sábado, 23 de julio de 2011

Apocalipsis





Apocalipsis
(por Emilio Nicolás)






- Hasta el cielo sabe de nuestro encuentro hoy - Le dije, casi taciturno, sin dejar de mirar con los ojos semidormidos al cielo, que terminaba de cerrarse exactamente arriba de nuestras cabezas.

- Las aves también parecieran estar al tanto. Miralas, habiendo tantos árboles a nuestro alrededor, se alejan de nuestras vistas hasta convertirse en pequeños puntos negros que en poco son nada - Me contestó un poco más animado, mientras uno de sus dedos se deslizaba en un vaivén por la superficie del banco donde estábamos sentados.

- ¿Creés que es mejor irnos?

- ¿Alguna vez te preocupaste por la lluvia?

- ¿Qué pensás?


Ambos quedamos en silencio. Ninguno atinó a moverse. Ninguno de los dos miraba al otro. A nuestra diestra, a nuestra siniestra, atrás y por delante los demás parecían percatarse de la tormenta que estaba por arribar. Los niños que corrían con su libertad inocente eran tomados por los mayores que los llevaban de vuelta a quién sabe donde, pues para nuestros ojos sólo eran figuras que desaparecían del escenario. Me gustaba imaginar lo no-obvio, así que imaginaba cualquier cosa menos una familia tipo de Buenos Aires entrando a su departamento para refugiarse de agua que cae del cielo.

Pero aquello era todo lo que podía mirar, el espacio a mi alrededor. Estaba inmóvil, paralizado. Quizás por miedo, quizás por prever lo que sucedería luego. No lo sé. Ni lo supe en aquel entonces, evidentemente. Él estaba un poco más calmo, o mucho más nervioso. Podría ser cualquiera. Sólo sé que durante un segundo me atreví a dirigir mis ojos a los suyos y los encontré fijos, mirando hacia adelante, sin moverse y sin pestañear. Aún así, saberlo nervioso no me era consuelo. Si intentaba mover un solo fragmento de mi troquelado cuerpo seguramente iba a titubear, o a temblar, o a reventar por dentro.

Exhalé. Exhalé como nunca lo hice antes en mi vida. Me desinflé por completo dejando salir de mis pulmones al demonio más grande que haya habitado en mí. Y esperé una reacción suya. Sentí por dentro que algo había provocado en él aquella expresión de desazón, pero se esforzó por seguir desempeñando de manera impecable su papel de estatua rígida e insensible. A mí me costaba quedarme quieto. Pero el hechizo seguía inmovilizándome.

- ¿Y qué fue de vos estos años? - dijo casi sin ser notado.

- ¿Qué? - le contesté. Había escuchado con claridad, pero acelerar el tiempo en aquel entonces era una obligación para mí.

- Te pregunté qué fue de vos en estos últimos años.

- Ah... lo de siempre, nada importante - me sentí chico ante él, muy, muy chico. Aún como en aquellos tiempos en que el poco amor que sentía hacia mí mismo me convertía en su marioneta viviente.

- Está bien - Respondió con un suspiro desganado.


Las primeras gotas comenzaron a caer sobre nosotros, pero no tardaron en ser más y más hasta generar casi un diluvio sobre nuestros cansados cuerpos.

Ambos habíamos dejado algo sin terminar. La enfermedad de aquel entonces, la enfermedad de dos niños dependientes, primerizos y asustados nos traía de vuelta a aquel sitio, después de años sin haberlo pisado.

Recordé las lágrimas de mi propia revolución, las lágrimas de un niño que ya era hombre y que podía entender y analizar la situación. Cuando supe de sus cadenas manipuladoras apretando mis muñecas y presionando mis nudillos, con un un puñado de lágrimas le di la espalda, levantándome de aquel banco, y lo dejé por siempre. O al menos eso pensé.

- Es extraño volver a este lugar, ¿no? - Suspiró como si pudiese leer mi mente.

- Bastante... ahora mismo me estoy preguntando si cambié con los años, o si sólo fue una ilusión.

- ¿Qué te hizo volver? - Respondió con el mismo aire egocéntrico que siempre lo había rodeado.

- Querrás decir ¿Qué NOS hizo volver? supongo...

