martes, 28 de junio de 2011

Delator






Delator
(por Emilio Nicolás)




Lo más gracioso es que aquello que me desesperaba en su momento era no conocer una manera de demostrar la vericidad de su existencia. Nada ocupaba más espacio en mi atolondrada cabeza.
La calle nunca había estado tan tranquila, claro que nos encontrábamos inmersos en la plenitud de la madrugada. Los hogares estaban sellados, y en ellos sus habitantes se escondían, se cubrían el cuerpo completo, huyendo de la espesa niebla helada que acecha las calles lentamente mientras el sol comienza a bajar con la cuenta regresiva.

El terror estaba en el silencio, y en la negrura de un pueblo abandonado que en realidad sólo era presa del miedo. No se oía un quejido, no se escuchaba un lamento. Sólo pedazos de piedra sellados, uno junto a otro, ni siquiera un suspiro, ni un revoloteo. Hasta las aves habían encontrado algún refugio para postergar sus vuelos.

Yo no tenía miedo.

O quizás sí lo tenía, pero me inclino por pensar que estaba seguro, y que de alguna forma no había más que certezas fluyendo por mi cuerpo, que irónicamente temblaba por el frío y hacía visible mi aliento.

Reí en soledad, porque pensé que si en aquel momento alguien estuviese presente en aquel pueblo muerto, seguramente se percataría de que algo me perturbaba y me impedía refugiarme con los demás mortales, que se metían bien dentro. Pero en un pestañeo recordé que a fin de cuentas no estaba solo. Durante un segundo había olvidado lo que tanto me quitaba el sueño.
Su presencia. Su presencia que sólo yo conocía. Su presencia que sólo yo conocía y que nadie jamás llegaría a conocer.

Giré mi cabeza hacia mi izquierda. Sentí el frío, después de llevar tantos minutos mi cuerpo entumecido e insensible. Ahí estaba él. Pensé que estaría sonriendo, pero no. Lucía igual de serio, como si fuese mi espejo.

Se percató de mi mirada, pese a que tenía los ojos puestos en lo alto del firmamento. Pestañeó cuando mis ojos se posaron en los suyos y dijo, dibujando figuras con su aliento:

- Qué inmenso es el cielo.

Miré las estrellas, que alto, muy alto, manchaban el negro techo que a todos nos cubría dejándonos sin amparo, sin sitio a dónde huir a fin de cuentas. Sin sitio que atrase el encuentro.

- ¿Lo conoceré alguna vez? - dije casi murmurando.

No respondió.

Su figura se volvía borrosa y detrás de él un árbol bailaba muy, muy despacio. Habíamos permanecido en la negrura de la noche y el aire nunca había estado tan denso, mas ahora comenzaba a suspirar casi agonizante, o casi como alguien que está naciendo.

- Ya les dije dónde te encuentras - me dijo sin volverse hacia mí.

Me di cuenta de que me tenía miedo. Durante tanto tiempo había sido mi compañero en silencio, mi persecuta condenado a ser mi sombra día y noche, a todo momento. Y finalmente sería libre de elevarse, quizás conmigo, o quizás no. No lo sé. Ni lo sabía en aquel momento.

Quise llorar pero no pude. No tenía sentido. Ni él ni yo nos hubiéramos creído. Las palabras, las acciones, absolutamente todo era puesto en duda, todo debía pasar por extensas pruebas de reconocimiento. No tenía sentido. Quizás por eso no tenía miedo.

- Durante casi toda mi corta vida quise probar tu existencia, y mira lo que me has hecho - repliqué con la voz cortada.

- Y mira lo que te has hecho - Respondió.

Me quedé en silencio.

Ya no tenía sentido. Aquella alma errante cuyo descanso jamás le había sido otorgado por fin cortaba las cadenas que, quién sabe por qué, lo ataban a mi cuerpo de carne y huesos. La liberación sería para ambos. Ahora, sólo bastaba esperar por quién sabe qué o quién, que ya estaba arribando a mi puerta, anunciando su llegada el viento.

El olor a muerte inundó el pueblo entero, pero a nadie más podía alcanzar, ya que todos se refugiaban bajo sus cristianos techos. No estábamos más que él y yo, ambos sonriendo. La puerta se abrió de golpe, violentamente (si tan sólo alguien lo hubiese visto...) Y lo demás...

Lo demás no lo recuerdo.






