En la oscuridad
(por Emilio Nicolás)
(por Emilio Nicolás)
El tren avanzaba rápido, cada vez más y más rápido. Las líneas rectas de las vías desaparecían y volvían a aparecer en una historia continua y predecible que parecía no terminar. Mi brazo reposaba tranquilo sobre el marco de la ventanilla, pero mis ojos estaban inquietos, intentando retener las luces de la ciudad a lo lejos que se iba corriendo a medida que cruzábamos los espacios en la noche. Miles y miles de luciérnagas que a gran velocidad pasaban por mi cabeza. Mis maletas estaban bajo mis piernas cruzadas, mis zapatillas estaban un poco apretadas, el asiento junto al mío estaba vacío, yo estaba vacío.
No supe lo que me esperaba, quería que alguien me llevase lejos, esperé años por alguien que me llevase lejos, que me arrancase del aburrido y hondo pueblo en el que me había gastado hasta quedarme pequeñito, como un Dante sin Virgilio, sin saber hacia dónde ir, aunque con la diferencia de que conocía cada uno de los círculos. No había sitio que pise que no hubiera pisado ya dos, tres, cuatro veces, a plena luz del día, o en el medio de la noche, solo o acompañado (y aún solo). Años esperando, años llamando, años provocando y así había terminado, mi salvador no podía ser otro que yo mismo. Si no lo hacía pronto iba a morir allí, en el anonimato, sin que mi nombre quede grabado en ninguna vereda o sin que las olas del mar rompiesen en mis pies fijos en la orilla. No habría brisa del sur que saborease mis cabellos ni terraza del edificio más alto que me permita besar el cielo desde sus suelos e imaginar que aprendí a volar finalmente.
Como sea que haya ocurrido todo ahí estaba, yo conmigo mismo, y la velocidad. Oh sí, aquella velocidad tan imponente con la que me alejaba de todo, atrás quedaban los libros que leí en aquella biblioteca enorme que de seguro iba a extrañar, y atrás todas aquellas películas que devoré solo en el cuarto al amanecer, atrás estaban los amigos que sentían culpa por no poder llenar ese vacío de soledad, y atrás la familia que sabía que no perdería jamás. Atrás todos, atrás todos y yo atrás también, con los libros, con las películas, con los colectivos de corta distancia y con el gato durmiendo sobre mi pecho. Atrás. Y a toda velocidad alguien más, que estaba naciendo, que pensaba en despertar. Ahora por fin y de una vez por todas no tenía a quién llorar. Miré por delante de mi asiento y había una pareja que hacía horas se dedicaba a descansar. Detrás los asientos estaban vacíos y a mi derecha había un joven que miraba a la ventanilla, igual que yo, la que tenía a mi izquierda. Sus pelos volaban con el viento, él asomaba la cabeza y sonreía, como si supiese más de aquello que yo estaba dispuesto a aprender, a ser libre en soledad, a recorrer los caminos conmigo mismo y con nadie más. Lo miré y sonreí, quise mirar a mi ventanilla pero no pude más, mis ojos se concentraron en los suyos, tan silvestres y tan desesperados a la par. Sus labios se veían seguros pero con una señal de miedo que me inquietaba, y por momentos, por microsegundos que ningún mortal podría detectar, sentí que sus ojos buscaban los míos y volvían a contemplar la libertad. Sacudí mi cabeza y me percaté del silencio, me di cuenta de la ciudad, que ya había quedado atrás, y de las multitudes que seguramente con ella habían desaparecido también, ahora sí se sentía el verdadero vacío a mi alrededor. Tomé mis brazos y pensé: estoy a salvo. Sentí frío en mi rostro y no pude disfrutarlo más, siempre que siento frío me siento seguro, me siento vivo, me siento libre. Me asomé por la ventanilla, no se veía mucho, plena oscuridad, el campo asomaba y con él la ausencia de cualquier clase de luz por donde vallásemos a pasar. Me animé a asomar más el cuerpo, nos aproximábamos a un enorme túnel que nos tragaría a todos en una completa oscuridad.
