lunes, 25 de octubre de 2010

Colectivo






Colectivo
(por Emilio Nicolás)






Y cuando me pregunté a quién quería engañar me di cuenta que jamás existió traición alguna. La costumbre hace al hábito y el hábito hace a uno perder la sensibilidad. Mientras más repites la rutina menos dolor o menos alegría produce, te conviertes en un robot que poco a poco olvida cómo valorar un momento, porque ya lo hizo una y dos y tres veces. Entonces siempre, por las tardes de invierno me decía exactamente lo mismo, mientras me sostenía del respaldar de alguno de los asientos y miraba fijo por la ventanilla intentando mantener el equilibrio y tanteando con la mano izquierda cada tanto mi mochila. Caminaba por las calles y me sentía dueño del universo, de las terrazas y de los cordones, era yo mismo, conmigo y con nadie más, y el resto se veía gris al pasar. Y a veces, por las mañanas, cuando volvía algo cansado y el sol comenzaba a asomar, la única compañía eran las aves, quienes me veían avanzar cortando el aire que tan estático estaba debajo de donde hacían sus nidos. Entonces ahí estaba yo, una vez más dueño del mundo entero sonriéndoles al pasar. Eso era felicidad, estoy seguro. No había algo que me emocione más que sentirme libre de hacer lo que mi corazón me dictase.

Entonces me ví a mí mismo aquel día en que realmente comenzaba la primavera y pensé si estaba traicionando a mi propia naturaleza, a mi libertad y a mi rutina, a mis espacios, míos y de nadie más. Miré al cielo. Un grupo de palomas lo atravesaba, osado. Reí. La gente seguía pasando y algunos me golpeaban los hombros. Seguro que estorbaba en la entrada de aquel túnel que conectaba una parte de la ciudad con la otra. Me tomé la frente y me regañé a mí mismo por hacerme esa clase de preguntas. La costumbre, cuando se instala en uno es difícil de quitar, pero no había por qué dudar. Tenía la fuerza necesaria para decir No más. Jamás me había quejado de mi rutina interior pero por algo... por algo estaba en ese momento y en ese lugar.
Ya no tenía sentido negar.

Y miles de preguntas volvieron a aparecer desde el momento en que lo vi llegar, sonriendo aún sin alcanzar el sitio donde estaba y con su voz tan segura y su paso al caminar, pero cada una de ellas fue rechazada antes de poderme alcanzar. No, no me molesten, que me importa él y nadie más. Estoy bien cuando estoy con él y no tengo más que pensar.

Aún así, no hizo falta seguir haciendo caso a cuanto cuestionamiento existencialista se presentase en mi cabeza conforme pasaban las horas. Las respuestas se presentaron igual. Ahí estábamos él y yo en silencio pero con mil y un ruidos a nuestro alrededor. Yo me sostenía fuertemente con el respaldar de un asiento donde una mujer mayor reposaba con su rostro tan sereno, y él hacía lo mismo colocando su mano junto a la mía, para que de alguna forma se estuviesen tocando durante el viaje. Cada vez que sentía su calidez más fuerte me tomaba el atrevimiento de mirarlo a los ojos y en ese preciso momento hacía lo mismo y no podía evitar sonreir. Detestaba hacerlo pero no había forma de impedirlo. A él le sucedía lo mismo y sé que ambos nos sentíamos ridículos en aquel momento; dos extraños, dos invasores en una tierra que jamás pudimos comprender y de la que jamás podremos participar tanto como otros quisieran hacerlo. Miré por la ventanilla una vez más, aunque esta vez seguro de saberlo junto a mí, aunque ambos estuviésemos ocupados haciendo equilibrio cada vez que al colectivo se le diese por acelerar. No, no era el único en este mundo que se sentía así de preso y así de libre al caminar. A él le sucedía exactamente lo mismo y allí estábamos, compartiendo nuestras libertades, nuestras soledades, ambos juntos y sin decirle a nadie que ahora no nos concebíamos el uno sin el otro y que avergonzaba a nuestro espíritu el decirlo a los cuatro vientos al pasar. Ya eso no importaba más. Sin tenerlo tan cerca como pudiese sentía que me estaba protegiendo y aún más, cuando conseguía algún asiento libre y me recostaba sobre el respaldar y él se colocaba cerca mío y sentía el calor de su ombligo acariciando mi oreja y dándome la seguridad de que en aquel momento era inmune a todo, que nada me podía pasar. Muchas veces quise levantar la cabeza y mirarlo pero sabía que no hacía falta. Ambos nos entendíamos así, nada más.

Y se ponía mejor con las mañanas, bien temprano, cuando el sol recién comenzaba a asomar. Las calles estaban completamente desoladas. Antes de pisarlas, a veces nos quedábamos dormidos en los asientos de atrás. En aquellos horarios casi nadie viaja así que teníamos todo el colectivo para nosotros y para nadie más. Apoyaba mi cabeza en su hombro y él colocaba la suya sobre la mía y, no me pregunten cómo, siempre nos despertábamos en el mismo lugar, para bajarnos segundos más tarde y sentir esa libertad que se siente cuando no hay nadie más en la calle, como si el mundo hubiese acabado y no quedase más vida humana que soportar. Solos él y yo. Nadie más. Me subía a sus espaldas y él comenzaba a correr y reíamos a pesar del cansancio aún con miedo de que alguien nos llegase a encontrar. Jamás pudimos ser del todo libres, siempre la paranoia nos venía a atacar. Pero eso ya no importaba. Jamás nos vió nadie más que las aves, que a esa hora sienten esa misma clase de libertad y hasta en lugar de volar caminan y corren por la tierra tan seguras, como niños que salen a jugar. El sol se sentía tan cálido como su cuerpo y antes de quedarme dormido, más tarde en casa, él hacía lo mismo, no me podía esperar.

Alguna de tantas mañanas lo vi como a un niño, exhausto y con el día hecho. Y me miré a mí mismo y comprendí que sí, que a la rutina uno se puede acostumbrar, pero que esta era mejor que la anterior, y que jamás había perdido mi libertad, pues seguía haciendo lo que quería, y lo quería a él y a nadie más.





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