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domingo, 26 de junio de 2011

Sleepwalker (Samantha Darko)




Sleepwalker (Samantha Darko)
(por Emilio Nicolás)







Cuando despierte (otra vez)
y nada me quede más que ruinas
de mí, desarmado
y me pare frente a mis brazos
mis piernas
mi torso y cabeza
desparramados por la tierra
cuando encuentre mi rostro en mil pedazos
y mis cabellos, esparcidos en el aire

Cuando despierte (de nuevo)
y nada me quede más que ruinas
mis manos heladas concluirán el proceso
acabarán por entumecerse por completo
y mi rostro no cambiará su expresión
Nunca más

Podría decir que dolerá saberme en el borde
a punto de cruzar la frontera a un lado o a otro
Me sostiene la esperanza de un mundo idealizado
inventado, de fantasía y de unicornios
donde prevalece la calidez y la lealtad
que los caballeros tuvieron una vez
y que hoy se convierte en lo que (me miro las manos)
hoy creo que soy

Pero

La rigidez se apodera de mi cuerpo y se arraiga despacio
avanzando cada vez más hacia el centro, punzando y atravesando
intento renegar de su caprichosa carrera contra el tiempo
pero no puedo más que detenerla por unos segundos y luego verla avanzar
por días enteros

(el cielo se ve entero
cuando yaces sobre una ruta
fingiendo estar muerto)

El sol entra y sale todo el tiempo
y lo único que puedo hacer es esperar
confiar en la pequeña llama que aún arde
en el centro de mi pecho




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sábado, 18 de junio de 2011

Tempus Fugit






Tempus Fugit
(por Emilio Nicolás)





Sé que lo mejor es prepararme
sé que la tormenta viene una y otra vez
Los buenos tiempos no son eternos, lo sé
Hoy duerme junto a mí, con su rostro hundido en mi pecho
y siento el perfume de su cabello entrando y saliendo, cada vez que respiro
y siento el calor de su piel pegándose a la mía
y veo sus ojos entrecerrados, o entreabiertos
y sé que la tormenta viene una y otra vez
lo miro y le sonrío
y pienso
algún día te irás


Entonces lo abrazo fuerte
le susurro al oído
sujeto sus caderas
lo acaricio con la nariz
con la cabeza
con los pies
lo miro

Y cuando se va
me quedo contemplando su figura
caminando en la oscuridad
subiendo dos o tres escalones
alejándose a gran velocidad
y el viento me despeina, apenas un poco
y mi rostro no cambia su expresión
y me pregunto si será la última vez
o si habrá otra, quizás

Levanto la mirada mientras lo imagino
sentándose en algún lugar
pienso en lo bien que me está haciendo
y pienso que sentir eso
puede ser que esté mal

El cielo, por momentos, se torna gris, medio negro
pero si miro detenidamente
una estrella me guiña un ojo entre tanta nube

Mi reloj se detiene
y de pronto el espejo que se para frente a mí
se pone detrás y el pasado se deja de mostrar

Parpadeo
vuelvo a parpadear
y lo hago otra vez
sonrío mientras volteo
y el colectivo se va

Es probable que mañana lo vea
o puede que me esté equivocando
como sea, no es momento de pensar
estoy conmigo ahora mismo
además de la noche
además del cielo movedizo
además del viento
y me pongo a caminar...




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domingo, 12 de junio de 2011

Cuando juego a ser insensible





Cuando juego a ser insensible
(por Emilio Nicolás)




Cuando juego a ser insensible
me paro frente a un espejo
y trato de leer mis gestos
los cambio
uno por uno
de triste a alegre
de vivo a enfermo
y por momentos me creo
por momentos sólo me veo

Cuando juego a ser insensible
me da igual el mundo entero
si un amigo me deja de hablar
o si mi madre
de pronto
no me quiere ver más

soy nada más
nada más que un extranjero

Y cuando juego a ser insensible
mis respuestas son cortas
y mis pensamientos largos largos
nadando en mi cabeza
y hundiéndose en el centro

Cuando juego a ser insensible
no me doy cuenta
de lo ridículo que estoy siendo

Cuando juego a ser insensible
pienso que no te pienso
pero entonces ya te estoy pensando


Cuando juego a ser insensible
dudo si realmente es un juego
¿Qué tal si de verdad soy insensible
y no soy más que un buen actor
que dramatiza sus sentimientos?

