lunes, 6 de junio de 2011

Los Románticos





Los románticos
(Por Emilio Nicolás)




De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Se lo decía unas dos o tres veces a la semana cuando le tocaba cuidarme. Lo recuerdo tan bien.

Y ahora ella asciende. No sé por qué (o quizás sí, pero me gusta jugar al asombrado), pero asciende, para volver a mirarme con sus ojos brillosos, su rostro con aún más arrugas de las que tenía y sus pelos contaminados de cenizas y constante polvo chorreándole a mares por todas las puntas, creando un velo grisáceo que no deja de resurgir y cubrir de a ratos su figura repulsivamente obesa cuya mitad superior salta a la vista y la otra mitad sólo el Diablo sabe a dónde fue a parar. La vieja sujeta el pavimento como si fuese a caerse aún más al centro del planeta, dónde aquella fuerza magnética de seguro se la llevó esa primavera para nunca más hacerla regresar. Excepto hoy.

De chico siempre se lo dije; moriría por amor, y eso me llevaría a acompañarla en la eternidad. Semejante castigo hemos de recibir y no lo discuto. Los románticos no podemos ir a otro lugar. Los románticos egoístas, oportunistas y vividores que usan a aquellas pobres almas como propósito de su único sustento: el amor por el amor, por la ilusión del amor y de nada más que del amor.

Contadas fueron las veces que presté atención a sus palabras cada vez que se quejaba de algo o que abría sus largos expedientes de anécdotas a mí en esas incontables noches de verano sobre el paredón de la anciana que vivía frente a nosotros, otra que de seguro está nadando en azufre. Me conformaba su rostro y el calor del aura que rodeaba cada parte de su cuerpo. Me conformaba su perfume masculino fusionándose con el mío. Me conformaba con fijar la mirada en su mano, reposando sobre su rodilla y hasta aquella pulsera de bolitas negras que le presionaba la muñeca. Me conformaba él, pero poco y nada podía hacer por él más que adorarlo.

De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor, pero es ahora, mientras el viento más lento del mundo se desliza desde mi cuerpo hacia afuera y soy yo el que lo empuja mientras me acomodo en lo que parece ser una caída interminable, cuando me doy cuenta de que quizás estuve todo este tiempo equivocado y de que quizás exista la mínima posibilidad de que alguna vez, alguna vez sí, estuve bajo los hechizos de aquello que solían llamar amor, y que para mí no era más que una absurda excusa de los ignorantes para llenar aquel vacío que no procuraban saciar mediante la búsqueda personal y constante de todas las verdades alcanzables sobre uno mismo y sobre el universo alrededor. El miedo a morir atrapado en la soledad, que no es más que la evidencia de la falta de conciencia sobre la posesión de lo único que necesitaremos en este recorrido (que a mí ya se me termina). La propia pertenencia.

Y fue así como me moví por las tierras y por los mares y por los cielos: el enamorado del amor que iba tomando diferentes víctimas a medida que avanzaba, y a medida que envejecía. Siempre sosteniéndose de sí mismo y siempre al acecho de jóvenes de equivalente género. Me importaba poco y nada el pudor o las explicaciones o cualquier otro indicio que destacase alguna suerte de anomalía de un sistema ordenado quién sabe por quién y con cuáles objetivos. “No nací para ser una máquina de procrear” era todo lo que solía responder y nada más. Con la bandera de la libertad individual y sin luchar por ninguna causa común más que la de mis múltiples personalidades mutables que habitaban en mi cuerpo, me moví llevando todo lo que tenía por delante y conquistando (o no) a cuanta belleza de ojos celestes o avellana, de cabello largo o corto, rizado rubio u oscuro se me cruzase. Por donde quiera que iba el amor caminaba paralelamente a mí, o se me cruzaba o tropezaba contra mi pequeño cuerpo en alguna avenida y luego me sonreía pidiendo disculpas, dejándome atónito y feliz.

Y era cuestión de tiempo para mutar, pasar de una estación a otra, reinventarme y re-enamorarme una y otra vez. De comienzo no era más que un niño en la búsqueda del amor puro, de aquel que no conoce la mentira ni la mugre que se esconde bajo las alfombras ni la superficialidad de la atracción corporal, meramente visual, táctil (y caliente) gustativa y olfativa también (el oído participaba poco y nada, con algún que otro gemido, y nada más)

Pensé que nunca superaría aquella barrera inquisidora que toma como una garra gigante y venosa a todos los ingenuos que pretenden creer en el amor recíproco y los barren a los abismos de la utopía donde sueñan eternamente, corriendo de un lado a otro, clamando un poco de atención. Creo que una mitad de mí quedó allí, mientras la otra se sumergió en el hedonismo egocéntrico y desinteresado hasta el éxtasis, ascendiendo más y más; gritando y arañando espaldas cada vez con más fuerzas y con los ojos más cerrados y la cabeza dando aún más vueltas. Moldeando el significado del amor al punto que ya no duela.

Entonces caí sobre aquel colchón.

Y me incliné sobre él, minutos después.

Su pulsera estaba en el suelo. La levanté sin salir de la cama y la sostuve sobre mis manos. Creo que por alguna razón se la había arrancado minutos antes de acabar con el ritual. Él estaba en el pequeño baño junto a su cuarto. Había abierto la ducha; lo supe porque comencé a escuchar el sonido monótono de los chorros cayendo sobre el suelo de cerámica. Me pregunté por qué no tuvo la idea de invitarme junto a él, mientras mi cabeza seguía baja, y mis ojos no perdían la concentración de las bolitas de la pulsera y mis dedos índice y pulgar no dejaban de pasar entre una y otra.

