viernes, 26 de marzo de 2010

I am a Demon





I am a demon
(por Emilio Nicolás)




Y después de prácticamente un año desde que dejé que tu rostro se quede helado, mirando a mi nuca haciéndose cada vez más chiquita en el espacio, la encontré. Quizás te rías, quizás tengas unas cuantas lecciones en la punta de la lengua todas directo a mí, y sí. Las tomo. Mis manos no me temblaban, al contrario, estaban más rígidas que nunca, apoyadas sobre el colchón sobre el que alguna vez te quedaste dormido después de tantas caricias (yo nunca me quedé dormido, yo siempre me obligué a dormir) Algo en mí estaba intentando conmoverme, del viejo cajón de abajo (el último de todos) no había quedado nada, todo estaba revuelto por el suelo y debajo de la cama donde alguna vez me escondí después de apagar las luces y de decirte entre risas que intentes buscarme. El imaginarte inmerso en la completa oscuridad, siendo víctima de un juego casi perverso me hacía correr la sangre, confieso.

Entre mis manos primero había estado un libro viejo, bueno no tanto, o quizás estaba en tan perfecto estado que el correr del tiempo no se hacía notar en sus colores amarillo fuerte y blanco nuevo. El mismo contenía frases de aliento para que las circunstancias de la vida no nos tiren abajo, sin dejar de ser un libro para chicos, perfecto regalo de un padre a un hijo y también una perfecta forma de iniciar a un niño en la lectura de baratos libros de autoayuda. En la primera página había un contador en el que colocaba mi edad desde el primer momento en que me fue regalado aquel objeto. Lo tengo desde los trece años, al parecer (confieso que me sacó una sonrisa ver mi letra igual de desastrosa a pesar del paso de los años) Y en la contratapa estaba una dedicatoria de quien me regaló el libro, mi padre.

"Para mi hijo, para que nunca te rindas y luches por tus sueños. No dejes que obstáculo alguno te haga besar el suelo"

Una risa irónica se escapó de mis labios, y el cuarto comenzó a dar vueltas. Es gracioso que me lo haya regalado la misma persona que diez años después se borró del planeta así, fácilmente y me dejase casi solo, peleando el doble de lo que venía haciéndolo, y dejando mis inútiles miedos infantiles, absurdos, para poner en su lugar miedos que de verdad dan miedo.

En fin... como verás, todo de esa perversa caja rectangular de madera parecía estar dispuesto a predisponerme de tal forma, había cartas de ex compañeros de la secundaria, fotos de cuando era pequeño, hojas de carpeta que me hicieron recordar viejas materias y hasta cuadernos para estudiar añejas lecciones que tanto me hacían sufrir y que hoy en día podría estudiar en cinco minutos. También estaba un cuaderno donde dedicaba empalagosas palabras a mi primer amor (¡con cuánta facilidad uno dice Te amo cuando se es adolescente)

Había también agendas, una carta de mis padres del momento en el que me fui por primera vez de campamento... tantas cosas que pudieron sacarme alguna que otra lágrima, sin embargo y como sabrás, nada salió. Simplemente un pseudo suspiro que me dejó secretamente débil. Mi cuerpo se convirtió en un cascarón perfectamente completo pero vacío por dentro. ¿Cómo habrá hecho la pequeña criatura para escapar del mismo sin siquiera quebrarlo? no lo sé, pero es algo que no importa ahora. El cuarto comenzó a dar vueltas, o bien yo comencé a dar vueltas. El suelo era una laguna que cubría gran parte de mis pies y desde el espacio debajo de la puerta podían verse pasos que corrían de un lado a otro del otro lado, en el pasillo (nunca hubo nadie más que yo en la casa) Otros demonios al acecho.

En el fondo del cajón estaba tu despreciable carta, esa misma que dejaste después de viajar horas como el más perfecto de los idiotas bajo la puerta de casa y sabiendo que yo iba a arrojarla lejos, como un boomerang... que siempre vuelve. Quizás por eso te animaste a hacerlo, como el más perfecto de los idiotas del cual todos ríen, porque no sabe más que asentir con la cabeza a todo lo que le dicen y seguir como perrito fiel que perdió el criterio y la voluntad. No eras tan así después de todo.