Cuando me doy cuenta
de que no juego a ser insensible
y que en verdad lo estoy siendo
siento el patetismo
corriendo por mi cuerpo entero

Ya no le creo al que tengo al lado
ni al que tengo atrás
ni al de en frente
y tampoco a mí me creo


Cuando soy insensible
a nada le encuentro sentido
extrañarte termina siendo un juego
tener hambre es una ilusión
querer un beso es no quererlo
estar viviendo es sólo un sueño





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jueves, 9 de junio de 2011

Que (no) te olvido






Que (no) te olvido
(por Emilio Nicolás)






Te llamo para olvidarte
Para mirarte, o imaginarte por última vez
Parado en frente mío, así como te recuerdo desde hace dos meses
y medio


Me río
porque quizás ya ni estás así
quizás te teñiste el cabello
te cortaste una oreja
te creció un ojo
¡Qué se yo!
Pero es así como te recuerdo
es así mi último recuerdo

Y también me río
porque te tengo en frente mío
ahora mismo
aunque estés lejos
(y vuelvo a reír porque)
más lejos todavía
de lo que yo antes consideraba distante

y ¡qué más da!
Las vueltas de la vida son graciosas, sí
Me paro en medio de la calle, débil
la cara se me congela
no siento las piernas
y se me ruborizan las mejillas
de frío
y la nariz la tengo helada
y los ojos me lloran
y las manos no las siento
y sin embargo yo sí me siento, frágil
así de frágil como siempre me mostré
cada vez que asomabas por acá
el frágil que nunca fui
el sumiso que nunca fui
el cobarde que nunca fui


Pero ya no me importa nada
sacudo la cabeza
me duele la espalda
estás arriba mío ahora
y te bajo y te pongo en frente mío
y te digo
que te olvido
que te olvido
que te olvido
que te olvido

y después me vuelvo a reír
me río a carcajadas
como el idiota que soy
que pretendo seguir así
como si nada
pero no
no puedo
agarro tu mano imaginaria
invisible y sombría
pero que aún así se extiende
para que la tome
para que haga de cuenta que la estoy sujetando con fuerza
y que siento su aspereza
y te miro
te digo
que te olvido
que te olvido
que no te olvido



No quiero que desaparezcas
pero el tiempo está haciendo estragos conmigo
me da vueltas y vueltas y me mete más y más
en el delirio
caigo al suelo
no quiero pero tu imagen
se vuelve más y más borrosa
y me río
me río de vuelta me río


Porque te digo
que te olvido
que te olvido
que te olvido


y seguramente mañana
estaré hablando de vuelta
solo
pero contigo





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lunes, 6 de junio de 2011

Los Románticos





Los románticos
(Por Emilio Nicolás)




De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Se lo decía unas dos o tres veces a la semana cuando le tocaba cuidarme. Lo recuerdo tan bien.

Y ahora ella asciende. No sé por qué (o quizás sí, pero me gusta jugar al asombrado), pero asciende, para volver a mirarme con sus ojos brillosos, su rostro con aún más arrugas de las que tenía y sus pelos contaminados de cenizas y constante polvo chorreándole a mares por todas las puntas, creando un velo grisáceo que no deja de resurgir y cubrir de a ratos su figura repulsivamente obesa cuya mitad superior salta a la vista y la otra mitad sólo el Diablo sabe a dónde fue a parar. La vieja sujeta el pavimento como si fuese a caerse aún más al centro del planeta, dónde aquella fuerza magnética de seguro se la llevó esa primavera para nunca más hacerla regresar. Excepto hoy.

De chico siempre se lo dije; moriría por amor, y eso me llevaría a acompañarla en la eternidad. Semejante castigo hemos de recibir y no lo discuto. Los románticos no podemos ir a otro lugar. Los románticos egoístas, oportunistas y vividores que usan a aquellas pobres almas como propósito de su único sustento: el amor por el amor, por la ilusión del amor y de nada más que del amor.

Contadas fueron las veces que presté atención a sus palabras cada vez que se quejaba de algo o que abría sus largos expedientes de anécdotas a mí en esas incontables noches de verano sobre el paredón de la anciana que vivía frente a nosotros, otra que de seguro está nadando en azufre. Me conformaba su rostro y el calor del aura que rodeaba cada parte de su cuerpo. Me conformaba su perfume masculino fusionándose con el mío. Me conformaba con fijar la mirada en su mano, reposando sobre su rodilla y hasta aquella pulsera de bolitas negras que le presionaba la muñeca. Me conformaba él, pero poco y nada podía hacer por él más que adorarlo.