Me pregunté desde cuándo de pronto me importaba el interés de otro más de tantos si el acto final ya se había consumido, como la mugrosa vela amarillenta que acababa de extinguirse, imposibilitándome seguir contemplando su pulsera, su maldita pulsera que se clavaba en mis ojos cuando nos sentábamos a conversar sobre ese frágil paredón en las noches de verano. Había usado más de la cuenta el oído. Quizás era necesario. Quizás compensaba que no haya emitido sonido alguno mientras bailaba suavemente sobre mí. Mientras con disimulo le arrancaba aquel adorno de su muñeca y lo dejaba morir en el suelo, invitándolo a dejarnos solos a él y a mí de una vez por todas.

Sólo su respiración por la nariz. Fuerte. Débil. Luego fuerte. Luego muy leve.
Me pregunté qué tan caliente estaría el agua. Me pregunté si hubiese sido oportuno acercarme. Sujeté la pulsera y miré hacia puerta del baño, que estaba apenas abierta, dejando pasar al único rayo de luz que había en todo el panorama. El cuarto se mecía despacio en la oscuridad mientras las pequeñas partículas de polvo bailaban en la delgada línea blanca que me invitaba a atravesarla, a salir de la negrura y romper en trozos de una vez mi dignidad como en los viejos tiempos. Él no parecía estar muy interesado. Su celular comenzó a sonar entonces. Pero no le prestó atención. Me acerqué a su pantalla haciendo el menor esfuerzo posible, inclinando la parte posterior de mi cuerpo a la superficie de su mesa de luz (que por cierto no tenía ninguna lámpara sobre ella) El aparato vibraba al ritmo de aquella pegadiza melodía del videojuego del fontanero. En la pantalla principal se dibujaba el rostro de una joven que me resultaba familiar. Muy familiar.
De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Hasta entonces si recordaba aquello de seguro me echaba a reír, burlándome de mí mismo, como ahora se burla la vieja mientras araña el suelo pavimentado, dejando marcas con las garras de ambas manos. Una de ellas sólo hace rayas diagonales que se cruzan entre sí y forman garabatos de grietas. Las uñas se le quiebran y vuelven a crecer una y otra y otra vez. La otra mano escarba y escarba en el punto preciso donde cayó la pulsera y la hunde aún más, más abajo, obligándola a desaparecer de mi vista. Y ella mientras lo hace ríe y ríe estruendosamente sin detenerse, dibujando una expresión colérica con la ayuda de los únicos tres dientes que fueron capaces de aguantar sus últimos días y sus ojos resplandecientes que opacan a la misma luz del pequeño baño junto a su cuarto. La cama donde hacía minutos sumergía mi cuerpo una y otra vez parece cada vez más lejos. Sin embargo hacia allá me dirijo. Y nada ansío más que sentir la pesada cabeza (que viaja a mayor velocidad que el resto del cuerpo) sobre su colchón, sobre el colchón que él abraza cada noche y que impregna de su fragancia, la misma que cada vez que se sentía en el aire anticipaba su llegada a la vereda de mi casa, con una sonrisa detestable y los ojos achinados. Con su ropa siempre fresca y esa pulsera que no dejaba de burlárseme. Aquel colchón que estaba impregnado de él y de nadie más que él. Ya era tarde. No pude salvarme. Mi juego volvía a fallar como en los viejos tiempos. Y esta vez era definitivo.

De chico siempre le dije a mi abuela, a mi puta abuela que moriría por amor. Pero nunca por alguien que me amase, sino por alguien a quien yo pudiese amar y sufrir por él. Hay quienes dicen que el amor sin sufrimiento no es realmente amor. Yo digo que nunca me llegué a amar a mí mismo. ¿A quiénes quise engañar?

La de la foto no en vano se me hacía familiar.

De chico siempre se lo dije. Pero para ese entonces yo estaba enamorado del amor. O de él. No lo sé. Ahora mismo me lo estoy re-preguntando. Porque en lugar de ansiar tener su cuerpo sudado contra el mío me sentaba junto a él horas y horas a escuchar sus anécdotas banales, vacías y carentes de gracia y a fijar mis ojos en su pulsera, porque siempre tuve miedo de mirarlo a los ojos. Siempre tuve miedo de mirarlo a los ojos.

Y como no hacía otra cosa que mirar su muñeca entonces nunca me percaté que en ninguna de esas noches faltó la presencia fantasmal de aquella chica que pasaba y pasaba de una punta a la otra, atravesando nuestro territorio y mirando colmada de rencor. Estuve tan enamorado que jamás me percaté de aquella ira que ahora se acumulaba en su mano y disparaba con las más grandes fuerza y velocidad contra él. O contra mí.

De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Y la muy infeliz nunca me creyó. No sé por qué lo hice, si para reivindicar mi estúpida fantasía del pasado o porque realmente me había enamorado. Yo digo que puse en una balanza su existencia excesivamente maravillosa y la mía. Entonces caigo sobre la cama y sigo de largo, dejando mi nombre firmado y sigo directo al suelo, mientras me percato de que no estuve enamorado de él. En realidad nunca sentí amor. Ni por él. Ni por nadie. Ni siquiera por mí.

De chico siempre le dije a mi abuela que moriría por amor. Ahora la vieja mientras se arrastra a buscar mi cuerpo, que finalmente terminó de caer, incesantemente ríe y grita de manera ensordecedora: ¡Te lo dije, te lo dije! ¡Jamás morirías por amor!






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