jueves, 18 de agosto de 2011

Los buscadores que se olvidaron de encontrar






Los buscadores que se olvidaron de encontrar
(por Emilio Nicolás)





¿Cuántos minutos pasarían antes de la transformación consumada? o quizás ¿cuántos segundos?

Me quedé mirando perplejo, agarrándome los brazos, sudando, respirando agitado, con el cuerpo sucio, humedecido y congelado. Pero no lo miraba al pobre, que tambaleaba sobre el suelo golpeándolo con sus talones y codos, produciendo el sonido de cuatro tambores que a su ritmo iban marcando el paso del tiempo. La cuenta regresiva. El momento decisivo. El no retorno.

No, no me quedé mirándolo a él. Me quedé mirando a su compañero. Aunque me pregunto si de verdad era su compañero, más bien parecía ser simplemente otro vulnerable, otra posible víctima futura, que lo sujetaba por los brazos e intentaba apaciguar la brusquedad de los movimientos, calmar la agitación. Y lo sujetaba no por desearle el bien, no por desear verlo con sus pupilas ya no emblanquecidas sino con sus faroles brillando y contemplando el mundo alrededor. No. Supongo que él lo quería para sí. Que quería que esos ojos volviesen para él, y para nadie más.

No lo culpo. Después de todo inseguridad y soledad fue lo que aprendimos, todos, a tener.

Lo sujetó con fuerza mientras lo llamaba por su nombre. Ahora mismo no recuerdo cuál era. En aquel momento estaba conmocionado, todo lo que sucedía parecía registrarse en el momento para nunca más volver. Sin embargo, varios días pasaron y ahora estoy rememorando todo, otra vez.

El cuarto donde estábamos era pequeño, y frío. Si algo llegase a ocurrirle al pobre desgraciado entonces los desventurados seríamos nosotros. El compañero no parecía preocuparse por aquello, sólo lo sujetaba presionándole los brazos con la mayor de sus fuerzas. Parecía que estaba por atravesarle la piel con sus mugrosas uñas y hacerlo estallar. Lo llamaba por su nombre una y otra vez mientras el otro no parecía entrar en razón. Sólo se agitaba más y más fuerte, elevándose cada vez con más impulso, como si quisiese flotar en el aire, despegar y atravesar el techo. Me apreté los codos. Fuerte. Respiré por la boca y al exhalar pude ver mi propio aliento. Escuchaba un zumbido fuerte en mis oídos pero aquello no era preocupación en ese entonces. Sólo me inquietaban los alaridos afuera.

Aquella orquesta a la que tanto nos había costado acostumbrarnos era un sin fin de gritos, de lamentos, de sonidos de caídas, golpes, mordidas, pasos corriendo, sangre brotando, corazones que eran desgarrados y que caían al suelo y reventaban con fuerza.
A veces escuchábamos a uno que otro volver a regenerarse. Pero sólo era muy cada tanto. Lo que predominaba era la desesperación, la ira, el abandono. Me paseé por diferentes grupos, trataba de no encariñarme con ninguno de ellos, sabía lo que podía ocurrir. Y así sucedía. Todo terminaba igual, siempre la historia se repetía.

Alguno de ellos siempre era el primero en caer, el más débil. De pronto tomaba obsesión por algo o por alguien (los casos podían variar) y entonces no paraba hasta obtenerlo, y una vez que lo hacía, lo destrozaba, lo hacía añicos hasta verlo destrozado en el suelo, convertido en un rompecabezas de sangre, de fibras y de tendones. Una vil mancha burbujeando en el caliente suelo de concreto. Entonces el desafortunado lloraba desconsoladamente sobre la víctima y luego perdía la noción completa de todo a su alrededor. El espacio y el tiempo de pronto volvían a nada y a cero. Y aquella víctima de turno entonces no era más que un ambulante, un viajero sin ruta, que cambia su sendero una y otra vez dibujando ramas que van y que vienen, que se cruzan entre sí, que hacen círculos, que no avanzan, que retroceden. Entonces otro caía, y otro más y otro. Y las manchas enrojecidas pintaban los suelos y los caminantes ya hasta organizaban grupos sin darse cuenta, que marchaban de un lado a otro, con la mirada perdida, buscándose los unos a los otros sin encontrarse jamás.

Yo era el único que siempre quedaba intacto de cada de uno de las agrupaciones en que estuve a lo largo de mi travesía. No es por creerme mucho, pero estoy seguro que de romperse mi corazón, será uno de esos pocos que vimos regenerarse, para seguir con su camino.

Cuando aquel y su compañero se hubieron transformado por completo, me quedé contemplándolos, cruzado de brazos junto a la puerta. Detuve mi mirada en ellos. Caminaban muy despacio, arrastrando los pies, levantando polvo. Se miraban pero en realidad no estaban viéndose. Se buscaban pero jamás se iban a encontrar. Se decían a sí mismos que estaban en una búsqueda especial, que siempre iban por algo más, y se tenían ahí, el uno al otro, frente a frente, lo que siempre habían buscado. Pero sus sentidos se confundían y perdían el control, pues su condición de buscadores, de encontrar el objetivo al fin, entonces terminaría por acabarse. El miedo manejaba su razonamiento y nublaba sus emociones.

Allí estaban los dos, fingiendo ser libres cuando no eran más que presas de una utopía que ellos mismos sabían que nunca iban a alcanzar. Afuera miles; no, millones, repetían el mecanismo sin cesar. Se buscaban, se encontraban y volvían a perderse, porque eran (nada más que) buscadores. Buscadores que se olvidaron de encontrar.




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3 comentarios:

  1. Lindo texto, Emi. Bastante oscuro, muy de tu estilo. Me gustó eso del olvido de encontrar... Muchas veces emprendemos algo y en el camino nos olvidamos o, sin querer, dejamos de lado la motivación inicial y seguimos sin saber porqué. Anduve pensando eso ultimamente...
    Saludo!

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  2. Joni, por fin una firma, estoy emocionado, gracias por leerme y gracias por firmar... realmente lo valoro mucho!!!

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  3. Me alegra Emi! Te lo merecés después de mantener tan bien tu blog y escribir bien, como lo hacés. Un abrazo!

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