La miré tan bien envuelta en celofán junto a una de esas ridículas tarjetitas que venden por dos monedas los niños en el tren. Hice una mueca de asco y mi mano tembló durante dos segundos. Dos, nada más.

Recordé esa mañana, después de cerca de un mes sin hablarte, y me recordé imaginándote, entrando sigiloso y recorriendo mis jardines mientras los perros entonaban otra de sus canciones de alerta a las que ya no hago caso. Me recordé imaginándote con el rostro cansado, las piernas pesadas y la mirada triste, dejando ese inútil papel como un último golpe de esperanza arrojado al aire. La carta deslizándose por el suelo de cerámica e intentando atravesar la puerta (iluso, olvidas que por esa puerta nada entra) Y de nuevo me recordé imaginándote como el protagonista de la mejor escena de ternura en la que desapareces con el viento mientras entran al escenario algunas hojas arrastradas por el viento y así de esa forma, quedaría yo como el mejor de los villanos, durmiendo plácidamente envuelto en frazadas mientras te consumes en tu dolor.

La abrí.

La leí.

Me recosté sobre la cama.

Te recordé.

¿Por qué ahora escribes algo coherente? ¿Por qué ahora se te ocurre usar la cabeza?

¿Por qué ahora se me ocurre leerla?

Las imágenes aparecieron de pronto. Los colores fríos. El aire que cortaba las mejillas, por eso tapaba mis pelos con un gorro que sólo permitía asomarse a mi picudo flequillo; y mi boca y cuello tapados con una bufanda que en secreto me picaba la piel. Sólo mis ojos estaban al descubierto y aún así podía convertir el pálido en rojo. Ríos corrían a escondidas. Y tu silencio.

Eras un mastodonte, un niño en el cuerpo de un hombre, parado, envuelto en frío, esperando a la llegada del tren conmigo y con el silencio. Me sentí fuerte, me sentí poderoso, me sentí un hombre en el cuerpo de un niño. Te sentí en la palma de mi mano, sufriendo por haberse escapado de entre tus dedos las riendas de una bestia que ni con toda la experiencia del mundo podrías manejar. Qué iluso.

Aún así fueron divertidos esos días en los que te dediqué mi atención, y aunque para vos era mucha, para mí era desinteresada, inerte y sin trascendencia. Yo sabía que se iba a terminar.

No tengo más que contestar, si quieres saber si me conmovieron tus palabras, quizás sí. Si quieres saber si volvería a buscarte entre la gente ahora que conozco lo que pensabas, sabes que no, sabes que mi orgullo dejó correr al tiempo y que fue lo mejor. Pudiste debilitarme en aquel momento, pudiste sacar la oscuridad en mí como quien abre la ventana en un día soleado. Pudiste, por eso la guardé. Y ahora que a estas cavernas no llega un rayo, nada más me provocó. Me alegra saber que del otro lado estás mejor.

Pero soy un demonio y estoy orgulloso de quien soy.






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martes, 16 de marzo de 2010

Drama

Drama
(por Emilio Nicolás)



Si esta fuese otra de esas predecibles novelas románticas entonces la decisión estaría si dejase de apretar mi puño y abriese mi mano ante ojos brillando de emoción, pero este no es el caso. Él parecía venido de los cielos, incluso su figura, sus colores, sus atributos, todo lo que venía de él tenía ese tinte sagrado y benévolo. Alcanzaba con la simple escena de mis pasos atolondrados subiendo las escaleras de la estación subterránea en medio de la ciudad después de tanto viajar, para encontrar a su figura alta y delgada, imponente, pero sentada en un banco y con la mirada perdida en una hilera de hormigas que parecía nunca acabar. Era un dios que se negaba a ser un dios cuando me veía llegar para no hacerme sentir inferior, alababa todos y cada uno de mis actos, hasta los más torpes, y me hacía sentir asquerosamente importante.

