había alimentado desde que tenía memoria haya resultado no solo la llave para la clave de muchas preguntas que pocos humanos son capaces de cuestionar, sino acaso también un camino angosto que ella sola habría de recorrer. Y nadie más.

Yo también pienso igual, pienso que mientras más libertad uno ambiciona, más soledad encuentra. Es un precio que hay que pagar. ¿Acaso la perfección existe? La búsqueda del equilibrio resulta de una anomalía, un desperfecto, una carencia que se busca solventar, pero que, alguien como ella, con el conocimiento que poseía, era capaz de abstraerse de la misma búsqueda por un instante para detenerse y concluir que ese mismo proceso resultaba el sentido. De terminarse la expedición, ya no habría objetivo y la única opción, antes que la de zambullirse en el aburrimiento de los conformistas alienados, o de los inventores de necesidades banales, era la de entregarse a los brazos de la irremediable muerte.

De modo que, si nos metíamos en su cabeza en ese preciso instante de ese mismo día de ese mes y año, lo único que hubiera podido divisarse como método de redención de lo que consideraba el laberíntico espacio (y tiempo) sobre el que, desde que tenía memoria, estaba parada, era ese. Ese mismo. 

Miró a su alrededor. La madre tenía los codos apoyados sobre la mesa. Tenía el presentimiento de que los estaba presionando contra el frío roble. Estaban rosados. Sus manos envolvían la caliente taza que contenía el café. La mujer miraba el líquido, arrugando la frente, y sin quitar los ojos del negruzco brebaje, como poseída por remolinos que la revolvían más y más adentro. Su padre no estaba, ni siquiera sabía dónde.

La ventana estaba abierta y las cortinas ondulaban con el viento, se mecían suavemente, formando figuras encorvadas, danzantes. 

De pronto se movieron con más fuerza, como apuradas, como impacientes. Ella subió a su cuarto.

No pensó más. De tanto que había pensado, se había metido en ese laberinto de duros muros que nadie era capaz de atravesar. De modo que, si hubiésemos llegado justo a tiempo para meternos en su cabeza en ese preciso momento, hubiésemos podido conocer su plan, incrustado en su enredada mente durante un simple segundo. 

O acaso el misterio de cómo llevarlo a cabo.

Cerró los ojos y presionó sus manos, una contra otra, formando un hueco entre palma y palma, como si sostuviese algo. Las cortinas de la ventana ya dejaban de danzar, ahora tironeaban arrebatadamente hacia todas las direcciones, pretendiendo arrancarse de las argollas que las sujetaban, como si manos invisibles tirasen de ellas. 

La madre subió al cuarto, a paso lento, preguntando desganada qué era aquel estruendo.

No la halló en el cuarto.






La culpa es de la bruja



La culpa es de la bruja
(por Emilio Nicolás)




Puede sonar un poco inmaduro, pero es acertado. Estoy en condiciones de echar toda la culpa a esa brujita de metal que llevo en la cartuchera grande antigua
.
Podría culpar al oso de felpa que compramos en un día impar de un mes impar a una hora impar, pero no. El oso no es. Aún cuando sonríe malévolamente cada vez que alguno de los dos se enoja con el otro.

Podría culpar también a la maldición familiar que todos llevamos a cuestas. Todos y cada uno de los miembros. Es como si la reconociéramos sobre nuestros hombros y nuestras miserias se saludasen cuales dos viejas conocidas cada vez que una hace presencia frente a la miseria del otro.

Pero no, no. He sabido llevar la mía con tal orgullo, que creo que se ha cansado de  tentar mi paciencia.

Podría culpar a la maldición de tu familia, vestida con las sábanas blancas de una imitación burda y poco vivaz (qué irónico) de un fatigado y sumiso en patetismo Sir Simon. Pero creo que, con todo este tiempo que me ha visto dormir bajo los techos que cubrieron el vapor de su sangre, se ha acostumbrado al nuevo rostro, uno de seguro bastante familiar (o acogedoramente acoplado, si no) por el que, hasta me atrevería a decir que podría sentir pena, razón por la cual no se atrevería a cometer acto alguno en mi (o nuestra) contra.

