domingo, 29 de noviembre de 2009

Gravedad

Gravedad
(por Emilio Nicolás)




No recuerdo si hice dos o cinco pasos más y me di vuelta. Siempre que voy por la calle intento realizar los pasos necesarios de forma rápida para llegar a destino cuanto antes, no me gusta detenerme, siento que todos se mueven y que yo tengo que moverme también, de otro modo podría llevarme la corriente y así podría perderme, perderme lejos. Pero aún así, no recuerdo si hice dos o cinco pasos y me detuve. Y giré mi espalda, mientras mi brazos colgaban bajo mangas de paño que cubrían hasta la mitad de mis fríos dedos, adornadas por un boton grande en cada una de ellas.

Por la abertura entre la bufanda negra y el gorro de lana del mismo color estaban mis ojos mirándolo, él también se había detenido y hacía lo mismo conmigo. Alrededor nuestro la gente no terminaba de pasar jamás, deseaba que todos desaparezcan pero era imposible detener el ritmo, distrayéndome. Aún así entre nosotros una atmósfera envolvió ambos cuerpos temblando y como si nos quedase algo por decir, nos miramos durante unos minutos que en realidad no recuerdo si fueron segundos. Sus ojos dolieron más que nunca, dolieron más que aquel día en que lo conocí y que no me sentí digno de mirarlo al hablar.

Recuerdo que me recriminaba siempre el hecho de estar mirando al suelo y me decía que, según varios psicólogos, el que no mira a los ojos no está siendo sincero o tiene algo que ocultar. Pobre de él que jamás supo entender que si no lo miraba era porque siempre lo idealicé tan por encima de mí, que no me sentí capaz de llegar hacia donde estaba.

Sus ojos dolieron más que aquella segunda ocasión en la que me sorprendió a la salida del parque cerrado donde solía pasear a Boris antes que el pobre muriese. No se despegará de mi cabeza su gorro tejido marrón cayendo, impulsado por el viento y sus brazos abiertos. Su sonrisa que tanto me perturbaba y su mirada tan protectora dolieron aún más que aquella noche en la que mis padres se fueron a una fiesta y lo invité a quedarse. ¡Cuánto lo hice doler! mientras estábamos acostados contándole mi cruel realidad. Su mirada se perdió en el techo mientras el ventanal alumbraba su nariz del mismo blanco que la luna. Aún así, aún sabiéndome un árbol vacío al cual había que rellenar con paciencia y armadura de oro dobló la cintura hacia donde estaba y sin omitir palabra me hizo saber que estaba dispuesto.

Pobre él.

Pobre yo.

¡Y cómo duele ahora verlo! y ¡Cómo duele verme resuelto! he llegado a la conclusión de que jamás seré capaz de amar otra vez. He sido un niño que sentía amor por cuanto hombre se cruzase en su camino. Hoy soy un hombre que encuentra consuelo en cuerpos sin ojos y en manos sin yemas, en pechos sin corazón y en brazos sin escamas. ¿Por qué tal cambio bestial en mí? ¿Por qué me es más cómodo volver a casa así? No estará más, no, porque yo se lo pedí. Ya no lo veré en la puerta burlándose de mí ni escucharé sus largos argumentos cuando lo crea mentir. No será más víctima de mis inseguridades ni de mis celos que no deberían existir. No leerá mis mensajes cuando no sepa a quién acudir ni tendrá quien se suba a sus espaldas sin avisar. No me llevará por el parque para consolarme porque Boris no está más, diciéndome que soy mejor perro del que podía esperar. Riéndose conmigo e invitándome a cenar. No arrojará piedras a dónde me encuentro para verme escapar ni será cómplice de mi madre cuando me quieran molestar.

Vuelvo a casa rendido y abrazado a mi soledad, la cual apreta mi puño y me dice que todo estará como tenía que estar. Se ha pegado tanto a mi piel que con sus celos no puedo ya. Me vuelvo rendido y me recuesto en la cama sobre la cual su aroma se desvanecerá. Poco a poco ese perfume tan caro en mi almohada dejará de hacerse notar, y estoy seguro que en ningún otro lado volveré a olerlo, ¿Quién más como él podría aparecer ya? el único viaje se fue y no creo que exista segunda oportunidad. En ese segundo o en esa eternidad en la que nuestros ojos se miraron como si aún quedase algo que decir se proyectaron en mis recuerdos imágenes de lo que fue y de lo que no será. El viaje en tren tomados de la mano sin importar lo que dirán, el humo del chocolate, mi lengua quemada y su risa a punto de estallar. Su brazo rodeando el mío (que ahora es el de Soledad) cuando entienda que sus bromas llegaron lejos y que me llegó a lastimar. Después el herido sería él, cuando llegase a comprender que mi cara de perro mojado era actuada en realidad. Pobre, como si alguien como él pudiese llegarme a tocar.

...

Pero lo hizo, con su mirada tan ardiente que por última vez logré esquivar. Y en medio de la gente me perdí una vez más, sin saber a dónde parar, a qué destino llegar, si todo se trata de dar vueltas y de darme vuelta una vez más, perderlo en el camino y no volverlo a encontrar, no aceptar una mano cuando esté por cruzar la calle y nadie con una espalda que me pueda llevar cuando se me ocurra comportarme como el niño que todavía soy y que no quiero dejar.




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