Su sonrisa perfecta y sus cabellos dorados, casi blancos brillaban cuado caminábamos por el extenso pavimento en los primeros días de otoño y aquello me bastaba para sentir arder en la piel la atmósfera que él me ofrecía. Me sentía a salvo, tan a salvo que ya había motivos suficientes para temer. Sus brazos en la noche en la seguridad de su casa se convertían en barrotes para mis alas, y sus besos constantes vejaban mi arisco cuerpo y su amor me empalagaba hasta el empacho. Si esta fuese otra de esas predecibles novelas románticas no habría mucho que pensar, la respuesta siempre habría estado en él, que vivía a tres horas de casa y no le importaba recorrer tal distancia con tal de vernos llegar, que se había hecho amigo de mis amigos y que escuchaba atento cada uno de mis relatos sin sentido con una sonrisa que nada podía borrar.

Sin embargo, en el casi tranquilo ritmo de la noche, estando solo en medio de las dos columnas en la entrada de casa no hice más que mirar a las estrellas e imaginarlo a él. Él venía casualmente (ó no) de las mismas tierras que él. Pero él (él) parecía venido de los infiernos mismos, incluso su figura, todo lo que venía de él tenía ese tinte pesado y oscuro que me hacía (y hace) enloquecer. Alcanzaban cinco minutos a solas los dos, para que, con excelente habilidad lograse sacar lo peor de mí. Me provocaba constantemente (y me refiero a cuando aparecía, ya que solía -y suele- ignorarme por días enteros) haciendo resaltar todos y cada uno de mis defectos.

Apareció de repente una tarde en la que sentí por primera vez el sabor del fracaso y me vi solo a mitad de la ciudad. Se sentó junto a mí, me dijo inmaduro, me nombró irresponsable, incapacitado para el mundo de los adultos, posó su palma entera sobre su cara y volteé la mía para mirarlo sin gesticular. Se fue entonces.

Apareció también una mañana, mientras recién se despertaba y yo preparaba mi cama para acostarme a dormir. Me dijo que el insomnio es un síntoma de la depresión y se fue así, sin más. Con él hablaba dos veces al mes mientras que con el otro no había día en que no nos detuviésemos a conversar. También hacía alarde de sus conquistas amorosas sólo para deleitarse con el evidente yugo que comenzaba a pesar sobre mi mirada.
Pero ¿es que acaso sus espacios en blanco son los que relleno con idealizaciones que lo hacen tomar la delantera? ¿O acaso es real aquel niño asustado y solitario que leo entre líneas cuando pasa por acá? ¿Y si acaso yo también amo la soledad, y me encapricho con imposibles para permanecer así, y nada más? Él sabe darme la dosis suficiente para mantener un eterno misterio entorno a su figura y me pregunto si así va a permanecer.

Suspiro. Si de distancia y misterio se tratase el amor entonces me prepararé para vivir en soledad. Pero es que tantas veces le rogué de rodillas que de mí se aleje, que me permita olvidar que alguna vez conocí a alguien que de manera extraña se ganó semejante lugar, a través de vulgares misterios, discusiones infantiles y recreaciones ficticias que ambos sabemos, podríamos hacer realidad. Entonces es cuando reconozco el miedo en sus movimientos ariscos y se me hace tan familiar. Sonrío. Su pavor anula el mío y me coloca en otro lugar. Siento ganas de animarlo a romper con el fino vidrio entre nosotros y arriesgar, peor yo también temo a perderlo todo con un movimiento y nada más. Quizás el misterio es lo que nos mantiene unidos y al acabarse nos descubriría odiándonos una vez más, o quizás de suceder mañana ambos estaríamos disfrutando de nuestros silencios en el sur mirando al mar. O quizás sea más lo que me haga sufrir que regocijar. O quizás...

¿Y qué hay del otro? ¿Resignarme a perder su devoción por un patán que hace y deshace de mí cuanto quiere y nada más? Si esta fuese otra de esas novelas románticas previsibles todo se daría de forma natural. Atrás quedarían mis caprichos infantiles y con ellos el demonio, borrándose fugaz. Y la escena final sería con ese, que es angelical, caminando por la calle o algo similar.

Sin embargo, y para mi desgracia, estoy escribiendo un drama. Y aún no sé cómo va a terminar.





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miércoles, 10 de marzo de 2010

En la oscuridad

En la oscuridad
(por Emilio Nicolás)




El tren avanzaba rápido, cada vez más y más rápido. Las líneas rectas de las vías desaparecían y volvían a aparecer en una historia continua y predecible que parecía no terminar. Mi brazo reposaba tranquilo sobre el marco de la ventanilla, pero mis ojos estaban inquietos, intentando retener las luces de la ciudad a lo lejos que se iba corriendo a medida que cruzábamos los espacios en la noche. Miles y miles de luciérnagas que a gran velocidad pasaban por mi cabeza. Mis maletas estaban bajo mis piernas cruzadas, mis zapatillas estaban un poco apretadas, el asiento junto al mío estaba vacío, yo estaba vacío.

