lunes, 22 de noviembre de 2010

Frágil





Frágil
(por Emilio Nicolás)





Lo último que se escuchó habrá sido el sonido de sus propias espaldas golpeando el suelo de piedra de aquella plaza abandonada. Se habrá escuchado con los oídos zumbando y con el ambiente distorsionado. Quizás sus ojos estaban abiertos, mirándome a mí con los míos cerrados. No lo sé. Retiré de un tirón hacia arriba lo único que nos unía y lo escuché caer. No me atreví a mirar de nuevo. Si tenía que darme un golpe lo sentiría, si tenía que empujarme también lo haría, si tenía que maldecirme antes de partir pues recibiría encantado su descargo, pero con los ojos cerrados.

Nada sucedió.

Se oyó el revoloteo de un grupo de aves, quizás temerosas de ser testigos de aquella atrocidad, que se alejaba velozmente y se debilitaba en pocos segundos. De haber tenido el oído más agudo seguramente sus latidos se hubiesen acoplado a ese sonido que veloz y gradualmente se apagó. Bajé mis brazos y aflojé los dedos. Sin querer la punta tocó mi rodilla izquierda. Sentí la humedad. Me producía placer sentirla. Era la primera prueba de mi fechoría. Era el comprobante de que todo estaba hecho. Pero necesitaba más. Tenía ganas de sonreír, de reír un buen rato. Abrí los ojos y ahí estaba el desgraciado, ahora una inútil estatua. Había muerto mirándome fijo. No me asustaron sus ojos fijos a mi rostro, de hecho sonreí como si aún estuviese presente en cuerpo y alma. Lo miré desafiante y me puse serio al instante. Serio pero amenazante, me paré sin dejar de mirarlo y me sostuve de su carnosa entrepierna para hacer equilibro.
Pasé una mano por mi flequillo y miré a mi alrededor. Nadie había. Y supe que nadie lloraría su muerte, eso me dejaba en paz conmigo mismo. Ya no volvería a perseguirme, no volvería a ver su pesado cuerpo pisando mis talones ni lo sentiría empujar sobre mí con esa fuerza que lo caracterizaba. Caminé hacia casa. Debía acostarme temprano, pues unos amigos me esperaban al día siguiente para pasar el día juntos.

La calle estaba tan abandonada y el aire... ¡Ah! el aire era lo mejor, acababa de llover así que no hace falta describirlo, el lector bien sabrá cómo es el aire después que llueve. Besaba fríamente cada centímetro de mi cuerpo y me conducía despacio con cada paso por mi camino. La brisa por momentos me acariciaba el cabello. Pensé que me detendría o que miraría hacia atrás para verlo durmiendo sobre el suelo de piedra, pero reconozco que en varias ocasiones había olvidado de dónde venía. Alcanzaba con ver la mancha turbia en mi rodilla para recordar que acababa de terminar con él. Pero era evidente, había vuelto el tiempo atrás, a cuando no lo conocía, a cuando él y yo éramos completos anónimos. Nada sucedió en mi universo. El momento se borró.

Jamás alguien dudó de mí, pues no había registros de mí en su vida, su contacto conmigo siempre fue clandestino y su soledad en la vida lo convertía en un muerto viviente que alguien tenía que desterrar de donde no merecía estar. Me sentí un elegido, un enviado para cumplir con una misión: Semejante bestia no podía vivir.

Pensé, ahora aquel joven que tantos halagos me venía dedicando hacía meses tendría el camino libre hacia mí y no correría peligro alguno. Todo sería perfecto. Sonreí y las estrellas empalideciéndose con la mortecina luz del día asomando sonrieron conmigo. Di unos cuantos pasos más con seguridad cuando una ráfaga me enfrentó de frente. Me quedé paralizado en medio de la calle como si un mensajero hubiese atravesado el universo entero para recordar mi esencia. Yo no era ningún héroe.

Tampoco fui ni soy ningún fuerte, al contrario. Él jamás sería capaz de venir hacia mí ahora que el otro había muerto. De alguna u otra forma encontraría la manera de dañarme y tendría la misma suerte. Una mentira piadosa, un olvido, una mirada seductora y fugaz hacia otro, quizás una marca de egoismo, o de soberbia ¡Quién sabe! Ni él ni nadie saben de dónde vengo ni a dónde voy. Yo no soy como todos estos que caminan por las mismas calles que yo, que van para adelante o van para atrás, creyéndose tan conformes y tapándose los oídos a las mentiras que bailan como niños en círculo a su alrededor. Soy frágil. soy horrendamente frágil.

Me tomé por los codos y caminé seguro e iracundo. Todo a mi alrededor era el enemigo, todo merecía ser desgarrado hasta desangrarse. Soy frágil, nadie ha cuidado de mí y nadie se ha propuesto hacerlo. Ya se habló alguna vez en este planeta de la desesperación y el terror a la soledad que anida en cada uno que los obliga a tantear por todos lados sin importar lo que agarren con tal de tener algo en las manos. Todos y cada uno me duelen y no puedo más que caminar mirando hacia abajo. Soy frágil, soy de papel. Para cuidar de mí hace falta un entrenamiento especial en la honestidad y en la cortesía, en la pureza misma de un alma desnuda que no pretende disfrazarse a los demás.

Imágenes, todos viven de imágenes. Pues les diré lo que hago yo: Yo me elevo sobre mi propio cuerpo durmiendo sobre el viento y cerrando los ojos para no mirar. Lo único que siento es el sonido del viento, despeinando mis cabellos y entrando a mis pulmones hasta llenarlos. Yo salgo por las calles y no soy uno más. Soy enemigo de las raíces y no de lo superficial. Y es por eso que tanto temo, porque he de mirar lo que nadie se dispone a buscar. Temo al temor mismo y doy vueltas sobre mi eje en cualquier sitio hasta caer sobre mis rodillas y esperar. Sé que hay alguien más. Sé que alguno me cuidará de esta masa negra que me obliga a presionar el filo hasta sentir que yo mismo comienzo a desangrar. Entonces calmo mi mano, calmo mis nervios y vuelvo a casa alerta y consciente. Puedo cuidar de mí mismo, pero ¿a quién quiero engañar? Soy tan fragil que si pronto no aparece la excepción al universo me terminaré por congelar.





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