domingo, 22 de noviembre de 2009

Atrapado en Invierno

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Atrapado en invierno
(por Emilio Nicolás)




Desde entonces supe que no había forma de volver. Sentía las invisibles telas de seda arrastrándose muy despacio por cada una de mis capas de piel al ritmo de una melodía clásica que sólo yo podía oír esa mañana tan, tan helada. Los paisajes iban alterándose constantemente mientras me movía sin moverme, a excepción de aquellos momentos en los que el vehículo saltaba por algún bache y me obligaba a despegarme de mi asiento durante unos instantes, instantes en los que muy levemente me sentía vivo. No podía despegar mis ojos de la ventanilla ni dejar de mirar el suelo blanco, cubierto de escarcha, así como ahora yo estaba siendo cubierto por una sedosa capa congelada, sí, fría, pero incapaz de robarme quejido alguno.

Desde entonces supe que no había forma de volver, estaba confirmado, lo que tanto dije ser ahora salía de su capullo y se preparaba para dejarse ver. Al lado mío, él dormía inquieto, triste, sabiendo que me tenía al lado, pero que ya no volvería a ser. Era nuestro último viaje juntos, él estaba durmiendo, yo estaba despertando.

Mis ojos, pese al sueño, pese al cansancio, no podían más que permanecer bien abiertos, atónitos ante las olas de pensamientos que me azotaban una y otra vez conforme pasaban los segundos. Miré al suelo, sentí el frío, las piernas congeladas que tanto me costaría mover minutos después cuando haya sido la hora de bajar, las manos insensibles con las que minutos antes había acariciado su rostro... su rostro que estaba a tan pocos centímetros de mí y que sabía, no iba a volver a acariciar.

Los paisajes iban transformándose, de a poco dejaron de hacerse ver los céspedes canosos y aparecieron los flamantes edificios, que mejor saben disimular el hielo que los cubre en cada mañana de invierno. Me pregunté si lo mismo pasaba conmigo, me pregunté si él había sido capaz en alguna oportunidad, de ver el hielo que de a poco se iba engendrando en mi piel, que con cada beso, con cada abrazo empezaba a nacer. Otra vez lo miré, con un sueño incómodo, difícil, cansado. Intenté mirarme y recordé esa mañana helada en la que sentía calor en el pecho, y un sudor frío en la espalda, luego le pedí que me preste un poco de frazada y dije a mis adentros que jamás había transpirado en una noche de invierno, bajo las tibias mantas, y que ser acariciado por el frío velo de la mañana mientras estando cubierto por sudor se siente tan letal como ese despertar que en el viaje fui viviendo.

Desde entonces supe que no había forma de volver, el verde canoso ya no estaba más y ahora era ruta, edificio, gente cansada, ojos tristes, ojos de rutina, pasos que me tendría que obligar a dar más adelante y ganas de no estar tan lejos de casa. Lo miré, lo vi durmiendo tan intranquilo y triste, seguramente soñando con ese instante en el que me sostuvo fuerte, quizás sin pensar que sería la última vez que lo haría, y con mis manos que antes lo habían acariciado, ahora sujetando las suyas y haciendo fuerza por soltarse. El velo estaba casi completo, déjame salir, pensé, déjame, que asegurándome tuyo no logras más que hacerme sufrir. Sí, soy extraño, soy arisco, soy una araña tejiendo su propio refugio y soy la mariposa que cae en él. Soy día y soy noche. Soy una tarde de verano en un muelle con niños saltando al agua tibia y verdosa, y soy el crudo invierno quemando a las plantas y ahogándolas con mi gélido abrazo.