No supe lo que me esperaba, quería que alguien me llevase lejos, esperé años por alguien que me llevase lejos, que me arrancase del aburrido y hondo pueblo en el que me había gastado hasta quedarme pequeñito, como un Dante sin Virgilio, sin saber hacia dónde ir, aunque con la diferencia de que conocía cada uno de los círculos. No había sitio que pise que no hubiera pisado ya dos, tres, cuatro veces, a plena luz del día, o en el medio de la noche, solo o acompañado (y aún solo). Años esperando, años llamando, años provocando y así había terminado, mi salvador no podía ser otro que yo mismo. Si no lo hacía pronto iba a morir allí, en el anonimato, sin que mi nombre quede grabado en ninguna vereda o sin que las olas del mar rompiesen en mis pies fijos en la orilla. No habría brisa del sur que saborease mis cabellos ni terraza del edificio más alto que me permita besar el cielo desde sus suelos e imaginar que aprendí a volar finalmente.

Como sea que haya ocurrido todo ahí estaba, yo conmigo mismo, y la velocidad. Oh sí, aquella velocidad tan imponente con la que me alejaba de todo, atrás quedaban los libros que leí en aquella biblioteca enorme que de seguro iba a extrañar, y atrás todas aquellas películas que devoré solo en el cuarto al amanecer, atrás estaban los amigos que sentían culpa por no poder llenar ese vacío de soledad, y atrás la familia que sabía que no perdería jamás. Atrás todos, atrás todos y yo atrás también, con los libros, con las películas, con los colectivos de corta distancia y con el gato durmiendo sobre mi pecho. Atrás. Y a toda velocidad alguien más, que estaba naciendo, que pensaba en despertar. Ahora por fin y de una vez por todas no tenía a quién llorar. Miré por delante de mi asiento y había una pareja que hacía horas se dedicaba a descansar. Detrás los asientos estaban vacíos y a mi derecha había un joven que miraba a la ventanilla, igual que yo, la que tenía a mi izquierda. Sus pelos volaban con el viento, él asomaba la cabeza y sonreía, como si supiese más de aquello que yo estaba dispuesto a aprender, a ser libre en soledad, a recorrer los caminos conmigo mismo y con nadie más. Lo miré y sonreí, quise mirar a mi ventanilla pero no pude más, mis ojos se concentraron en los suyos, tan silvestres y tan desesperados a la par. Sus labios se veían seguros pero con una señal de miedo que me inquietaba, y por momentos, por microsegundos que ningún mortal podría detectar, sentí que sus ojos buscaban los míos y volvían a contemplar la libertad. Sacudí mi cabeza y me percaté del silencio, me di cuenta de la ciudad, que ya había quedado atrás, y de las multitudes que seguramente con ella habían desaparecido también, ahora sí se sentía el verdadero vacío a mi alrededor. Tomé mis brazos y pensé: estoy a salvo. Sentí frío en mi rostro y no pude disfrutarlo más, siempre que siento frío me siento seguro, me siento vivo, me siento libre. Me asomé por la ventanilla, no se veía mucho, plena oscuridad, el campo asomaba y con él la ausencia de cualquier clase de luz por donde vallásemos a pasar. Me animé a asomar más el cuerpo, nos aproximábamos a un enorme túnel que nos tragaría a todos en una completa oscuridad.