Y casi podría culpar a tu pesimismo constante, que vomita y alimenta al mío en una simbiosis interminable de lamentos y frustraciones que ahora mismo hacen que mi espalda se quiebre en varios pedazos. Pero no.

Es esa brujita de chapa, con no sé cuántas inscripciones jeroglíficas atrás, que mi vieja compró para la “buena suerte” a alguna revista de esas que miran las mujeres para encontrar alguna necesidad con dejos místicos, en las peluquerías o confiterías anticuadas, ya sabés.

Cuando me la obsequió yo era adolescente y todo me salía mal (o quizás todo me salía mal porque era adolescente) y ni bien un día de rabia la miré, con su diente salido y el flequillo tapando esa vil mirada que goza del mal ajeno, la hice desaparecer.

¿Por qué se me dio por revisar a fondo mi cuarto, encontrarla y meterla en la cartuchera que llevo conmigo a todos lados? Puede sonar inmaduro, pero es acertado. La culpa es de la bruja







viernes, 14 de junio de 2013

Espejo









Espejo
(por Emilio Nicolás)




Tu rostro explota del otro lado
Pero no atraviesa los cristales




De este lado estoy mi yo interior, ese que siempre estuve dentro, ese que estoy y que ahora veo.
De este lado estoy mi yo interior y una pared entre los dos y que lo refleja todo de pronto se convirtió en agua bajo mis pies y ahora estamos acá los dos. Él es yo y yo es él. 

Del otro lado pasan gordas que se miran, preocupadas y flacos que se aprietan las  costillas. Pasan individuos con labios grandes, o con manos peludas, con pies chuecos o con panzas prominentes. Pasan humanos no tan humanos. Pasan gatos que me miran, pero que no pueden llamarme. Pasan señoras que lloran sus años, pasan jovencitas que lloran su edad. Pasa la carne, pasa el billete, pasan apurados, tanto que ni se miran a sí mismos. Del otro lado pasan.

Y en un principio golpeaba con vehemencia hasta que los puños hinchados y tajados hacían dibujos enrojecidos que del otro lado se hacían ver como manchas de humedad que todos intentaban limpiar, sin caso alguno.

La maldita costumbre de empezar a limpiar desde afuera hacia adentro.

La mancha está del otro lado, dije una vez, pero sin ganas. Y nadie escuchó, como solía suceder.

De este lado estoy mi yo interior y del otro lado un desfile de bestias hace retumbar al suelo, pero acá no llega ni una sola vibración. Será mi orgullo o será el tuyo. No sé. Soy demasiado engreído para reconocerlo.


Tu rostro explota del otro lado
Pero no atraviesa los cristales










miércoles, 5 de junio de 2013

Horror Vacui





Horror vacui
(por Emilio Nicolás)




Cuando estoy en tu cuarto cierro los ojos.

Cuando los cierro escucho voces que no he de reconocer jamás, y sobre cuya procedencia no tengo interés particular.

Cuando estoy en tu cuarto me siento invadido. Cada espacio ocupado ha de gritar. Han de hablar los detalles, todos al mismo tiempo, con el tono grave y con el tono agudo. El chirrido se vuelve intenso, no puedo cubrir mis oídos ni soy capaz de manifestar la valentía de abrir mis ventanas y enfrentar la escena grotesca de tu rococó personal.

Cuando estoy en tu cuarto veo marrón, generalmente. Y marrón bailando con todo lo demás. Marrón haciendo el amor con todo lo demás. Penetrándolo y volviéndolo a penetrar. Fluyen a chorros las mezclas indómitas, jamás vistas y jamás con intenciones de ser descubiertas.

Por eso cierro los ojos. Cierro los ojos mientras chorrean las paredes, cubriéndolo todo. Me recuesto en tu cama, visualizo un jardín, huelo el humo estancado de colillas arraigadas. 

Mar gris en el cielorraso. 

Huelo la humedad del suelo evaporándose hacia mis fauces en hilos ondulantes. Huelo los murmullos, que se escabullen hasta canalizarse en mis venas y emprender una carrera hasta mi centro.

