miércoles, 13 de julio de 2011

Mártir





Mártir
(por Emilio Nicolás)




¿Qué tanto podía costarme ahora? Había llegado a un límite que juro, no tenía intenciones de pisar.

La información que se acumulaba en mi cabeza penetraba mis tejidos cada vez con mayor velocidad y sin mesura, el tiempo se agotaba y se apresuraba a mis pasos. Mi trayectoria hasta el final de la sala parecía suceder en cámara lenta. No puedo explicar con seguridad si aquel letargo era producto del mismo accidente que me sobrecargaba de detalles con cada segundo o si sólo se trataba del efecto hipnótico que producía en mi cabeza, obligándome a pensar cada vez con más lentitud, aunque a imaginar cada vez más y más situaciones a una velocidad que jamás antes había podido experimentar.

Sus cabezas estaban todas ordenadas. Filas. Columnas. Una junto a la otra. Una delante y detrás de otra. Cada uno de ellos. Los recordaba con firmeza, con la agudeza más afilada de mis sentidos. A todos y cada uno de ellos. Eran escalones, eran empujones en mis espaldas que me impulsaban cada vez más y más al extremo del risco. Y ya había llegado al punto donde me encontraba intentando hacer equilibrio, agitando los brazos, mirando hacia el vacío y arrepintiéndome de cada mínimo y agotado intento por retroceder. Atrás estaban ellos. Atrás quedaba cada fila con cada paso que daba. Todos y cada uno de ellos. Vacíos. Todos y cada uno de ellos. Humanos.

Sonreí en medio de la oscuridad de la sala. Frente a mí culminaba una escena que no pude identificar. Pero ellos sí. Reían. Reían como cerdos atragantados. Reían sin siquiera procesar la información que se adentraba en sus cabezas y rebalsaba como metiéndose por una coladera repleta de agujeros. Estaban tan vacíos. Estuvieron siempre vacíos. Y eran muchos. Cada vez más. Era una especie en ascenso ¿Qué posibilidades tenía yo de esperar encontrar algo diferente? Sonreí, pero ellos no lo notaron, estaban muy ocupados riendo. Los recordaba a todos, a todos y a cada uno. Ellos habían sido mi experimento, habían sido las pruebas que necesitaba para refutarme a mí mismo acerca de la individualidad que supera la común individualidad. No me importa si no me explico. Porque nada me importa ya.
A mis espaldas quedaban, y cuando volteaba sólo podía divisar una masa, una gran masa homogénea y uniforme que se retorcía en risas cada vez más plásticas y sin valor. Estoy seguro de que cada uno de ellos estaba tan hipnotizado como yo. Sólo que yo, frente a mí, veía escenas que no podía entender, en una gran pantalla. Ellos... ellos veían espejos, estoy seguro de aquello.

Los últimos pasos parecían aletargarse más. Las manos me sudaban sin embargo sujetaban con fuerza la prueba de mi condición de martir, de viajero, quizás del espacio, quizás del tiempo, pero de viajero al fin, de aquello que me hacía ajeno a todo lo que me había rodeado durante tantos años y de lo que había querido formar parte. Juro que lo intenté. Juro que hice lo posible. Pero las pruebas eran evidentes. Allá estaban ellos y en el pasillo estaba yo.

La sujeté con fuerza sin hacerla detonar. Me pregunté si alguien más, en algún lugar de la negra selva en la que quién-sabe-quién me había puesto, padecía de los mismos tormentos automarginales que debía soportar con cada alba y cada crepúsculo. Ya no importaba en aquel momento. Y no importa ahora tampoco.

Supongo que en el fondo había aprendido a apreciar sentirme de aquella forma, afuera de todo aquello, ajeno a sus miradas que no expresaban más que un infinito reproduciéndose una y otra vez sin formar sentido y ajeno a sus palabras planas y a su narcisismo ignorante. Comencé por despreciarlos, a todos y a cada uno (los recordaba, ¡Y como!) pero luego cedió la ira para dar lugar al dolor. Sentí pena por ellos y sentí pena por mí. Mi experimento había fracasado. El resultado había sido poco satisfactorio. Nulo a decir verdad. ¿Quién sabe de dónde vengo? Pero de esta tierra condenada seguramente no soy.

Me detuve frente a sus ya indefinibles rostros y estallé sin más.

Sus pedazos se disiparon por toda la sala, disparando, viajando a gran velocidad y reventándose contra las paredes para precipitarse aún más mutilados en el suelo, en forma de lluvia de muchos, muchos colores.

Como era de esperarse, a mí nada me iba a suceder. Mi condena no era la desaparición sino la permanencia eterna. No había forma de exterminarme a mí mismo, puesto que mi castigo ya estaba impuesto por quién-sabe-quién. Sin embargo, pese a mi condición de mártir, no pude borrarme la sonrisa de satisfacción ante tal acto de pequeña justicia barata y hasta me tomé algunos segundos para relamer mi labio superior cuando alguna que otra gota me salpicó la cara.







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