miércoles, 21 de agosto de 2013

Big Bang


Big bang
(por Emilio Nicolás)





Con la camisa todavía abierta, como si a propósito no quisiese abrocharla en lugar de parecer que simplemente se había olvidado de hacerlo, se acercó a la ventana y sin mirar hacia ella encendió uno de esos cigarrillos fuertes que hacen que la marca de los que fumo luzca como la de unos chupetines. 

Cuando el fuego del fósforo lo hubo encendido mientras lo sostenía firmemente entre sus labios gruesos, con los ojos atentos al extremo, de un sacudón hizo extinguir la llama. Guardó el fósforo apagado en la cajita. Lo vi, bien negro, desaparecer entre los demás. Bien pudo pedirme fuego, pero al parecer prefirió acercarse hasta la mesa de luz donde se hallaban sus pertenencias, incluida la cajita, incluidos los cigarrillos.

Levantó la mirada para dirigir su atención a lo que sea que estuviese del otro lado de la ventana. No recuerdo bien haberme asomado alguna vez por aquel hueco, pero, haciendo uso de sentido común, desde un cuarto piso supongo que puede verse a gran parte de la ciudad moviéndose continuamente, quizás como una acuarela de diferentes colores mezclados (pero incapaces de fundirse) que no terminan de secarse y se escurren para un lugar y para otro, serpenteantes. 

El sol pegaba directo en su barba de dos días y la encendía igual que a su cigarrillo. Naranja. Parecía que la misma luz naciese del fulgor de sus ojos disgustados, dirigidos al resto del mundo, encendiese su rostro entero y avanzara lenta y disimuladamente descendiendo por su cuello algo velludo, para explotar en su pecho apretado, sembrado de cientos de enrulados y revueltos rayos luminosos (o iluminados) dirigidos a diestra y siniestra.

De aquel busto macizo la llamarada continuaba su camino. Bajaba, tomando la forma de una serpiente prendida fuego que se tambaleaba enérgicamente y se bifurcaba al encontrar el ombligo, convirtiéndose ahora en una de dos cabezas que volvían a unirse después de atravesarlo. 

Junto con las otras estrellas, sus millones y casi imperceptibles pecas rojas esparcidas por todo el torso, parecían formar una galaxia que estaba naciendo a partir de alguna explosión. 

Todo parecía culminar en una detonación superior, mucho mayor que las que le precedían, una que constaba de miles de rayos gruesos, duros, rebeldes, que se dirigían hacia todos sitios y que se revolvían unos con otros y que eran tantos, que parecían una sola llama, un solo cuerpo ardiendo, contorsionándose sobre sí mismo, luchando por llegar bien alto. La melena de un león al sol del mediodía. 

Pero todo estaba cubierto por el minúsculo calzoncillo que lo dejaba todo en un misterio que, si bien pude haber resuelto minutos atrás, probablemente no había prestado atención entonces a aquello. 

Me quedé contemplando los restos de aquella gran explosión, aquel espléndido espectáculo que me perdí por culpa de sus calzones. Al parecer, la gran ira escondida se apaciguaba en una fina lluvia de hilos dorados que comenzaba  a vislumbrarse por los extremos inferiores de su ropa interior, que parecía un gran colador por el que el fulgor descendía por ambas piernas, ambas iluminadas en la parte superior, pero con una luz que comenzaba a opacarse a medida que se bajaba la mirada. La fina llovizna dorada resaltaba entre el negro que aparecía de a poco, como garras ensombrecidas que lo devoraban desde abajo, arañando el cuerpo, hasta que terminaba por consumirlo todo en dos pies oscurecidos, incapaces de contemplar. 

- ¿Qué me mirás así, como un pelotudo?

Me di cuenta de que tenía la boca abierta. Subí de inmediato, como rebobinando toda la revolución universal hasta volver a su inicio, sus ojos, que seguían tan furiosos como al principio. Me dirigió una mirada fría, que contrastaba por completo con el fuego de su mirada. Y con el fervor de sus cejas, severas. Aquella tristeza, aquel fuego, aquella barrera.

Creo que no pasaron más de dos minutos y ya estaba abajo, justo en medio del cuadro de acuarelas. Mis colores eran fríos, celestes, violetas. Miré hacia la ventana arriba y ahí estaba  aún su fulgor enardecido, apuntando, tan vivo como muerto.





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