No creí que el resto lo perciba, todos parecían tan en paz, con sus ojos cerrados y sus rostros relajados. Volvía a prevalecer el silencio. Sólo estábamos despiertos él y yo, no quise mirarlo, no supe por qué, pero no quise mirarlo. Me levanté de un salto, reconozco que soy muy inquieto pese a aquel momento de tranquilidad, y caminé a través del pasillo mirando a todos y a cada uno descansar. La noche era tan joven y tan libre, yo era tan joven y tan libre, no había tiempo de dormir, pero ahí estaban todos, tan desconectados del ambiente, en otras tierras quién sabe dónde, y yo de nuevo, solo, quería tocarle el hombro a aquella pequeña niña que dormía sobre el hombro de su abuela y despertarla para conversar, o quería que aquel marinero apuesto abriese sus ojos para contarme los relatos que seguro guardaba en su historial. Pero hubiese sido poco divertido interrumpir los sueños de los demás, después de todo de sueños vive la gente, de sueños y nada más. Sacudí mi cabeza para corregirme, los sueños no son absurdas ilusiones que quedan en la idealización y nada más, estoy aquí, lejos de todo y de todos para volver los míos realidad, dejé mis pertenencias para volver a comenzar, si pienso que los sueños son sueños y nada más, no creo que logre lo que tanto anhelé alcanzar. Aquel joven tenía su cabeza orientada a mí y me miraba a los ojos con un gesto jocoso, como si estuviese diciéndome a través de telepatía que los sueños son sueños, nada más. Fruncí el ceño y volví a caminar hacia el final del vagón. Creí escuchar una risa pero a esas alturas no estoy seguro de si fue mi imaginación.

Al llegar al final del vagón me detuve al percatarme de lo que estaba ocurriendo, y no era el único que estaba así, con esa sensación de soledad incluso en el vagón que repleto de gente estaba, y no era el único que viajaba para empezar a construir sobre ruinas que yo mismo había mandado a tirar. En sus ojos repletos de libertad se veía una dependencia que me hacía intrigar. Estaba mirando lo que yo hacía y leía mis pensamientos como si le pudiesen importar. El silencio una vez más hizo notar su presencia. Volví a mi asiento y volví a mirar de la misma forma que él al camino que estábamos atravesando a toda velocidad. Mi maleta seguía en su lugar, mi saco seguía frío con el viento que entraba y mi sonrisa asomaba al pensar que él seguía ahí y seguía mirándome y seguía pensando lo mismo que yo.

Entramos al túnel, al tan joven hermoso, mientras el tren pasaba por esa cueva negra, no lo pude ver más. Me recliné en mi asiento, suspiré y sentí su respiración junto a la mía.

Estábamos solos, o estábamos juntos, en la oscuridad.





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martes, 2 de marzo de 2010

Teatro (pero no estás)

Teatro (pero no estás)
(por Emilio Nicolás)




Abajo estaba la multitud. Era uno de esos eventos en los que te emocionas no tanto por ir a ver, escuchar, sentir, tocar con los ojos a esa banda que tanto te gusta y que tanta facilidad tiene para transportarte fuera de la realidad. En el camino los colores son distintos mientras te asomás por la ventanilla del autobús y si está lloviendo, entonces las gotas que golpean el vidrio y se deslizan por el mismo son mensajeros kamikazes que mueren con cada segundo que acerca al momento.

Los asientos vacíos delante dibujan formas que no existen, pero que sí existen en tu imaginación producto de la emoción, figuras y figuras, música en los automóviles que pasan ruidosos o en silencio. Todo tiene sentido. Apretas la mochila que reposa sobre tu regazo, te muerdes los labios y te preocupas por si olvidaste alguna parte de alguna canción. Sí, todo es distinto y todo tiene sentido cuando estás yendo a un concierto.

Pero mi clase de emoción no solamente pendía de esas mismas expectativas. Era uno de esos eventos en los que te emocionas no tanto por ir a ver, escuchar, sentir, tocar con los ojos a esa banda que tanto te gusta y que tanta facilidad tiene para transportarte fuera de la realidad. Sabía que otros de mi especie iban a estar allí. Los mismos que rompen con el circuito de gravedad cuando la orquesta hace su aparición y si el bajo está haciéndose notar, los latidos del corazón se asimilan al ritmo. Todo, o más bien todos tienen sentido.

Yo estaba en la parte alta, en los balcones, con un par de amigos cuya presencia olvidé una vez que entré al salón. comencé a ver rostros, rostros hermosos, miradas perfectas, oídos refinados, oídos que se fascinaban con los mismos encantos en los que caían presos los míos. Sonrisas y rostros inocentes. Parejas. Cabellos largos y rizados, cabezas descubiertas. Sombreros. Ojos de todos los colores. Ojos naturales, ojos artificiales. Me senté, pero no podía dejar de mirar hacia todos lados, quería verlo todo y a todos. Quería saber lo que se sentía estar nadando con los de tu propia especie. Me sentí en casa.