No creí que el resto lo perciba, todos parecían tan en paz, con sus ojos cerrados y sus rostros relajados. Volvía a prevalecer el silencio. Sólo estábamos despiertos él y yo, no quise mirarlo, no supe por qué, pero no quise mirarlo. Me levanté de un salto, reconozco que soy muy inquieto pese a aquel momento de tranquilidad, y caminé a través del pasillo mirando a todos y a cada uno descansar. La noche era tan joven y tan libre, yo era tan joven y tan libre, no había tiempo de dormir, pero ahí estaban todos, tan desconectados del ambiente, en otras tierras quién sabe dónde, y yo de nuevo, solo, quería tocarle el hombro a aquella pequeña niña que dormía sobre el hombro de su abuela y despertarla para conversar, o quería que aquel marinero apuesto abriese sus ojos para contarme los relatos que seguro guardaba en su historial. Pero hubiese sido poco divertido interrumpir los sueños de los demás, después de todo de sueños vive la gente, de sueños y nada más. Sacudí mi cabeza para corregirme, los sueños no son absurdas ilusiones que quedan en la idealización y nada más, estoy aquí, lejos de todo y de todos para volver los míos realidad, dejé mis pertenencias para volver a comenzar, si pienso que los sueños son sueños y nada más, no creo que logre lo que tanto anhelé alcanzar. Aquel joven tenía su cabeza orientada a mí y me miraba a los ojos con un gesto jocoso, como si estuviese diciéndome a través de telepatía que los sueños son sueños, nada más. Fruncí el ceño y volví a caminar hacia el final del vagón. Creí escuchar una risa pero a esas alturas no estoy seguro de si fue mi imaginación.
Al llegar al final del vagón me detuve al percatarme de lo que estaba ocurriendo, y no era el único que estaba así, con esa sensación de soledad incluso en el vagón que repleto de gente estaba, y no era el único que viajaba para empezar a construir sobre ruinas que yo mismo había mandado a tirar. En sus ojos repletos de libertad se veía una dependencia que me hacía intrigar. Estaba mirando lo que yo hacía y leía mis pensamientos como si le pudiesen importar. El silencio una vez más hizo notar su presencia. Volví a mi asiento y volví a mirar de la misma forma que él al camino que estábamos atravesando a toda velocidad. Mi maleta seguía en su lugar, mi saco seguía frío con el viento que entraba y mi sonrisa asomaba al pensar que él seguía ahí y seguía mirándome y seguía pensando lo mismo que yo.
Entramos al túnel, al tan joven hermoso, mientras el tren pasaba por esa cueva negra, no lo pude ver más. Me recliné en mi asiento, suspiré y sentí su respiración junto a la mía.
Estábamos solos, o estábamos juntos, en la oscuridad.
No supe lo que me esperaba, quería que alguien me llevase lejos, esperé años por alguien que me llevase lejos, que me arrancase del aburrido y hondo pueblo en el que me había gastado hasta quedarme pequeñito, como un Dante sin Virgilio, sin saber hacia dónde ir, aunque con la diferencia de que conocía cada uno de los círculos. No había sitio que pise que no hubiera pisado ya dos, tres, cuatro veces, a plena luz del día, o en el medio de la noche, solo o acompañado (y aún solo). Años esperando, años llamando, años provocando y así había terminado, mi salvador no podía ser otro que yo mismo. Si no lo hacía pronto iba a morir allí, en el anonimato, sin que mi nombre quede grabado en ninguna vereda o sin que las olas del mar rompiesen en mis pies fijos en la orilla. No habría brisa del sur que saborease mis cabellos ni terraza del edificio más alto que me permita besar el cielo desde sus suelos e imaginar que aprendí a volar finalmente.
Como sea que haya ocurrido todo ahí estaba, yo conmigo mismo, y la velocidad. Oh sí, aquella velocidad tan imponente con la que me alejaba de todo, atrás quedaban los libros que leí en aquella biblioteca enorme que de seguro iba a extrañar, y atrás todas aquellas películas que devoré solo en el cuarto al amanecer, atrás estaban los amigos que sentían culpa por no poder llenar ese vacío de soledad, y atrás la familia que sabía que no perdería jamás. Atrás todos, atrás todos y yo atrás también, con los libros, con las películas, con los colectivos de corta distancia y con el gato durmiendo sobre mi pecho. Atrás. Y a toda velocidad alguien más, que estaba naciendo, que pensaba en despertar. Ahora por fin y de una vez por todas no tenía a quién llorar. Miré por delante de mi asiento y había una pareja que hacía horas se dedicaba a descansar. Detrás los asientos estaban vacíos y a mi derecha había un joven que miraba a la ventanilla, igual que yo, la que tenía a mi izquierda. Sus pelos volaban con el viento, él asomaba la cabeza y sonreía, como si supiese más de aquello que yo estaba dispuesto a aprender, a ser libre en soledad, a recorrer los caminos conmigo mismo y con nadie más. Lo miré y sonreí, quise mirar a mi ventanilla pero no pude más, mis ojos se concentraron en los suyos, tan silvestres y tan desesperados a la par. Sus labios se veían seguros pero con una señal de miedo que me inquietaba, y por momentos, por microsegundos que ningún mortal podría detectar, sentí que sus ojos buscaban los míos y volvían a contemplar la libertad. Sacudí mi cabeza y me percaté del silencio, me di cuenta de la ciudad, que ya había quedado atrás, y de las multitudes que seguramente con ella habían desaparecido también, ahora sí se sentía el verdadero vacío a mi alrededor. Tomé mis brazos y pensé: estoy a salvo. Sentí frío en mi rostro y no pude disfrutarlo más, siempre que siento frío me siento seguro, me siento vivo, me siento libre. Me asomé por la ventanilla, no se veía mucho, plena oscuridad, el campo asomaba y con él la ausencia de cualquier clase de luz por donde vallásemos a pasar. Me animé a asomar más el cuerpo, nos aproximábamos a un enorme túnel que nos tragaría a todos en una completa oscuridad.
