viernes, 26 de febrero de 2010

Uno más

Uno más
(por Emilio Nicolás)




Era otro de tantos, como me había dicho el día en que lo conocí. Y tenía razón, era otro de tantos. Ya con el inicio de nuestra primera conversación, en ese jardín de esa amiga que supuestamente teníamos en común (jamás fue mi amiga, sólo estaba aburrido y no sabía dónde morir -no literalmente, pero sí, morir-) Me dijo lo que tantos otros me dijeron tantas veces desde que tengo memoria (y la seguiré teniendo pese a que mis años serán más largos ahora)

Me dijo que ante sus ojos se dibujaba la figura de un niño de porcelana que necesitaba de protección, y la sola idea de desamparo lo tentaba mucho. Ya es demasiado tarde para ruborizarme; recordé cuando realmente era un niño y cada halago me obligaba a esconderme entre las mangas largas de mis ropas. Puede que la imagen haya permanecido, puede que desde que bebí de ese elixir en el templo del gato el tiempo se paralizó para mi cuerpo, pero no, ya es tarde para ruborizarme y tarde para creerlo.

Aún así le seguí el juego, no quise contarle de mi verdadera edad ni de mi hazaña a los trece años cuando crucé el desierto de Atacama con las ropas aviejadas y la juventud en las venas, motivado por los rumores de aquel templo en medio del infierno amarillo cuyas aguas violetas detenían el paso del tiempo en el cuerpo que se atreva a sumergirse en ellas. Sonreí. Sonrió. Su sonrisa era otra de la misma categoría de sonrisas que tanto me atrapan. Son esas sonrisas torcidas, que se inclinan hacia un lado y no hacia el otro, que no terminan de cerrarse, y que si se combinan con una buena mirada de picardía, crean la perfecta imagen de un demonio orgulloso de serlo. Y ahí estaba él, era uno más, sí, uno de tantos demonios que no tienen miedo de salir a volar con sus alas peladas filtrándose con la oscuridad de las ciudades repletas de pecado y desconsuelo.

Estaba mirándome, con su sonrisa común, pero cautivante, demasiado cautivante. En sus ojos pude sentir el puntiagudo sabor de la seguridad y del orgullo. La sangre en mi cuerpo comenzó a correr mucho más fuerte y sentí el calambre extendiéndose hasta las puntas de mis dedos. La sentí arder en mis ojos. Levanté la mirada, mis cejas también. Con la pequeña brisa de ese jardín se ondulaban sus rulos, tan vivos y tan rojizos (aún así eran principalmente castaños) Tenía una esfera de olas en su cabeza, una esfera de olas que iban hacia todas las direcciones, se inclinaban al sur, al este, en diagonal, a todas, y millones de olas minúsculas, grandes, medianas, agrupadas, enredadas. Su cabello era un oleaje que toma miles de direcciones a la vez, que no está perdido sino que sabe que va hacia todas partes.

Bajé de nuevo a su mirada que se clavaba en la mía de la forma más violenta. Pero me sentí en casa.

En mi pecho no ardía otra advertencia que la de alejarme, era obvio, era evidente, no tenía salvación en sus manos, no podía caer en sus brazos, era el ser en el que menos podía confiar, mi cuerpo se haría trizas, mi corazón sería devorado y mis esperanzas de ser amado caerían al suelo hasta evaporarse. Pero no me moví.

De su dulce voz sin sonido salieron las palabras más sinceras. Sabía de mi anomalía en el cuerpo, sabía que no era natural, sabía que por mis venas corría sangre violeta, podía verla, podía sentirla, podía olerla. En aquel momento no supe cómo fue que pudo adivinar cada detalle de mi estado. Pero era evidente. En cuestión de segundos me estaba revelando sin escrúpulos su identidad de cazador de sangre. Era un vampiro.

¿Cómo se atevió a revelarlo tan a la ligera con un extraño como yo?

Suspiré de felicidad, esa tarde necesitaba morir, y en el fondo sabía que lo quería literal. Esa misma tarde quería caer en los brazos del ser menos fiable y dejar que me haga trizas ¿qué mejor que un vampiro? y este no era cualquier vampiro. Aunque fue lo primero que dijo, soy uno más. Al sol ardía su piel en cuyo pecho relucían vellos ondulados como los de su cabeza y su mirada era la más atrevida que había visto en mis años de existencia. No era uno más. No lo era.

Me tomó por los brazos y me dijo que huya, me dijo que era la peor opción quedarme junto a él, se confesó el ser más despreciable y más cruel. Me dijo que yo era su víctima perfecta, tan dulce, tan pequeña, tan tierna, y que no quería caer en la tentación (¿por qué no caer?)

Me dijo que su situación era complicada, que ya se encontraba con un compañero con quién compartir la eternidad que lo aguardaba (apreté mis puños fuerte a la altura de sus pantalones cortos y desvié la mirada al verde césped) sentí el calor de su pecho obstruyendo el aire que exhalaban mis narices. Sentí su aroma a flores secas.

Pero aún así no quitó sus ojos de los míos, y de mi cuello, volvió a sonreír y volvió a apretar mis brazos, sé que quería morderme, lo sé. Quédate o vete para siempre, juega o no sabrás qué fue predestinado para nosotros, pensé. Sabía que algunos vampiros tienen la habilidad de leer la mente de los mortales. ¿Pero en qué me convertía ser un eterno niño? ¿Había dejado de ser un mortal ya?

Como sea, estábamos mirándonos bajo el sol y estaba sujetando mis brazos, pidiéndome que huya, que lo deje a solas y que corra, pero él mismo sabía que jamás iba a encontrar tal víctima. Yo era el mejor de los corderos que podía haber encontrado en toda una eternidad, y él era el mejor de los asesinos que podía terminar con tal eterno dolor que me convertía en un muerto en vida. No es fácil ser un niño por siempre. Sé que pudo leer mi mente y los pecados en mí, sé que mientras me miraba a los ojos se sumergió en ellos y descubrió que detrás del niño no había inocencia sino oscuridad y lujuria vacía. Completo vacío en realidad.

Su sonrisa se desvaneció levemente, y lo miré y sonreí esta vez yo, de la misma forma. Supo en ese momento que yo ya estaba enterado de su descubrimiento. Yo no era tan indefenso y tan inocente. En mi haber un tejido de mil hilos de inseguridad y de ira se extendía por mis brazos y apretaba mis dedos. Aún así nunca negué mi situación, indefenso y temeroso, masoquista. No podía caer en mejores manos que del vampiro más cruel y despiadado. Dejó de importarme que tuviese un compañero, de todos modos yo no quería eternidad. Dejó de importarme que quisiera tomar mi corazón y destrozarlo después de haber abusado de mi cuerpo.

Todo dejó de importarme.

En ese momento no creí que fuese uno más, sus rulos se desenvolvían con el viento de la forma en la que cada noche soñé con el más perfecto de los mares en los que me hundía hasta terminar con el eterno cuento. Con los ojos abiertos soñaba. El agua en mis pulmones. Las burbujas elevándose. Y sus ojos dolían tanto como las mil agujas que alguna vez soñé atravesarían mi pecho hasta hacerme caer. Era algo similar.

Ahí se quedó, mirándome. Lo imaginé destrozando mi piel tierna de un zarpazo.
Lo imaginé en toda la crueldad que él mismo había dibujado a su alrededor.
Cerré los ojos y cuando los abrí, ya no estaba más.

No, no era uno más.






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