martes, 16 de marzo de 2010

Drama

Drama
(por Emilio Nicolás)



Si esta fuese otra de esas predecibles novelas románticas entonces la decisión estaría si dejase de apretar mi puño y abriese mi mano ante ojos brillando de emoción, pero este no es el caso. Él parecía venido de los cielos, incluso su figura, sus colores, sus atributos, todo lo que venía de él tenía ese tinte sagrado y benévolo. Alcanzaba con la simple escena de mis pasos atolondrados subiendo las escaleras de la estación subterránea en medio de la ciudad después de tanto viajar, para encontrar a su figura alta y delgada, imponente, pero sentada en un banco y con la mirada perdida en una hilera de hormigas que parecía nunca acabar. Era un dios que se negaba a ser un dios cuando me veía llegar para no hacerme sentir inferior, alababa todos y cada uno de mis actos, hasta los más torpes, y me hacía sentir asquerosamente importante.

Su sonrisa perfecta y sus cabellos dorados, casi blancos brillaban cuado caminábamos por el extenso pavimento en los primeros días de otoño y aquello me bastaba para sentir arder en la piel la atmósfera que él me ofrecía. Me sentía a salvo, tan a salvo que ya había motivos suficientes para temer. Sus brazos en la noche en la seguridad de su casa se convertían en barrotes para mis alas, y sus besos constantes vejaban mi arisco cuerpo y su amor me empalagaba hasta el empacho. Si esta fuese otra de esas predecibles novelas románticas no habría mucho que pensar, la respuesta siempre habría estado en él, que vivía a tres horas de casa y no le importaba recorrer tal distancia con tal de vernos llegar, que se había hecho amigo de mis amigos y que escuchaba atento cada uno de mis relatos sin sentido con una sonrisa que nada podía borrar.

Sin embargo, en el casi tranquilo ritmo de la noche, estando solo en medio de las dos columnas en la entrada de casa no hice más que mirar a las estrellas e imaginarlo a él. Él venía casualmente (ó no) de las mismas tierras que él. Pero él (él) parecía venido de los infiernos mismos, incluso su figura, todo lo que venía de él tenía ese tinte pesado y oscuro que me hacía (y hace) enloquecer. Alcanzaban cinco minutos a solas los dos, para que, con excelente habilidad lograse sacar lo peor de mí. Me provocaba constantemente (y me refiero a cuando aparecía, ya que solía -y suele- ignorarme por días enteros) haciendo resaltar todos y cada uno de mis defectos.

Apareció de repente una tarde en la que sentí por primera vez el sabor del fracaso y me vi solo a mitad de la ciudad. Se sentó junto a mí, me dijo inmaduro, me nombró irresponsable, incapacitado para el mundo de los adultos, posó su palma entera sobre su cara y volteé la mía para mirarlo sin gesticular. Se fue entonces.

Apareció también una mañana, mientras recién se despertaba y yo preparaba mi cama para acostarme a dormir. Me dijo que el insomnio es un síntoma de la depresión y se fue así, sin más. Con él hablaba dos veces al mes mientras que con el otro no había día en que no nos detuviésemos a conversar. También hacía alarde de sus conquistas amorosas sólo para deleitarse con el evidente yugo que comenzaba a pesar sobre mi mirada.
Pero ¿es que acaso sus espacios en blanco son los que relleno con idealizaciones que lo hacen tomar la delantera? ¿O acaso es real aquel niño asustado y solitario que leo entre líneas cuando pasa por acá? ¿Y si acaso yo también amo la soledad, y me encapricho con imposibles para permanecer así, y nada más? Él sabe darme la dosis suficiente para mantener un eterno misterio entorno a su figura y me pregunto si así va a permanecer.

Suspiro. Si de distancia y misterio se tratase el amor entonces me prepararé para vivir en soledad. Pero es que tantas veces le rogué de rodillas que de mí se aleje, que me permita olvidar que alguna vez conocí a alguien que de manera extraña se ganó semejante lugar, a través de vulgares misterios, discusiones infantiles y recreaciones ficticias que ambos sabemos, podríamos hacer realidad. Entonces es cuando reconozco el miedo en sus movimientos ariscos y se me hace tan familiar. Sonrío. Su pavor anula el mío y me coloca en otro lugar. Siento ganas de animarlo a romper con el fino vidrio entre nosotros y arriesgar, peor yo también temo a perderlo todo con un movimiento y nada más. Quizás el misterio es lo que nos mantiene unidos y al acabarse nos descubriría odiándonos una vez más, o quizás de suceder mañana ambos estaríamos disfrutando de nuestros silencios en el sur mirando al mar. O quizás sea más lo que me haga sufrir que regocijar. O quizás...

¿Y qué hay del otro? ¿Resignarme a perder su devoción por un patán que hace y deshace de mí cuanto quiere y nada más? Si esta fuese otra de esas novelas románticas previsibles todo se daría de forma natural. Atrás quedarían mis caprichos infantiles y con ellos el demonio, borrándose fugaz. Y la escena final sería con ese, que es angelical, caminando por la calle o algo similar.

Sin embargo, y para mi desgracia, estoy escribiendo un drama. Y aún no sé cómo va a terminar.





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