Desde ese entonces... supe que no había forma de volver. El tiempo había transcurrido, las horas y los minutos que alguna vez, en forma de manecillas del reloj de mi cocina quise arrancar, ya habían corrido. Y digo que alguna vez los quise arrancar, porque existió un misterioso caballero en mi vida en otra época, que envenenó mis labios y como un fantasma se fugó en la niebla. Días y días pasé esperándolo, noche tras noche en la ventana con la esperanza de ver un destello en la oscuridad, un destello de su figura acercándose lentamente al grito (o susurro) de "aquí estoy". Entonces fue cuando corrí enfermo hacia el enorme reloj de roble que me asesinaba silenciosamente y antes de que termine con su progresiva tortura, arranqué del mismo las manecillas. Nunca más, dije, nunca más, y las ví caer al suelo. Entonces me recosté hechizado por la desesperación y dormí hasta soñar que volvía.

Y una vez volvió, volvió indulgente consigo mismo, con la noticia de que ahora su propio reloj estaba asesinándolo con cada segundo que lo azotaba. La enfermedad lo había obligado a marcharse, a marcharse con el propósito de no hacerme sufrir. Pero nunca supo que yo también estuve enfermo y que en ese entonces, el tiempo también era mi inquisidor. De todos modos ya era tarde... así como volvió... de nuevo desapareció, y esta vez para siempre.

(pero esa es otra historia)

Desde entonces el reloj, tan traicionero, tan amado, vive en mi comedor pero no me atrevo a mirarlo.

Desde entonces, como dije, supe que no había forma de volver. El tiempo había hecho lo suyo, su consejo de quedarnos en el refugio de casa no había sido escuchado por mí. ¿Para qué quedarnos? Si nos quedamos no habrá forma de que me veas y yo no podré verte, estaremos inmersos en la oscuridad, acariciándonos, haciendo el amor, pero no mirándonos a los ojos, porque la vergüenza, quieras o no, está al menos en mi cuerpo y lo invade constantemente, déjame salir, déjame demostrarte cómo soy cuando salimos del reconfortante hogar y déjame bailar bajo la lluvia en pleno invierno. Déjame, déjame.

Recordé el tren llegando con demora y burlándose, como si extendiera el tiempo para verme desesperar. "Esta será la última vez que ambos suban y peleen por el asiento junto a la ventanilla". Ya no más, ya no más, no sabes nada pero ya no más. Y así fue cómo el tiempo se encargó de hacerme saber que los últimos momentos habían pasado y nosotros sin saberlo. Yo, despertándome. Él, durmiendo.

Desde entonces supe que no había forma de volver. Ya nos habíamos bajado y con nosotros subía el amanecer. La escarcha se hacía agua y el agua se hacía vapor que nublaba nuestros pies, sin embargo eran mis ojos los que no podían ver, cada vez que se arrimaba tu rostro tan herido mirando al mío tan cruel. La seda estaba completa y ahora... ahora estaba cubierto por un velo que te impedía volverme a ver.

Sin emitir una sola palabra nos envolvimos en frazadas, seguías inmóvil, distante, quizás ahora sí, ahora sí sabías que ésta sería la última vez. Me cubrí de mantas aunque jamás te dije que ya tenía otro velo cubriéndome. Esperé a que te duermas y te volví a ver. De nuevo tu sueño intranquilo, cada vez más fuerte, cada vez más doloroso y esa espina en la cintura que me hacía doler. Hice una mueca de rabia, por sentirme así, tan frío al decirte que contigo no podré volver, pero al menos sé que siento y que tu dolor se hará mío alguna vez, que me molesta tu molestia y que verte así me hace enmudecer...

Al fin de cuentas soy un ser humano, o eso intento ser. Lamento que desde ese entonces supe que no había forma de volver, que me descubrí a mí mismo como el frío ser que siempre temí ser, que soy libre, tan libre que estoy casi seguro que con nadie podré sentirme como quisiera que así pudiera ser. Soy tan soñador que al bajar a tierra me encuentro con algo que no es y no podrá ser, y no tienes la culpa, pequeño príncipe, ese soy yo, que desde entonces descubrí que mis sentimientos no siempre (casi nunca) se dejan ver, y que estoy cubierto de un velo, que ni tú ni nadie podrían romper.




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