Me salí de mi butaca para ir al baño. Di vueltas y vueltas entre las filas de asientos mirando a cada uno cuyos ojos chocaban con los míos. Creí estar sonriendo en ese momento, pero congelé mi rostro para el momento en el que llegue al baño y así contemplar un supuesto gesto hasta el momento desconocido por mí. Debí equivocarme, porque cuando llegué era el mismo rostro pálido y con la misma mueca psicótica que nace cuando pienso que estoy sonriendo. Aún así estaba feliz.

Me limité a mirarme en el espejo, lavarme las manos y observar a todos los que entraban. Todos y cada uno de ellos eran perfectos. Tenían mochilas con parches cocidos con nombres de otras bandas que también causan el mismo efecto en mí, bandas que si hacen funcionar a sus teclados mientras estoy viajando a la universidad, entonces olvido dónde estoy ubicado y qué hora es y comienzo a flotar. Ellos eran perfectos. Eran de mi especie, al menos uno de ellos debía ser mío. Este era mi momento de abandonar la soledad y extender mis alas con alguien más.
Volví a la butaca, la música comenzó a sonar, el telón se abría muy despacio. Los pies de la orquesta, los instrumentos, las cabezas. Sentados, relucientes, música con colores que invadían el espacio. Algunos comenzaron a elevarse lentamente desde sus sitios mientras cerraban sus ojos. Yo, lamentablemente, tenía mi atención en otro lado.

El ritmo aceleró, el suspenso se acrecentó, la sensación de desesperación ocupó la sala entera. ¿Dónde estás? Estoy buscándote ahora mismo, con cada segundo que pasa la noche se acerca más, y con cada noche en la que cierro mis ojos al despertar un día más cerca de la muerte me encuentra. Y un día más cerca de la muerte sin haberte encontrado me hace pensar que no soy inmortal, y que mi búsqueda en este momento necesita llegar a su final. Miro a todos lados, hacia abajo a la derecha, a la izquierda y al centro. No te puedo encontrar. Si supieses la dedicación que llevo a mis días para reconocer tu rostro entre la multitud. Sé que estás acá, sé que sos de mi especie ¿y qué mejor lugar?

Entre tanta música y perfección encontrarte acá, en el mejor lugar, no hay nada que no ansíe más, me veo como un tonto girando la cabeza hacia todos lados e ignorando al escenario. Para esto estoy acá, para encontrarte e invitarte a sentarnos en la vereda después del recital, para mostrarte mis alas algo arruinadas pero aún así decirte que estoy acá. ¿Dónde estás? Mirame, estoy acá. El tiempo se acorta, la banda ya pisó el suelo de madera y de seguro es todo lo que mirarás, no tendrás tiempo para saber que hay alguien que en este mismo momento te está buscando y que te piensa encontrar. Todas las miradas estaban puestas en ellos, debía dejar de intentar. Desvié mi atención en un momento. Por última vez antes de que termine te busqué entre las miradas que estaban ocupadas en otra cosa. Te busqué y ahora que estoy saliendo, cansado, te busco, pero no estás.



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lunes, 1 de marzo de 2010

Flight II

Flight II
(por Emilio Nicolás)




Él nunca lo había vivido, nunca de esa forma. Bueno ¡qué cosas digo! casi nadie en este mundo habitado por millones y millones de diminutas personas lo había vivido de esa forma. La sonrisa imborrable y sus ojos brillosos eran la mejor forma de pagarme el día que estaba a punto de terminar. No estaba arrepentido.

El viento se siente diferente desde estas alturas, fue lo que me dijo apenas abrió los labios después de tanto tiempo maravillado y en silencio. Y tenía razón, desde lo alto el aire es distinto, es mucho más puro, menos contaminado. Cerrar los ojos y tragarlo entero es revitalizante. Lo hicimos varias veces juntos, de hecho lo miré y lo hice pidiéndole con los ojos que me imite. Lo hizo en cuestión de segundos y ambos reímos. Sus cabellos rizados se veían magníficos sin gravedad, serpenteando hacia todas las direcciones. Cualquier encantamiento significaba nada en comparación con tal hipnótica imagen. Cuando se detuvo a contemplar mi fascinación sacudí la cabeza y me salí de aquel hechizo que comenzaba a aprisionarme.

