martes, 6 de agosto de 2013

Ella sale del laberinto






Ella sale del laberinto
(por Emilio Nicolás)




De modo que, si nos metíamos en su cabeza en ese preciso instante de ese mismo día de ese mes y año, lo único que hubiera podido vislumbrarse como método de redención de lo que consideraba el laberíntico espacio (y tiempo) sobre el que, desde que tenía memoria, estaba parada, quizás detenida, quizás moviéndose sin sentido, era eso. 

Y no sé los demás, pero yo lo hubiera justificado y hasta hubiera tomado la misma medida. Uno sabe que, a fin de cuentas, la verdadera libertad está en el propio espíritu, nunca compartido, nunca comparado con ningún otro. La libertad en la locura individual, personal, en soledad.

Y ella lo sabía mejor que nadie, mejor que cualquiera de nosotros. Y miró alrededor la cantidad de imaginarios ladrillos superpuestos a los de concreto, que se apilaban uno sobre otro en los cuatro muros que la mantenían cautiva. Ni una sola ventana. Pilares, uno junto a otro,  de gruesos y pesados libros que habían sido su única compañía y acaso los responsables del resultado de su incomprensible inteligencia, al punto de que, si era incapaz de comprender sus propios pensamientos puramente abstractos ¿Quién más lo haría? Puede que el conocimiento que la había alimentado desde que tenía memoria haya resultado no solo la llave para la clave de muchas preguntas que pocos humanos son capaces de cuestionar, sino acaso también un camino angosto que ella sola habría de recorrer. Y nadie más.

Yo también pienso igual, pienso que mientras más libertad uno ambiciona, más soledad encuentra. Es un precio que hay que pagar. ¿Acaso la perfección existe? La búsqueda del equilibrio resulta de una anomalía, un desperfecto, una carencia que se busca solventar, pero que, alguien como ella, con el conocimiento que poseía, era capaz de abstraerse de la misma búsqueda por un instante para detenerse y concluir que ese mismo proceso resultaba el sentido. De terminarse la expedición, ya no habría objetivo y la única opción, antes que la de zambullirse en el aburrimiento de los conformistas alienados, o de los inventores de necesidades banales, era la de entregarse a los brazos de la irremediable muerte.

De modo que, si nos metíamos en su cabeza en ese preciso instante de ese mismo día de ese mes y año, lo único que hubiera podido divisarse como método de redención de lo que consideraba el laberíntico espacio (y tiempo) sobre el que, desde que tenía memoria, estaba parada, era ese. Ese mismo. 

Miró a su alrededor. La madre tenía los codos apoyados sobre la mesa. Tenía el presentimiento de que los estaba presionando contra el frío roble. Estaban rosados. Sus manos envolvían la caliente taza que contenía el café. La mujer miraba el líquido, arrugando la frente, y sin quitar los ojos del negruzco brebaje, como poseída por remolinos que la revolvían más y más adentro. Su padre no estaba, ni siquiera sabía dónde.

La ventana estaba abierta y las cortinas ondulaban con el viento, se mecían suavemente, formando figuras encorvadas, danzantes. 

De pronto se movieron con más fuerza, como apuradas, como impacientes. Ella subió a su cuarto.

No pensó más. De tanto que había pensado, se había metido en ese laberinto de duros muros que nadie era capaz de atravesar. De modo que, si hubiésemos llegado justo a tiempo para meternos en su cabeza en ese preciso momento, hubiésemos podido conocer su plan, incrustado en su enredada mente durante un simple segundo. 

O acaso el misterio de cómo llevarlo a cabo.

Cerró los ojos y presionó sus manos, una contra otra, formando un hueco entre palma y palma, como si sostuviese algo. Las cortinas de la ventana ya dejaban de danzar, ahora tironeaban arrebatadamente hacia todas las direcciones, pretendiendo arrancarse de las argollas que las sujetaban, como si manos invisibles tirasen de ellas. 

La madre subió al cuarto, a paso lento, preguntando desganada qué era aquel estruendo.

No la halló en el cuarto.






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