- Yo sé por qué vuelvo. - Contestó inmediatamente, como si mis palabras fuesen disparos dirigidos al centro de su orgullo. Reí.

- No voy a preguntarte las razones, mentirías. De entre vos y yo, yo siempre fui el único capaz de reconocer sus debilidades. Deberías enterarte de algo: Ambos ejercemos el mismo nivel de tortura el uno sobre el otro.


Se quedó en silencio. Para mí aquello era suficiente. Por fin una derrota y con mi nombre en la placa del ganador. Bajó la cabeza y rió de manera irónica, como si estuviese a punto de lanzar un intento de contrarrestar mis palabras. Y lo que parecía ser una palabra a punto de despegarse de su garganta terminó siendo un suspiro raro, casi musical.

Le dije que no hacía falta que contestase. Estábamos empapados y al menos yo ya estaba comenzando a temblar. Pero aquello no nos espantaba de aquel banco, de aquella plaza que años atrás había sido el último escenario que compartiríamos. Y que ambos sabíamos, no sería la última vez.

- ¿Sabés que vos y yo no hacemos más que dañarnos el uno al otro, no? - Me dijo sonriendo, como si el rostro del diablo se pegase a su piel.

Pude gesticular con un rostro de niño caprichoso y triste, como la última vez. Pero en mi interior sabía que yo tenía el mismo control sobre él. El mismo poder. Me sentí por primera vez por sobre su casi calva cabeza y le sonreí de la misma forma.

- ¿Y qué te hizo volver, entonces? - Le retruqué sin dejar de sonreir.

- ¿No dijiste que no ibas a preguntarme? - Volvió a sonreir.


Lo besé sin mesura. Me daba igual todo aquello que no tuviera que ver con el momento y con mi acción. Si algún transeúnte se encontraba en aquel entonces pues era invisible para mí. Si a él le molestaba mi arrebato pues no me importaba. Lo sujeté por detrás de las orejas y presioné más fuerte mi cuerpo, que hasta entonces había estado totalmente tieso, contra el suyo, igual de paralizado. Sentí frío en los brazos, en las piernas, en el pecho. Pero mis labios estaban bailando con los suyos como dos pequeñas llamas y aquello era todo en lo que podía concentrarme. Él me sujetó también y omitió cualquier intento de separación. Lo solté y me alejé para contemplarlo. Tomé una bocanada de aire.

- No necesito preguntarte - Le dije aún tomando aire y algunas gotas de lluvia que se infiltraban.

Permaneció callado. Se pasó la mano por los labios, sin dejar de mirarme.

Ahí estaba él, el niño que había hecho de mí su esclavo, aprovechándose de mi ingenuidad. El niño que había convertido mi primer enamoramiento en una tortura que no dejaría de acosarme por años. El niño que no resultó ser más que un pobre infeliz que sólo necesitaba ser necesitado, sentirse especial, sentirse único, sentirse el mejor. Y yo había sido el idiota que le recitaba poemas todos los días y que le imploraba no lo abandone. El mismo estúpido que años después volvía a invocarlo. Pero que esta vez podía ver cada una de sus cicatrices que tan bien había maquillado.

Debí dejarlo en aquel momento y volver campante para nunca más tener que ver a aquel actor, seguramente tan buen actor que él mismo se creía sus propias mentiras narcisistas. Y de hecho lo intenté. Me levanté y caminé unos pasos mientras él me seguía con la mirada, levantando su cabeza y recorriendo mis pasos. Pero alguna clase de fuerza magnética, o bien la misma enfermedad, me retenía y me impedía irme del todo.

Lo miré desde arriba.

Ahora sí estábamos nivelados. Él era el humillado, pero yo no era capaz de abandonarlo como él lo hizo alguna vez. Le pedí que se levante. Lo hizo, obediente.

Un relámpago iluminó su patética figura y le tendí la mano. Cuando la tomó el sonido no tardó en rugir protestando nuestro reencuentro. Poco me importaba. Siempre me había gustado romper las reglas.

Caminamos de la mano, bajo la lluvia, sabiendo cada uno de nosotros que sería cuestión de tiempo para destruirnos del todo.



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