Fueron varios minutos de permanecer así, diría, envueltos en la oscuridad, pero estábamos tan cerca de la luna y aquella se encontraba tan pálida y grande esa noche que no había negrura cerca, estábamos iluminados. Me mordí los labios intentando no sonreír de la misma forma que él, la situación era totalmente asimétrica, era la primera vez que él estaba flotando en el aire y yo lo había hecho tantas veces, pero no pude evitarlo, su exaltación era la mía, éramos dos niños explorando un nuevo universo abierto de par en par a nuestras manos. Y eso éramos, pese a nuestras décadas. Sí, eso éramos, éramos y somos dos niños. Creo que siempre lo seremos. Creo que eso me atrajo de él, creo que esa es la razón por la que no me arrepiento de aquella noche.

No encontraba mayor consuelo a las horas anteriores durante el reinado diario de Apolo. Ahora Selene era quien nos protegía con su manto y nos regalaba tal espectáctulo. Bajo nosotros la ciudad era un sorteo de edificios de todas las formas y alturas. Algunos intentaban tocar el cielo con sus espigadas terrazas y otros apenas podían percibirse allá abajo. Las luces dibujaban figuras de la misma forma en que las estrellas hacen lo propio arriba. Las calles tenían vida, miles y miles de pequeños fulgores se movían incesántemente en direcciones distintas. Algunos tenían rumbo, otros sólo daban vueltas y vueltas y se perdían en el momento en que perdíamos la concentración después de seguirlos atentamente. Me moví como pez en el agua y me recosté sobre los aires dándole la espalda a toda la ciudad entera. Abrí los brazos, cerré los ojos, suspiré, lo invité a que haga lo mismo. Estaba aterrado, tuve que darle la mano.

Pasaron segundos hasta que se animó a controlar la falta de gravedad en nuestras masas y en poco éramos dos pájaros nocturnos deshinibidos nadando por entre los edificios, asomándonos por las ventanas de los más altos pisos de las edificaciones y besando a las tan abandonadas gárgolas que reposaban donde nadie podía tocarlas. Risas que sólo nosotros podíamos oír mutuamente de nuestras cuerdas. Pies relajados y brazos abiertos de par en par. Aquella era una noche distinta.

Nos detuvimos en la cúpula de la catedral más grande de toda la ciudad, desde allí, las millones y millones de luces allá abajo se convertían en un solo fulgor borroso y poco perceptible. Era como estar sentado en la orilla de un río por la noche y que el reflejo de la luna en el agua estuviese besando tus pies.

Frío.

Recordé el día durante el reinado de Apolo antes de hacerlo, recordé que había quebrantado el pacto que había negociado años atrás, cuando era un niño en cuerpo y alma (ahora sólo lo soy en alma...quizás)

Nada tenía sentido ahora, en realidad poco me importaba. Vi volver hacia atrás todas las imágenes que aparecían; la mano arrugada tomando la mía, el garabato sobre la arena, rojo. La ola gigante que casualmente apareció apenas después del subrayado. Su figura desapareciendo de un segundo a otro. Y mis pies más y más ligeros. La primera vez que volé. La condición de no revelarlo.

Tantos años escondiendo.

Pero él era distinto, él quería lo mismo, desde que lo había conocido de pequeño que sabía que ambos compartíamos el mismo sueño. Él ignoraba mi secreto, y yo moría por dentro. Otorgarle mi don era perder el mío y el suyo. Y ambos lo sabíamos. Pero estábamos muy en lo alto como para pensar en soluciones, consecuencias, mañanas.

Ya lo habíamos vivido todo. Todo en una noche. Nadie nos creería, nadie nunca nos creyó. Ni siquiera el día en que nuestros labios se cruzaron bajo el mismo dominio de Apolo, una vez más. Y bajo el mismo reinado del mismo le revelé mi secreto horas antes. Lo sabíamos, sabíamos de nuestro fin. O de nuestro comienzo.

Me tomó la mano. Nuestros pies pesaban sobre el concreto viejo e inhabitable. Nos miramos. Y volamos.



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