domingo, 30 de diciembre de 2012

Ciencia




Ciencia
(por Emilio Nicolás)






Me llevaste a la cima de esa montaña de concreto. A la cima. Aún cuando te dije que le temo a las alturas, a estar más allá del nivel del mar, a no saber qué hay bajo mis pies.

Me llevaste pese a que nunca quise, nunca te lo pedí, nunca accedí. Pero me llevaste. Y la ciudad se veía tan pequeña. Los altos edificios eran los infinitos dedos de la mano de un gigante, todos al sol. 

Cerca de mí estaban las miles de  ventanas, ojos apuntándome, sonriendo. Y yo sonreí con cada una de ellas. Y vos sonreíste también. Casi despeinándome estaban las nubes, húmedas, eléctricas, y el cielo se pintaba de rosa mientras me mecía con sus tintes.

Hacia abajo no pude mirar, no me atreví ni me atrevería ahora, pero apenas podía oír el ronroneo de los tantos motores. Y si agudizaba mi oído ahí estaban los murmullos de las pisadas, yendo y viniendo, cientos de pares.

Me abrazaste, y entonces recordé que estabas conmigo. Sentí que estabas por empujarme hacia el vacío. Entumecí mi cuerpo y te diste cuenta, y temí por mi conciencia. Me hablaste de eternidad. Mientras yo pienso en el infinito. El reloj marcaba las siete de la tarde de un día de verano, que se estaba haciendo noche.

Sentí ruborizarse mis mejillas, sentí la sangre acalambrándose, nerviosa. Sentí el calor de tus brazos rodeando mi cintura, sentí tu sangre. Sentí tu respiración en mi nuca. El aire que exhalabas. Me hablaste de eternidad, otra vez. Y yo no dejo de pensar en el infinito.

La inmensidad estaba a mis pies, el vacío estaba bajo ellos. El sol se ponía y aún así parecía lejos, bien lejos, más lejos que nunca. Y las nubes aún en lo alto. Y vos me seguías hablando de eternidad. Hice un esfuerzo para recordar cuándo nos conocimos. Pero la vejez hace estragos con mi cerebro. No somos dioses.

La brisa acarició despacio mi cabello, recién cortado, desnudando mi cabeza, volviéndola vulnerable, frágil, como las hormigas bajo mis pies, como los humanos allá abajo. Me hablaste de eternidad, como si supiéramos de ella. Me hablaste con tanta certeza, que casi te creo. Pero yo solo conozco de lo infinito, mas no lo anhelo, porque no puedo con ello.

Me llevaste a la cima de esa montaña de concreto. Aún cuando te dije que le temo a las alturas, a no saber qué hay bajo mis pies. Entonces tomé coraje y caminé hacia uno de los bordes. Agaché la cabeza. Un sendero, que conducía a un viaje que parecía eterno, y que seguramente a tus ojos lo era, para mí no era más que un túnel en descenso hacia la nada misma, hacia el fin. Instantáneo, escueto. 

Se trabó mi garganta, pero de todas formas no quise hablar. Primero temí por lo que sería de mí al finalizar el recorrido. Segundo, tomé conciencia de que te equivocas. Hablas de eternidad, yo solo sé que estoy envejeciendo, y mi, ahora mala, memoria, me lo hace notar a tiempo. 







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