De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor, pero es ahora, mientras el viento más lento del mundo se desliza desde mi cuerpo hacia afuera y soy yo el que lo empuja mientras me acomodo en lo que parece ser una caída interminable, cuando me doy cuenta de que quizás estuve todo este tiempo equivocado y de que quizás exista la mínima posibilidad de que alguna vez, alguna vez sí, estuve bajo los hechizos de aquello que solían llamar amor, y que para mí no era más que una absurda excusa de los ignorantes para llenar aquel vacío que no procuraban saciar mediante la búsqueda personal y constante de todas las verdades alcanzables sobre uno mismo y sobre el universo alrededor. El miedo a morir atrapado en la soledad, que no es más que la evidencia de la falta de conciencia sobre la posesión de lo único que necesitaremos en este recorrido (que a mí ya se me termina). La propia pertenencia.

Y fue así como me moví por las tierras y por los mares y por los cielos: el enamorado del amor que iba tomando diferentes víctimas a medida que avanzaba, y a medida que envejecía. Siempre sosteniéndose de sí mismo y siempre al acecho de jóvenes de equivalente género. Me importaba poco y nada el pudor o las explicaciones o cualquier otro indicio que destacase alguna suerte de anomalía de un sistema ordenado quién sabe por quién y con cuáles objetivos. “No nací para ser una máquina de procrear” era todo lo que solía responder y nada más. Con la bandera de la libertad individual y sin luchar por ninguna causa común más que la de mis múltiples personalidades mutables que habitaban en mi cuerpo, me moví llevando todo lo que tenía por delante y conquistando (o no) a cuanta belleza de ojos celestes o avellana, de cabello largo o corto, rizado rubio u oscuro se me cruzase. Por donde quiera que iba el amor caminaba paralelamente a mí, o se me cruzaba o tropezaba contra mi pequeño cuerpo en alguna avenida y luego me sonreía pidiendo disculpas, dejándome atónito y feliz.

Y era cuestión de tiempo para mutar, pasar de una estación a otra, reinventarme y re-enamorarme una y otra vez. De comienzo no era más que un niño en la búsqueda del amor puro, de aquel que no conoce la mentira ni la mugre que se esconde bajo las alfombras ni la superficialidad de la atracción corporal, meramente visual, táctil (y caliente) gustativa y olfativa también (el oído participaba poco y nada, con algún que otro gemido, y nada más)

Pensé que nunca superaría aquella barrera inquisidora que toma como una garra gigante y venosa a todos los ingenuos que pretenden creer en el amor recíproco y los barren a los abismos de la utopía donde sueñan eternamente, corriendo de un lado a otro, clamando un poco de atención. Creo que una mitad de mí quedó allí, mientras la otra se sumergió en el hedonismo egocéntrico y desinteresado hasta el éxtasis, ascendiendo más y más; gritando y arañando espaldas cada vez con más fuerzas y con los ojos más cerrados y la cabeza dando aún más vueltas. Moldeando el significado del amor al punto que ya no duela.

Entonces caí sobre aquel colchón.

Y me incliné sobre él, minutos después.

Su pulsera estaba en el suelo. La levanté sin salir de la cama y la sostuve sobre mis manos. Creo que por alguna razón se la había arrancado minutos antes de acabar con el ritual. Él estaba en el pequeño baño junto a su cuarto. Había abierto la ducha; lo supe porque comencé a escuchar el sonido monótono de los chorros cayendo sobre el suelo de cerámica. Me pregunté por qué no tuvo la idea de invitarme junto a él, mientras mi cabeza seguía baja, y mis ojos no perdían la concentración de las bolitas de la pulsera y mis dedos índice y pulgar no dejaban de pasar entre una y otra.

Me pregunté desde cuándo de pronto me importaba el interés de otro más de tantos si el acto final ya se había consumido, como la mugrosa vela amarillenta que acababa de extinguirse, imposibilitándome seguir contemplando su pulsera, su maldita pulsera que se clavaba en mis ojos cuando nos sentábamos a conversar sobre ese frágil paredón en las noches de verano. Había usado más de la cuenta el oído. Quizás era necesario. Quizás compensaba que no haya emitido sonido alguno mientras bailaba suavemente sobre mí. Mientras con disimulo le arrancaba aquel adorno de su muñeca y lo dejaba morir en el suelo, invitándolo a dejarnos solos a él y a mí de una vez por todas.

