viernes, 14 de marzo de 2014

La mademoiselle Huracán



La mademoiselle huracán
(por Emilio Nicolás)


Para Evelyn


Permítame el atrevimiento. Delicadeza no es su nombre, señorita. 

Las escoltas que, con esmero escogí para su compañía, habiéndola creído a usted de gran integridad, ahora huyen despavoridas, si no son barridas por las olas ventosas y los empujones que provienen de sus regordetes brazos agitándose, como si fuese un pichón aprendiendo a volar. 

Y me sorprende que, al oír usted estas palabras, me mire atónita y se limite a decir nada. No me da tiempo a pedirle disculpas, una vez más que, testaruda y orgullosa, ignora mis reproches y corre a la sala de estar, donde cada una de las frágiles y preciosas figuras de cristal ahora son parte de su juego, del remolino de filoso viento que ahora nace en torno a nosotros y gira a gran velocidad arrasándolo todo y con cuanto pueda dar. 

Las cortinas de seda y terciopelo se desgarran ante mis aterrados ojos y flotan en pedazos. Puede que tenga razón, puede que sea un atolondrado pichón aprendiendo a aprender a volar, y que por lo visto, le sale mal. No, Delicadeza no es su nombre, sino al contrario, entre ruinas he de aceptar. Los retazos se deslizan en vaivén como si fueran sus desdichadas plumas, que acababan de nacer para besar las nubes y ahora no hacen más que acariciar la tierra, o en este caso el suelo de cerámica que ahora se parte por las grietas que provoca el movimiento giratorio de sus pies de bailarina, que giran y giran manteniendo al tornado que, ya ni los sirvientes intentan detener (ahora todos se fueron) 

¿Cuál es su nombre, entonces? Estoy haciendo malabares para pisar firme, pues el suelo ahora se agrieta más y más y usted ríe y ríe y el terremoto lo sacude  todo y  las figuras de cristal se hacen añicos, pero ningún trozo filoso la llega siquiera a rozar ¿por qué será? ¿será, a pesar de todo, una deidad? allá va el gatito que trajimos de Suecia; y la torre de París; en mil pedazos las rechonchas rusas y el Daruma ya no tiene ojos. ¡Ay, de mí! que creía recibir la visita de una mademoiselle final cual rocío en la mañana y en su lugar, una copia burda de la bruja Baba yaga lo viene a todo destrozar.

Ya no nos interesa su nombre. O quizás nada más. Cuando todo ha terminado de dar vueltas, la... como la llamamos ahora, Mademoiselle Huracán, se sienta sobre el suelo y sonríe dulcemente y nos embruja a todos con una belleza sin igual. Nada que se pueda objetar. Cual sea su nombre, no es más que una aprendiz que quiere jugar. Ahora hemos de limpiar los restos, desempolvar las mesas, las sillas y tomarla por debajo de los brazos para hacerle una morisqueta y esperar oírla llorar. Pero no, la pequeña no hace más que reír y a algunos eso ha hecho enfadar. Mas yo no puedo enfadarme con ella, la pequeña Mademoiselle Huracán, solo me dedico a exagerar su inconsciente juego, y doy gracias a Dios por tan divina ingenuidad, pues soy un pequeño viejo que por momentos no recuerda lo maravilloso de olvidar que afuera están los vientos fuertes de verdad, y que, de cuando en cuando no viene mal ponerse a jugar.







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