martes, 25 de marzo de 2014

Sofoco






Sofoco
(por Emilio Nicolás)











Sedado aún, desde el momento de tu llegada, pierdo la mirada en el negro líquido que se derrama sobre el transparente vaso, ahora una caja negra con aureolas de ascuas en los bordes. Vos, fatuo, apoyás tu codo enrojecido sobre la mesada, como si fueras algo más. Como si fueras algo. Como si la cocina fuera tuya, con sus cortinas amarillas y sus moscas volando alrededor de las rutilantes hornallas que jadean tu nombre invisible. Caminas como si este santuario en ruinas fuera tu propio hogar. Miro tenso tu brazo relajado de reojo mientras caigo en la cuenta de los años que llevamos planeando este proyecto sin objetivos, sin expectativas, sin metas, sin rumbo. Todo habría de ser así, natural ¿Por qué, entonces? 



Retiro la botella. Estás en silencio ¿Por qué? Detrás nuestro, la bicicleta cuya cabeza besa el suelo hace girar una de sus yantas a una velocidad somnolienta que ni vos ni yo podemos percibir, pero sí los gatos, que están estirando sus cuellos para echar una mirada a la intromisión silenciosamente ruidosa, al descaro con el que te meces por la casa y dejas que se corte el aire, llenándolo de perfume, llenándolo de encanto. Comenzando por tus pequeños pies hasta el último de tus cabellos de fuego en toda su entereza han de sedarme desde el momento en que haces notar tu presencia con silencios casi imperceptibles para cualquier oído, para cualquier mirada menos la mía. ¿Por qué menos la mía? ¿Será que realmente te estoy viendo o todo es producto de mi indómita imaginación? Maldigo mi debilidad, maldigo mi introvertido don y maldita sea tu introvertida aura. Mientras me resigno a resolver tu misterio intento romper el silencio ¿Por qué intento romperlo? El hormigueo de la tensión es insoportable y me siento en la necesidad de hacerlo ¡Tengo que hacerlo! ¡No puedo no hacerlo! ¡Estoy en medio de una obra improvisada y tengo que actuar! No hay guión, ni para vos ni para mí ¡Dejame contener mis brazos que tiemblan cuando rozan los vellos de los tuyos, eléctricos! ¡Dejame tragar saliva unas cuantas veces! ¡Dejame mentirme a mí primero y después a vos! que, echado sobre la cama mirando al crucifijo sacás de tus bolsillos los pequeños casos resueltos de mis pequeñas mentiras. Y yo, siguiéndote el juego, como si fuésemos algo, saco a la luz las tuyas. Y ambos nos proclamamos mentirosos, estafadores, traidores, lujuriosos y pusilánimes sin dar lugar a cualquier tipo de arrepentimiento. Duele menos la conciencia del pecado si estás conmigo pagando entre el fuego. Te miro y me miras con ojos que parecen estar reflejando un cielo de verano, pero aún así no veo más que brasas ardiendo. 



Nos congelamos en el tiempo, como si fuésemos a besarnos, como si fuésemos a sentir algo, como si fuésemos algo. Pero nada pasa. Estamos prohibidos, ambos nos privamos de la libertad de hacer algo más que movernos hasta donde nuestras cadenas nos permiten ir. Y nos conformamos y llevamos a cabo lo planeado sin hablarlo para después recostarnos en un silencio que oculta la culpabilidad. La culpabilidad de ambos. Pero seguimos riendo de banalidades, de cabezas golpeadas, de sofocos, hasta que casi me abrazas y te vas y me quedo preguntando con qué necesidad llevamos la cuenta de nuestras mentiras, siendo que hace rato somos conscientes del camino de lumbre que hace años hemos de transitar. Me confundís ¿Por qué? Como si fuésemos algo más.




















No hay comentarios:

Publicar un comentario