Sólo su respiración por la nariz. Fuerte. Débil. Luego fuerte. Luego muy leve.
Me pregunté qué tan caliente estaría el agua. Me pregunté si hubiese sido oportuno acercarme. Sujeté la pulsera y miré hacia puerta del baño, que estaba apenas abierta, dejando pasar al único rayo de luz que había en todo el panorama. El cuarto se mecía despacio en la oscuridad mientras las pequeñas partículas de polvo bailaban en la delgada línea blanca que me invitaba a atravesarla, a salir de la negrura y romper en trozos de una vez mi dignidad como en los viejos tiempos. Él no parecía estar muy interesado. Su celular comenzó a sonar entonces. Pero no le prestó atención. Me acerqué a su pantalla haciendo el menor esfuerzo posible, inclinando la parte posterior de mi cuerpo a la superficie de su mesa de luz (que por cierto no tenía ninguna lámpara sobre ella) El aparato vibraba al ritmo de aquella pegadiza melodía del videojuego del fontanero. En la pantalla principal se dibujaba el rostro de una joven que me resultaba familiar. Muy familiar.
De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Hasta entonces si recordaba aquello de seguro me echaba a reír, burlándome de mí mismo, como ahora se burla la vieja mientras araña el suelo pavimentado, dejando marcas con las garras de ambas manos. Una de ellas sólo hace rayas diagonales que se cruzan entre sí y forman garabatos de grietas. Las uñas se le quiebran y vuelven a crecer una y otra y otra vez. La otra mano escarba y escarba en el punto preciso donde cayó la pulsera y la hunde aún más, más abajo, obligándola a desaparecer de mi vista. Y ella mientras lo hace ríe y ríe estruendosamente sin detenerse, dibujando una expresión colérica con la ayuda de los únicos tres dientes que fueron capaces de aguantar sus últimos días y sus ojos resplandecientes que opacan a la misma luz del pequeño baño junto a su cuarto. La cama donde hacía minutos sumergía mi cuerpo una y otra vez parece cada vez más lejos. Sin embargo hacia allá me dirijo. Y nada ansío más que sentir la pesada cabeza (que viaja a mayor velocidad que el resto del cuerpo) sobre su colchón, sobre el colchón que él abraza cada noche y que impregna de su fragancia, la misma que cada vez que se sentía en el aire anticipaba su llegada a la vereda de mi casa, con una sonrisa detestable y los ojos achinados. Con su ropa siempre fresca y esa pulsera que no dejaba de burlárseme. Aquel colchón que estaba impregnado de él y de nadie más que él. Ya era tarde. No pude salvarme. Mi juego volvía a fallar como en los viejos tiempos. Y esta vez era definitivo.

De chico siempre le dije a mi abuela, a mi puta abuela que moriría por amor. Pero nunca por alguien que me amase, sino por alguien a quien yo pudiese amar y sufrir por él. Hay quienes dicen que el amor sin sufrimiento no es realmente amor. Yo digo que nunca me llegué a amar a mí mismo. ¿A quiénes quise engañar?

La de la foto no en vano se me hacía familiar.

De chico siempre se lo dije. Pero para ese entonces yo estaba enamorado del amor. O de él. No lo sé. Ahora mismo me lo estoy re-preguntando. Porque en lugar de ansiar tener su cuerpo sudado contra el mío me sentaba junto a él horas y horas a escuchar sus anécdotas banales, vacías y carentes de gracia y a fijar mis ojos en su pulsera, porque siempre tuve miedo de mirarlo a los ojos. Siempre tuve miedo de mirarlo a los ojos.

Y como no hacía otra cosa que mirar su muñeca entonces nunca me percaté que en ninguna de esas noches faltó la presencia fantasmal de aquella chica que pasaba y pasaba de una punta a la otra, atravesando nuestro territorio y mirando colmada de rencor. Estuve tan enamorado que jamás me percaté de aquella ira que ahora se acumulaba en su mano y disparaba con las más grandes fuerza y velocidad contra él. O contra mí.

De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Y la muy infeliz nunca me creyó. No sé por qué lo hice, si para reivindicar mi estúpida fantasía del pasado o porque realmente me había enamorado. Yo digo que puse en una balanza su existencia excesivamente maravillosa y la mía. Entonces caigo sobre la cama y sigo de largo, dejando mi nombre firmado y sigo directo al suelo, mientras me percato de que no estuve enamorado de él. En realidad nunca sentí amor. Ni por él. Ni por nadie. Ni siquiera por mí.

De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Ahora la vieja mientras se arrastra a buscar mi cuerpo, que finalmente terminó de caer, incesantemente ríe y grita de manera ensordecedora: ¡Te lo dije, te lo dije! ¡Jamás morirías por amor!






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