miércoles, 5 de junio de 2013

Suicidio intelectual


Suicidio intelectual
(por Emilio Nicolás)





He de partir 
no más inercia bajo el sol 
no más sangre anonadada 
no más fila para morir. 

Alejandra Pizarnik






Lo tengo sabido.

Lo tengo sabido aún cuando lo tenga dentro de un sobre sellado, acurrucado en mi bolsillo. 

Es uno entre tantos, entre millones. Uno por cada par de ojos que se cruza en mi camino mientras transito la ciudad en la mañana. El silencio lo dice todo. 

El mío está intacto, quizás un poco humedecido, por mis manos que transpiran y se esconden en lo oscuro, pero aún liso, llano, siendo que el tuyo está un poco maltrecho, bastante arrugado.

Lo tengo sabido, creo que en menor o mayor medida, todos lo sabemos. Pero me pregunto cómo harán por las noches para cerrar sus ojos sin ver dibujados sobre los gélidos muros de sus cuartos, a los escuálidos dedos de araña, llevando con palabras mudas el inevitable anunciado.

Caminamos, inertes, bajo el sol de una mañana de otoño. Sostenés con un brazo tu mochila y yo agarro fuerte de las tiras de la mía. Presiono el puño, miro a los árboles, te miro sonreír, o te veo cabizbajo. Te escucho pero también me escucho, por dentro. No puedo prestar atención a ambos. Por momentos me elevo, o me arrastro, no sé. Pero me voy. Y seguís vos ahí, sin tomarme de la mano.

Los autos pasan como proyectiles encaminados al mismo horizonte. Y yo tengo que evadirlos. Y me muevo en zigzag o me detengo un momento. Presiono fuerte las tiras. No entiendo por qué tengo miedo. Ha de ocurrir en algún momento.

Te veo partir, en una de aquellas cosas que se mueven veloces, presurosas por llegar al fin del mundo. Qué gran cosa, ¿Con qué derecho te has permitido arrebatarte tu vida? Te escucho hablar de las banalidades de siempre mientras me esfuerzo por preguntarme todo. Todo. Y solo hay silencios.

Y a cada momento que se me interpone el espejo, es el mismo sujeto, cada vez más estropeado, el que me mira quieto, sin haber abierto sus alas, sin haber despegado del planeta, sin haber gritado al mundo ni alegrías, ni lamentos. Es el mismo y lo miro extrañado y me mira igual. 

Cansados, ya no intentamos entendernos. 

Me recuesto entre flores azules en un campo abierto, quizás este sea el motivo, una constante huída al mundo interno. Respiro, por fin, entiendo ahora por qué a muchos nos ha de gustar dormitar aún cuando brilla el día. Pero no he de dormir por siempre, no. En algún momento mis ojos captan el momento, y caen de la cama bajo el cielo abierto, atravesando nubes y cortándose la piel con el violento viento. 

Me levanto, con los ojos heridos, mojados. Me levanto no sin antes apoyar mi rostro entre mis brazos cruzados y apoyados en el frío suelo. ¿Que soy un niño, dices? A veces, o siempre lo prefiero. He de encontrarte en la oscuridad de las necesidades inventadas y de las preocupaciones y los miedos a perder todo lo que jamás fue nuestro. He de encontrarte cuando me ponga mis ropas de humano y coloque sobre mis espaldas mi mochila llena de cosas con fecha de vencimiento.

Y entonces parta, sin moverme.

¿Para qué estoy, entonces, si he de irme como llegué al mundo, desnudo y, en el mismo lugar quieto? Lo tengo sabido, creo que todos lo sabemos. Lo tengo escrito dentro de un sobre en mi bolsillo y que, a diferencia de mi cuerpo, no se consume, así de tortuoso, así de lento.

Mi corazón grita irritado, contando los segundos mientras se escapa el tiempo. Ahí se va un segundo y otro y otro y mientras estiro los brazos no encuentro el momento.

Nunca está preparado.

Mas después de haber sollozado un buen rato, me dices que no llore, y que no piense más, como si en dejar de pensar estuviese el secreto para jugar entonces, a ignorar lo que todos sabemos.






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