Los siento a todos llegar a la vez, y me pregunto por qué. Entre todas esas voces chirriantes está la tuya y la busco y trato de acentuarla, o de menguar a las otras miles, gruñendo. Pero no puedo. 

Acaso algo dentro de mí no me deja filtrar. Todo penetra junto, taponando el corto espacio que me queda para respirar. De nada sirve pedirte que me ayudes, mi garganta en estos momentos está atravesada por los diminutos detalles que bloquean la salida y no puedo más que dejar de forcejear, permanecer con los ojos cerrados y dejar que mi vacío se inunde de a poco. Y me termine por sofocar.









Suicidio intelectual


Suicidio intelectual
(por Emilio Nicolás)





He de partir 
no más inercia bajo el sol 
no más sangre anonadada 
no más fila para morir. 

Alejandra Pizarnik






Lo tengo sabido.

Lo tengo sabido aún cuando lo tenga dentro de un sobre sellado, acurrucado en mi bolsillo. 

Es uno entre tantos, entre millones. Uno por cada par de ojos que se cruza en mi camino mientras transito la ciudad en la mañana. El silencio lo dice todo. 

El mío está intacto, quizás un poco humedecido, por mis manos que transpiran y se esconden en lo oscuro, pero aún liso, llano, siendo que el tuyo está un poco maltrecho, bastante arrugado.

Lo tengo sabido, creo que en menor o mayor medida, todos lo sabemos. Pero me pregunto cómo harán por las noches para cerrar sus ojos sin ver dibujados sobre los gélidos muros de sus cuartos, a los escuálidos dedos de araña, llevando con palabras mudas el inevitable anunciado.

Caminamos, inertes, bajo el sol de una mañana de otoño. Sostenés con un brazo tu mochila y yo agarro fuerte de las tiras de la mía. Presiono el puño, miro a los árboles, te miro sonreír, o te veo cabizbajo. Te escucho pero también me escucho, por dentro. No puedo prestar atención a ambos. Por momentos me elevo, o me arrastro, no sé. Pero me voy. Y seguís vos ahí, sin tomarme de la mano.

Los autos pasan como proyectiles encaminados al mismo horizonte. Y yo tengo que evadirlos. Y me muevo en zigzag o me detengo un momento. Presiono fuerte las tiras. No entiendo por qué tengo miedo. Ha de ocurrir en algún momento.

Te veo partir, en una de aquellas cosas que se mueven veloces, presurosas por llegar al fin del mundo. Qué gran cosa, ¿Con qué derecho te has permitido arrebatarte tu vida? Te escucho hablar de las banalidades de siempre mientras me esfuerzo por preguntarme todo. Todo. Y solo hay silencios.

Y a cada momento que se me interpone el espejo, es el mismo sujeto, cada vez más estropeado, el que me mira quieto, sin haber abierto sus alas, sin haber despegado del planeta, sin haber gritado al mundo ni alegrías, ni lamentos. Es el mismo y lo miro extrañado y me mira igual. 

Cansados, ya no intentamos entendernos. 

Me recuesto entre flores azules en un campo abierto, quizás este sea el motivo, una constante huída al mundo interno. Respiro, por fin, entiendo ahora por qué a muchos nos ha de gustar dormitar aún cuando brilla el día. Pero no he de dormir por siempre, no. En algún momento mis ojos captan el momento, y caen de la cama bajo el cielo abierto, atravesando nubes y cortándose la piel con el violento viento. 

Me levanto, con los ojos heridos, mojados. Me levanto no sin antes apoyar mi rostro entre mis brazos cruzados y apoyados en el frío suelo. ¿Que soy un niño, dices? A veces, o siempre lo prefiero. He de encontrarte en la oscuridad de las necesidades inventadas y de las preocupaciones y los miedos a perder todo lo que jamás fue nuestro. He de encontrarte cuando me ponga mis ropas de humano y coloque sobre mis espaldas mi mochila llena de cosas con fecha de vencimiento.

Y entonces parta, sin moverme.