No creí que el resto lo perciba, todos parecían tan en paz, con sus ojos cerrados y sus rostros relajados. Volvía a prevalecer el silencio. Sólo estábamos despiertos él y yo, no quise mirarlo, no supe por qué, pero no quise mirarlo. Me levanté de un salto, reconozco que soy muy inquieto pese a aquel momento de tranquilidad, y caminé a través del pasillo mirando a todos y a cada uno descansar. La noche era tan joven y tan libre, yo era tan joven y tan libre, no había tiempo de dormir, pero ahí estaban todos, tan desconectados del ambiente, en otras tierras quién sabe dónde, y yo de nuevo, solo, quería tocarle el hombro a aquella pequeña niña que dormía sobre el hombro de su abuela y despertarla para conversar, o quería que aquel marinero apuesto abriese sus ojos para contarme los relatos que seguro guardaba en su historial. Pero hubiese sido poco divertido interrumpir los sueños de los demás, después de todo de sueños vive la gente, de sueños y nada más. Sacudí mi cabeza para corregirme, los sueños no son absurdas ilusiones que quedan en la idealización y nada más, estoy aquí, lejos de todo y de todos para volver los míos realidad, dejé mis pertenencias para volver a comenzar, si pienso que los sueños son sueños y nada más, no creo que logre lo que tanto anhelé alcanzar. Aquel joven tenía su cabeza orientada a mí y me miraba a los ojos con un gesto jocoso, como si estuviese diciéndome a través de telepatía que los sueños son sueños, nada más. Fruncí el ceño y volví a caminar hacia el final del vagón. Creí escuchar una risa pero a esas alturas no estoy seguro de si fue mi imaginación.
Al llegar al final del vagón me detuve al percatarme de lo que estaba ocurriendo, y no era el único que estaba así, con esa sensación de soledad incluso en el vagón que repleto de gente estaba, y no era el único que viajaba para empezar a construir sobre ruinas que yo mismo había mandado a tirar. En sus ojos repletos de libertad se veía una dependencia que me hacía intrigar. Estaba mirando lo que yo hacía y leía mis pensamientos como si le pudiesen importar. El silencio una vez más hizo notar su presencia. Volví a mi asiento y volví a mirar de la misma forma que él al camino que estábamos atravesando a toda velocidad. Mi maleta seguía en su lugar, mi saco seguía frío con el viento que entraba y mi sonrisa asomaba al pensar que él seguía ahí y seguía mirándome y seguía pensando lo mismo que yo.
Entramos al túnel, al tan joven hermoso, mientras el tren pasaba por esa cueva negra, no lo pude ver más. Me recliné en mi asiento, suspiré y sentí su respiración junto a la mía.
Estábamos solos, o estábamos juntos, en la oscuridad.
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se corresponde mucho con lo que quise intentar transmitir.
ResponderEliminarmás que nada por el tema de los detalles, el hecho de que John se haya olvidado un encendedor no es nada, hizo un nuevo plan, se le pasó el tiempo. y ni él ni vos cometieron errores, cada uno hizo un nuevo plan, hablo de planes en el sentido que John le da a esa palabra. es decir, te ocupaste en hacer otros planes y pasó la vida y con la vida la señora vecina.
para mi se corresponden aún más tu historia y la que cuenta Yoko en que no repararon en que la vecina podía no estar o John podría no volver jamás,,,
pero no se cómo explicarme.
de todas maneras! las gracias las doy yo, y son para vos por leerme, comentarme y ponerme contento. leo mucho lo que escribís, algún día te comentaré! cuando tenga las palabras justas. no las encuentro porque me sorprenden tus relatos y la verdad que no se cómo empezar a decirte algo respecto de lo que dicen. son muy tuyos, muy de emi, sería intromisión decirte que me gustan, aunque si, me encantan.
seguí haciéndolo por favor!
xxxxxxxxxxxxxxxxpablo
(viene de mi blog, sobre lo que me comentaste)
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