martes, 16 de febrero de 2010

Hoja en blanco

Hoja en blanco
(por Emilio Nicolás)





La gata estaba recostada sobre mi pierna izquierda, no quise molestarla, no quise decirle que debía dejar de escribir y entregarme al sueño. Los ojos me pesaban, mis manos ya dejaban de moverse con la misma agilidad con la que había comenzado a escribir hacía días y días. El cuarto estaba empapelado con bosquejos, intentos, modelos, nada concreto. Líneas y líneas se dibujaban en el suelo, sobre la cama, algunas habían volado por la ventana y colgaban de los árboles del jardín, otras líneas más curvas se habían acurrucado sobre el alto armario (no me pregunto cómo llegaron) y otras no tan curvas estaban cobijando mis pies que colgaban de la silla de roble.

Sobre el escritorio quedaba ya la última hoja de todos los paquetes llenos de hojas blancas que había sobre la mesa aquel día en el que me senté. Una única hoja, totalmente blanca, mirándome, y los lápices gastados, las lapiceras casi sin tinta, los sacapuntas ya sin filo, los dedos temblando. La miré fijo, la miré como pude, pues como dije, mi vista estaba cada vez más nublada, los mareos me dominaban, me mecían despacio, invitándome a dormir. Cerré los ojos y tomé aire, lo vi a él, lo vi a él aquella mañana saliendo y vi sus jeans azul oscuro, siempre amé ese color. Lo vi y me vi, viviendo en la luna, soñando sin detenerme, sabiendo que estrello y estrello y estrello. Lo vi en la luz de la mañana, completamente sumergido en ella, abrigado y con el rostro iluminado. Sus cabellos estaban mojados, ¿de dónde saldría? Lo vi, y ahora que tenía los ojos cerrados, lo vi de nuevo.

Me encontré a mí mismo, corriendo por las calles después de haberlo visto, me vi escapando de no se qué, por las calles, recordando que lo vi, que lo vi con su sonrisa medio chueca, medio inventada, con su mano derecha sosteniendo su morral, que colgaba de costado. Me vi sonriendo hasta a los pájaros que pasaban sobre mi cabeza, me vi descubriendo mi reflejo en el charco de la lluvia que acababa de irse, y me vi mirando el cielo despejándose, las nubes viajando hacia no sé dónde el sol insistiendo en reaparecer. Soy... soy como todos, él nunca lo supo. Nunca supe cómo empezar, por eso ahí estaba yo, con los ojos cerrados, sin poder abrirlos, Morfeo me los tenía agarrados y me miraba enfurecido. Burlo a la noche, burlo a las leyes humanas, burlo a la oscuridad y bailo en ella. “Morfeo, abre mis ojos, me estoy quedando dormido”. Lo veo en todas partes, lo veo saliendo y caminando, admiro hasta el sonido de sus pasos al andar. En realidad no lo admiro a él, admiro lo que él provoca en mí. Porque lo miro y miro todo a mi alrededor, y todo cambia de color. Los edificios se convierten en señores durmientes que respiran tan despacio que sólo cuando lo veo (sólo cuando lo veo) los puedo escuchar. Suspiros y suspiros por toda la ciudad, la respiración emite vientos que me hacen los pelos volar. Me vi viéndolo andar y viendo todo de la forma más anormal, las calles eran ríos y los vehículos eran criaturas marinas enormes que me invitaban a nadar. Me vi girando sobre mí mismo en medio de las calles y los gritos de los transeúntes que se convirtieron en cantos de sirenas al pasar. Fue difícil abrir los ojos, pero de alguna forma sabía que la hoja en blanco seguía ahí, esperándome, y yo estaba escapado de ella. No me importó.

Imaginé los pastos altos y me vi escondiéndome en ellos, para verlo pasar. Las frías gotas del rocío acariciaban mis mejillas. Sonreí. Y recordando que sonreí lo volví a hacer. El peso de la gata me durmió la pierna. Yo estaba quedando dormido en realidad. Abrí los ojos. La paz estaba en el cuarto, las hojas estaban roncando. Desde la ventana los murmullos de la ciudad en la noche me incitaron a recordar que existe otra vida cuando el sol se pone y me asomé para mirar. Las luces que en el día no existen por la noche se hacen notar. Esferas amarillas en medio de la oscuridad, en la otra cuadra y a lo lejos y por donde pueda mirar. Volteé hacia la hoja y la miré reposar. Nada que pueda escribir, nada que pueda dibujar. ¿Qué acaso es esto lo que causa en mí? Tantos colores, tantos matices en mi cabeza y tantas melodías que nadie llegó a escuchar. Sin embargo me siento y lo quiero expresar y nada sale ¡nada!

Tambaleé sobre el marco de la ventana sobre el que me estaba apoyando con ambas manos y me sujeté la cara. Estaba dejándome vencer. Ni una palabra, sólo líneas, líneas que se unían unas con otras y dibujaban un laberinto por todo el cuarto, y por la vereda de casa, por las calles, por los demás edificios y más allá. Caí al suelo sentado. La gata enojada se había acurrucado sobre una hoja en la que estaba dibujado uno de sus ojos. Junté mis manos, miré al ventilador, sobre el que bailaban a su ritmo otras hojas en las que estaban sus rodillas y un par de uñas y algo más. Me quedé hipnotizado por el movimiento, como si un hechizo fuese puesto en práctica automáticamente al mirar. Otra vez estaba ahí, sonriendo en el colectivo en los pocos días que tomó el mismo en el que suelo viajar. Su morral siempre sigue tan negro y sus camisas siempre son a cuadrillé escocés. Sus manos son tan pálidas y su cuerpo un poco más alto que el mío. Me pregunto de dónde vendrá. Me pregunto hacia dónde irá.

Una tarde lo vi en la fuente, tomando agua mineral. Me escondí tras una señora que conversaba sin parar y me quedé mirándolo hasta que dejó el lugar. De nuevo todo tomó un color de forma sobrenatural, el cielo se volvió rosa aquella tarde y del mismo caían gotas verdes, si no recuerdo mal. Ah, del camino amarillo que se formó bajo nuestros pies, que me dio tantas ganas de caminar pero jamás de ir a la dirección que me llevaba a donde estaba él. Abrí los ojos de nuevo, la hoja me esperaba y me empezaba a apurar. Su nombre latía en las paredes de mi habitación, aunque no lo supe, jamás. Las notas de la melodía que en mi cabeza comienza a sonar cuando su rostro se dibuja se hicieron realidad, y flotaban en el aire, tan azules, tan sin gravedad. Me levanté y miré la hoja, miré a la gata que ya estaba completamente dormida. Miré las hojas que comenzaron a elevarse con las notas y empezaron a bailar. ¡Ah, del chico que veo siempre que paso por esa esquina cuando voy a trabajar! Si supiera todo lo que provoca en mí, la forma en la que recarga mi voluntad para soñar. Pero heme aquí, intentando decírselo de alguna forma y llegando a fracasar. La hoja en blanco sigue quieta y me está mirando, y sé que pasarán los minutos, él al pasar, y sé que pasarán las horas, él no me va a saludar, sé que pasarán los días, y la inocencia, sé que pasarán las semanas, la inconciencia, y pasarán los meses, y la hoja en blanco en su lugar seguirá.


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