¿Para qué estoy, entonces, si he de irme como llegué al mundo, desnudo y, en el mismo lugar quieto? Lo tengo sabido, creo que todos lo sabemos. Lo tengo escrito dentro de un sobre en mi bolsillo y que, a diferencia de mi cuerpo, no se consume, así de tortuoso, así de lento.

Mi corazón grita irritado, contando los segundos mientras se escapa el tiempo. Ahí se va un segundo y otro y otro y mientras estiro los brazos no encuentro el momento.

Nunca está preparado.

Mas después de haber sollozado un buen rato, me dices que no llore, y que no piense más, como si en dejar de pensar estuviese el secreto para jugar entonces, a ignorar lo que todos sabemos.






sábado, 13 de abril de 2013

Solamente yo






Solamente yo
(por Emilio Nicolás)



Este sitio parece estar hecho para ancianos. Por ancianos y para ancianos. Por donde veo hay sacos grises, anteojos y cabelleras blancas. El sitio huele anaranjado, medio marrón, o al menos eso siento. Juego con uno de mis dedos alrededor del vaso de jugo, doy vuelta el borde, formo un círculo, dos, tres. Todo parece prepararlo a uno para morir, para morir plácidamente en lo que sería una suerte de siesta larga. Una que no termina nunca. La música, los movimientos de sus brazos, la cámara lenta todo, todo, todo el tiempo.

Hace pocas horas me estaba quejando del dolor de espaldas y ahora comienzo a sentir nada. Pasé tantas horas en la cama, por culpa de ese medicamento tan fuerte que me convierte en una hoja frágil, arrastrada por el viento. Tuve el valor de dejar esas frazadas que tanto me gustan, las que dibujan grandes plantas que parecen querer tragarme.

Tengo la vista nublada. Cincuenta y dos círculos, cincuenta y tres. No tengo idea de si es mi cabeza la que se está moviendo. El vaso se disuelve y se funde con la madera de la mesa. Mi dedo se cae dentro del líquido y forma con él un color nuevo, raro. Sacudo la cabeza. Todo vuelve a su lugar. El mozo me trajo la cuenta.

Los ventanales de la confitería parecen peceras gigantes de agua turbia, y las personas abrigadísimas dan vueltas en el mismo lugar tantas veces como doy vueltas con el dedo sobre el borde del vaso. Dirijo las pupilas a sus mejillas, que se enrojecieron. Sus ojos se convirtieron en dos pequeñas líneas, intentando mirar más allá de los empujones contra el cuerpo, contra el cuerpo entero. Tengo que salir al viento, y no creo poder sujetarme de algo.

Acá adentro hasta la pantalla del celular parece hacer juego con el escenario. Los botones también se ponen del mismo color, naranja, cuando levanto la tapa.  La foto de él y yo juntos. La lista en la agenda debe tener unas dos o tres personas por cada letra del alfabeto. Ninguna de ellas me importa ahora.

Porque ahora estoy saliendo, muy despacio, muy desganado. Hoy no tengo amor, o creo que hoy no lo necesito, lo tengo lejos físicamente y creo que de todos los demás modos existentes. Mi mente de pronto, vaya uno a saber si por el efecto de las drogas o conducida por la melancolía misma, se fue. De pronto se fue. Ni siquiera yo sé dónde está.

Camino, como si tuviera algún sitio a dónde parar. Lo tengo en realidad, pero no lo recuerdo. Las coordenadas están en mi cabeza, que allá va, hacia arriba, con el viento. 

No, hoy no necesito al amor, no necesito a nadie, a absolutamente nadie.

Las manos se congelan inmediatamente. Las dejo reposar dentro de los bolsillos, cada uno lleno de pequeños, maltrechos y arrugados papeles inservibles, pero que de algún modo conservo ahí, conmigo. 

¿Por qué los conservo? A fin de cuentas hoy nada es mío.

¿O por siempre?

Los pequeños papelitos vuelan, libres, escapando de su cruel captor que ni cuenta llevaba de los días, o meses o años que permanecieron allí, cautivos. Los miro. Nada es mío. Nada es nunca mío.

Solamente yo.